La escritora venezolana Victoria de Stefano
Crear en Salamanca se complace en publicar está crónica escrita por el poeta y ensayista Alberto Hernández en torno a una novela de Victoria de Stefano (Rímini, 1940). Escritora y ensayista venezolana de origen italiano. En 1962 obtiene la licenciatura en Filosofía en la Universidad Central de Venezuela. Trabajó como investigadora en el Instituto de Filosofía de la UCV, bajo la dirección del maestro García Bacca; asimismo, impartió clases de Estética, Filosofía Contemporánea y Teoría del Arte y Estructuras Dramáticas en las Escuelas de Filosofía y de Arte. Autora de una robusta trayectoria, entre sus novelas destacan: El desolvido (1970), La noche llama a la noche (1985), El lugar del escritor (1993), Cabo de vida (1994), Historias de la marcha a pie (1997) y Pedir demasiado (2004). En el 2016, publicó La insubordinación de los márgenes, que recoge sus diarios de 1988-1989.
“CABO DE VIDA”, DE VICTORIA DE STEFANO
1.-
¿A qué instancia recurre el lector frente a unos textos en los que el personaje se “esconde” de él mismo? ¿Qué nos dice Victoria de Stefano en esta novela que, como sus anteriores, relata el fracaso, el silencio hondo de un sujeto, en este caso el de Hugo, quien en una latente tensión interior permanece como vacío. La tensión está en la recurrencia de eventos que parecieran no ocurrir. En la tendencia a la quietud: Hugo se resiste a ser un problema mientras su pensamiento lo aplasta. La poética de esta novela está, precisamente, en que no ocurra algo que saque al personaje de su letargo, en procura de la “felicidad”.
El lector, en consecuencia, lee unos capítulos cortos de una historia en la que predomina el lenguaje: el yo lector se ensimisma por la calidad de la escritura, mientras el personaje es absorbido por el desasosiego. Esa calmosa (o calamitosa) limitación tiene en el encierro la única salida.
El lector, insisto, se personifica: Hugo no es tal en comparación con la narrativa. La escritura sobrepasa al personaje. Da la impresión de que no sucede nada, de que los eventos o acciones referidos por la narradora remiten a una prueba a quien abre sus páginas. Y, en efecto, ese yo lector pasa por esa prueba y logra entrar –desde el desánimo de Hugo- a una historia que testimonia pocas acciones: las anécdotas dan la impresión de que no ocurren. El hombre –el actante- nos conduce a la atmósfera (especulo) de “La extraña” de Sándor Márai (La Salamandra, Madrid, 2008), novela en la que el relato está como suspendido, detenido.
Y no es que no ocurra algo. El más mínimo movimiento es una acción. La llegada de la espuma de una ola a la orilla es una acción: allí se detiene la mirada de Hugo, como los pasos del personaje extraviado del autor húngaro.
Pero la novela no se anuda. No hay un conflicto central que logre revelar una intriga que conduzca al lector a una conclusión. En todo caso, quien lee traduce una espera. No obstante, podría decirse ¿para qué una conclusión, un cierre? La novela ha cambiado. No atiende a teorías impuestas. Victoria de Stefano recurre al adentro para que el afuera exista. Sus personajes son interiores. El paisaje que les ofrece lugar está supeditado a la reconstrucción de un yo que se desdibuja a cada instante. Hugo cambia de actitudes sin cambiar de vida. Se deja llevar por Arístides, quien persiste. Lo acorrala mientras el lenguaje de la narradora discurre felizmente por escondrijos, cosas, perfiles de sujetos contextuales, manera de mirar, caminar, pensar, beber, comer.
Manos de Vicgoria Di Stefano. Foto de Samoel González Montaño
2.-
“Cabo de vida”, Planeta, Biblioteca Andina, Caracas/ Bogotá, 1993, es una novela para leer. Vale decir: significa entrar en un estado (¿de trance?) en el que quien lee desaparezca y se convierta en todo lo que está en la página. Leer es tornarse clima, atmósfera, personaje, confusiones. Pero el lector de esta novela no se tropezará con algún trauma narrativo. Pero sí sicológico: Hugo lo es.
Él es la poética de una espera: el fracaso instalado en el tiempo.
