Ilia Galán, leyendo en el Liceo durante el XVII Encuentro de Poetas Iberoamericanos
(foto de Jacqueline Alencar)
Crear en Salamanca tiene a bien publicar tres poemas de Ilia Galán (Miranda de Ebro, Burgos, 1966), profesor Titular de Estética y Teoría del Arte en la Universidad Carlos III de Madrid y profesor invitado en las universidades de Oxford, Harvard, la Sorbona, New York University, etc. Columnista habitual en El País, y otros periódicos.Entre sus libros, editados en varios idiomas, destacan las novelas: Tequila sin trabajo (2000); Tiempos ariscos para un extranjero (2001) y Todo (2004); los poemarios: Tempestad, amanece (1991); Arderá el hielo (2002); Amanece (2005); Ars Sacra (2011) y Umbria al sol (2013); de su poesía se han editado cuatro antologías. En teatro ha editado: Después del Caos (2011). Teatro en el templo de Salomón (2013) y Pintar el Crimen de los símbolos (2014).
Los poemas extraídos forman parte de su más reciente antología, ‘Transgótico fulgor’ (Sapere aude, Asturias, 2015, pp. 294).
HOMENAJE MUSICAL A UN BEETHOVEN SORDO
¿Por eso creaste la música,
porque decían que no escuchabas?
El mirlo negro ha huido
gritando porque me acerco,
auscultó el rozar de mis brazos abiertos
con las matas floridas en las que se cobijaba
su mancha.
La cárcava rellena las canciones olvidadas
con ecos recientes y leyendas nuevamente forjadas
en la lejanía de las peñas más altas.
La sierra reposa la dureza de su jornada.
Ya no quedan castañas en el gran árbol,
y los rastros de los jabalíes en el suelo casi desaparecieron
como apenas fue desvanecido el invierno
bajo los tiernos brotes de los follajes
que iniciarán la moda en la estación de un mañana.
Sigue desnudo el nogal, como yo,
hundiendo con sus raíces el silencio escondido,
elaborando, oculto en su retiro subterráneo,
el fruto de mi alborada,
envuelto, como habitualmente se nos entrega la alegría,
con sus espinas eternas
(señal de vida es pincharse con el dolor
y devorar luego el producto que éste nos ocultó).
Se acerca a mi boca una mosca,
se aleja, zumba, se acerca,
pero la dejo escapar, sin masticar
su repugnante oscuridad, después de besar
sus patas que cosquillean el sabor ácido de mis labios altivos y trágicos.
Cantan las aves del bosque
sobre lo elevado
desplegando en sus partituras
una belleza de cielos nunca volados.
En la maleza se mueven insectos,
en lo ínfimo se destaca lo más alto;
un anillo de oro con antiguo sello
se desentierra con águila bicéfala
y una paloma en su seno labrada:
hacia las cumbres tropiezan mis ojos
con la más grande infinitud,
hacia la tierra me descubro, tropezando,
la más mínima infinitud
que entre las cosas brota, inmensidad desgarrada y rumiada
de la que se nutre el universo entero que somos:
el límite cobija en su interior a lo ilimitado,
grave descubrimiento ingenuo y cotidiano en el que ahora
me desplomo.
Secretos sones me tumban en la fatiga
sobre la hierba, sobre las hormigas, sobre los firmamentos,
y caigo en el lago del reposo escuchando en mi mente
todas las sinfonías que la naturaleza nos prodiga,
todas las que no pudo escribir Beethoven, todas
las que provocaron sus sorderas,
las que incendiaron sus locuras,
las que nunca pudo tocar con sus dedos de marfil sonoro;
improvisando las neuronas en este bosque de plenitudes
que todavía no han podido destruir los humanos,
los versos inmensamente pronunciados de Schiller
hermanándose con las palabras más groseras
del último de los hombres
que el tedio nos haya entregado:
vamos borrachos de fuego,
este beso al mundo entero,
una sinfonía novena,
y un silencio inacabado.
Candeleda, Sierra de Gredos,
23-31 de marzo de 1996.
PERCEPCIÓN
Blanca cumbre blanca,
montañas escaladoras de cielos
que nos habéis convertido la tierra en piedra
para acceder,
consistentes, hacia lo alto.
Me extasío, naturalmente, pura naturaleza;
sobre el lomo de un vetusto pino recuesto mi alma
y escucho el silencio de los robles pelados
por el invierno
que descienden sobre milenarias laderas
aguardando el canto húmedo pleno de truenos
de una nueva primavera.
Ladra, lejano, el perro de un pastor
a mis pensamientos.
Tintinean un rato
— el paisaje de las cabras es fugaz —
los cencerros.
Traspasa el color del aire
límpido el zumbido atroz de un abejorro negro.
Cae la tarde desplomándose sobre mi ánima,
se derrumban las horas,
luminosas entre las sombras
de las peñas altas;
las nieves, incluso el albo cántico
triunfal de los picos más elevados,
se tiñen de oscuridad,
— las alturas se producen mutuamente las umbrías
con las que se humillan unas a otras —
hermanándose poco a poco a las llanuras más bajas,
amigas endurecidas por tempestades,
inviernos y veranos, que oscurecéis
mis paisajes por vuestras paredes alzadas
con vísceras de hirviente lava, dejadme,
mísero, que me levante y proteste
ante la noche.
Si no hallo estrellas en el dorso de mi conciencia
me agarraré a la luna de las mentes preclaras;
si es nocturnidad cerrada la que me atrapa,
encenderá el fuego una linterna mínima
y torpe, con quien escribiré, letra de hormiga,
sobre las nevadas páginas
mis íntimas hazañas.
