El poeta y narrador José Luis Najenson (foto de Jacqueline Alencar)
Crear en Salamanca tiene la satisfacción de publicar este comentio que, sobre la antología de Najenson publicada en Salamanca, ha escrito Juan Carlos Martín Cobano (Carmona, 1967), quien se define como un filólogo, editor, librero y misionero (no necesariamente en ese orden) de origen andaluz y formación catalanoaragonesa. Ha impartido talleres y dictado conferencias en distintos países con la Asociación Latinoamericana de Escritores Cristianos (ALEC), es asiduo de los encuentros Los Poetas y Dios (Toral de los Guzmanes, León) y organiza eventos literarios dondequiera que duerma más de dos noches seguidas. Fundó una librería y una pequeña editorial, Setelee, pero se gana la vida como traductor freelance para distintas editoriales estadounidenses. Ha sido secretario general de Alianza de escritores y Comunicadores Evangélicos de España (ADECE) y actualmente forma parte del equipo fundador de TIBERIADES (Red Iberoamericana de Poetas y Críticos Literarios Cristianos).
Este comentario se hizo durante la presentación del libro, dentro del XX Encuentro de Poetas Iberoamericanos, celebrado en Salamanca en octubre de 2017.
Portada del poemario, con pintura de Miguel Elías
TÉTRADA SALMANTINA Y OTROS POEMAS FANTÁSTICOS
El lujo de pórtico a este libro, debido al poeta y profesor Pérez Alencart, traza a la perfección el carácter de nuestro autor, por su perfil viajero, constructor y extensor de puentes, argentino-israelí con gran afecto a Salamanca, cargado de cultura y aligerado de falsos pesos gracias a su magia de sabio y poeta.
Salamanca, Córdoba, Praga, el viaje de Colón y Argentina, con sus respectivos tétrada, díptico, tétrada, péntada y tríptico, establecen las coordenadas geográficas y temporales en las que se mueve este libro. Pero es su tercera parte, la Tétrada del Golem, la que, a mi entender, encierra los frascos de perfume filosófico y poético más caros. Por algo está expresada en íntegramente en sonetos.
Pero entremos ya en la Tétrada salmantina y nos encontraremos con La escuela de Salamanca. Este poema narra y canta a la convivencia en la Salamanca antigua entre los claustros políticamente correctos, por un lado, y la alquimia, la hermética y la cábala, por otro. Aceptamos la conclusión del poema como explícita declaración de intenciones (subrayado mío):
porque siempre ha habido y habrá una tácita alianza
entre la ciencia oculta y la ciencia develada.
Y es siempre la poesía lo que acerca las almas
de los que están a uno u otro lado de la valla.
En el segundo poema, La cueva de Salamanca, abunda en la ciudad que acogía a sabios y cabalistas, judíos, cristianos o árabes sufíes, que buscaban la verdad oculta. Es allí donde aún sigue la Shejiná, la mismísima presencia de Dios, esperando un resurgir de sabios buscadores. No es gratuita la abundancia de referencias cabalísticas en el poema, mostrando y ocultando a la vez, como las buenas parábolas, como la poesía con sentido. Ojalá tuviéramos espacio aquí para considerar las Sefirot, la importancia de la belleza, de Tiféret, la esfera central y que integra la más alta de las virtudes, Jesed (amor, compasión, misericordia) … Dejémoslo a los expertos.
En el tercer poema, Elogio del licenciado vidriera, encontramos un poco disimulado elogio de la locura, donde se compara a este personaje tan salmantino con don Quijote. Basten estos pocos versos para saborearlo y demostrarlo:
y tiene la juventud,
el coraje y la presteza,
para decir las verdades
que nadie en su juicio menta.
[…]
porque la locura salva
y redime a los que aqueja.
[…]
Y es que esa clase de locos
goza de divina gracia,
son las columnas del mundo
que impiden que se deshaga…
Najenson, Gatica y Martín, en Salamanca (foto de Jacqueline Alencar)
En el pensamiento hebreo, se habla unos hombres justos (o patriarcas, según la tradición) que sostienen el mundo como pilares suyos, que lo mantienen en equilibrio y evitan su colapso. ¡Qué gran honor para unos gentiles castellanos como nosotros contar entre estas columnas vitales con el Caballero Andante y con Don Miguel de Cervantes!