¿Fracasa también el lector al convertirse en el personaje? En este caso, la autora transforma al lector en un propósito. El lector construye su propia espera. De modo que la narradora hace al lector, lo modela con la intención de que trabaje la lectura.
3.-
Victoria de Stefano –al comienzo de la novela- aclara: “En la isla de Margarita se llamaba cabo de vida la cuerda que mantiene al buzo unido a tierra. De tal nombre sólo pueden dar testimonio los muy viejos”. Quiere decir que se impone leer este libro de corrido. Sin dejar de respirar. De tomar aire. Cada capítulo establece un trozo de existencia. Si se descuida, el ahogo será inminente. El cabo de vida oxigena al buzo/ lector, así como oxigena al personaje.
Esa manera de contar, de acercarse sin sobresaltos al lector invoca una disciplina: mientras ocurre la novela la espera suscita cierta angustia aunada a la curiosidad por saber en qué terminará la “relación” entre Moravia y Hugo.
Una de las claves para apoyar todo lo anterior está en estas líneas: “Después de haberlo descartado, después de haberlo decidido, después de haberse transportado de entrega y de confianza, después de haberse replegado y haberse detenido, después de dudar y cambiar de parecer más veces de las que podía recordar, sintió que estando por llamar a la puerta seguía retrasando el momento con la misma ansiedad y aturdimiento, y lo que aún peor, forjándose resistencias para no hacer lo que estaba por hacer” (p. 73).
¿Qué estaba por hacer? ¿Ser parte de la vida de la mujer que le abriría la puerta? ¿Tener como norte encontrarse con su amigo Arístides para comenzar de nuevo a tener vida desde Moravia, la hija de éste? ¿Someterse a la abulia que respiraba en una habitación miserable? ¿Viajar sin sentido?
Victoria de Stefano y Miguel von Dangel (Foto de Gerardo Rojas )
4.-
Hugo viene de un viaje. Regresa después de recorrer tierras y mares. Pero retorna abúlico, desnortado. Despechado. Arístides dijo estas palabras: “-…Pero cuando me dijeron que te habías ido, me alegré mucho sabiendo las ganas que siempre tenías de correr mundo. Hablabas de viajar y era como si levitaras y te desprendieras de raíz…
Luego, cambiando bruscamente de tono, preguntó aún más sombrío:
-¿Te acuerdas, Hugo, de aquel Julio –y viendo que Hugo dudaba-, sí, Julio, el de las cejas pobladas, el que trabajaba en el asilo?
-Sí, me acuerdo.
-¿Te acuerdas cómo se apiadaba de los ancianos porque morían más pronto de lo que crecían los niños? ¡Y los niños crecen! ¡Y cómo crecen! Te das la vuelta y ya están caminando. Una vez me dijo que uno nacía y uno moría, que eso era todo, que no había más que esos dos grandes momentos, y que ambos olían a carne podrida y ninguno dependía de nosotros. Con los viajes ocurre exactamente lo mismo, no dependen para nada de nosotros…”
Suerte de símil: comienzo y final, pero en el “mientras ocurre la vida”, la de Hugo es sólo un viaje que no tiene futuro, que al parecer no tiene destino. Entonces, los viajes se acaban…se acaba la respiración. El cabo de vida podría ser desprendido. Hugo es su destino. Hugo no entendía su viaje. Afirmaba que estaba desconcertado, que enloquecía.
¿Cuánto pasado puede arrastrar una persona, un personaje que se aferra a la derrota? Los signos de las horas, un grupo de pájaros alborotados hacen que Arístides y Hugo miren hacia los árboles. Un cataclismo, una hecatombe interior. El mundo de quienes hablan es puro tiempo. La memoria anclada en los minutos dejados atrás. La acción se congela en la boca de los dialogantes. Mientras tanto, la mujer y una niña respiran en la casa, como objetos que sólo sirven para ser observados, como roces vitales, necesarios, pero a la hora de hablar los hombres, ella, Moravia, es un amago.
Victoria de Stefano, por Williams Marrero
La narrativa de Victoria de Stefano es apretada. Cuenta con tanta pasión que envuelve todo lo que nombra. La naturaleza y sus impulsos, las cosas, la casa, la mirada de los personajes. El mismo ambiente cargado, denso, como si no respiraran. Vivos, pero atados a la sombra que les advierte de su ausencia.
