La poeta Lilliam Moro en Salamanca (foto de jacqueline Alencar)
Crear en Salamanca tiene la satisfacción de publicar este análisis que, sobre un poema de la destacada poeta cubano-española Lilliam Moro, premiada en Salamanca con el Premio Internacional de Poesía Pilar Fernández Labrador, ha escrito el poeta Sergio de los Reyes (La Habana, Cuba, 1978), quien vivió en Madrid y Miami y desde 2005 radica en Toronto, Canadá. Tiene publicados los poemarios: Elsewhere (Miami, 2013) y Queen Street West (Miami, 2015)
Virginia Woolf
VIRGINIA WOOLF, LILLIAM MORO Y OFELIA
Los aviones nazis sobrevuelan Londres. La misión es bombardear la gran ciudad británica, la antigua urbe romana, pulverizar su historia, destruir sus puentes, reducir al olvido las huellas del tiempo y de los hombres que han vivido en ella durante largos siglos.
Los aviones bombardean Londres. Corre el oscuro año de 1940. Una bomba cayó a los pies de La aguja de Cleopatra, dañando el monumento y sus esfinges; otra cayó en los jardines de la iglesia de St. James’s Piccadilly, donde William Blake fue bautizado en 1757; tres bombas cayeron en los alrededores de El puente de la Torre, hiriendo profundamente el río Támesis. La ciudad es humo y escombros. No es el terrible incendio de 1666. Es la Segunda Guerra Mundial y miles de toneladas de explosivos descargados sobre los edificios. 40,000 civiles muertos.
Años atrás, a principio de la década de los 20, la señora Dalloway escucha las campanadas del Big Ben mientras iba a buscar flores para una fiesta que daría esa noche en su casa. Caminaba por Victoria Street, Bond Street, Brook Street, respirando el aire de una cálida y pacífica mañana. Disfrutaba de su ciudad natal —la arquitectura, los parques, los pequeños negocios y los palacios, símbolos de una gran nación— y reflexionaba sobre la existencia misma. Comprendía que las ciudades son extensiones del alma de quien las ama incondicionalmente, porque las ciudades son el alma hecha piedra:
Caminando hacia Bond Street, se preguntó si acaso importaba que forzosamente tuviera que dejar de existir por entero; todo esto tendría que proseguir sin ella; se sintió molesta. ¿O quizás se transformaba en un consuelo el pensar que la muerte no terminaba nada, sino que, de cierta manera, en las calles de Londres, en el ir venir de las cosas, ella sobreviviría?
La señora Dalloway intuía que las ciudades tienen un prototipo divino, un arquetipo celeste —según la cosmogonía persa—, hallándose en un lugar de la eternidad. Londres y su belleza inigualable tenían la posteridad asegurada en el reino de lo ideal. Clarisa Dalloway caminaba despacio con las flores en la mano. La fiesta de esa noche sería para sí misma, para celebrar la vida, la eterna vida de Londres. Ignoraba que veinte años después las bombas lloverían sobre su ciudad.
Las toscas piedras llenaban tus bolsillos
porque no pretendías quedar flotando
como la dulce Ofelia.
Son los tres primeros versos de un poema llamado “Piedras en las bolsillos de Virginia Woolf” de la poeta cubana Lilliam Moro. Aparentemente no dicen mucho, pero si descorremos el velo de las palabras, descubrimos todo el dolor de una mujer que amó a Londres hasta la muerte. No hay más que leer con cuidado la novela La señora Dalloway para entender los sentimientos de Virginia Woolf por su ciudad, a la que le dedicó muchas páginas y horas de desvelo. Leyendo el recorrido de Clarisa Dalloway al principio de la obra se entiende cómo un simple ser humano puede verterse en cuerpo y alma sobre las calles de una ciudad. Clarisa era Londres; Virginia era Clarisa.
Para escribir unos versos emotivos y creíbles como los de Lilliam Moro, no solo hay que leer a Virginia Woolf, sino también haber perdido una ciudad bajo un bombardeo. Y Lilliam ha pasado por esa desgarradora experiencia. Su ciudad natal, La Habana, sufre durante largos años el bombardeo de la desidia y el abandono. Ella ha visto su ciudad desplomarse, las fachadas caer, las almas podrirse, haciéndose escombros.
