VOLUNTAD DE LA LUZ, DEL MEXICANO LUIS ARMENTA MALPICA. POR DAVID CORTÉS CABÁN

 

 

1 Luis Armenta Malpica, poeta mexicano

  Luis Armenta Malpica, poeta mexicano

 

 

Crear en Salamanca tiene la satisfacción de publicar este comentario de David Cortés Cabán (Arecibo, Puerto Rico, 1952), quien posee una Maestría en Literatura Española e Hispanoamericana de The City College (CUNY). Fue maestro en las Escuelas Primarias de Nueva York y profesor adjunto del Departamento de Lenguas Modernas de Hostos Community College of the City University of New York. Ha publicado los siguientes libros de poesía: Poemas y otros silencios (1981), Al final de las palabras (1985), Una hora antes (1991), El libro de los regresos (1999), Ritual de pájaros: antología personal (2004), Islas (2011) y Lugar sin fin (2017). Sus poemas y reseñas literarias han aparecido en revistas de Puerto Rico, Estados Unidos, Latinoamérica y España. En 2006 fue invitado al III Festival Mundial de Poesía de Venezuela, y en 2015 a la Feria Internacional del Libro de Venezuela (FILVEN), dedicada a Puerto Rico. Ha participado en los Festivales Internacionales de Poesía de Cali, Colombia (2013), y de Managua, Nicaragua (2014). En 2014 fue invitado a presentar “Noche de Juglaría, cinco poetas venezolanos”, en Berna y Ginebra, Suiza. Ese mismo año la Universidad de Carabobo, en Valencia, Venezuela, le otorgó la Orden Alejo Zuloaga Egusquiza en el Festival Internacional de Poesía. Reside en la ciudad de Nueva York desde 1973. Este comentario salió publicado primero en México, Revista La Otra, Año 12, Núm., 142 – Febrero de 2019.                                                                                         

 

 

2

 

 

EL PEZ ABRE SU PÁRPADO BRILLANTE”:

VOLUNTAD DE LA LUZ, DE LUIS ARMENTA MALPICA

 

                                                                                 Mucho antes de lo que hoy les relato

                                                                                 la voz del pez tenía

                                                                                 la misma prosa de la voz humana.

 

L.A.M.

                                                                                   

 

 

 

He querido leer Voluntad de la luz [1] sin seguir un orden ascendente en el que los textos me fueran mostrando la fisonomía y el asunto del libro; “poema cosmogónico”, ha llamado a estos textos el crítico Luis Vicente de Aguinaga. Yo he querido encontrar la idea que guía la voluntad de la luz. La luz, la voluntad: conceptos que generan en mi interior una visión que me coloca frente a una metáfora de la vida: la vida del pez que surge de la imaginación hasta desplegarse poéticamente en las palabras. Por eso he leído el libro una y otra vez buscando el pez traspasado por la luz que filtra esta poesía. Y he viajado hasta percibir la vasta planicie de ese mundo que agita el corazón del pez. Quiero ver cómo atraviesa su mar originario, el mundo nunca visto, el que se asoma y refleja en sus pupilas luminosas. Claro, la fauna vegetal y la marina proveen los elementos que configuran el equilibrio de ese mundo. Y el dinamismo de las imágenes que simbólicamente reproducen y proyectan sugerentes capas de significaciones. Las más directas se presentarán por la vía del plancton, del pez y la migala que adelantan siempre una fisura, un significado que nos comunica con otras cosas, las que atañen a las fronteras y límites de la vida y la muerte. Pero también expresan la hermosura natural de aquel mundo invisible, creado y proyectado aquí por el poeta Armenta Malpica no para impresionarnos, sino para instalarnos en una zona que sugiere otra forma de contemplar la creación y la necesidad de sondear otra visión de la realidad, de nuestra remota relación con el mundo.