La conclusión de la Tétrada se titula Ser astronauta de Salamanca. Con esta pieza recordamos, por si estábamos tentados a olvidarlo, que no se trata de viajar en el tiempo, sino de estar en los tiempos. Nos conduce de una manera hábil y curiosa a pensar en el carácter intemporal o transtemporal de las piedras de Salamanca, con un guiño futurista para algo tan firmemente anclado a la historia.
Entramos así en el Díptico cordobés. Aquí, cabe esperar que Najenson recurra al gran sabio judío Maimónides, pero solo lo hace para poner en situación a su maestro árabe, Al Gafiqui, “ambos de clara estirpe cordobesa”. No sabría decir si irónicamente, el autor nos recuerda la gratitud que le profesamos al galeno andalusí cuando llamamos gafas a las gafas. Cuán importantes son los nombres de las cosas.
En la segunda pieza del díptico, Orando de pie en la Mezquita de Córdoba, aprendemos que “toda belleza es sagrada”. Recibimos una preciosa lección teológica y estética. El protagonista del soneto anterior, quien nos trajo “de nuevo la luz”, se atreve a incumplir con sus normas religiosas para poder apreciar mejor la belleza de la Mezquita. Para disgusto de fanáticos, adelantamos al lector que Alá no lo castiga:
Alá Misericordioso
no ha querido castigarlo
por orar de pie; y el gozo,
aun de la belleza creada
por el hombre, no es pecado.
Toda belleza es sagrada.
Como editor, confieso que detesto las notas al pie en los libros de poesía, pero aquí debo tragarme todos mis prejuicios cuando leo la nota del autor a este poema: “La idea que inspira este poema es del todo ficticia, pero espiritualmente factible (N. del A.)”.
Y de Córdoba nos vamos a Praga, con la Tétrada del Golem. Estamos ante cuatro sonetos, algunos de distribución estrófica invertida o alterna, que nos brindan, para mi gusto, la parte más suculenta del libro. Les sirve de base la historia del Rabí Loëw, que creó, invocó, formó, forjó un golem, según cuentan, para su servicio, y no para proteger a la comunidad judía de su ciudad, que debía ser el propósito de la criatura, y que es el argumento que da por sentado el autor en este libro. Estamos en Praga, pero no puede evitarse el aroma argentino, tanto por Najenson como por Borges.
José Luis Najenson (foto de Jacqueline Alencar)
El primer soneto establece una correspondencia entre el golem e Isaac. Para crear el golem tienes que ser santo y sabio, es decir, poseer la palabra vital adecuada. Pero ni el rabino ni el poeta son creadores perfectos, y ambos tienen que enfrentarse al terrible momento de llevar al altar de los sacrificios al hijo de sus promesas divinas, al depositario de su esperanza de porvenir, a su Isaac, pero sin nombre. Borges, que también usó esta historia en su poema homónimo, nos dice que el gólem es al rabino que lo creó lo que el poema es al poeta, lo que el hombre es a Dios. Es, pues, figura de Adán, del hombre, o del poema. Y nosotros somos tanto figura de Dios, el Creador, el poeta, como del golem, la criatura.
El rabino, el poeta, el creador (¿también con mayúscula?) da y quita vida al golem con la palabra “verdad”, emet, según la tradición, pero aquí lo hace con “la palabra ignota”, “la sacra palabra” (entiendo que el Nombre, Ha Shem).
La creación del Rabino, y del poeta, demuestra su frustrante imperfección en el segundo soneto, es Torpe salvador. Tiene sentido cuando se gana el amor de los niños, pero, sin la “sacra palabra” en su pecho, no es más que un “montón de barro”, como el hombre, como el poema vano. El golem es creado para ser salvador de los escogidos, pero es torpe, porque es mudo. La palabra le da la vida, pero él no la puede pronunciar. Eso lo convierte en un monstruo de Frankenstein, en un Prometeo sin alas, en un primer Adán, cuando debió ser como el postrer Adán.
