TEXTOS DEL ESCRITOR Y PERIODISTA SALMANTINO ÁNGEL DE PABLOS CHAPADO (1911-1983)

 

 

 

1 El escritor salmantino Ángel de Pablos Chapado

 El escritor salmantino Ángel de Pablos Chapado

Crear en Salamanca tiene la satisfacción de publicar y recordar la figura del escritor salmantino-vallisoletano Ángel de Pablos Chapado, poeta, narrador y periodista, quien fuera presidente del Ateneo de Valladolid en el periodo 1950/1955. De Pablos Chapado Ingresó en el ya desaparecido diario vallisoletano Diario Regional en 1939. En 1944 fue nombrado redactor jefe de El Norte de Castilla, y posteriormente pasó a dirigir este periódico hasta su muerte. Además del periodismo literario, Ángel Chapado mantuvo durante largo tiempo una sección en Radio Valladolid, de la cadena SER.

 

La selección de los textos ha sido hecha por el poeta A. P. Alencart, utilizando los libros suyos, publicados en 1997 por su hijo Ángel María de Pablos. Estos libros estarán, para su consulta, en varias bibliotecas de Salamanca.

 

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AL PASAR…

 

Hospicianos que pasan alineados

con los ojos cerrados al amor.

Pobres niños que son, uniformados,

 las milicias eternas del dolor.

 

¿Por qué van con las frentes humilladas

y los ojos sin luz y sin afán?…

¿Qué horizontes pasean sus miradas?…

¿Con qué sueñan -si sueñan-?… ¿Dónde van?…

 

Hospicianos patéticos e iguales

-gorras negras y azules delantales-

que pasan entre el pueblo aglomerado.

 

¿No sabéis, pobres niños inocentes,

que es el mundo que humilla vuestras frentes

el mismo que os contempla acongojado?

 

Octubre 1929

 

 

3 Ángel de Pablos con su esposa e hijos

 Ángel de Pablos con su esposa e hijos

 

 

A MI AMADA

 

 

 

En el espejo de Isabel de Segura

y Diego Marsilla, los famosos

Amantes de Teruel

 

 

No me mientas amor si amor no sientes,

pero ámame en silencio si me amas

con ese amor que tiene de las llamas

la pureza y el ansia transparentes.

 

Que si es amor tu amor, no te atormentes

en la inútil porfía que proclamas

y sé agua dormida en las retamas,

no cantarina voz como en las fuentes.

 

Ámame así, como se amaban antes,

como Isabel amó, callando, a Diego…

Que como Diego a su Isabel -por cuanto

 

se amaron de Teruel los dos Amantes-

yo te amaré, mi amor, y a este sosiego

vendremos a morir, por amar tanto.

 

 

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LA FIESTA DE LA POESÍA

 

Por primera vez, que sepamos o recordemos, va a celebrarse en España, en toda España, la fiesta de la Poesía, coincidiendo además con la iniciación de la primavera. Unos cuantos poetas de primera línea, figuras ilustres de nuestra Li­teratura, con las firmas de Jacinto Benavente y de Concha Espina en vanguardia, han lanzado un manifiesto, que se decía antes; un mensaje, que se dice ahora, a todos los poetas españoles, proponiendo la celebración anual de la Fiesta de la Poesía en todos los pueblos de habla española.

 

«No importa -dice el mensaje- dónde o cómo prestéis esta milicia espiritual de los versos. No importan las diferencias geográficas, la capital con eco o el pueblo sin resonancia, donde cantéis a la vida sobre su misma prosa. Tampoco importan las escuelas, las maneras o las tendencias en que se inspire vuestra voz. Sobre las externas diferencias de los «ismos», todos ellos respetables por su no­ble intención, está siempre la realidad, gloriosa y definitiva, de sentirse unidos en la poesía»…

 

Milicia espiritual de los versos… Estas palabras que ahora abren el mensaje de unos poetas españoles a otros poetas españoles, nos han traído a la memoria, han reavivado un sentimiento propio, una idea que ya hace tiempo expuse en una de estas Glosas de Actualidad. Decía yo entonces, en estas o parecidas palabras: «Ante el panorama del mundo, en esa encrucijada a que ha llegado la humanidad, cuando el fantasma de otra guerra, de otras calamidades y de otros horrores le­vanta su sombra y proyecta su angustia sobre todos los pueblos, ¿no será hora de lanzar sobre el mundo una ofensiva de poesía, una invasión de poesía?… Que to­dos los poetas que aún quedan en la tierra vuelvan a ser juglares y se echen a co­rrer todos los caminos, que reciten sus versos en ciudades y aldeas, en los trenes en marcha, en los aviones en vuelo, en los barcos, por la tierra, por el cielo y el mar, par que caigan las fronteras, las barreras y los telones, y los hombres vuel­van a comprender la poesía para volver a comprenderse ellos. Es la hora de los juglares, de los poetas héroes, dispuestos a morir con un verso en los labios ante el pelotón de ejecución, acusados de espionaje a favor de esa gran potencia que es la poesía…