 

Íntimamente ligada a la imagen del pez está el plancton como noción del comienzo, como revelación fundadora y transformadora del mundo. El pez que luego llegará a ser humano viajará hasta concebir la amorosa presencia del hombre, y en él la esencia de esa voluntad que le da vida. Esto nos lo ha revelado con mayor precisión el crítico Luis Manuel Arellano: “El origen del pez es el origen del hombre, pero en una cadena que atraviesa multitud de fundaciones. No es una cadena lineal y consecutiva. La cuestión del origen del hombre parte del humilde plancton pero atraviesa las más variadas formas: la migala, la malagua, la mantis, el salmón”. (8) Es posible que esta idea haya sido el objetivo que llevó a Armenta Malpica a añadir al concepto científico de la creación uno más imaginativo y poético; uno que por su riqueza sensorial y expresiva le confiriera más brillantez. Por supuesto, la ciencia, la naturaleza está representada en el poema en su vocabulario más distintivo: volcanes, reino mineral, diamante, tiranosaurios, plancton, plesiosauro, era mesozoica, pleistoceno, diluvio, batracio, insectos, protozoario, ballena, ceiba, tierra, luz, mar, océanos. Todas estas palabras inciden en plasmar una firme impresión de ese mundo al que acudimos para mirar al pez de intensos matices. Sin embargo, podríamos encontrar otro modo de entender los matices del pez en la presencia de la mujer que expresa su dimensión de pez y cuyo cuerpo libera la especie de otros peces. Y es posible también que esta persistencia del pez sea la contrapartida con otras tradiciones poéticas fundidas aquí magistralmente y lejanas de los rasgos que una vez las definieron como nos advierte otra vez  Alberto Arellano: “Difícil ha sido ubicar a Luis Armenta en una tendencia o escuela estética. (…) Poeta de la tradición, pero no se agota en repetirla.” (11) Ciertamente la mirada del poeta no se agota tampoco en el deseo, ni en el modo de expresar la realidad que captura esa imagen del pez para fundir aquella visión primigenia del mundo que Vicente Aleixandre llamó sombra del paraíso; con la diferencia de que el poeta mexicano evoca el hallazgo de esa concepción desde la plenitud de la luz y no desde las sombras, para decirnos: esto es lo que creo, esta es la manera en que ha evolucionado la vida.

 

 

 

3 Foto de José Amador Martín

  Foto de José Amador Martín

 

 

Y en efecto, esta realidad la comprobamos en el texto “Las tablas de Poseidón” el dios de las aguas y los mares, presentado aquí por el sentido que encarna su presencia en el libro. Aunque sabemos que lo que nos dice el poeta comprende también todas las cosas que forman parte del mundo. Y que deberíamos ser lo suficientemente sensibles, como buenos lectores, para captarlas. Por eso los sentidos deben de aceptar la voluntad de la luz (no la que inventa nuestro capricho) porque en el fondo esta luz implica la revelación y la voluntad de la poesía según la concibe el poeta. En otras palabras, lo que nos dice el poeta es lo siguiente: escribo bajo la voluntad de la poesía: ella toma el dominio, ella es la vocación de mi vida y la que establece hábilmente los contextos y las razones de mi ser. Este sentir lo podemos comprobar si miramos retrospectivamente los versos que legitimizan esa postura y expresan juntamente una dimensión más profunda del ser. Y por supuesto, todo lo que encierra el poema en virtud de ese creer que guía la voluntad y establece una novedosa visión de la vida:

       

                  Creo en el plancton que tiene casi dos mil millones de años. Comunidad

               perfecta de raíces acuáticas, es el mínimo y máximo poblador de los mares.

               De su oculto rizoma, arborescente flor, germinativo núcleo en sus arterias,

               gota a gota se desprende un latido en cuyo bosque el mundo se resguarda del

               fuego.        

                  Creo en el iris de un pequeño ojo de agua en el centro del plancton; en la

               espora y la piedra: semilla del estrato, recuerdo del instante en que el fuego

               (su lluvia) amenazó los vientos granizos de la tierra con una luz de olvido;

               fugaz, intempestiva línea fragmentaria del sueño que exfolió la estricnina

               que tuvo como sangre, de lo que dio a beber de entre sus tantos elementos

               espurios, a sorbo y bocanada de magma y feldespato, a todos los moluscos

               del abismo.

                   Creo en el bagre: pez teleóstero que puede vivir fuera del agua poco más

               de veinte horas y arrastrarse en la tierra hasta ochocientos metros. En el pez

               hielo de las aguas polares. En la tilapia, que persiste al calor de los mares de

               sosa volcánica. En la lamprea, la raya y el pez roca; los peces del abismo.

               Incluso en los cetáceos y los otros mamíferos sirenios. Creo en los moluscos, los

               anfibios y en algunos reptiles que visitan los lagos con frecuencia. Creo en los

               animales de agua dulce y en los de agua salada. Y por encima de ellos, creo en

               el gran salmón, de agudísimo olfato —su memoria—, en su tacto a distancia

               —su línea lateral—, en su capacidad de adaptación en agua dulce y en el agua salada.

