THE FALCON MALTES, RELATO DEL ARGENTINO DAVID CARLOS GALL.

 

OLYMPUS DIGITAL CAMERADavid Carlos Gall

 

 

Crear en Salamanca tiene el placer de publicar un relato David Carlos Gall, (Rosario, Argentina, 1938), el cual forma parte de su reciente libro Mi vida en ‘La piedad’, publicado por Editorial Betania, de Madrid. Gall es Maestro Mayor de Obras, estudió arquitectura y es Diseñador de Instalaciones Sanitarias e Industriales. Tras su paso por la Administración Pública como profesional, trabajó en prensa, radio y TV. Desarrolló su vida laboral en dos campos: Publicidad y Arquitectura Ferial en su país y en España donde reside desde 1982. Desde 1983 edita la revista Técnica MUNDO FERIAL FC (actualmente como medio ONLINE junto al NEWS semanal) cuyo primer número prologó el por entonces alcalde de Madrid, el Profesor Enrique Tierno Galván. Creó el CLINIC sobre MARKETING FERIAL, es conferenciante y consultor internacional sobre el tema. Mi vida en “La Piedad” reúne quince relatos, de los cuales su autor solo ha publicado “El otro Don Julio” (1990) y “En realidad, vengo a vender una idea” (1993).

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THE FALCON MALTES

 

La goleta Hernández inició la aproximación al muelle de Lascaris Warf, en Grand Harbour, Puerto Valletta, Malta. El Mediterráneo estaba con un suave oleaje. Sydney siguió con atención el atraque de la goleta. Tras lanzar el ancla, giró lentamente a babor hasta que la eslora quedó prácticamente haciendo un ángulo de noventa grados con el muelle. Después fue retrocediendo hasta que la popa alcanzó la pasarela que un par de marineros acercaron desde el muelle. Otros tiraron unos cabos a babor y estribor, completando la tarea del amarre. Un marinero bajó por la pasarela verificando rutinariamente la seguridad. Solo viajaban cinco pasajeros. Los primeros en bajar de la goleta fueron un matrimonio japonés con su hija; la señora se empeñó en controlar la descarga de las maletas, exigiendo que las bajasen antes de que ella abandonase la goleta. Luego lo hizo una mujer de unos sesenta años, alta rubia, de pelo corto, que en el antebrazo izquierdo sostenía a un pekinés y de su mano derecha pendía un enorme bolso negro acharolado de Louis Vuitton. Sydney aguardaba pacientemente el desembarco, observando, como distraído, a todos los que estaban en el muelle, que en esa zona estaba en obras, cerrado por una alta valla de alambre rectangular, puesta allí por seguridad y que separaba el muelle de un canal de unos veinte metros de ancho, que corría en paralelo. En la otra orilla se veía una amplia escalera que llegaba hasta ras del agua. Tras la calle, como fondo, un edificio de dos plantas, en el que sobre su envejecido frente de tonos ocres, resaltaban los colores vivos de las ventanas de la planta alta, en la que alternaban los rojos, verdes y amarillos puros. En la planta baja se repetía el esquema, solo que las dos ventanas rectangulares se asemejaban a escaparates y la puerta central tenía un suave arco debajo del dintel. Al matrimonio japonés lo esperaba un taxi. Sydney saludó al contramaestre y desembarcó tomando precauciones. Era un hombre gordo, tanto que su cuerpo pasaba escasamente por la estrecha pasarela. Con su mano izquierda se cogía del cable de acero del pasamanos, mientras que en la derecha llevaba una pequeña maleta, que era todo su equipaje. Frente a él estaba aparcado un taxi y el conductor, de pié junto al coche, lo saludó y abrió la puerta trasera. Sydney metió la maleta y entró, no sin esfuerzo. -Fue una buena descripción, lo reconocí de inmediato, dijo el taxista. Sydney sonrió y le respondió: Con mi físico soy fácilmente reconocible y si a eso añade mi traje blanco y mi sombrero panamá… pensé encontrar un clima más caluroso, estamos ya a mediados de abril… -Hemos tenido un invierno bastante extraño y la primavera tarda en acercarse, pero no se preocupe por cómo va vestido. Aquí la mayoría de los turistas vienen de Inglaterra, aunque también hay suecos y alemanes. Cualquiera de ellos viene por el sol de Malta y ni bien brilla, ya lo verá usted, aparecen las bermudas, los shorts y las camisetas de manga corta. No hay formalidad en el vestir, dijo girando la cabeza sobre el hombro izquierdo, mirando fijamente al pasajero que ocupaba más de la mitad del asiento trasero del antiguo Mercedes. El taxi comenzó a recorrer calles estrechas, deteniéndose en rotondas y semáforos, alejándose del puerto por una retorcida ruta interior. -¿Por qué no vamos por la autovía? preguntó Sydney