Aves del sueño, carboneros,
herrerillos, pinzones, jilgueros, al grito de la oropéndola,
mecidas mis palabras en el zig-zag que las golondrinas
recién llegadas del África me trazan en el cielo,
devolvedme la primera primavera trágica.
Un ratón se ha movido en la hojarasca,
lo percibo,
estirando mis oídos hacia lo inmenso
topo con lo mínimo.
Me alzo.
Candeleda, 23 de marzo de 1996
Ilia Galán en el salón de Recepciones del Ayuntamiento de Salamanca (foto de Jacqueline Alencar)
EXALTACIÓN
Se alza un vuelo sobre las peñas
desplomadas donde la tormenta brama,
bosques que serpentean cabalgando sus siglos
sobre las montañas,
yedras caminantes de los troncos, alcanzando
las ramas más elevadas,
enredaderas sobre mí.
Grita mi águila joven que despierta enojada
al ver que una rata entre las malezas
se le ha escapado a su rutina cazadora.
Se alza un vuelo y mi alma se calma,
susurra el aire, se levanta
un viento que me arrastra,
cumbres lejanas, me acerco; nieve,
no me convertiré en hielo,
mi color es la sangre del hombre niño y viejo,
por eso soy joven, por eso me ensalzan
las grandes esperanzas de atrapar lo pequeño,
de otorgar el beso robado a la noche.
Nevadas todavía no mancilladas, aguardad mis huellas,
a la corona del mundo hoy tampoco llego,
pero volveré mañana, mi mente ya la palpa;
ideal, somos uno como los enamorados,
aunque nunca te halle;
en mis pensamientos te abrazas,
como las plantas trepadoras que florecen
en las ramas del barro más distantes
y qué alto he llegado, dioses, que deambuláis
por mi casa con las costumbres hechas de los mortales;
cuando lo infinito es cotidiano,
todo es cercano, se aman las minucias
agarradas de los océanos remotos y tempestuosos.
Qué lugares he alcanzado, viajes sin olvido,
cotidianos retornos, cuánto me falta,
hermanos gusanos, altivos humanos;
los que hacemos caminos nunca los acabamos,
es la muerte quien viene a culminarlos
para entregarlos, tortuosos o rectos, en las manos
de los otros.
Los altozanos me esperan todavía con indiferencia,
el impulso y el entusiasmo los hemos de poner
nosotros.
Hacia atrás los valles,
las sendas mil veces pisoteadas,
y en las llanuras, penosamente lentas, seguras,
las caravanas de los automóviles
que pugnan por huir de las ciudades negras
mancillan los campos unciéndolos con óleos
sagrados, desperdicios de metal y de plástico.
Atrás sus grandes ideas que dieron mil y
mil vueltas en el caucho de sus ruedas,
dispersando sus sentimientos desgastándolos
en carreteras ajenas, autopistas para los inválidos
del espíritu;
hacia atrás, vuelven luego a las urbes,
lentas hileras de orugas que les impiden conseguir
el último de los horizontes; un humo
envenenado expelen sus pisadas,
como los anélidos venenosos de los pinos, las procesionarias;
pero el sol que huye todavía les toca
con sus miradas, y ellos, férreos motores
envanecidos, rebotan sus destellos hacia distancias
menos transitadas.
La jara y el romero comienzan a cantar
a merced del viento sus palabras perfumadas.
Aquí no llegan aún a ensuciar mis caminos
la tediosa voz del partido de fútbol
y lo que traen, con sus inmundicias,
lenguajes que nada dicen de los domingueros.
Mediocridad que me pegas tu fealdad gris,
tu nada me espanta, tu muerte desaparece
sin sombra entre multitudes inanimadas.
Huyo corriendo, tropezando piedras
que me arrojó el sendero, enredándome la retama,
jadeando el esfuerzo que me hace reventar
el espíritu de las entrañas, monte arriba,
¡cuánto me falta!
Pero cuando descanso el cuerpo, su alma
reposa el ojo en los paisajes conquistados
y responde: pero cuánto tengo…
Mucho poseo sin tener nada, soy Todo.
El caminar basta,
cada acción me entrega su fruto
cuando me busco otra el presente
es un futuro que se muele en pesada
ánima convirtiendo sus restos en pasados
iluminados por los trayectos nuevos,
proyectil, que te abalanzas sin respetos,
¿dónde está tu rumbo?
O todo es destino, o nunca se logra.
Montañas culminadas con el blanco
de los cielos que un día os vomitaron
las nubes y el fuego,
cielo azul, espejo de los espíritus que acecharon
al tiempo para atrapar lo eterno,
serenos pero nunca tranquilos,
aguardadme.
Trochas en las ondas de la serranía,
me elevo, lento.
No sé si un día llegaréis a estar bajo
mis pies, alba helada del invierno, entre mis dedos,
derretida y en cristales, espejos, aire del agua.
Me elevo, eso basta.
Viento, hijo de huracanes ancestrales,
un día tu milagro me alzará
hasta mi alma,
alma del mundo,
Dios de mi espalda,
al frente.
Más allá de la invisible, oscura nada,
todo se escapa, y mi carrera
se alza matando la muerte,
viviendo la vida que nunca
se acaba;
seré tierra,
seré mar evaporada,
seré nube,
lloveré sobre el sol,
porque seré Dios.
Un vuelo se alza.
Candeleda, Gredos, 23-31 de marzo de 1996.
Deja un comentario
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.