                   Creo en su regreso, contracorriente, al río donde naciera (único entre los cerca de

               cinco mil huevecillos de la madre), a desovar, para luego seguir, sin fuerzas, al

               océano, y dejarse morir entre las rocas.

                  Creo en el descendiente directo del dios megalodonte, que no ha dejado hueso

               fosilizado alguno, por ser todo cartílago y membranas. Enemigo mortal del

               plesiosauro. Extinto por el cambio de ruta de los mares durante la formación,

               elevación y choque de las placas tectónicas de lo que hoy es la tierra. Creo que

               ha de venir, después de su extinción en la era mesozoica, armado de colmillos

               y de aletas de indistinto e incontenible roce ((estalactitas (mordisqueando esa

               humedad que sube por la gruta y trepa por los riscos), estalagmitas (cerrando sus

               colmillos en el pétreo paladar de la montaña) envolviendo con su lengua de

               fuego y de vapor los más íntimos pliegues de la roca)) a reinar sobre el plancton,

               después del pleistoceno, según lo que está escrito debajo de las aguas. (24-25)           

       

     Lo que dice ese “creer” está escrito debajo de las aguas como conocimiento y revelación. Y nos muestra cómo ha evolucionado ese mundo, cómo se han formado los matices que dan vuelta en torno a ese pez imaginario. Y asimismo, cómo se disponen los elementos que lo conforman para que todo fluya adecuadamente y las criaturas que lo habitan puedan desplazarse en su hábitat con naturalidad; y para que su natural interacción nos permita seguir el rumbo de sus correspondencias a la luz de sus acciones. De ahí que no existan líneas demarcadoras que limiten el paisaje en el que se mueven estas criaturas (“…el pez no tiene un mar prohibido: no hay manzanas del mar, ni existen, aunque alguno lo crea, las serpientes marinas”. 27). Las luces y las sombras tampoco interferirán en la gestación de la vida sobre la superficie y profundidades del océano. Desde los elementos más humildes se levantará una penetrante luminosidad que reflejará como en un espejo las experiencias de ese mundo y de los rasgos que particularizan sus proximidades. Esto lo advertirá un personaje: el profeta (poeta) cuando nos advierte:

 

              […]

              Y sería indispensable —proseguiría el profeta— alguna glaciación, el recomienzo,

              a fin de devolver al frío lo que es del agua. De hielos y carámbanos se poblará

              la tierra. Y en la mitad del frío y de la noche se guardarán las selvas y los

              páramos, desiertos y riberas. Todo estará impecable, cubierto de neblina, cuando

              llegue la aurora.

              Si debiera extinguirse algún grupo viviente, este no será el pez; tampoco la migala.

              Ambos han comprendido lo que al fuego es el fuego y lo que el agua al agua… (22)

 

 

4

 

 

        Lo que encierra el texto es toda esa realidad del pez y la migala unidos por un destino común, la lucha por la supervivencia en una atmósfera de contrates y cambios que determinarán con el tiempo la trascendencia y presencia temporal de estas criaturas. Los cambios que afectan directamente la existencia los tendrán que desafiar la migala y el pez para imponerse triunfantes sobre las fuerzas antagónicas de la naturaleza. Esto lo reconoce el “profeta” y lo revela en la tensión misma de ese vivir, esa lucha por la supervivencia en cuya naturaleza la vida se hace y se deshace continuamente como en un ciclo infinito. Todo se ambienta sobre ese horizonte que fija la vida en el planeta y forma seres capaces de reclamar su derecho a la vida. Nada está estático en el mundo. Todo está en constante evolución, muriendo, naciendo, vivificándose, multiplicándose y entrelazándose en el germen mismo de la vida. No se vive en completo aislamiento, sino en una sucesión de realidades que están manifestándose continuamente como nos dice el poema “Primera liturgia”:

 

               

                Quién nació de la tierra

                en las profundidades inquietas de una mina

                que los viejos volcanes hubieron de iniciar una liturgia

                : es el fuego —diamante, sol, corazón animado—

                un dios de hidrógeno y fosfuros

                (sus padres antiquísimos)

                : quien inicia con sed y combustión su reino de metales.

 

                             (La mina gestatoria —vientre de arcilla

                viento y metaloides—

                era una gran caverna de recuerdos: allí murió

                el oxígeno, la savia, el trilobites.

                Sobrevivían los dólmenes, menhires

                monolitos de piedra

                que las estalactitas y las estalagmitas reconocían

                por padres.

