Crear en Salamanca publica un escrito inédito de la poeta y profesora italiana, Stefanía Di Leo, con el que despide a su admirado paisano. También, y a modo de homenaje, reproducimos unos de los trece textos contendio en el libro de Eco, Construir al enemigo.
UN ADIÓS A UMBERTO ECO, POR STEFANIA DI LEO
Con la muerte de Umberto Eco, este pasado 19 de febrero, el mundo pierde uno del los intelectuales más importantes de la era contemporánea. Fue filósofo, ensayista atento observador de la comunicación y de los medios de comunicación. Su mirada era dirigida hacia el mundo y hacia el universo del hombre, desde la comunicación a la filosofìa, a la cultura ecléptica, a la vida. La novela que le dió fama mundial fue, sin duda, El nombre de la rosa, del que se editaron 14 millones de copias y fue traducido a más de cien idiomas.
Nacido en Alessandria el 5 de enero de 1932, fue semiólogo y escritor prolífico. En 1988 fundó el Departamento de Comunicación en la Universidad de San Marino y desde 2008 era profesor de estudios Humanìsticos en Bolonia. A partir de 2010 fue miembro honorario de la Accademia dei Lincei, clase de Ciencias Morales e histórico filosóficas. Fue sin duda un hombre que cambió la cultura de cada tipo de lector desde el más culto, al más simple, aportando a través de su erudición y de su humorismo un cambio total y una huella profunda en el panorama de la comunicaciòn internacional.
La enseñanza más inmediata que me llega por él es el lugar que constituye la memoria en cada uno de nosotros, transformándose en identidad y de allí en alma al final en existencia y en vida. Según Eco cuanto más un hombre envejece más crece su memoria y entonces su identitad de individuo perteneciente al universo y al mundo. Extraordinaria fue además su conciencia individual, la de intelectual perteneciente a un panorama europeo e internacional, la de ciudadano del mundo.
Mi admiración y mi homenaje a un gran maestro cuya contribución científica ha influenciado mi vida de traductora y de poeta, tanto sobre el significado de traducción como de semiótica. Es decir, casi lo mismo. La experiencia de ver traducida su vasta obra a tantas lenguas le ha dado la privilegiada oportunidad de acercarse a los problemas concretos de la traducción y extraer una serie de conclusiones reveladoras, útiles, muy persuasivas, anotadas en la obra Decir casi lo mismo. La cuestión central sobre la traducción radica en la pregunta, ¿qué quiere decir traducir?, y en la respuesta que Eco ofrece y explica: decir casi lo mismo. De la pregunta a la respuesta, este libro constituye una de las aportaciones más brillantes y diáfanas a la eterna discusión sobre las traiciones de los traductores.
Entre los consejos más preciosos del gran maestro subrayamos: “Toda obra de arte, aunque se produzca siguiendo una explícita o implícita poética de la necesidad, está sustancialmente abierta a una serie virtualmente infinita de lecturas posibles, cada una de las cuales lleva a la obra a revivir según una perspectiva, un gusto, una ejecución personal”. la preocupación por los problemas de la historia literaria”. [U. Eco, Obra abierta, pág. 44]. Lo que Eco plantea es que el autor de una obra de arte produce una forma acabada con la intención de que sea comprendida por el receptor de la misma manera que él (el autor) la ha concebido; es decir, la recepción o la comprensión de la obra de arte se realiza desde una perspectiva individual. Por tanto, Eco establece que una obra creada como algo cerrado y completo es a la vez una obra abierta por la posibilidad que tiene de ser interpretada de diferente manera por cada receptor, sin que por ello resulte alterada.
