Crear en Salamanca tiene el gusto de publicar este interesante ensayo escrito por José Carlos De Nóbrega (Caracas, 1964), ensayista y narrador, licenciado en educación, mención lengua y literatura, por la Universidad de Carabobo (UC). Ha publicado los libros de ensayo ‘Textos de la prisa’ y ‘Sucre, una lectura posible’, ambos en 1996, y ‘Derivando a Valencia a la deriva’ (2006) o, ya en narrativa, ‘El dragón Lusitano y otros relatos’ (2012). Fue director de la revista La Tuna de Oro, editada por la UC. Forma parte de la redacción de la revista Poesía, auspiciada por la misma casa de estudios. En 2007 su blog ‘Salmos compulsivos’ obtuvo el Premio Nacional del Libro a la mejor página web.
Francisco Massiani
1.- PIEDRA DE MAR (1968)
DE FRANCISCO MASSIANI
Más allá de la popularidad y el entusiasmo de la crítica, esta novela representa una muestra paradigmática del género en Venezuela que excede lo legendario. La compulsión vital caribeña, los excesos expresivos de su sentido picante y estrambótico del humor, además de la reconversión hiperbólica y atrabiliaria del entorno real, concitan la complicidad agradecida de los lectores. El desenfado como modo equívoco y lúdico de vida, se desparrama de sus páginas con una maravillosa impunidad, lo cual se corresponde a la inmediatez contingente e informal de su discurso. Ni la perspectiva narrativa de primera persona, ni tampoco el imperio de la oralidad, mucho menos el informalismo que lo emparenta con las artes plásticas venezolanas de su tiempo, responden a un sesudo y frío plan estético e ideológico que le permita al autor entronizarlo en el Panteón o el Canon literario nacional. Diferimos de José Napoleón Oropeza, cuando nos dice que la novela es estupenda pese a la simplicidad de la anécdota “(sin proponérselo expresamente, tal vez)” [Oropeza, 2003, p. 326].
Por el contrario, Massiani y la legión de sus lectores edifican una lectura invasiva pero compasiva en los afectos de la bitácora inicial, juvenil y peripatética de Corcho, nuestro novelista en ciernes. He allí la propuesta fauvista pero deliberada de Massiani: La vivencia recreada antes que el oropel del autor consagrado. La trama y la esencia del discurso narrativo, en este caso tan especial, no se refiere a una insomne empresa de totalización histórica, ideológica y estética; sino al arte contingente de novelar en el hastío cotidiano: “De mis necesidades y costumbres. Hay días que esas ideas se vuelven trenes, o caballos, o ciudades, o montañas nevadas, y es tan fácil imaginarlo, tan fácil vivir en esas montañas y esas ciudades, que al volver a este cuarto, la mesa, la máquina, todo es insoportable” (Massiani, 1999, p. 29).
Nos imaginamos a Balzac entumecido largas noches en su buhardilla, tomando jarras de café, rumiando sus veleidades monárquicasy tirándoles flatulencias a los jacobinos. El Ars novelístico en construcción, se cuela sin la estridencia del hallazgo trascendental ni la presunción teorética. Obedece más bien a la inquietud del blanco de la página y el balbuceo torpe y contingente del que escribe: “Estoy tentado a gritarles: “Imbéciles, si no me ayudáis a realizar vuestra novela, os transfiguraré y seréis lo que yo quiero que seáis, malditos. La culpa de este bostezo será vuestra. Y no sólo la novela será un fracaso, sino vuestras vidas, perros mantecudos, y el interés de cada uno de vosotros, en el uno y en el vosotros”. (Y ni sé lo que dije. Pero salió lindo.)” [Massiani, 1999, p. 50].
Se infiere y parodia desde el legado narrativo de Cervantes en medio de la risa, el realismo literario y el cinema verité, hasta la disociación de la voz narrativa en la apropiación accidentada del entorno y el espíritu urbano de la República petrolera. La hipérbole no es un recurso o artificio que le facilite una visión desangelada de la coyuntura histórica, tal como ocurre por ejemplo en “Los pequeños seres” (1959) de Salvador Garmendia, corpus tocado por un obsesivo afán detallista en la configuración de la desolación alienada de su protagonista, el oficinista Mateo Martán. En este caso, se vincula a los gags desquiciantes de los hermanos Marx, asestando puñaladas críticas que evidencian el malestar bipolar del mundo: “O como si en la noche te amarraran la cabeza a los pies y al levantarte te dieras cuenta de que no puedes moverte, con la única diferencia de que no es en la noche sino en el día cuando suelo hablar con Flautín”, se refiere a la miseria de la filosofía y el esnobismo intelectual (Massiani, 1999, p. 74). La desilusión estética e ideológica del momento [ligada al fracaso de la guerra de guerrillas y la transición artística desencantada] es confrontada con los trazos irreverentes del dibujante y caricaturista Nelson Moctezuma, las fotografías intervenidas de Claudio Perna o los collages y postales políticamente incorrectas de Dámaso Ogaz.