El bastón lo dejaste colocado en la orilla
sobre la hierba húmeda.
Así el poema cierra su primera estrofa. Y Lilliam Moro nos deja con cierto aliento a pesar del dramatismo implícito. Sabemos que Virginia Woolf se suicidó en un río, dejando su bastón, su última esperanza, a la orilla del agua; se ha ahogado como la infeliz Ofelia de Hamlet. La referencia a la humedad de la hierba parece que deja una ventana por donde la vida puede florecer de nuevo. Es la eterna conjunción entre la vida y la muerte. Donde muere Virginia, queda un bastón sobre la hierba húmeda, pequeño rayo de luz ante la tiniebla y el mundo subterráneo. La humedad como vida, como rocío vital, como llovizna purificadora.
Ofelia, de John William Waterhouse (1894)
Pero a la vez no es gratuita la referencia a Ofelia en el poema, como tampoco es casual la mención continua a Shakespeare en La señora Dalloway. Ambos, Virginia y Ofelia, como si fueran una, comparten la misma forma de morir. ¿Habrá tomado Virginia Woolf la idea de arrojarse a un río de la obra Hamlet? Me inclino a creer que sí. Cuando pienso en Ofelia, veo el famoso cuadro de John Everett Millais, donde la joven flota en el agua, rodeada de flores. Cuando pienso en Virginia Woolf —que no ignoraba el cuadro prerrafaelita—, veo a la señora Dalloway con flores en las manos caminando por Londres.
El río te aguardaba.
Dice Lilliam Moro en un verso suelto para dejarnos a solas con el río, porque éste es el misterio de la muerte, la profundidad de lo desconocido, lo que habita bajo el agua nocturna del inconsciente. El agua, símbolo femenino, es tan solo la antesala de un universo inexplorado. Es el tiempo, la eternidad, lo infinito, pero también el elemento necesario para el renacimiento y la creatividad. El río es la muerte y es la vida al mismo tiempo. Y eso es lo que aguardaba a Virginia Woolf. ¿Acaso ella, con su enorme fuerza poética, se arrojaba al río para sacrificarse por la vida? Su ciudad estaba siendo destruida, su mundo se desplomaba. La capacidad de soportar aquel dolor, aquellos actos irracionales de la guerra, la abandonan. ¿Un sacrificio restauraría lo perdido? Mircea Eliade dice:
El sacrificio que se ejecuta cuando se edifica una casa […] no es sino la imitación en el plano humano al sacrificio primordial celebrado in illo tempore para dar nacimiento al mundo.
El sacrificio personal —pensemos en Cristo— es el retorno al mito eterno de la creación. ¿Quizás Virginia Woolf, consciente o inconscientemente, buscaba ese retorno para reconstruir, poner nuevamente piedra sobre piedra sobre los amados edificios destruidos? Las ciudades están hechas a imagen y semejanza de sus ciudadanos. Ellas son el rostro visible de sus almas. La arquitectura es el hombre hecho piedra, diseño urbano.
Los aviones enemigos sobrevolaban
el cielo gris de Londres.
El río te aguardaba.
Vemos en estos versos a los aviones asesinos sobrevolando el corazón de Virginia Woolf. Parecen penetrar la piel de aquella mujer que enloquecía rápidamente, que intentaba ocuparse lo más posible en las cosas comunes para no pensar, para no sentir; pero el río la aguardaba. La tentación era mucha y el dolor insoportable.
La gasolina escondida en el garaje
dispuesta para arder
antes de que tumbaran a patadas tu puerta
resultaba una opción demasiado dramática,
estridente.
Lilliam Moro nos brinda una estrofa anecdótica que dibuja a la perfección los últimos días de Virginia Woolf. Su esposo Leonard Woolf era judío y, en caso de caer Londres como gran parte del resto de Europa, seguramente sería apresado. El matrimonio había almacenado cantidad suficiente de combustible en el garaje de la casa donde residía para arder con todo si los nazis venían por ellos. Era preferible una muerte rápida que la lenta agonía en un campo de concentración. Pero la poeta observa que aquella opción podía resultar demasiado dramática,/ estridente para una pareja de británicos, ya que este tipo de suicidio es más común en tierras donde el temperamento es más sanguíneo o colérico; pero a la vez, es un dato importante para entender el grado de angustia y zozobra en que vivía la nación en general y Virginia Woolf en particular.