En el ámbito de la semiología italiana, Umberto Eco considera la semiótica como una escuela, más que como una ciencia, de tal forma que la cultura entera es estudiada como fenómeno semiótico; la semiosis, para Eco“es el resultado de la humanización del mundo por parte de la cultura. Dentro de la cultura cualquier entidad se convierte en un fenómeno semiótico y las leyes de la comunicación son las leyes de la cultura. Así, la cultura puede estudiarse por completo desde un ángulo semiótico y a la vez la semiótica es una disciplina que debe ocuparse de la totalidad de la vida social”. («La vida social como un sistema de signos» (1972), en Introducción al estructuralismo. Alianza: Madrid, 1976).
Umberto Eco fue el gran maestro de nuestro siglo,su obra no muere nunca, y se queda grabada en el jardìn de las rosas.
Otra imagen de Eco
CONSTRUIR AL ENEMIGO, ARTÍCULO DE UMBERTO ECO
Hace años, en Nueva York, me tocó un taxista cuyo nombre era difícil de descifrar y me aclaró que era paquistaní. Me preguntó de dónde era yo y le contesté que italiano. Me preguntó que cuántos éramos y se quedó asombrado de que fuéramos tan pocos y de que nuestra lengua no fuera el inglés.
Por último me preguntó cuáles eran nuestros enemigos. Ante mi “¿Perdone?”, aclaró despacio que quería saber con qué pueblos estábamos en guerra desde hacía siglos por reivindicaciones territoriales, odios étnicos, violaciones permanentes de fronteras, etcétera, etcétera. Le dije que no estábamos en guerra con nadie. Con aire condescendiente me explicó que quería saber quiénes eran nuestros adversarios históricos, esos que primero ellos nos matan y luego los matamos nosotros o viceversa. Le repetí que no los tenemos, que la última guerra la hicimos hace más de medio siglo, entre otras cosas, empezándola con un enemigo y acabándola con otro.
No estaba satisfecho. ¿Cómo es posible que haya un pueblo que no tiene enemigos? Nada más bajarme, dejándole dos dólares de propina para recompensarle por nuestro indolente pacifismo, se me ocurrió lo que debería haberle contestado, es decir, que no es verdad que los italianos no tienen enemigos. No tienen enemigos externos y, en todo caso, no logran ponerse de acuerdo jamás para decidir quiénes son, porque están siempre en guerra entre ellos: Pisa contra Lucca, güelfos contra gibelinos, nordistas contra sudistas, fascistas contra partisanos, mafia contra Estado, gobierno contra magistratura. Y es una pena que por aquel entonces todavía no se hubiera producido la caída de los dos gobiernos de Romano Prodi, porque le habría podido explicar mejor qué significa perder una guerra por culpa del fuego amigo.
Ahora bien, reflexionando sobre aquel episodio, me he convencido de que una de las desgracias de nuestro país, en los últimos sesenta años, ha sido precisamente no haber tenido verdaderos enemigos. La unidad de Italia se hizo gracias a la presencia de los austríacos o, como quería el poeta Giovanni Berchet, del irto, increscioso alemanno (“el híspido y engorroso alemán”); Mussolini pudo gozar del consenso popular incitándonos a vengarnos de la victoria mutilada, de las humillaciones sufridas en Dogali y Adua, así como de las demoplutocracias judaicas que nos imponían sus inicuas sanciones. Véase qué le sucedió a Estados Unidos cuando desapareció el imperio del mal y se disolvió el gran enemigo soviético. Peligraba su identidad hasta que Bin Laden, acordándose de los beneficios recibidos cuando lo ayudaban contra la Unión Soviética, tendió hacia Estados Unidos su mano misericordiosa y le proporcionó a Bush la ocasión de crear nuevos enemigos reforzando el sentimiento de identidad nacional y su poder.
Tener un enemigo es importante no solo para definir nuestra identidad, sino también para procurarnos un obstáculo con respecto al cual medir nuestro sistema de valores y mostrar, al encararlo, nuestro valor. Por lo tanto, cuando el enemigo no existe, es preciso construirlo. Véase la generosa flexibilidad con la que los naziskins de Verona elegían como enemigo a quienquiera que no perteneciera a su grupo, con tal de reconocerse como tales. Pues bien, en esta ocasión no nos interesa tanto el fenómeno casi natural de identificar a un enemigo que nos amenaza como el proceso de producción y demonización del enemigo.