                Quedaban, sobrepuestos al légamo

                los trozos de un glaciar

                —tal vez el último—al que corrían las lágrimas

                como dos fumarolas de silicio.)

 

                De esta piedra de cal, áspera ruina (de alcurnia

                pre-cambriana)

                nacen dos vetas de agua. Mármol

                entonces —catedral ósea de un sol

                insospechado—

                qué fue de aquella luz caliza antes que el cráter

                de un volcán la convocara con sus cantos tectónicos

                era un agua silente

                inamovible

                respirando a escondidas

                bajo tierra.

                No parecía lo que es: líquida y transparente

                flor, pececillo de azogue, sudoración

                del calcio.

                No aparecía: su sombra

                en la caverna se redujo a una veta. Fósil de luz

                —lo que podemos comprender de aquella luz

                 de entonces—

                 glaciar

                         —el primero, es posible—

                 completamente azoica.

                           (Suena contradictorio, pero la vida no existía

                 por el agua: el aire —si lo llamamos vivo—

                 era el dios que reinaba entre las rocas.

                 Y el aire no hacía ruido:

                 se oye

                      contradictorio.)

                 Luego vino la luz: cera

                 ascua 

                            matriz

                 con la que el aire cobijó sus planicies.

                 Imploración del ámbar

                               —cuarzo de qué prodigios—

                 esa miel tan dorada en las colmenas.

 

                Y por la luz fue natural el tiempo:

                veinticuatro horas como parte de un día

                las vértebras

                                del mundo

                                protozoario.

 

               Y con el tiempo fue ineludible el hombre

               para encenderlo todo.

   

              Y con el hombre fue indispensable el hombre

              para no sofocarlo.                                                                     (34-35)

 

         De lo que se trata es no solo de presentar la realidad de ese mundo más allá de las razones que provee la ciencia, sino más bien de la armonía oculta y revelada más profundamente por la palabra, por la visión que sincroniza lo diverso y lejano como una profecía de la vida realizada en el texto poético. Las “vértebras de un mundo” que surge a la luz para que el ser que lo habita no se sienta extraño y abandonado: “Y con el tiempo fue ineludible el hombre / para encenderlo todo.” (35) La presencia del hombre se fundamentará en esa primera liturgia, en esa luz que palpita sobre el paisaje recóndito de la primera aurora. Por eso lo que nos propone Armenta Malpica, a través de la palabra poética, es la imagen de la vida vista desde la órbita misma de la luz. Pero también del grano que libera la potencia que se manifiesta en el reino de la luz; germen evolutivo que alimenta la vida y el mundo:

 

                             Grano.

                             Todo a partir de un grano.

                             Espiga lenta

                             el corazón del pez se preñó de raíces

                             y de insectos.

                             Se desgranaba el alba.

                             […]                                                                               (36)

 

 

 

5 Foto de José Amador Martín

  Foto de José Amador Martín

 

        El grano está ligado a la esencia que sustenta la vida. Nos muestra otra imagen que constituye en la presencia de la ceiba un símbolo de fortaleza milenaria. Y de la historia de la tierra como lo son, por ejemplo, el girasol, los anfibios, los minerales y conjuntamente toda la flora y la fauna marina cuya presencia inconfundible arroja luz sobre el pasado y se convierte en un rasgo distintivo de la vida en el planeta: “Rueda el pez de la luz y no abandona el agua. / La ceiba lo recibe con un nido de frutos / lecho nupcial / que empapa de graznidos. / Pero qué piedra / pero qué agua / quedan después del hundimiento. / La luz, el sapo y los caimanes / suelen quedarse quietos / mientras el pez se entrega al aborigen.” (37-38).

 

La grandeza y virtud del poema reside en la sustancia misma de los seres que lo componen fundidos en un lenguaje que nos transmite la presencia originaria de la vida en la tierra. El modo novedoso de contarla nos permite sin duda una concepción poética del mundo paralela, en términos poéticos, a la que nos ofrece la ciencia. En el fondo, la poesía no tiene por qué ser insensible a la ciencia, ni evadirla. Desde un punto de vista objetivo, pienso que la poesía y la ciencia son expresiones que nos cuentan acontecimientos que de uno u otro modo convergen, se convierten en líneas paralelas, en signos que ennoblecen y proyectan los acontecimientos de la vida, del pasado y presente del universo. Y al fin de cuentas no es menos significativo “Un anfibio / disfrazado de luna / que navega”, que el corazón de una mujer o un hombre acongojado por el desdén de una pasión. Todo sigue su curso en el tiempo: nada puede estar aislado. El vivir mismo exige una continuidad, una transformación. Nada está subordinado a la quietud. El planeta está en constante movimiento, nos desplazamos como seres espaciales por un universo que aún desconocemos.