A veces pienso
que quizás el impacto de tu cuerpo
con el agua tan fría
te hizo reaccionar,
pero ya tus gélidos y agarrotados dedos
no pudieron deshacerse con rapidez
de las pesadas piedras;
y fueron incapaces de mantenerte a flote
los adjetivos exactamente colocados,
los nombres tan cuidadosamente escogidos
en cada uno de tus párrafos
en esa construcciones sostenidas por un hilo invisible
donde la trama y el estilo y la vida
son una misma cosa;
no te ayudaron las últimas pruebas
que corregiste con esmero,
la desazón, las dudas ante un final que no te convencía
en tu última novela.
Retrato de Virginia Woolf
En esta larga estrofa, dando un giro sumamente orgánico e inspirado, la poeta nos precipita al corazón del poema. Lilliam Moro habla desde el centro de sí misma. Con ese “A veces pienso” llegamos al alma, a la intimidad de la poeta, que comienza a desnudarse, a convertirse en Virginia Woolf. Lilliam ya no es quien escribe el poema, sino la Ofelia que, entre otras cosas, por amor se ahoga, la Virginia que por temor se entrega a la profundidad del río. Las tres se confunden en ese in illo tempore que nos narra Mircea Eliade:
La abolición del tiempo profano y la proyección del hombre en el tiempo mítico no se produce naturalmente, sino en los intervalos esenciales, es decir, aquellos en que el hombre es verdaderamente él mismo.
Las tres se unifican, abandonan el “tiempo profano” y, como el insecto atraído por la luz, se arrojan a la llama, al agua viva.
Pero Lilliam logra humanizar la muerte cuando apela a la duda, al To be or not to be presente en Hamlet (Shakespeare es siempre un personaje invisible), y nos dice …quizás el impacto de tu cuerpo/ con el agua tan fría/ te hizo reaccionar… Ese “quizás” es un voto de esperanza que, inesperadamente, intenta salvar a la novelista inglesa. La metáfora transforma al poeta y lo hace “carne”, aliento poético. Este anhelo de salvación a través de la palabras, nos recuerda el pasaje bíblico en que el centurión le dice a Jesús: …una palabra tuya bastará para sanarle, no pidiendo nada para él, sino para su siervo. Y Lilliam no parece pedir nada para ella, sino la salvación física y tal vez también espiritual de Virginia Woolf intentando convencerla de que hay algo más que hacer, ¿otra novela? ¿otro paseo por Londres? ¿otro desdoblamiento en el personaje de Clarisa Dalloway?
Lilliam desea rescatar a la novelista recordándole los placeres que ofrece el acto de escribir cuando se hace con “esmero”, “cuidadosamente”, con “adjetivos exactamente colocados”; pero la narradora londinense vive los personajes a cabalidad —ellos son parte íntegra de su ser, una proyección genuina de su espíritu—, y en este momento de su vida, enferma, amenazada, escuchando voces que consumen su capacidad de concentración, ya ha dejado de ser Clarisa Dalloway en una mañana cálida, con flores en las manos, caminando por su ciudad amada, para encarnar ahora a Septimus, el joven atormentado, melancólico, traumatizado por la Primera Guerra Mundial; Septimus, que se halla en el piso superior y está frente a su destino: “Solo quedaba la ventana, la amplia ventana de la casa de huéspedes…”. Y Lilliam Moro lo sabe cuando afirma que “…la trama y el estilo y la vida/ son una misma cosa”, que es como decir, solo quedaba el río, el amplio río a las afueras de Londres.
…las dudas ante un final que no te convencía/ en tu última novela, estos versos no son solo un recurso anecdótico, recreando los últimos días de la novelista trabajando en su obra póstuma, sino que también dice mucho del drama final del matrimonio Woolf. Virginia Woolf parece pulir y pulir el último capítulo de su propia vida cuando en la carta que le deja a su esposo, cálidamente le dice: Todo ha desaparecido en mí, menos la certeza de tu bondad. El amor en ella aún estaba vivo. Esa frase sella magistralmente la novela de su vida.