Incluso esta propuesta narrativa de Massiani supone un autorretrato de aparente descuido formal, el cual destila una poética descarnada y diáfana que se burla del propio autor y de sí misma. Como lo chirría este poema pivote de Juan Calzadilla, “sólo alcancé a arrojar brochazos / que no paraban de decirme / “ese que va surgiendo de tus trazos locos / no eres tú, es otro”” (Calzadilla, 2014, p. 41). Por supuesto, la novela no peca de neutra ni insípida en lo político-social, pues se deshace del panfleto consolatorio y el disfraz sociológico del discurso narrativo: Las voces de la clase media caraqueña no sólo son registros orales fidedignos sino, mejor aún, tipificadas como una variación dialectal que revela el carácter funcionalista e ilusorio de ese estamento social.
Tenemos la problemática universal de la adaptación al medio, en este caso presidido por el pragmatismo, el prestigio social y el culto al bienestar [o a la cultura de los satisfechos según Galbraith]: “Sucedía que tú de pronto te sentías como rechazado por tu propia raza, sin saber exactamente cuándo y cómo habías comenzado a sentirte solo” (Massiani, 1999, p. 19). Si bien las relaciones de consanguinidad y amistad presuponen los cotidianos e inadvertidos escarceos por el poder emocional y material, los personajes entrañables que acompañan a Corcho en su periplo iniciático o aprendizaje sentimental y existencial [Carolina, Jania, Kika, Marcos, Julia y José], se prestan a ser sus objetos y sujetos de seducción o manipulación. De tal modo que la vida apareje la pulsión de amar al Otro con sus defectos y virtudes, no obstante remar aguas arriba o aguas abajo. Por lo que, sin reincidir en poses románticas, ello se encuadra en una panorámica lírica y amorosa de Caracas, en especial el sector de Bellas Artes, los cafés de Sabana Grande y Chacaíto, amén de las playas del litoral; ello con una implicación paisajística que nos retrotrae la pintura de Manuel Cabré, Armando Reverón, el Petare de Bárbaro Rivas o el cerro El Ávila reconstruido en la ensoñación de Campos Biscardi.
La piedra de mar escondida y acariciada por la mano diestra de Corcho, se nos antoja la digitación enamorada que vincula sin protocolos el arte con la vida a plenitud.
Mario Vargas Llosa
2.- LOS CACHORROS (PICHULA CUÉLLAR) (1967)
DE MARIO VARGAS LLOSA
Al igual que “Piedra de Mar” de Francisco Massiani, esta noveleta conmovió el corazón reavivando las hormonas adolescentes de los lectores. Esta cuarta incursión novelística nos sedujo en virtud de su espontaneidad, depuración técnica que opera en la inmediatez expresiva y el clima lírico que le es muy propio. La oralidad limeña de la clase media, el parvulario y la complicidad juvenil, se desenvuelve sin artificios como registro nostálgico y amoroso del habla, “Era chanconcito (pero no sobón): la primera semana salió quinto y la siguiente tercero y después siempre primero hasta el accidente, ahí comenzó a flojear y a sacarse malas notas”(Vargas Llosa, 1976, p. 54).
No creemos que sea un título menor en la obra del escritor peruano, pues además de sus innegables virtudes, su escritura estaba muy cercana a la conclusión de “La Casa Verde” (1966) y era, si se quiere, simultánea a “Conversación en la Catedral” (1969). Es más, puede acompañarse su lectura con otras afortunadas incursionesen nuestra novelística de formación como “Al Sur del Ecuanil” (1963) del venezolano Renato Rodríguez y “Un mundo para Julius” (1970) del peruano Alfredo Bryce Echenique, igualmente explosivas y celebratorias en las inmediaciones de la nostalgia, cada cual a su modo. Pichula Cuéllar, el protagonista, sufre no sólo su condición de castrado físicopor el mordisco del perro gran danés Judas, sino su autoexclusión en el ámbito competitivo de la sociedad de Lima, sea la locación el colegio marista, los boliches o el mundo empresarial capitalista.