-Estamos en plena hora punta. Hoy es viernes y por aquí llegaremos mejor, aunque el trayecto está plagado de rotondas y semáforos, resulta más rápido. Llegando a las cercanías del hotel, el tráfico estaba atascado. Los buses Bedford, pintados de amarillo, hacían verdaderas piruetas sorteando los coches aparcados en el límite de las esquinas. -Las calles son estrechísimas en Malta, así que si tienes a un bus delante, hay que armarse de paciencia, porque no hay forma de adelantarlo, ni siquiera cuando se detiene en las paradas, dijo el taxista, sin obtener respuesta. Sydney se dijo que los atascos son una plaga, se encuentre uno en la ciudad que sea, y por eso se felicitaba de no tener coche. Para él, conducir era un incordio. Por la derecha apareció una bahía bordeada de edificios antiguos. Al fondo, otros de mayor altura, en construcción. En primer plano coloridos barcos pesqueros en dique seco. Luego el taxi entró en un boulevard de doble sentido, bordeado de palmeras que también estaban en el jardín central. Por la izquierda, imponía su silueta el rascacielos que alberga el Casino. Al fondo, un conjunto de mástiles con banderas rojas y las siglas IFA indicaban el acceso exterior del Hilton Malta Hotel. En ese momento, el gran hall interior del hotel estaba lleno de gente. Una joven de peluca roja, vestido ajustado al cuerpo y calzado conjuntado en color rojo, era el centro de atención de una treintena de fotógrafos, que la fotografiaban sola y junto a señores muy elegantemente vestidos. Al pasar, a Sydney le pareció ver, por el rabillo del ojo, que uno de los fotógrafos le hacía una instantánea. Le asignaron la habitación 702 y lo que más le agradó fue la terraza cubierta, que daba directamente a un amarradero de yates en la rada del puerto deportivo. Enfrente, una mole de edificios de apartamentos aparentemente vacíos, se prolongaba por la izquierda hasta donde alcanzaba la vista.

 

 

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Entró en la cabina de teléfonos, que era una réplica de las londinenses. Marcó y aguardó. Al décimo sonido, del otro lado alguien levantó el auricular. -Hola, he llegado ¿tenemos noticias de nuestro hombre? -Sí, también está aquí. -Bien, le espero en la terraza del Paranga Beach Club sobre las 7 de la tarde. No aguardó respuesta. Cortó la comunicación. Lucía el sol. Estaba comenzando a sufrir el calor húmedo y pegajoso del mediterráneo. Se quitó la chaqueta, la dobló prolijamente y colgándosela del brazo derecho, inició el regreso al hotel, desandando el camino hasta la cabina, ahora por la acera de enfrente, la que da al mar, de la Borg Olivier St. Tenía sed, le apetecía un trago. Encontró una ancha escalera que bajaba hacia los amarraderos. A ambos lados del segundo rellano había mesas. Mientras bajaba vio que el restaurante de la derecha está cerrado, y que en el de la izquierda había un par de mesas ocupadas. Eligió una en la sombra y se sentó de frente a la entrada mirando al mar. Pidió un té con hielo y doble medida de scotch. Encendió un grueso cigarro, lentamente, manteniendo la cerilla encendida. Dio una calada, haciendo un gesto afirmativo al ver que había encendido bien. Apagó la cerilla y se dispuso a saborear el té al que le añadió dos cubitos de hielo. Aún quedaban un par de horas muertas antes del encuentro. Sydney secó su frente con un impecable pañuelo blanco. La mezcla del té con el scotch no le quitaron la sed, pero al menos le ayudaron a pasar el rato. A sus sesenta años, con unos cuantos kilos de más, había perdido agilidad física. En cambio mantenía su mente ágil y un sexto sentido que lo había librado, en más de una ocasión, de situaciones digamos incómodas. Mañana tendría una de ellas. Lo sabía y eso lo inquietaba, sobre todo por no tener “el dominio” de la situación. Le faltaban algunos detalles que trataría de encontrar en el encuentro de las siete. Las risas compartidas por una mujer y dos hombres que estaban en la mesa junto a la entrada le distrajeron de sus pensamientos. Son gente divertida y ruidosa… parecen españoles se dijo.