Y en verdad, ¡qué rara y peregrina cosa es esta de la poesía!… La deseamos, la presentimos, la esperamos, muchas veces con el alma en flor; y cuando la poe­sía viene hacia nosotros quisiéramos huir, dejarla pasar, con miedo a amarla de­masiado, como el poeta a aquella niña rubia que dejó pasar, «porque tuvo miedo de amar con locura», o como aquella Galatea que

 

«Junto al agua se ponía y las olas aguardaba, y en verlas llegar, huía; pero, a veces no podía y el blanco pie se mojaba»…

 

Y así nos ocurre a veces a los enamorados de la Poesía, que la esperamos a su orilla, y en verla llegar, huimos, aunque a veces también no podamos y nos mojemos el blanco pie del alma en el agua clara de sus versos.

 

Las gentes suelen desdeñar un tanto a los poetas, que son éstos que se dejan mojar los pies en el mar de la poesía. Se nos suele tachar de ilusos o de locos, so­bre todo en estos tiempos de, cómo diría, de materialismo y de prosa cinemato­gráfica. Y sin embargo, cuando cae en manos de la gente un libro de versos, cuan­do cae ella misma en un recital de poesía, yo sé que sus almas piensan cosas muy distintas, yo sé que esas gentes, todos, se sienten acariciados por ese mismo fer­vor del que reza en éxtasis. ¡Qué poco pesa el cuerpo entonces!… Se diría que al­go nos ha hechizado, que algo nos vuelve elementales, y percibimos a la perfec­ción lo único que en nosotros hay de eternidad.

 

¡Bienhaya esta fiesta de la Poesía!… que con ella, a su conjuro, vuelva a revivir, a soñar, a cantar, la vieja poesía española, que está hoy como dormida en la latencia de las tradiciones, en las costumbres campesinas, romances, coplas, vi­llancicos, conservados de generación en generación, con rumor de tiempo y bisbi­seo de plegaria, como se conservan retablos y cristos en la penumbra, con polvo de siglos, de las iglesias parroquiales. Que el poeta vuelva a ser juglar, que diga y que cante sus versos, para hacer buenos a los hombres. Soñar no cuesta nada to­davía, está libre de impuestos, y los que soñamos podemos hacer soñar a los de­más. Que todos los poetas se den cuenta de que son soldados, en esa milicia espi­ritual de los versos. ¡Bienhaya, repetimos, esta Fiesta de la Poesía que, bajo el pa­tronazgo de San Juan de la Cruz -santo y poeta- se celebrará también aquí, en Valladolid, el próximo viernes, 21 de marzo, primer día de la primavera española!…

 

17-111-1952

 

 

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EL POETA

Cuento

 

Augusto D’Aliñe era un poeta. Desde niño las amarguras y los desengaños habían ido formando su espíritu para la poesía, y cuando consagrado ya por la su­blimidad de sus versos, veía aparecérsele la vida risueña y acogedora, no podía olvidar aquellos años de bohemia, pasados en el rincón obscuro de un sórdido ca­fé provinciano, donde al son desacompasado de una orquesta grotesca, iba dejan­do caer sobre la blancura nívea del mármol, toda la sensibilidad y el ansia del co­razón de su musa. ¡Qué grato y qué de íntima emoción produce recordar lo que fue, por triste que haya sido!… De aquel café provinciano partía su gloria y su celebridad. Se acordaba perfectamente. Fue en una noche de invierno gris, cuan­do alguien, al leer aquellas líneas de letra menuda y apelmazada, escritas sobre el mármol de los veladores, acertó a descubrir el alma grande y extremadamente de­licada que palpitaba y se mecía en aquellos profundos pensamientos.

 

Desde entonces fue creciendo rápidamente su popularidad y sus versos cru­zaron todas las fronteras, labrando así el pedestal firme sobre el que había de mantenerse el prestigio universal de aquel nuevo astro que aparecía en el rosado horizonte del Parnaso. Pero donde culminó su encumbramiento; donde se consa­gró definitivamente, fue en la noche inolvidable para él, del recital en el teatro re­bosante de un público selecto y distinguido. Los aplausos atronadores, el aspecto deslumbrador del coliseo, la música deliciosamente sutil y delicada que, como fluida del espacio dejábase oír, le embriagaron por completo, y D’Aliñe, en aque­lla noche, se transfiguró, adquiriendo las estrofas de sus versos en aquella sala in­mensa, sonoridades extrañas en su grandiosidad. Cada poema suyo parecía un pájaro azul, que al salir de la jaula dorada que es el alma del poeta, aleteaba sua­ve en los corazones que, casi sin latir, gustaban embebidos de aquellas melodías.