Este final tampoco.
Pero ahora te estás hundiendo sin remedio.
Imposible la segunda edición.
Lo primero que encontraron fue el bastón en la orilla.
Lilliam Moro concluye su poema diciéndonos que la muerte es el último editor de la novela existencial, el verdadero corrector, el catalogador que seleccionará qué queda y qué que se va para siempre. La posteridad es la muerte corrigiendo el texto escrito por los hombres. Borges dijo que “se publica para dejar de corregir”. Y tanto Lilliam Moro como Virginia Woolf parecen decirnos que después de mucho trabajar nos entregamos a la muerte para que sea Dios quien publique algunos fragmentos memorables de nuestra vida.
Portada del libro premiado de Lilliam Moro
Esa es la esperanza que se infiere en el último verso del poema: Lo primero que encontraron fue el bastón en la orilla, que es como decir, lo primero es el final o el final es solo el principio, uróbolos perenne. Son cuatro vocablos colmados de sugerencias: primero, “encontrar”, “bastón”, “orilla”. Si los unimos de otra manera, no muy alejado del significado implícito en el poema, podríamos construir un código secreto de vida: lo primero es encontrar el bastón en la orilla. El bastón en la orilla de la vida y de la muerte. Allí para tomarlo una vez se cruce en ambas direcciones, porque metafóricamente todos necesitamos un bastón para vivir o para surcar el camino de la muerte, un caduceo con alas que ayude a superar las limitaciones que el peregrino encontrará en el camino.
Virginia Woolf deja el bastón en la orilla como símbolo de vida y esperanza mientras se lleva en los bolsillos las piedras hacia el fondo de río, como quien resguarda los cimientos de Londres. Con ella descansa la ciudad amada.
Londres no fue tomada. Los aviones nazis descargaron su rabia destructora sobre las calles, los edificios y los hombres, pero la urbe romana se levantó de sus cenizas. Clarisa Dalloway aún camina por Piccadilly Street y se detiene frente a una vieja librería donde hay una foto de Virginia Woolf, la mira tiernamente, sabe que es ella misma, y piensa:
¿Qué soñaba mientras contemplaba el escaparate de Hatchards? ¿Qué pretendía recobrar? ¿Qué imagen de blanco amanecer en el campo, mientras el libro abierto decía: No temas más el ardor del sol/ ni las rabiosa furias invernales?
PIEDRAS EN LOS BOLSILLOS
DE VIRGINIA WOOLF
Las toscas piedras llenaban tus bolsillos
porque no pretendías quedar flotando
como la dulce Ofelia.
El bastón lo dejaste colocado en la orilla
sobre la hierba húmeda.
El río te aguardaba.
Los aviones enemigos sobrevolaban
el cielo gris de Londres.
El río te aguardaba.
La gasolina escondida en el garaje
dispuesta para arder
antes de que tumbaran a patadas tu puerta
resultaba una opción demasiado dramática,
estridente.
El río te aguardaba,
te prometía un tránsito discreto
arropada con algas,
acompañada de diminutos pececillos.
A veces pienso
que quizás el impacto de tu cuerpo
con el agua tan fría
te hizo reaccionar,
pero ya tus gélidos y agarrotados dedos
no pudieron deshacerse con rapidez
de las pesadas piedras;
y fueron incapaces de mantenerte a flote
los adjetivos exactamente colocados,
los nombres tan cuidadosamente escogidos
en cada uno de tus párrafos
en esas construcciones sostenidas por un hilo invisible
donde la trama y el estilo y la vida
son una misma cosa;
no te ayudaron las últimas pruebas
que corregiste con esmero,
la desazón, las dudas ante un final que no te convencía
en tu última novela.
Este final tampoco.
Pero ahora te estás hundiendo sin remedio.
Imposible la segunda edición.
Lo primero que encontraron fue el bastón en la orilla.
(LILLIAM MORO)
Lilliam Moro, A. P. Alencart y jacqueline Alencar, en Ávila
Sergio de los Reyes
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