Todas las personas gramaticales actúan. La tercera persona se disgrega. Y en los diálogos sigue el ámbito de la narración. La profusa vegetación verbal conduce al lector a evitar escollos que la realidad provoca: el ruido de los autos en la calle, un grito, un televisor cuyo locutor lanza alaridos, una fea canción en la radio. El lector se aísla, busca el confort del silencio, y allí, en ese instante, Hugo continúa su existencia áspera, solitaria, dolorosa, confesional, porque Arístides lo oye. El hombre se desahoga, y es cuando de Stefano hunde el estilete y lo estudia, marca los puntos de avance. La psicología del sujeto avanza en las manos de quien lo describe, de quien lo cuenta y lo convierte en polo hablante. El viejo hace historia con su amigo. Una teoría: un personaje narra al otro. Desde el diálogo (a veces sólo monólogo), Arístides inventa el posible futuro de Hugo, quien es interrumpido por la voz de su amigo. La narradora observa desde afuera. Es también testigo de lo que ha creado.
Victoria de Stefano viaja por el interior de Hugo.
Victoria de Stefano (Foto de Martha Viaña)
5.-
¿Habrá un final? ¿Cuándo termina la novela? La tradición habla de un inicio, un nudo y un desenlace. Pero una novela nunca termina. El lector podría estar en la obligación de continuarla. Y el autor de deshacerla. ¿Cómo terminan Hugo y aquella mujer que le abrió la puerta?
En todo caso, narrar es pujar, rayar paredes, papeles, pieles. Narrar es esconder, opacar, como en un poema, porque aquí en “Cabo de vida” persiste la poética de una autora que se centra en el fracaso, en el desgano. Esta narrativa, esta novela, tiene mucho de poesía en prosa: es más, es un poema que altera a la narración, la posterga mientras algunas oraciones flotan por encima de la ficción. Su lírica prevalece en la manera de guardar silencio el personaje. O en la forma de doblar las piernas la mujer que lee. En la estética de la voz que calla.
Y sin ir muy lejos, esta muestra donde la poesía es acompañada por la narración:
“Era la una, probablemente la una pasada, cerda de las dos. Una nube se deformaba empujando hacia las faldas de la montaña. En la tapia, que colindaba con el patio, unos niños jugaban en el mayor secreto a no se sabe qué. En un cristal roto espejeaba un rayo perdido. Bajo la descarga de los cánticos, se oía música de radio y un sonido como de fichas que revolvían en las mesas. Una mujer cruzó la calle rápidamente, con la cabeza baja, como si lloviera. Sábado. ¡Es el fin de todo, mañana es domingo, pasado mañana lunes!” (p. 105).
En toda la extensión de la novela encontraremos este tipo de ejemplo. La narración se convierte en un mosaico de trazos líricos que enriquecen la lectura y vierten en los personajes una fascinación que los hace casi etéreos. E invisibles, como en el caso de Hugo, quien trata de no verse reflejado en el espejo del escaparate, al que le puso una toalla para taparse de su realidad, para alejarse de lo que es, un hombre solo, amargado, abandonado de él mismo, sujeto a un pasado que se asoma en la penumbra y lo deprime, como deprimido es el paisaje que la novela muestra.
En el encierro de Hugo, en el cuarto (imagen recurrente en de Stefano), especie de exilio consustanciado con una mirada detenida, la narradora, la voz que se ufana en describir: ve y cuenta desde la descripción, enumera las cosas, los objetos que cobran vida desde la inacción del personaje. Una maleta llena de cosas le permite a Victoria de Stefano regodearse en su oficio de construir belleza. El ojo de la narradora detalla con la alegría de quien sabe relatar. Los objetos adquieren notable presencia: Hugo es sólo un sujeto rodeado de enseres, pantalones, camisas, espejo cubierto, puertas, mesas quemadas por cigarrillos, bordes de sillas…él es parte de todo eso. Se cosifica en tanto su ánimo depresivo lo convierte en un ser muerto, desganado, asaltado por el no deseo de vivir.
¿De qué cabo se agarra? ¿De qué cuerda para no caer? ¿Cómo respirar bajo el agua por su determinación a no salir del foso? ¿El trabajo que le consigue Arístides será su salvación? Estas preguntas nos obligan a generar muchas más, pero la lectura no para. Sigue.