 

Era feliz. En aquellos instantes colmábale la dicha, y radiante bajo la blanca pechera almidonada, sonreía a todos desde la cumbre sagrada de la gloria… Y sin embargo, cuando pocos minutos después colocaban en su pecho la Flor de los Juegos, sorprendí el paso de una sombra sobre su rostro encendido, al tiempo que una lágrima indiscreta dejaba en sus mejillas el surco de un misterio…

 

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¿Misterio? Sí, y misterio muy hondo. Desde la noche del recital, sospeché siempre que algo se ocultaba en la vida de aquel hombre. Mas, no logré nunca, pesar de nuestra vieja amistad, descorrer el tupido velo tras del cual se ocultaba ese algo imaginado. Hasta que un día, él mismo, llevado quizá de ese ansia de co­municación que mueve irresistiblemente a todos los que tienen secretos que guar­dar, me inició en el misterio que torturaba su vida.

 

Me cogió una tarde e hizo que le siguiese. Estaba extraordinariamente páli­do, parecía excitado, y la contracción de sus labios indicaba que una decisión ex­trema e inquebrantable le guiaba.

 

Dejamos atrás la parte moderna de la ciudad, adentrándonos en los subur­bios y arrabales. Cruzamos varias calles estrechas y sucias, y al fin Augusto se detuvo ante un caserón viejo y destartalado. Abrió, y una vez dentro, un presenti­miento vago me dijo que algo intensamente dramático iba a encontrar allí. Rei­naba el más profundo silencio, interrumpido sólo por algo así como una música celestial, una cadencia melodiosa que, poblando los ámbitos del caserón aquel, partía a no dudar de una habitación próxima. Miré a Augusto en muda interroga­ción, y éste, como única respuesta, señalóme con su brazo tembloroso un peque­ño ventanillo que en una de las paredes desnudas de la sala, se distinguía. Lo abrí ávido de descorrer el misterio que guardaba… ¡No lo hubiera hecho nunca!… In­clinado en uno de los rincones de aquel cuarto en penumbra, logré distinguir un ser. ¡No puedo llamarlo hombre!, horrible, monstruoso. Cabeza enorme y defor­mada, piernas excesivamente cortas, brazos largos, jorobado, velludo. Creí en­contrarme ante una fiera, un mono gigante, pero no, era un hombre, pues hablaba y de sus labios era de donde partían aquellas maravillosas cadencias. Retiré con repugnancia y horror la vista de aquel ser repulsivo y al clavarla en el rostro lívi­do y desencajado de D’Aliñe adiviné la mitad del trágico misterio. Aquel mons­truo, aquel aborto de la naturaleza, era su hermano. ¡Aquel ser había palpitado en las mismas entrañas en que había palpitado él, Augusto D’Aliñe!

 

La otra mitad me la reveló él, entre lágrimas y sollozos. Era, sí, su hermano, y aquella criatura deforme y repugnante, tenía sin embargo, un alma refinada de­dicada por entero a lamentar su desgracia, bien en música inspiradísima como la que oímos al entrar, bien en estrofas sublimes, que Augusto copiaba para dejarlas caer luego en el mármol de las mesas del café provinciano primero, en los recita­les después… Augusto D’Aliñe no era poeta. Vivía engañando al mundo. Y al oírle esta confesión, me dije maquinalmente, que el drama de aquel hombre em­pezaría cuando al morir aquel monstruo, muriese su musa… ¿Qué sería de él?…

 

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Los azares de la vida nos separaron y no supe más de él; pero al leer eso que han dado en llamar poesía futurista, creo adivinar que al morir su musa, no tuvo más remedio que hacer versos, requerido por el nombre que ostentaba el paraíso rosado del Parnaso. Versos que se reputaron de sublimes porque llevaban la firma de Augusto D’Aliñe, pero faltos de alma y de expresión, como salidos de un hombre que jamás hizo versos.