 

 

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La tarde era luminosa y cálida. Faltaban 15 minutos para la hora del encuentro. Se sentó en un cómodo sillón de mimbre, en la parte baja de la terraza en la que al parecer, por los preparativos, se serviría una cena. Unos cubos altos de color rojo con el anagrama IFA en blanco en los laterales, distribuidos entre los sillones de la terraza, le recordaron las banderas en el acceso del hotel. Su memoria gráfica seguía siendo buena, muy buena. Lo de la cena allí le sorprendió, no se lo esperaba. Sobre las siete apareció, caminando, un hombre alto, que vestía pantalones marineros sujetos por un grueso cinturón negro. Un ajustado polo de rayas azules, con mangas cortas y muy ceñido al cuerpo, mostraba un físico trabajado. Su piel era oscura, el cabello rizado y de su oreja izquierda pendían dos aros medianos de plata. Saludó a Sydney haciendo una extraña venia con la palma de la mano derecha y se sentó junto a él. -¿Cómo está?, Milord, preguntó Sydney. -Bien, esperando terminar con esto cuanto antes y marcharme. -De acuerdo. ¿Cuáles son las novedades? -Solo sé que el hombre se encontrará con usted a las 12 de mañana en las escaleras del Siege Bell Monument, que está en Puerto Valletta. -¿Cómo lo reconoceré?
Él lo conoce a usted por referencias y algunas descripciones que le han hecho llegar. -Este asunto así no es de mi agrado, por lo menos debo saber algo del contacto. -No, ni usted ni nosotros podemos saber de él, es una condición que han puesto, concluyó Milord. En esos momentos comenzaron a llegar los invitados a la cena. Milord se levantó, repitió el saludo marinero a manera de despedida, marchándose. Había caminado unos metros, se detuvo en seco y se volvió, y acercándose a Sydney le dijo casi a la altura del oído: mañana llámeme a las 10 por si hay algún cambio. ¿OK? Volvió a saludar marineramente y se marchó. Sydney pidió la cuenta. Había ya mucha gente y eso no le agradaba. Decidió volver andando hasta el hotel.
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A las 10 am en punto, desde la misma cabina del día anterior, llamó. El teléfono sonó exactamente 10 veces. Una voz que no era la de Milord le dijo: sin novedad, todo sigue igual, y cortó la comunicación. Sobre las diez y media subió a un taxi indicándole que le debía llevar a Puerto Valletta. Y que por favor tomara precauciones porque debía estar allí a las 11 en punto. El taxista asintió comentando: A esta hora no tendremos problemas. -Mejor así, le respondió Sydney, al tiempo que desplegaba un plano callejero de Puerto Valletta que leyó atentamente mientras iba marcando con un círculo distintas referencias. Llegando al destino, el taxista se volvió y preguntó: ¿dónde quiere usted que lo deje, señor? -En la Triton Fountain, por favor, respondió Sydney, al tiempo que plegaba y guardaba cuidadosamente el plano en el bolsillo izquierdo de su chaqueta.

Faltaban diez minutos para las once, lucía el sol en un cielo inmensamente azul. Sydney decidió caminar por la transitada peatonal Merchants street. La calle tenía una suave pendiente hacia el mar, que se veía recortando el horizonte con su color azul oscuro. Los turistas llenaban la calle sin aceras, los negocios adyacentes y un mercadillo de ropa barata, china, de imitación, que ocupaba un par de cientos de metros obligando a los transeúntes a caminar muy lentamente. Aquello pese a estar en una ex colonia inglesa, se parecía y mucho a un mercado persa. Al llegar a Mediterranean street dobló a la derecha y continuó caminando por su estrecha acera junto al mar. Debía hacerlo con cuidado porque en Malta se circula por la izquierda y los coches pasaban rozando a los peatones. A lo lejos distinguió en un promontorio el Siege Bell Monument. Trató de familiarizarse con la zona. Según veía, desde el monumento solo existían tres formas de salir: una, por la que él iba caminando, otra, sobre el final, doblando a la derecha, se bifurcaba la calle en otras dos, San Anthony street y Triq Il -Levant street. Una cuarta posibilidad era el mar, y la descartó inmediatamente. Subió las escalinatas del monumento, con esfuerzo. Al llegar arriba, debajo de la inmensa campana, se secó la transpiración de la frente. Oteó en el horizonte la bocana del puerto. El tráfico de Mediterranean street, ya de por sí lento, se entorpecía más por unas antiguas calesas turísticas tiradas por un solo caballo. Un cartel advertía a los visitantes del riesgo que corrían si se quedaban debajo de la campana cuando esta diera las doce campanadas. A un costado del monumento, unas cuantas placas de mármol blanco recordaban a los muertos de la segunda Guerra Mundial; en el suelo había unas coronas de flores y en la central podía leerse: “El presidente de Malta a los muertos en combate”. Con la información visual memorizada, Sydney regresó y se sentó en el bar de la terraza. Desde allí dominaba la calle y a unos doscientos metros estaba el punto del encuentro. Esperó un rato al camarero, hasta que advirtió que no servían las mesas.. Se levantó, cogió el maletín, entró al salón, se sirvió una cerveza y volvió a sentarse en la misma mesa apoyando el maletín sobre sus piernas regordetas. Faltaban diez minutos para la hora establecida, Sydney estaba al pie de la escalera, según lo convenido. Los turistas subían y bajaban del campanario haciendo fotos desde allí. De pronto, un joven que estaba sentado, apoyado en una pared baja de espaldas al monumento, se incorporó y se le acercó. En su mano derecha llevaba un pequeño sobre. -Esto es para usted señor, le dijo y se alejó mezclándose entre un grupo de jóvenes que estaban de excursión. Sydney, abrió el sobre. En un cuarto de folio escrito en ordenador decía: La entrega se hará en la primera planta del antiguo mercado que está sobre Merchants street. Allí le esperan ahora. Miró hacia todos lados, como buscando a alguien, sorprendido y molesto por la nueva situación. El cambio de planes no le gustaba. Sabía dónde estaba el mercado porque acababa de pasar frente a él mientras bajaba caminando hacia el mar.
Miró el reloj y comprobó que eran justo las doce. Le extrañó que la campana no sonara. Habría caminado unos cincuenta metros cuando sonó la primera campanada, profunda, prolongada. Instintivamente se volvió a mirar la campana que siguió sonando hasta completar las doce.
Miró el reloj: eran las doce y tres minutos.