 

Entendamos el mundo en las claves de la palabra que lo descifra, parece decirnos Armenta Malpica. Entendámoslo desde la semilla de luz, nos vuelve a decir el poeta. Entendámoslo desde la aurora del pez y la migala, nos repite. Y ciertamente al filo de ese conocimiento vamos descubriendo el lenguaje que enciende la imaginación para que el pez nos cuente su trayectoria, para que la migala evoque su historia, para que la ceiba se extienda hasta las constelaciones de la palabra poética que nos revela el secreto que orienta la vida del pez:

 

                      Mucho antes de lo que hoy les relato

                      la voz del pez tenía

                      la misma prosa de la voz humana.

                      En esto se conoce que todos fueron peces

                      desde antes de ser hombres.

                      Pero ahora nada dice.

                      Nada inventa que suene como jurar en vano.

                      […]

                                                                                  (“Trayectoria del pez”, 39-46)

 

Y luego:    Así comenzó el mundo que hoy relato.

                  El pez, sumergido en el hombre, se buscaba a sí mismo

                  en la migala

                  solo

                  para no hundirse.

                                                                                                                   (42)

 

 

      Los grandes desafíos están en esa manifestación de la vida, en esas múltiples manifestaciones que no renuncian, no pueden renunciar a la palabra, pues en ella se hace eco esta visión poética. Son las palabras las que proyectan el silencio y la presencia imperceptible de la vida sumergida en las frías aguas del océano, y nos acercan a la imagen del pez que se forja en las frías aguas y de allí surge a la luz. Y el poeta dirá: “El pez buscó la luz / en la misma espesura que vivía.” (44). Y esa luz, esa misma luz lo envuelve en la vastedad de la palabra para iluminar el camino por donde ha de transcurrir su presencia. Y, para decirlo sin ninguna ambigüedad, para que su presencia privilegiada trascienda en la vida de otros seres: seres como la migala, el salmón o el sapo, seres del mar y del río, y aun de la vida vegetal de la misma ceiba, asimilarán la semblanza del pez no para absorber su secreta voluntad, sino para que el pez cumpla su misión de pez, su presencia de hombre sobre la tierra:

 

                       […]

                       Son los peces

                                    los pueblos sumergidos

                     que poco a poco emergen.

                                                                                                    (45)

                       

 

 

6

 

 

Y en ese emerger dejará atrás el pez las inmensidades del abismo, las zonas corrosivas, la difusa soledad que impedía el arrobamiento de su luz contra esa lluvia de ocasos interminables que buscaban ocultar su presencia sobre la superficie de la tierra:

 

             […] 

             ¿Dónde van a caer las gotas desplazadas, desprendidas

             del vuelo de los peces?

             ¿Para qué el atelaje si la sombra, los peces y el azul

             son antediluvianos?

            

             Esa lluvia

             otra vez

             esa lluvia interminable

             humedece la entraña de la arena

             y la acerca al océano.

                      

             La humedad que corroe embarcaciones

             y hace sobrevivir al celacanto

             no le preocupa al hombre

             ni le preocupa al pez.

             Lo apura el agua.

             La sal

             por su pureza.

                                                                                                                       (48)

 

Y en el mismo poema:

 

             […]

             El pez abre su párpado brillante

             y expulsa un grito náufrago que convoca horizontes

             por la ruta del alba.                                                                  

                                                                                                                     (50)

                   

             La verdad del pez será la realidad común del hombre. Sus sentidos absorberán otra luz mística y profunda que le enseñará a caminar sobre la tierra. En su ciclo de transformaciones conocerá el verdadero horizonte de la vida. Vivirá sin pretensiones de volver a la mar, a las corrientes que trataron de anegar su existencia. Su travesía hacia la tierra será un suceso, una historia desprendida del tiempo, una historia que ya nada podrá añadirle a su realidad de hombre sino el recuerdo remoto de su propia existencia:

       

                   […]

                   Después de mucho viento

                   a un paso de ser hombre

                  se olvidó del océano.

                  No podía recordar porqué su miedo al agua

                  al sueño y a los peces.

                  Y prefirió matarlos

                  renegar de la estirpe

                  de su sueño.                          

