Crear en Salamanca tiene especial satisfacción en publicar unos textos extraídos de “La mañana se llenará de jardineros” (El Ángel Editor, Quito, 2013. Nota de contraportada de Xavier Oquendo Troncoso), el más reciente libro de Gabriel Chávez Casazola, poeta boliviano ya vinculado a Salamanca por haber participado en el XV Encuentro de Poetas Iberoamericanos, que el año pasado estuvo dedicado a Miguel de Unamuno.
Alfredo Pérez Alencart y Gabriel Chávez Casazola (foto de J. Alencar)
La siguiente selección es de A. P. Alencart, quien considera que la poesía del boliviano “se expone a beneficio de inventario, pues comunica lo que no se ha gastado de la existencia, bien porque el viento no ha podido lijar su memoria, bien porque el lenguaje ha obstaculizado su camino. Chávez Casazola sabe del fragor de la belleza y de cómo se acantona la muerte para hacer su vendimia anochecida: Sus versos, a menudo coloquiales en esta etapa de su producción poética, también suelen mostrarse más desnudos, más despojados de atavíos con el fin de poder pasar por la rendija del misterio. Saludo su obra en marcha”.
Vuelo nocturno / Arte poética
El eje del mundo se ha movido hoy diez centímetros
a la izquierda o a la derecha quién lo sabe
pero los poetas esta noche andan revueltos
y se descalzan
y entran al río
y se ponen
a atrapar
el resplandor
de las estrellas
a atraparlas
con las manos
en el agua.
Si he de morir lejos de mi tierra
Si he de morir lejos de mi tierra
-¿cuál es a estas alturas, mi pedazo de tierra aquí en la tierra?-
quiero que sea en el nordeste brasileño y que canten forró mientras
me llevan a algún cementerio pequeño y colorido en una playa.
Que mi cortejo infúnebre esté compuesto por cordelistas y cantores de forró
y que entre los cordelistas y cantores y xilografistas
esté la mujer más hermosa
que conocí nunca
y que bailaba el forró de Chico Sales
cierta noche de trópico extasiado en la ciudad de Palmas
después de la cual puedo morir tranquilo
pues no es preciso seguir buscando y tentando cifrar la belleza
aquí en la tierra si ya la contemplé y era magnífica
e intimidante y oscura como suele serlo
en estas tierras.
La belleza.
Tropicalia
Pronuncio: la tarde
—y ella entra por la ventana, imprevista,
rebalsándola.
Digo entonces: palmera
—y una brisa cimbreante
va aliviando este cuerpo imprevisto,
despojándolo.
En la hamaca
a la que he primero, claro, pronunciado,
—hamacad al peregrino, reza el
primer mandamiento del calor—
voy nombrando luego la lluvia esporádica
el arcoíris doble, el sol del sur,
el sol celaje que extiende una gasa en los hombros
de la ciudad
vistiéndola de naranja
para que
ella
salga más tarde
a pasear con elegancia
cuando ya yo haya dicho atardecer, pradera,
canto de guacamayas.
Sólo en ese momento será cuando instaure
la noche del trópico con mi voz
(noche: habré articulado)
y sobrevendrá la penumbra
arrullada por el olor febril
de selva
que asciende de ocho a ocho como un licor de huevo
embriagando a los ángeles
y a los pasajeros de los aviones transcontinentales.
Ellos no me verán
partir
del hotel de la fiebre
—si acaso parto alguna vez—
a las blancas y terribles residencias
de la lucidez.
Alivios
Aliviaba cierto dolor de la infancia atesorando
piedras de cuarzo
recogidas en las calles de tierra
piedras
comunes pero tocadas por alguna veta mágica
que las había transfigurado
transmutado
guijarros ocres elevados hacia el mármol.
Las reunía en el patio trasero de la infancia
y se las enseñaba a algún vecino pobre alguna tarde pobre
a otro niño cualquiera como él que
sorprendido
las pesaba y admiraba entre sus manos
maravillado
por la existencia de una belleza que no había entrevisto antes
guijarro ocre también él
y desde entonces surcado por una contemplación secreta
por una veta
que elevaba sus ojos al destello del mármol.
¿Qué habrá sido, me pregunto en esta tarde pobre de febrero,
de ese vecino y aquel patio trasero y la colección de cuarzos?
¿Y qué habrá sido del coleccionista?
Respecto a éste
abrigo algunas sospechas sobre su paradero.
De hecho
yo mismo alivio ciertos dolores de la madurez recorriendo
las calles de tierra o de cemento de la tierra
buscando piedras
comunes
-palabras-
surcadas por alguna veta mágica
secreta
que permita transmutarlas hacia el mármol
con solo saber escuchar
-caracolas calladas-
lo que podrían decir
reunidas
en un patio trasero.
Las recojo, las reúno, las atesoro,
me maravillo
de su belleza oculta
guijarro ocre
las transcribo
y se las muestro alguna tarde a algún vecino.
A veces pienso que no sirven de nada
y una voz en el sueño me dice que no alcanzan,
que no alcanzan.
Es verdad que la colección de cuarzos no logró borrar el dolor que desfiguraba la infancia
del coleccionista,
sacar de la pobreza a su vecino ni mejorar la calle o el traspatio
mas su solo estar ahí bastaba
para aliviar el mundo,
para transfigurarlo
para poner en los ojos un destello
y así elevar la piedra y aproximar el mármol
haciendo al mundo ligeramente más bello
y acaso
también
menos
cruel.