La escuela regentada por el episcopado represivo, no se diferencia gran cosa del Colegio militar de la “La Ciudad y los Perros” (1962), dado el sesgo requisitorio izquierdista de la obra inicial de Vargas Llosa contra los totalitarismos de todo tipo [en 1967, cuando recibió el Premio de Novela Rómulo Gallegos, el autor destacó en su discurso una apuesta por el socialismo encarnado en la Revolución Cubana].El confinamiento, tanto en el internado católico ultramontanocomo en el campamento militar escolar, apuntala la soledad, la culpabilidady la mutilación del ser por vía del envilecimiento de hecho [no importa si en el contexto de la política de ultratumba o el orden cerrado y el comando del día].
A tal respecto, destaca la carga simbólica del Bestiario encarnado en el gran danés que guarda lassacrosantas puertas de acceso a este infierno invertido: “y en su jaula Judas se volvía loco, guau, paraba el rabo, guau guau, les mostraba los colmillos, guau guauguau, tiraba saltos mortales, guau guauguauguau, sacudía los alambres” (Vargas Llosa, 1976, p. 55). La letanía religiosa, las repeticiones obsesivas de anécdotas por parte de la grey ebria, el estribillo musical de boleros y milongas, simular la narración deportiva futbolística, amén del lenguaje publicitario en los medios, se integran al magma conversacional del discurso novelístico como reivindicación terrena del lenguaje.
He allí la mayor virtud de esta breve y magnífica muestra de este bildungsroman transandino y latinoamericano. José Miguel Oviedo sintetiza la historia en un proceso de seis partes que comprenden el raudo ascenso y desacelerada caída de Pichulita, el anti-héroe miraflorino:“A un ritmo acelerado se muestran los hechos claves que constituyen la vida de los ‘cachorros’, desde el fin de la infancia hasta su entrada a la madurez (de los 8 años a los treinta y tantos, aproximadamente)” [Vargas Llosa, 1977, p. 14]. Se pudiera pues hablar de un vía crucis de mediometraje o una emotiva épica que, sin embargo, dignifica, conforta y festeja a este contradictorio personaje en la memoria de sus condiscípulos [Choto, Chingolo, Mañuco, Lalo, Pusy, Fina, Chabuca, Teresita] y, extramuros del papel, los lectores agradecidos de este álbum literario formidable.Claro está, bajo la mirada intervenida de la adultez y el conformismo: “pobre, decíamos en el entierro, cuánto sufrió, qué vida tuvo, pero este final es un hecho que se lo buscó” (Vargas Llosa, 1977, p. 117).
La muerte de Pichulita Cuéllar en un accidente automovilístico, al igual que el actor James Dean y el cantante de tangos Julio Sosa, se nos antoja un acto de expiación más que un posible suicidio: Se renuncia a ser adulto cosificado en el sedentarismo arterioesclerótico del hogar pequeñoburgués, ello en la búsqueda de la eterna y desenfadada juventud.
Carlos Fuentes
3.- LAS BUENAS CONCIENCIAS (1959)
DE CARLOS FUENTES
Esta novela de formación y autodescubrimiento se inscribe en una indagación, si se quiere, de corte más intimista [si la comparamos con “La región más transparente” (1958) de mayor afán totalizador] del México profundo y sus contrastes históricos, políticos y socioeconómicos. El protagonista, Jaime Ceballos, no sólo se debate entre el catolicismo ultramontano y la implosión liberadora del libre pensamiento, sino también se confronta con el contexto histórico mexicano, su Revolución traicionada, el arribismo político y la soldadesca cristera haciendo de las suyas. Tampoco, dada su tipología literaria, el tenor minimalista aparente y la locación de provincias [Guanajuato], podemos considerarla un título menor o de transición en la obra narrativa de Carlos Fuentes.
Por el contrario, este caso puntual de la sociedad mexicana post-revolucionaria, es abordado con el rigor en comandita del antropólogo, el sociólogo y el psiquiatra transpuesto al morbo entomológico naif del niño que jurunga con fuego al alacrán: “Guanajuato es a México lo que Flandes a Europa: el cogollo, la esencia de un estilo, la casticidad exacta” (Fuentes, 1970, p. 14). El bisturí crítico del discurso narrativo, evidencia las tumoraciones y los remiendos de paño de la familia Ceballos-Balcárcel, entorno autoritario y disfuncional en el que se desarrolla la infancia y la adolescencia de Jaime. Sin romper en apariencia con la narración lineal ni el esquema convencional de la trama [introducción, nudo y desenlace], la perspectiva omnisciente forja una presentación despiadada de los personajes en el contexto histórico accidentado de México, desde la Colonia hasta la consolidación equívoca de la Revolución.