                                                                                                                       ( 54)

 

       No nos muestra aquí el poeta un renegar insensible de esa estirpe de pez a tal punto que prefiera borrar la forma de aquella identidad. Lo que desea es desprenderse del contenido de esa angustiosa travesía que puso a prueba su voluntad e intentó quebrantarla. Es decir, la violencia de aquella realidad que buscaba la posibilidad de volver a sumergirlo y otra vez remitir su presencia a la soledad y al olvido. Su origen y plenitud no podían aferrarse al pasado. Por eso, ha navegado hacia un presente que le ofrece una nuevo horizonte humano, no el del pez sino el del hombre. Su presencia de hombre lo enfrenta a otras condiciones de la vida liberándolo de las aguas, pero no totalmente de aquella memoria que albergó su origen de pez. De ahí que no podrá, aunque parezca sugerirlo el poeta, matar su fina estirpe ni renegar de sí mismo pues sería, paradójicamente, borrar la historia de su vida. Por esto reconocemos que la luz, en la palabra reveladora de su historia, provee un matiz místico a su vida. La razón de la vida del pez, tal como la vemos, aparece ligada a la vida del hombre y a la transformación y contemplación de su misma existencia en “Meridianos del alba”, pp. 58-60.

 

                           […]

                           Pero adentro estoy yo —mi circunstancia:

                           la luz solo es cuestión de atravesar los filos

                           para llegar a mí

                           con una vela

                           anclado.                                                                          (60)

                                                                                                                                                      

 

 

7

 

 

        En “Voluntad de la luz” (62-65), poema cuyo título agrupa además todos los textos del libro, revela el pasado del pez y de su historia. Por eso, la fuente de la cual emana su nacimiento recreará sus voces interiores y le hará adquirir una mayor conciencia de la realidad que lo rodea. Y asimismo de una realidad que al fin de cuentas tendrá que ser sustituida por otra. Quiero decir, por otra que terminará revelándole una nueva dimensión humana frente al porvenir de su vida sobre la tierra. En este sentido el poema nos remite al sueño del pez, que no es otra cosa que su conciencia, el mundo simbólico que lo habita, lo que está dentro de su cuerpo y como una luz mística ilumina su interioridad, esa otra faceta de su vida aún no realizada que aguarda como una crisálida hasta que su cuerpo tome forma de hombre:

 

                           El pez vivió

                                                        (quería decir soñaba)

                           debajo

                                                (debió decir adentro)

                           de una ciudad

                           humedecida

                           abierta.

                           Velamen de cartílago                

                          mascarones de escama

                                               —edificios y calles—

                           lo condujeron siempre

                           a tierra

                           firme.                                                                               (62)

 

                          […]

                          Aislado en lo profundo de su aliento

                          el pez no transponía su suerte

                          en la continua zozobra

                          de malagua.

                          Tan dado al pez

                          no flotaba en su voz el diario oculto de ahogarse.             (63)

 

 

        El pez ha traspasado el mundo de las aguas, la esfera sideral de ese paisaje del tiempo que  le muestra otro curso, otra vía para que prosiga el camino donde su naturaleza de pez encarne la presencia del hombre. Y ese peregrinar en el que su vida se desplaza le hará recordar las voces que lo acompañan, y sentirá su vida transformada en las cosas que animan la existencia. Por eso en la construcción misma del texto y en el lenguaje metafórico que lo constituye observaremos lo que ha señalado Luis Vicente de Aguinaga: “Diferentes escenas de un pasado sin fechas, de un tiempo remoto y delirante, van conjugándose después en poemas de respiración amplia y asombros constantes: poemas en los que, a la larga, importa más la profecía que la crónica, más la visión que la rememoración, más el instante que los presumibles milenios a los que se va dando tratamiento”. (86) Y estos tratamientos de los que habla el crítico mexicano son también las tonalidades que van reclamando lingüísticamente el curso de esa visión, el sentido originario de esa vida que se extiende en imágenes de gran lucidez a través de todos los poemas. Pero es la potencia del pez, su imagen simbiótica, la que recogerá la metáfora totalizadora de ese mundo y las particularidades del fondo real o irracional que lo conforman.

 

                    […]

                    El pez

                                   —que ya fue un hombre—

                    se ilumina:

                    él vio a los dinosaurios que parieron iguanas

                    al camaleón y su parvada de luciérnagas

                    al fénix y al retoño del beleño.                                                      (64)

                    Todo era novedad

                    por ser

                    antiguo.  

                    El pez no sabe hablar la lengua de los hombres.

