«Crear en Salamanca» publica un recuerdo, merecido, al escritor Luis Sepúveda fallecido recientemente escrito por la poeta, traductora y profesora italiana Stefanía Di Leo, colaboradora habitual de la revista.
El Escritor Luis Sepúlveda
Sepúlveda nació en el norte de Chile, pero era en la Patagonia que quería regresar», al sur, muy al sur, en las costas chilenas del Pacífico, cerca de las aguas heladas del océano, las mismas en las que la ballena blanca de su último cuento de hadas ha conocido La soledad de los abismos y la avaricia de por lo que había pasado persiguiendo a los fantasmas de Bruce Chatwin, Butch Cassidy y Sundance Kid (Patagonia express).
La Patagonia que describió en algunas de sus páginas más hermosas como un lugar con un horizonte infinito lleno de historias extremas, personajes que nos parecían legendarios y que para él eran simplemente compañeros de ruta: indios y emigrantes de todas las latitudes, aventureros, guerrilleros, vagabundos, soñadores, los perdedores de la historia a quienes les devolvió la voz con sus libros. Alli donde termina la tierra, donde los mapuches aún resisten el poder de las multinacionales tal como resistieron las invasiones de los conquistadores españoles.
«La sangre mapuche es fuerte y esa sangre fluye en mí», dijo Sepúlveda recordando los orígenes de la madre y explicando así su resistencia a la prisión, la tortura, el exilio, a las muchas pruebas con las que la vida le ha impuesto. Exiliado político, guerrillero, ecologista, viajero con pasos obstinados y contrarios.
Los rasgos fuertes de un guerrero cansado, los ojos oscuros que se iluminaban con pasiones, el olor de los muchos cigarrillos fumados. Y lo hizo con el talento de ese narrador que lo convirtió incluso antes que un escritor experto, un narrador incurable. Sepúlveda escribió cuentos de hadas, y no me refiero solo a la deliciosa Historia de una gaviota y el gato que le enseñó a volar, sino a las muchas novelas en el centro de las cuales se encontraba la eterna lucha entre el bien y el mal.
No le gustaban las noticias meticulosas, creía que la literatura era ficción y entrelazó los hilos de ficción para dar vida a personajes picarescos y tramas aventureras empapadas en pasiones e ideales. Obviamente, por los que luchó, viajó y finalmente escribió.
Con su debut, El viejo que leía novelas de amor, dedicado a Chico Mendes, dio a los lectores una primera parte de su intensa vida: siete meses en el bosque amazónico con los indios Shuar. En 1977, expulsado de Chile después de dos años y medio en prisión, se unió a una misión de la UNESCO para estudiar el impacto de la civilización en las poblaciones nativas. Así nació una historia suspendida entre dos mundos, el de los indios desconfiados de los blancos (cazadores furtivos, mineros de oro, vanguardias de la industria más feroz) y aquellos blancos que le habían enseñado al protagonista a leer, dándole así un refugio para la pérdida de su joven esposa. Con la segunda novela, Mundo del fin del mundo, describió lo que le había parecido inevitable desde la cubierta de un barco de Greenpeace, una organización a la que se había unido en los años ochenta: barcos de fábrica que arrastran ballenas sin sangre a bordo y se transforman en mataderos, persecuciones en las nieblas de la Antártida, militantes ecológicos contra pescadores japoneses.
Vida, activismo y literatura en las mismas páginas. La militancia política se ocupó de The Missing Frontier: las historias que componen el libro siguen las etapas de un chileno que encuentra la libertad de las prisiones de Pinochet a través de Argentina, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, en tren o en vehículos improvisados a Panamá, donde se embarcará para España.
Detestaba el patetismo, necesitamos poner la distancia correcta entre él y Chile. Del drama surgió con el lenguaje: simple, claro, sintético. Todo lo contrario de Márquez: mucho realismo, nada de magia. O tal vez la magia de la realidad. Sobre su manera de escribir Hemingway afirmaba:<< palabras de veinte centavos y ninguna construcción barroca>>. La vida ya era lo suficientemente imaginativa con sus glorias y caídas repentinas. También siguió el hilo de su biografía en la Lámpara de Aladin: entre comerciantes de Levante y ángeles vengativos, dos jóvenes incluidos las luchas del movimiento estudiantil y se encuentran después de los años de la dictadura y la expatriación chilenas. En otras palabras: su historia de amor con la poeta Carmen Yáñez. Su relación también apareció en En nombre de un torero. Y el protagonista, quien se llama Juan Belmonte como el famoso torero que se suicidó es un guerrillero chileno de cuarenta y cuatro años, que acepta buscar un tesoro nazi en la tierra de fuego solo por el bien de Veronica, Una mujer torturada para los militares y encontrada viva, pero en estado psicológico, en un edificio en Santiago.
Sepúlveda estaba trabajando en una nueva novela, Agua mala, fuertemente ambientalista y que abrió nuevos desafíos en América del Sur: a la gran industria pesquera y de cría, pero también a las soberanías marcadas por el radicalismo religioso. Sepúlveda no estaba cansado: luchaba con las palabras, practicaba el ejercicio de la vida como una resistencia constante. En el prefacio de la novela gráfica Donde termina la tierra. Chile 1948-1970 Sepúlveda habló de un viaje a la memoria, «la memoria del país que hemos tenido, conocido, amado y que, conservando su memoria, con todo su intenso deseo de justicia: un día nos recuperaremos: ese día volveremos a ser ciudadanos libres del país donde termina la tierra «. Ese día ha llegado. Para existir, la sombra necesita luz. Y tu estrella ahora brilla, Luis.
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