Ello en un ejercicio analítico de síntesis y antítesis ejemplar. El cogollo o estamento privilegiado activa sus mecanismos de poder vertical puertas adentro y puertas afuera: La intimidad no escapa al influjo de las relaciones sociales de producción y explotación que trajo consigo la traición al Plan Ayala, pues construye día a día sus propias coordenadas de Poder envilecido como discurso y dinámica consanguínea. La ausencia de la madre sumada a la bipolaridad de la figura paterna [la fragilidad del papá Rodolfo Ceballos y la inflexibilidad del tío Jorge Balcárcel, “¿A quién debía obedecer más: al señor elegante, autoritario, o al señor gordo, complaciente?” (Fuentes, 1970, p. 37)], proveyeron de tensión existencial el periplo iniciático y doloroso de nuestro protagonista.Los dilemas ligados a la autoridad pueden conducir, algunas veces, al púber por el camino de la insurrección y la apostasía.
En el caso de Jaime Ceballos, los libros prohibidos por el clan familiar y el episcopado retardatarios, los desplantes, la aventura y la rebeldía revistieron en un inicio la realización de su proceso de iluminación interior. Sólo que la asunción posible de un cristianismo primitivo y auténtico, lo contrapuso a la sociedad hipócrita de las tejedoras beatas, los mercaderes de nuevo cuño y los curas alcahuetes del catolicismo institucional. De modo que la austeridad esenia va perdiendo terreno respecto al fariseísmo ritual y esterilizante.
La transfiguración ficcional de la tentación en el desierto, no refuerza la fe contingente y vitalista del héroe adolescente: La laceración ni disciplina espiritualmente ni provoca éxtasis místico que lo reconcilien consigo mismo y con el prójimo [“¿Por qué es alegre el dolor? No buscaba –siente, hincado sobre la tierra más dura- este calor suave en las entrañas, este latido alegre. Vuelve a levantar, hincado, el instrumento lacerante” (Fuentes, 1970, p. 135)]. “Echarse encima lo que los demás no quieren”, esto es la crucifixión expiatoria, lo echa de bruces en las aguas turbias del masoquismo, la histeria y la neurosis: La represión del deseo sexual por su tía Asunción, trajo consigoel coito irrealizado con ella que frustró al punto lagula sexual suyay el cruel desquite con un tío Jorge cornudo para siempre.Los pivotes vivos de su fe preñada de contradicciones [el amigo proletario Juan Manuel Lorenzo, el perseguido político Ezequiel Zuno y la madre abandonada Adelina López, despreciados y victimizados por su clan acomodado], se van atenuando para integrar un nostálgico retablo tanto de su amor por el Otro como de la adolescencia misma: “No, no eran las palabras de la Biblia las que explicaban la fe: eran esos dos nombres, esas dos personas que habían sufrido un mal concreto a manos de esas personas concretas que formaban su familia” (Fuentes, 1970, p. 126).
La fe religiosa e ideológica fluctúa entonces entre el convencionalismo, la rebeldía y la lucidez. El cristianismo de las catacumbas del adolescente [en tanto modo de vida] pierde todo sentido ante la institucionalidad católica del sacerdote Obregón, tal como ocurre con el Nazarín de la dupla Pérez Galdós / Buñuel: “- Padre- decía la voz escondida entre sus brazos- ¿no podremos ser como Él quiso?, ¿no podremos perdonar el mal de los otros, renunciar a todo en nombre de Jesús, tomar igual que Él las culpas y el dolor de todos y metérnoslos en el corazón?” (Fuentes, 1970, p. 151). La hipocresía del mantuano y el pequeñoburgués no sólo desdice la falta de autenticidad de la religiosidad católica conservadora, sino en especial el fracaso del doble discurso político y la traición de facto a la Revolución Mexicana. Salvo excepciones notables como el General Lázaro Cárdenas, quien nacionalizó la industria petrolera y concedió el asilo político a Trotsky, tenemos el doloroso estigma de la revolución traicionada [en este caso, ayer y hoy por el PRI de Salinas de Gortari y Peña Nieto]. Declara el tío Balcárcel en la plenitud del descaro: “Siempre dije –explicaría entonces- que las Revoluciones, como los vinos, se suavizan con el tiempo. Decididamente hemos superado la etapa de los excesos” (Fuentes, 1970, p. 38).