                    Poco entiende la suya.

                    Pero si escucha al viento, al mar

                    cuando se agita

                    en la piedra callada

                    se comprende mejor.

                    Y le es común entonces el zureo de un ave mensajera

                    el agudo siseo de la serpiente

                    y el himno del cardumen.    

                    Esto le basta para saber que existe.

                    Y se encuentra

                    dichoso.                              

                    […]                                                                                     (65)

 

                            8 Pez, de Miguel Elías

 Pez, de Miguel Elías

 

 

       Frente a ese mundo de relampagueantes hallazgos le bastará al pez las cosas que contienen su experiencia pero que se renuevan continuamente en el lenguaje, pues el lenguaje que lo aúna a la naturaleza establecerá también el marco de relaciones con las que se identifica su vida, su estar en el mundo. Por eso despierta a un mundo que no le es del todo ajeno, y que mantendrá presente en la memoria no solo por lo que simbólicamente representa su imagen, sino por el conocimiento que la naturaleza misma le confiere. ¿Por qué razón? Porque en el fondo el pez no puede evadirse de su inmediata realidad ni del paradigma de las cosas que lo rodean: el mar, la piedra, las voces del pasado, el sol, la lluvia y todo lo que refleja su ser, toda aquella naturaleza que le recuerda su nacimiento y que inevitablemente contiene su muerte. Esta verdad no la podríamos pasar por alto, pues todos los seres tenemos algo de pez y llevamos oculto ese latir en el que se dibuja nuestra propia mortalidad. Pero reconocemos el esfuerzo del pez, todo lo que experimentó su travesía para adquirir un nuevo lenguaje, un nuevo cuerpo para presentarse ante el mundo. Por eso entendemos que su presencia admite todas las interpretaciones y las miradas que fluyen a través de su cuerpo. Así lo intuimos en las últimas estrofas del poema:

 

                          Su voz

                          surgida de una estirpe de susurros

                          reinicia al celacanto.

                          Ahora todo lo habita con sus ojos.

                          En el iris se arquean, eternamente, sol y lluvia.

                          Una epidermis igual

                          a lo que toca.

 

                          El pez, demostrada su hombría, se quita la armadura

                          hace a un lado su casco

                          se introduce en el aire

                          y vuela

                                        como una gota de agua

                          al vórtice del limo.

           

                                      …Y se completa

                                                                                 el cielo.

                                                                                                               (65)

 

No extraña pues la realidad que se plantea el pez, su vocación, su persistencia, pues la luz que lo guía o lo dirige no impone un mundo sobre otro, ni del mar ni la tierra. El pez los funde, los renueva, los transforma en la visión que les da continuidad y vida en la escritura. 

 

En el poema “El breve sur”, nombre que enmarca también esta sección del libro, el hablante nos mostrará la naturaleza de aquella infancia revelada en la mística de la palabra. La historia de aquel sentimiento que se desprende del ser y despierta el fuego interior de quien acepta su profunda vocación de poeta. El hablante se reconocerá aquí en el lenguaje lírico que lo contiene, el que dio cauce a su vida. Y frente al recuerdo de aquel nacimiento cuyo fuego fue él mismo, la visión del pez resguardará en la palabra el resplandor del mundo: “Yo tomé del cuaderno / de mi infancia / mi hoja correspondiente: / la del mayor sigilo / sumergida, pausada / del más leve papel. / Era una hoja sencilla / de una blancura inquieta y asombrosa”. (66) Esa blancura inquieta y asombrosa nos transfiere la inquietud del mundo, el particular sentimiento del paisaje que lo forma y lo vivifica en la continuidad de la palabra. Y es allí donde el niño-pez se hace hombre en el vuelo de imágenes que constituyen su reino; la profunda realidad que lo sujeta a la creación originaria: “Este anegar del cuerpo es mi liturgia: / con la tierra y el agua se hizo el barro. / Luego del mar, anduve a rastras / y eyaculé semillas de bejuco. / De sus hojas, el nido; / del nido, los polluelos. / Los ánades levantaban una explosión de espuma / encima de la barca de un pescador anciano.” (67). Y así el recuerdo de la abuela, la imagen de la casa, la madre, las hermanas, el pescador, y la inquietud y grandeza de todo ese vivir entrelazado a la vida del pez consumirá la experiencia del niño y del agua sin tiempo y sin riberas del adolescente a merced de un mundo desconocido o conocido solo a través de la poesía y la imagen del pez:

 

                                […]

                               Mi origen lo contempló mi abuela

                               el horizonte

                               el tiempo.