Koyu Abe siembra una semilla de girasol en los jardines
del templo de Genji
Koyu Abe, con rigurosa túnica negra,
alta y rapada la cabeza
llano el ceño
siembra una semilla de girasol en los jardines del templo de Genji.
Con parsimonia deposita la pequeña cáscara repleta
de luz en potencia
de futuros asombros
en un cuenco cavado entre la tierra.
La cubre con una pequeña pala
la riega con una regadera anaranjada.
Pasa la brisa sobre los jardines del templo de Genji
la siente Koyu Abe en sus manos salpicadas por el agua.
En una bolsa de tela colgada en el regazo lleva
unas decenas o cientos de semillas.
Es aún muy de mañana y sembrar cada una es su tarea
y cubrirla
y regarla con su regadera anaranjada.
Un millón de girasoles habrán de alfombrar pronto los jardines de Genji y los huertos aledaños.
Monjes, campesinas,
todos habrán de tener manos humedecidas por el agua que riega los futuros
asombros amarillos de los niños,
las que serán luces piadosas para ojos extenuados.
Koyu Abe no conoce a Van Gogh, mas pinta girasoles con su pala.
Koyu Abe, cuya mirada divisa, en lontananza, los perfiles grisáceos de los silos nucleares.
A la vera de Fukushima se levantan los jardines del templo de Genji
y es preciso purificar el cielo, purificar las aguas, purificar el suelo, purificar los soles sembrando girasoles.
No es un efecto estético, me dice Koyu Abe, en el silencio de la imagen:
las raíces absorben los metales pesados
y del veneno nace, como si tal, la flor.
Mas es verdad que también la belleza purifica
por sí misma,
acota el holandés, saliendo del silencio de la tela,
y Koyu Abe me extiende una bolsa de semillas
de cáscaras repletas de diminuta luz.
La enorme regadera anaranjada
me la alcanza Van Gogh.
El tiempo y las copas
Hay días en que la vida es como un champán muy ligero,
una efusión de burbujas y de luces
Hay otros -los más- en que es una cerveza un poco agria,
áspera pero al fin y al cabo refrescante
Noches en que existir es un ron profundo
denso y dulce, hecho de las melazas del deseo
Madrugadas como un absintio de los buenos
donde los dedos hacen líneas de luz en la penumbra
Mediodías radiantes y en molicie como un cóctel de tumbo bajo un molle
Tardecitas como un vino viejo y generoso
Atardeceres y alboradas de agua fresca
Minutos intensos como un shot de tequila
Horas que son como el último whisky antes de irnos.
No en el precioso y preciso jaspeado carmesí
No en el precioso y preciso jaspeado carmesí en el corazón de esta flor
blanca como un cáliz de nieve,
no en sus pétalos albos y pequeños, no en las
líneas carmesíes diminutas como trazos de sangre de un gorrión
malherido de amor sobre esa nieve;
no.
La belleza está en los ojos del que mira,
en el preciso y precioso jaspeado del iris de sus ojos,
en el corazón de su pupila,
en las líneas nerviosas diminutas que conectan el ojo
con la mente.
La belleza no está en el mundo por sí misma y para sí.
La belleza del mundo está en los ojos de los habitantes del mundo,
en la mente de los habitantes del mundo, en todos los sentidos de los habitantes del mundo
pues no hay olor sabor textura ni trinos de gorrión ni cálices de nieve
sino aquél que puede maravillarse en ellos.
La belleza está en tus ojos en tu lengua en tu pezón
en el funcionamiento maravillosamente armónico del martillo y el yunque y el tímpano de tu oído interno
en las células olfativas que trémulas se extienden debajo de tu rostro.
Contra la muerte y el dolor y el mal,
a pesar de la extensión de su reinado en ti y en mi,
la belleza está en ti y en mi, no en esta flor
que temblorosa sostiene
su blancura
y sus irisaciones carmesíes
en una palma cuyo pulso un día dejará de latir
y será trazo de sangre en el corazón de un gorrión niño
y cáliz de tierra y humus para las nuevas flores
como esta
que temblorosa sostiene
su blancura
para aquellos que podemos percibir la suma
de todos los colores.
Gabriel Chávez Casazola (1972) es poeta y periodista residente en Santa Cruz de la Sierra. En poesía ha publicado “Lugar Común” (1999), “Escalera de Mano” (2003), “El agua iluminada” (2010) y “La mañana se llenará de jardineros” (2013). Sus poemas han sido traducidos al italiano, portugués e inglés, y están recogidos en antologías y revistas literarias de su país, de México, Nicaragua, Brasil, Portugal y Chile. Ha participado en varios encuentros internacionales de poesía e impartió talleres del género. Publicó además un libro de ensayos, otro de crónica periodística y editó una Historia de la Cultura Boliviana en el siglo XX (2005 y 2009), premiado como Libro Mejor Editado de 2009 por la Feria Internacional del Libro de Santa Cruz. Como periodista, fue editor y columnista de importantes periódicos de su país. Entre otros premios, el Estado boliviano le concedió la Medalla al Mérito Cultural.
octubre 11, 2017
La poesía de Gabriel Chávez Casazola/ lo sorprende en este hermoso camino de hacer arte con la palabra. No hay que buscar como entenderla, porque eso es propio de cada autor, sino por el contrario, disfrutar de su frescura y navegar de la mano del poeta…, remando con cada uno de sus versos… Gracias poeta, vaya mi abrazo.
¨Pronuncio: la tarde
—y ella entra por la ventana, imprevista,
rebalsándola.¨