En las Catilinarias (II, 1-10), Cicerón no debería haber sentido la necesidad de bosquejar una imagen del enemigo, porque tenía las pruebas de la conjura de Catilina. Pero lo construye cuando, en la segunda oración, les presenta a los senadores la imagen de los amigos de Catilina, reverberando su halo de perversidad moral sobre el principal acusado:
Paréceme estarles viendo en sus orgías recostados lánguidamente, abrazando mujeres impúdicas, debilitados por la embriaguez, hartos de manjares, coronados de guirnaldas, inundados de perfumes, enervados por los placeres, eructando amenazas de matar a los buenos y de incendiar a Roma. […] Les reconoceréis en lo bien peinados, elegantes, unos sin barba, otros con la barba muy cuidada; con túnicas talares y con mangas, en que gastan togas tan finas como velos. […] Estos mozalbetes tan pulidos y delicados no solo saben enamorar y ser amados, cantar y bailar, sino también clavar un puñal y verter un veneno.
El moralismo de Cicerón, al final, será el mismo de Agustín, que estigmatizará a los paganos porque, a diferencia de los cristianos, frecuentan circos, teatros, anfiteatros y celebran fiestas orgiásticas.
Los enemigos son distintos de nosotros y siguen costumbres que no son las nuestras.
Uno diferente por excelencia es el extranjero. Ya en los bajorrelieves romanos los bárbaros aparecen barbudos y chatos, y el mismo apelativo de bárbaros, como es sabido, hace alusión a un defecto de lenguaje y, por lo tanto, de pensamiento.
Ahora bien, desde el principio se construyen como enemigos no tanto a los que son diferentes y que nos amenazan directamente (como sería el caso de los bárbaros), sino a aquellos que alguien tiene interés en representar como amenazadores aunque no nos amenacen directamente, de modo que lo que ponga de relieve su diversidad no sea su carácter de amenaza, sino que sea su diversidad misma la que se convierta en señal de amenaza.
Véase lo que dice Tácito de los judíos: “Consideran profano todo lo que nosotros tenemos por sagrado, y todo lo que nosotros aborrecemos por impuro es para ellos lícito» (y me viene a la cabeza el repudio anglosajón por los comedores de ranas franceses o el repudio alemán por los italianos que abusan del ajo). Los judíos son «raros» porque se abstienen de comer carne de cerdo, no ponen levadura en el pan, se entregan al ocio el séptimo día, se casan solo entre ellos, se circuncidan (fíjense) no porque se trate de una norma higiénica o religiosa sino “para marcar su diversidad”, entierran a los muertos y no veneran a nuestros Césares. Una vez demostrado lo distintas que son algunas costumbres auténticas (circuncisión, descanso del sábado), se puede subrayar aún más la diversidad introduciendo en el retrato costumbres legendarias (consagran la efigie de un asno, desprecian a padres, hijos, hermanos, patria y dioses).
Plinio no encuentra cargos significativos contra los cristianos, puesto que ha de admitir que no se dedican a cometer delitos sino solo a llevar a cabo acciones virtuosas. Aun así, los condena a muerte porque no sacrifican al emperador y esa obstinación en rechazar algo tan obvio y natural establece su diversidad.
Una nueva forma de enemigo será, más tarde, con el desarrollo de los contactos entre los pueblos, no solo el que está fuera y exhibe su extrañeza desde lejos, sino el que está dentro, entre nosotros. Hoy lo llamaríamos el inmigrado extracomunitario, que, de alguna manera, actúa de forma distinta o habla mal nuestra lengua, y que en la sátira de Juvenal es el graeculo listo y timador, descarado, libidinoso, capaz de tender sobre el lecho a la abuela de un amigo.
(*) Artículo perteneciente al libro ‘Construir al enemigo’ (2013), de Umberto Eco.
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