De ahí el título del tercer soneto, El otro Adam, la creación que lo promete todo pero acaba decepcionando trágicamente a su hacedor, contra el que se rebela. En este soneto, el fracaso recae también sobre el creador, el rabino, el poeta, que quizá se creyó como Dios al dar vida al golem con la palabra ignota. ¿Es ese el tormento del poeta, el pudor o rubor que se siente al insuflar vida, sabiendo en lo más profundo que la verdadera palabra útil no te pertenece a ti, que te está aún vedada?
El cuarto soneto cuenta que el rabino limita la vida del golem porque usa solo las diez primeras letras del alfabeto (p. 36), ya que de haberlas usado todas sería inmortal. El autor, indirectamente, nos hace soñar, entre lamentos e ilusión, qué sería del poema si llegara a ser completo. ¿Qué sería del hombre si alcanzara su plenitud, con todas sus letras sagradas? En el Génesis, tras la rebelión de su criatura, Dios puso un ángel con una espada flameante para impedirle al hombre el acceso al árbol de la vida, al resto de letras que tendrían la facultad de hacerle inmortal. Sumar imperfección a inmortalidad sería el peor castigo. No tenemos todas las letras; no las tenía el Rabino, no las tiene el Poeta, las tiene Dios, el Nombre de los hebreos, el Logos de los cristianos.
La última etapa del viaje nos lleva a América de la mano de Colón, con la Péntada colombina. Su primera pieza nos presenta al almirante Cristóbal, nada menos que el Cristóforos, como “secreto judío soñador” en busca, quizá, de Jerusalén, una Jerusalén o la Jerusalén. En su viaje-peregrinación, Colón deja en La Gomera huellas de su secreta “estirpe errante”.
Pero destacamos en esta tétrada el tercer poema. En él nos encontramos con el renuente profeta Jonás rumbo a Cuba. Colón reza con Jonás, y no es arrojado al mar como en la Biblia. Es imposible no caer en la alegoría de la tragedia española cuando expulsamos a Jonás de nuestro barco, creyendo que así los dioses de la hispanidad monolítica, monocroma y monocorde nos serían propicios. En la Biblia, Jonás quería ir a Tarsis, nuestra Tartessos, para alejarse de su destino. Hoy Tarsis, Sefarad, debería ser la Nínive que llora al escuchar al profeta. Su destino providencial y su destino amado se reúnen en una tierra recordada, inmerecedora de misericordia, pero amada y visitada sin remedio. Algunos de los versos de Najenson podrían haberse escrito desde el vientre del gran pez, otros celebran con calmo gozo la arribada a las playas del tercer día, esperan el llanto de esta Nínive ibérica, pero tarda en llegar y, mientras tanto, celebran su segunda oportunidad en la nueva Jerusalén colombina, o Atlántida encontrada, según se titula el cuarto poema, donde se escondía el oro “de la pureza de los maestros secretos” (V. El mapa Templario).
Termina el libro con tres poemas de sabor argentino, de memoria y olvido, entre los que destacamos el último: En el fondo del jardín. De nuevo presente Borges, que al principio del tríptico subtitula “Olvidadizo de que ya lo era, quise ser argentino” y en esta pieza final preside con su sentencia: “Se canta lo que se pierde”. De hecho, el poema es un cuento cantado, sobre una niña a quien convencen, engañan, con que se va a perder. Ella, resignada al engaño, trata de aprovechar al máximo sus días y, sí, se pierde.
Y ahí termina, cabría decir. Pero no. Igual que las notas al pie del autor son parte indisoluble de sus escritos, el colofón de este libro se nos hace imprescindible para corroborar lo que ya anunciaba Alencart en el prólogo y hemos gustado a lo largo de sus páginas. El inicio de sus últimas palabras dice:
Este libro, terminado en Jerusalén, empieza
con un homenaje a Salamanca…
¡Qué ancestral y atávico sentimiento despierta en quienes tienen consciencia de Sefarad el entrañable aroma de panhispanidad (pancastellanidad si me lo permiten) que emana de las historias y letras de Najenson!
La sabiduría impregna las piedras áureas salmantinas, que, como algunos lo intuían, siempre fueron más esponja viva que mineral muerto. Ellas, hoy y mañana, aquí y allí, destilan en las páginas de sus hijos lo que absorbieron a lo largo de los siglos.
José Luis Najenson leyendo en el Teatro Liceo (Foto de Jacqueline Alencar)
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