 

 

 

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El mercado estaba en obras. Las escaleras mecánicas que llevaban a la primera planta no funcionaban y las estaban reparando en ese momento. El antiguo edificio que albergaba el mercado era una estructura metálica autoportante pintada de color blanco, que sostenía con sus vigas la entreplanta y el techo de chapa a dos aguas, con sus espacios de ventilación verticales. Algunos puestos estaban cerrados; en otros se ofrecía el género a los clientes habituales y a algunos turistas perfectamente identificables por su escasa ropa. Observaba atentamente todos los movimientos de la gente que entraba y salía del mercado. Hacía mucho calor, aumentado por el techo de zinc. Pensó que al ser un edificio antiguo no tendría aire acondicionado. Una mosca se empe- ñaba en caminar por su sudorosa frente. Sydney la espantó un par de veces con el pañuelo húmedo, sin resultado. Oyó una voz de mujer, a su espalda, que decía: hola, se- ñor Sydney. Se volvió sorprendido y mayor fue su sorpresa al encontrarse frente a sí a la enigmática mujer de pelo corto y rubio que viajó con él desde Nápoles hasta Malta en la misma goleta. -¿Sorprendido?, preguntó ella. -Sí, esperaba encontrarme con un hombre. Nunca con una mujer, le respondió. -Así son las cosas de sorprendentes, señor. ¿Tiene usted lo convenido? -Sí, respondió Sydney, lo tengo. -Bien, caminemos hacia la terraza del fondo, allí haremos la operación. La terraza, a cielo abierto, tenía el lado derecho y el frente cerrado por una balaustrada de columnas bajas. A la izquierda, una escalera bajaba hasta el ras de la calle, que salvo los coches aparcados y un camión blanco en el que se leía DANONE, estaba prácticamente desierta.

– Veamos, dijo ella, al tiempo que sacaba del bolso acharolado un CD. Esta es nuestra parte. ¿Me enseña la suya? -Sydney se apoyó en la pared, abrió el maletín y le enseñó el interior. Estaba lleno de fajos de billetes de 500 euros. Esto, dijo, completa en efectivo la cantidad pactada. Como habrá comprobado, la transferencia anterior a las Caimán se hizo en su momento. Debo chequear antes el CD. -De acuerdo, dijo ella. Extrajo de la tapa del maletín un portátil blanco, lo encendió, introdujo el CD y comprobó la información en distintos espacios del mismo. -Es correcto, dijo. Ha sido un placer, el maletín es suyo… el ordenador se queda conmigo, no me pertenece. -Gracias, dijo la mujer, comenzando a bajar la escalera. Llegó al camión blanco de DANONE, que se puso en marcha echando una bocanada de humo. Luego bajó raudo por San Paúl street, hasta que giró a la derecha, desapareciendo. La operación había durado cinco escasos minutos. A unos cuantos miles de kilómetros, en Londres, y particularmente en el distrito financiero de Canary Wharf, mil trescientos inversores de dinero negro, iban a comenzar a tener dificultades con el fisco, cuando Sydney, como agente de delitos financieros del M 15 le entregase el CD al fiscal del distrito que alberga una de las opacas burbujas financieras más importantes del mundo.

Abril 2009

 

 

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