                               Un pez se me recuerda en cada giro.

                               Me arrastro para saciar mi instinto.

                               El silencio deja una oscura mueca entre los ojos

                               de los niños que lloran.

                                                                                                                                 (68)

 

Y otra vez nos recuerda:

 

                              […]     

                             Soy demasiado joven para vivir

                             la muerte de las aves.

                             Digo

                             soy demasiado adulto.

                             Mi adolescencia fue más que mi memoria;

                             mucho más que mi casa

                             algunos libros.

                             La espesísima savia de mis ojos

                             escurría por el bosque;

                             llenaba en sus alforjas la necesaria luz

                             para mirarlo todo.

                             Lo que veía era                                                      

                             el mundo.

                             Y en eso —que me aterra, asombra y duele

                             habito.

                                                                                                                    (69-70)

 

9

   Foto de José Amador Martín

 

 

        Habitar la tierra, territorio sin límites, el paisaje que despierta en cada primavera, las plantas, el mar, la ofrenda de sus olas, la luz que se esparce generosamente bajo un cielo infinito es la conciencia que recoge esta vida. La vida del hablante liberada de un pez traspasado de sombras y claridades, y también del dolor de ese salto mortal hacia un mundo de diferentes realidades, situaciones que funden la historia familiar en el rastro que traza la condición efímera del ser. Esto representa la experiencia humana de ese vivir y de aquella profecía que al comienzo del libro nos declaraba: “…Después sería el lamento del arroyo. Luego ese blanco estruendo que crece y se despeña. Y en el final del mundo, poco antes del diluvio, el agua llevaría dentro de ella sólo el canto del agua”. (22) No es casualidad entonces que la vida del pez fluya en la inmensidad de ese mundo que “…ahora le basta”.  Y en ese espacio que se le ofrece como signo de otras realidades fundidas en su canto, esa voz que surge del hablante lírico para engendrar un nuevo cántico poético:

 

                             Esa luz arde en mí

                             de mis cenizas

                             de agua.

                         

                             Es por eso que escribo…

                             que otra vez

                             alzo el vuelo.

                        

                             Yo siempre soñé

                             el sur.

                                                                                                           (71)

 

 

        Y en ese movimiento que conlleva el devenir de la vida, la metáfora de ese soñar, de esa mirada hacia el sur es solo un artificio. Y es que la luz se desplaza sin un punto fijo, abarcándolo todo, fluyendo con la vida, con el cauce del pez, con su pupila luminosa fundiendo en el arte su su cántico sonoro, libre en su perenne duración, sin norte y sin sur, sin ningún centro, él mismo es su centro. Vuela fuera de sí fundiendo otros espacios porque nada ya le pertenece al pez, ni a la migala ni al poeta, y esto lo ha dicho (¿el hablante o el pez?) como si su ser disolviera su concreta realidad y fuera ya solamente esencia que se esfuma en el aire. Esto nos lo ha susurrado hermosamente al oído el hombre-pez, y ha abierto su corazón en “Ciudad de mar interno” para que todo sea un profundo latir incansable como el sentido mismo de esta gran poesía que nos traspasa como una espada encendida y fija la inmortalidad del dulce canto, el imperecedero, el que humildemente nos transfiere el yo de Luis Armenta Malpica en Voluntad de la luz, su luz, la misma que nos recuerda el efímero esplendor de la vida:

 

                           […]

                           Yo también soy del humo un vástago viajero.

                           Estoy en los durmientes, porque en el sueño tuve

                           convalecencia y fuga: nada más animal que el humo

                           que el hollín, la ceniza…

                           rescoldos de ciudad en ciudad

                           inmolada.

                           Anduve por los bosques de mi mano.

                           Mi amor era un serrucho que todo lo partía.

                           Cuando los ríos de savia colmaron mi antebrazo

                           intuí que ya era tarde.

                           para morir a solas.

                           Así que levanté otra enredadera

                           una cerca de trigo, algunos pastizales.

                           Y esta ciudad que miro —buey echado— tuvo para beber

                           lo que yo tuve

                           de agua.

                                                                                              (79)

 

  10

 

11 Luis Armenta Malpica y David Cortés Cabán)

 Luis Armenta Malpica y David Cortés Cabán)

 

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[1] Luis Armenta Malpica, Voluntad de la Luz, 5ta. ed., Popayán, Colombia, Gamar Editores, 2012.

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