 

 

6

 

 

INTENSIDAD CULTURAL

(Fragmento de ‘Ángel de Pablos. La palabra boca abajo’,

escrita por su hijo Ángel María de Pablos)

 

*    *   *

 

Como director del Ateneo, cargo que ocupó hasta bien entrada la década de los 50, Ángel de Pablos Chapado logró sacar a la institución de su marasmo, de su despiste y de su apatía. Se entregó en vida y alma a fomentar programas cultu­rales, conferencias, recitales, exposiciones, conciertos, reuniones, parlamentos li­terarios y hasta veladas teatrales.

 

En el primer acto público que él organiza, ocupa la tribuna Andrés María Mateo, presidente que fue del Ateneo de Madrid, director en aquel momento de la Biblioteca del Instituto de Cultura Hispánica, escritor y periodista. Durante la presentación del orador, se presentó también la nueva singladura de la institu­ción. Y hace una declaración de principios: «Queremos recoger lo más prestigio­so de la intelectualidad vallisoletana y ayudar y encauzar a toda esa juventud que tiene y siente aficiones artísticas, inquietudes literarias»…

 

Pero, sobre todo, honró a la poesía y a los poetas.

 

El día 24 de febrero de 1950, el Ateneo de Valladolid festeja el primer cen­tenario del nacimiento de Emilio Ferrari, uno de los grandes poetas vallisoletanos de todos los tiempos. El acto, siempre en colaboración con la ahora Subsecretaría de Educación Popular, contó con el patrocinio del Ayuntamiento y se celebró, a las siete y media de la tarde, en el Teatro Carrión y por «rigurosa invitación».

 

El acto solemne incluyó la intervención de la Orquesta Sinfónica Municipal bajo la batuta del llorado maestro, Mariano de las Heras. «Orgía», de Turina y «La boda de Luis Alonso», de Jiménez, abrieron el recital. Después, «la eminen­te soprano vallisoletana Paulita Valverde, del Conservatorio de Madrid», inter­pretó tres poemas del autor musicadas por su nieto, el compositor Emilio Ferrari Fereal: Cantar (1), Llanto de madre y Cantar (2).

 

El ilustre catedrático de la Universidad de Oviedo, José María Martínez Ca­chero, disertó sobre el tema «Vida y obra del poeta Emilio Ferrari (1850-1907)».

 

 

*   *   *

 

El periodismo ocupó su vida, pero la poesía llenó su espíritu. Aunque em­bebido por «El Norte de Castilla», que no sabría agradecerle por cierto toda esa dedicación obsesiva, toda esa entrega y esa pasión desmedida, que le fue arrinco­nando según se distanciaba la confrontación civil y la dictadura se iba ablandan­do, nunca dejó de vivir y de sentir en poeta.

 

En uno de los párrafos de aquella entrevista escrita que leyó en Radio Fa­lange se hacía alusión a las corrientes poéticas de la época. Y no se mostraba muy satisfecho. «Hay demasiada arquitectura, demasiado cerebralismo. Antes, la poesía llegaba directamente, como una flecha, al corazón del pueblo. Hoy, salvo muy honrosas excepciones, la mayoría de los poetas se encierra en un academi­cismo perjudicial para la misión eterna de la poesía, que es llegar al alma por el camino azul de las más puras emociones. Demasiada filosofía quejumbrosa, de­masiado pensamiento y poco corazón, poco calor, muy poca luz»…

 

Poeta ortodoxo de la medida y del canon, purista de las normas y de la pala­bra, nada tiene de particular que ante el locutor que le interroga proclame una ne­cesidad rotunda: «Hay que volver a la fuente, al manantial, al aire puro, y buscar en la musicalidad del verso, en el sentimiento del poema, el camino perdido»…

 

  • como hombre universal que mira y trata a todos los seres por igual, hace su proclamación lírica por excelencia a la que no han sabido llegar ni los más ra­biosos defensores de la cultura para el pueblo. «Figúrate la importancia y la tras­cendencia que supondrá para la vida de los pueblos, y para la vida misma de ca­da uno de nosotros, que la poesía llegue a todos, la sientan todos y todos sepa­mos, por amor y gracia de Dios, ser, con ella, un poco mejores de lo que so­mos»…
  • propone, en esta misma entrevista, una idea que Antolín de Santiago y Juárez haría después realidad desde su delegación, bajo un título bien sugestivo, «El carro de la alegría». «Llevar por los pueblos de Castilla, en embajada de ar­te y poesía, a esos jóvenes poetas que tienen en sus manos el porvenir promete­dor de la lírica española contemporánea»…

 

Cuanto más buceo en su biografía, más convencido estoy del amor que sin­tió por esta tierra que le ha pagado con el olvido…

 

7 Salamanca, fotografía de José Amador Martín

 Salamanca, fotografía de José Amador Martín

 

 

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