El poeta mexicano Aarón Rueda
“Crear en Salamanca” tiene la satisfacción de publicar al poeta Aarón Rueda (Las Choapas, Veracruz; México. 1986). Es autor de los poemarios Remos de sal (Letroleum/PEMEX, 2011), La sangre florecida (Floricanto, 2013), Arrullo de la tierra (UJAT, 2013), Despliegue de dolores donde todo parece oscuro (UJAT, 2015), Cachalote (IMACT, 2016), Confección de islas (UAC, 2019) y La deriva es un paso interminable hacia la nada (SECTAB, 2019). Ha recibido el Premio Nacional de Poesía Rosario Castellanos (2012), Premio Nacional de Poesía Ramón Figuerola Ruíz (2013), Premio Universitario de Poesía Teresa Vera (2014), los Juegos Florales Nacionales de Toluca (2016), los Juegos Florales Nacionales Universitarios (2017), los Juegos Florales Nacionales de Jiquilpan (2017), Premio Tabasco de Poesía José Carlos Becerra (2018), Juegos Florales Nacionales de Todos los Santos de Colima (2019) y el Premio Estatal de Poesía Ciprian Cabrera Jasso (2019). Fue primera mención de honor en el Premio Hispanoamericano de Poesía San Salvador (2016) y finalista en el Premio Internacional de Poesía Pilar Fernández Labrador (2019). Sus poemas aparecen en diversas antologías de Estados Unidos, Brasil, El Salvador, Venezuela, India, España, Perú, Chile, Colombia y México.
Mar tormentoso con faro (1826), de Carl Eduard Ferdinand Blechen
UN HOMBRE NO ES UN ÁNGEL
DISFRAZADO DE SILENCIO
Un año ha finalizado sus tormentas,
y los hombres llenos de miedo han escudado las vida
como faroles de sus ventoleras,
o caído juntos en hogueras.
Derek Walcott
1
Oremos el simple hecho de ser humanos.
Zarpazo de mar que lanza al hombre,
sosiega la conciencia del terror
sucedido en manos de quienes dicen: oremos.
2
Un ángel no es un hombre disfrazado de silencio.
Empuña sombras y surge en las ventanas;
faro en busca de trozos de niebla con la mar
varada en arena.
Suele ser un divagante con el sonido en ebriedad
atado a los nudos de la sangre.
Desterrado de sí, naufraga su afilado puño
entre cuerpos que anochecen igual a un huérfano
con voz prestada en la basta densidad de la tormenta.
Naufragio (1850), de Francis Danby
3
El mar empuña sonidos terminales.
Su horizontal mirada tritura navíos
con el pretexto de conceder
la ciega textura del horizonte.
Se asfixia la desnudez de los hombres,
mismos que no besan el trazo de arrecife
con adornos de narciso atravesando
a corriente un río cierto pero improvisado.
También la memoria es profunda
igual a las páginas donde florecen los reflejos.
Helgoland a la luz de la luna (1851), de Christian Ernst Bernhard Morgenstern
4
Un instante en el alto mar
puede asesinar sobre la espuma,
donde un linfoma aparece
de repente en el muelle
rompiendo a gritos las voces
en otro lapso de tiempo.
Algunos mares lanzan al aire palabras
y luego arriban poemas traslunados
a beber risas de nostalgias quebradizas.
Estos poderes estrujan azul adentro
el habla urbana a la hora del crepúsculo.
5
Nos desgarran los románticos
que niegan un crimen inexplicable.
La gama de sensaciones,
corta el humo con voz lastimera
y se marchan en las manos de quien dibuja
todo lo mortal a otra orilla.
Un paraíso salino tiene muchas tumbas apiladas,
descritas en diferentes idiomas
porque es algo siempre desconocido
en la inútil simetría dispersa
en una ronda de bocas fracturadas.
Escena de la era de las Sagas noruegas (1850), de Knud Andreassen Baade
6
Detrás del abismo no hay espantos.
Cierto es que tiritan primaveras
concebidas en el encanto de la brisa.
Hay palabras aglomeradas en una boca sin lengua.
El litoral es imagen que susurra:
geografía inventada de palmeras transparentes
con nidales que adornan el ritmo del viento.
En el mar antiguas letanías revelan
la condición humana a media lluvia
en ásperos territorios.
7
Hay cuerpos que atardecen
y suelen eternizarse
en la remembranza del cosmos.
Nada es claro,
la hipótesis pretende un lenguaje zigzagueante
y en la naturaleza otros dejan en la orilla
un amarillo letal que desborda la sombra
hacia los últimos restos de luz.
Paisaje costero con luna naciente y figuras frente a un tabernáculo en primer plano (1840), de Giuseppe Canella
8
Nuestra oscuridad estalla dentro de sí,
así el pecado se despeña hacia un lugar desocupado.
Preguntar lo debido hace recordar los misterios
de conciencias que inspiran fotografías inmemoriales.
El ritmo geométrico asoma incontenibles gotas
que tiritan en aguas negras del azar
con un oleaje de textura indócil.
La marejada es momento para recordar el ritmo
de las tumbadoras en el pecho envejecido de un trozo de papel.
Barcos en un pequeño puerto a la luz de la luna, Frederik Michael Ernst Fabritius de Tengnagel
9
La luna levita con su alcaraván en el centro,
los hombres permanecen tendidos frente a las piras,
esperan a que las nubes inventen su tormenta
para reclamar esqueletos que cantan sin alma la sal memoriosa.
Ciegos conjuros debelan los barcos del pensamiento
para navegar la encarnada voracidad de horizontes.
Barco en mar de tormenta (1858), de Ivan Konstantinovič Ajvazovskij
10
No hay inocencia sobre el vértigo en altamar:
los avistamientos se alimentan por grandes olas
que pasean frente a nuevas ciudades,
mapas carcomen cuerpos fragmentados en el límite del cielo,
lenguas alojan calles arenosas con rostros de arrecifes
que impiden la caída de la verba a los pies
del puerto donde abundan despedidas dolorosas.
Monje a la luz de luna (1840), de Deseé Donny
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