Victoria de Stefano (Foto de Edisson Urgiles)
6.-
(Asumo la primera persona: leo con el libro ausente. Salgo a la calle y me lo llevo en las imágenes, en los nombres de los personajes a un ventorrillo donde expenden plátanos. Podría parecer obscena la relación entre la novela y la vida cotidiana del lector. Pero quien lee novelas las carga siempre con él. Entonces Hugo, Arístides, Moravia y la misma Victoria me ayudan a cruzar la calle. A esperar el cambio de luz del semáforo, a evitar la mordedura de un perro o la mirada estorbosa de un policía. Y ellos allí: uno, el lector, es la continuación de la novela. Yo soy la novela. Salgo a la calle y la sigo pensando. Ella es en mi adentro. El lector desaparece y se transfigura en personaje, hasta llegar a la casa y verle los ojos a Victoria en la portada del libro: entro de nuevo a sus dominios, a sus páginas. Salgo de la novela al continuar la lectura. Ahora soy lector otra vez.
¿Cuántas novelas no son una sola?: “El Castillo”, de Kafka, podría ser parte de “La Peste”, de Camus. Los personajes se confunden. Transmigran. Toman de la misma botella. Una descripción de Proust podría instalarse en alguna acción de “La muerte en Venecia”, de Thomas Mann. Se me ocurre a Hugo en una conversación con algún personaje de Onetti.
El lector de novelas es como la misma novela, un largo segmento esquizofrénico. Somos todos los personajes, todas sus voces nos hablan. Somos todas las novelas que hemos leído. Y con ésta de Victoria de Stefano pasa que puedo empalmarla con “Los pequeños seres” o “Los habitantes”, de Salvador Garmendia: los sujetos transitan alguna calle o se mantienen encerrados en sus cuartos o en sus futuras muertes).
7.-
“La felicidad es un espejismo”, deja ver Hugo. Y esa expresión resume todo lo que siente el personaje, un sujeto de relato, traumático, incapaz de superar el pasado, de salir del hueco del despecho. Arístides y Giovanni, más las atenciones de Moravia, no fueron capaces de alterar su estado, de desviarlo de la incertidumbre, de la depresión pese a que tuvo disfrutó de muchos momentos con los amigos.
La culpa estaba allí, instalada en su ánimo. La falta de sueño, que es como afirmar que el relato tampoco descansa, había minado la existencia de Hugo. Pesadillas, sobresaltos: la asfixia, como la que siente el lector al repasar las líneas de esta novela, llegó a disiparse en la última página de este obra que continúa la saga de Victoria de Stefano.
“Miró a su alrededor. Sintió una desangelada ternura por su cuarto. Se aventuró a imaginárselo como en un folleto turístico que anunciara, fotografiadas bajo su mejor luz, habitaciones de segunda clase, limpias, confortables, de un orden casi abstracto en su perfecta simetría. Desechó esa imagen por insípida. Se ilusionó imaginando un cuarto como un hogar. Volvió a pensar en las flores que daban vida, en los cuadros que colgaría, en la felicidad de abrir la propia puerta”.
El encierro, el aislamiento, constante en la obra de la venezolana, adquiere en ésta un carácter más denso: la poética narrativa abunda en detalles, en circunloquios, en laberintos por los cuales se pasean los diferentes estados de ánimo de los pocos personajes que rodean a Hugo.
El final, abierto, deja muchas fisuras para que el lector las rellene con sus propias anécdotas. El lector está en la libertad de imaginar diferentes cierres. El choque del bastón de Arístides contra el suelo simboliza una suerte de orden, de “ábrete sésamo”, para que quien se atreva intente abrevar en otro final.
“Un objeto pegó contra el suelo, a los pies de Moravia. Giovanni se apachó tras el retumbar y el crujido. Era el bastón de Arístides. Estaba enarbolándolo cuando se materializó la luz. De nuevo la oscuridad, medio encandilada todavía, alrededor del cerco que alumbraban las llamas. Al fin los bombillos del patio que ofuscaban, el motor de la nevera, suave música de radio, exclamaciones que le daban a la luz la bienvenida”.
Luz y sombra. Cabo de vida.
Victoria de Stefano (Foto de Martha Viaña)
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