No es casual ni azaroso que la lectura de esta gran obra nos remita a los Caprichos de Goya, los dibujos de José Guadalupe Posada y el singular y asombroso período mexicano del cineasta Luis Buñuel. La adaptación a tan mezquino y horrendo entorno político-social cierra la adolescencia del protagonista: “Voy a hacer todo lo contrario de lo que quería –añadió Jaime-. Voy a entrar al orden” (Fuentes, 1970, p. 189).
Él héroe asume, no sin regañadientes, la derrota existencial, cuando baja la cerviz e ingresa a la mansión familiar en un ritual iniciático de abyección solapada.
César Aira
4.- LOS FANTASMAS (1990)
DE CÉSAR AIRA
Este narrador argentino se pasea entre lo periférico y lo anti-literario. La presente novela es un ejercicio lúdico de desestructuración del discurso novelístico de formación, pues propone la parodia no sólo de este género sino también del cuento fantástico de hadas e incluso el relato navideño. Su protagonista, Patricia, es una cenicienta desmitificada en un mundo al garete. Parafraseando a Héctor Libertella, Aira cincela su porción del bajo relieve escultórico latinoamericano en el caos inducido por el lenguaje, subvirtiendo y poniendo en duda tanto el mundo como el oficio escritural que pretende recrearlo desde la fragilidad de la palabra: “Elementos [ligados a la nueva mirada sobre ‘el sujeto metafórico oscilante’ de Lezama] que remiten otra vez a la necesidad de mirar globalmente, sin cortes, todo ese mapa de América –esa piedra escrita- donde aparecen grabados tantos signos (propuestas, trabajo…) presentes como tradición” [Libertella, 1977, pp. 69-70].
El motivo de la Torre de Babel revisitada que anima la anécdota del edificio de apartamentos de luxe en construcción, supone un registro caótico de hablas [la bonaerense, la chilena, la confrontación de la proletaria con la de la clase media alta] y, sobre todo, una personalísima arquitectónica peripatética que involucra el tratamiento de personajes variopintos y fronterizos [los fantasmas, claro está, el lumpen proletariado y los histéricos pequeñoburgueses], la desquiciante y descosida trama y el discurso novelístico anclado en la ironía y la irreverencia. La fiesta de fin de año que empalma el ulterior inicio del que le sigue, simboliza en una estridente y frenética risotada la esencia pretenciosa y finisecular del postmodernismo, tren desfasado e impuntual que sin embargo pierde ridículamente el pasajero nervioso y afanoso: “Para decir la verdad, era la fecha en que según los contratos debían entregarse los siete pisos terminados; pero, como suele suceder, hubo una demora” (Aira, 1994, p. 13).
No es, por supuesto, una requisitoria simplista contra la ineficacia de la burocracia pública o privada que perturba a la ciudadanía. Por el contrario y en favor de un anarquismo literario colindante con Roberto Arlt y aliñado por el grotesco-criollo, se de-construye la novela misma como variante del aparataje ideológico del Estado burgués, para abundar sobre la gelatinosa condición humana en la que es inevitable reconocernos con desazón y auto-consolación.Los fantasmas, desnudos y traviesos como el Vadinho de Jorge Amado, penitentes como el del parque neoyorquino de Albo Aguasola o desconcertados como el de Canterville de Wilde, integran una legión disparatada [adosada al conglomerado humano de ese monumento horizontal de utilería] que fractura la realidad histórica, ideológica y estética. Son semejantes a una manada de hienas o una bandada de zopilotes que se disputa los restos de las revoluciones francesa, bolchevique, cubana y, por qué no, sexual, realizaciones burguesas y proletarias muy a pesar de la desilusionada militancia: “Los muy pobres, y los muy ricos, encuentran natural tratar de sacar un máximo de provecho de quien tienen adelante” (Aira, 1994, p.19).
Por lo que el discurso narrativo, interrumpido a la mitad por un tratado desternillante de especulaciones postmodernas [¿apostillas teoréticas que desparrama la novela burlándose de sí misma?], se nos antoja una nave desquiciada que encalla en el Caos y la Desilusión [¿no les recuerda el viejo edificio de la Compañía de Seguros Carmesí que toma Wall Street en la película “El Sentido de la Vida” de MontyPython?]. A tal respecto la parrafada es la unidad de contenido, despropósito y estilo picarescos, que fundamenta este juego narrativo anti-novelístico como tal, además de la lograda atmósfera sensual, sarcástica y salvaje del descubrimiento sexual de la protagonista, La Patri, reina y diosa heterodoxa de este altar de papel marché, lustrillo y calcomanías cursis complementado por la presencia de los querubines fantasmagóricos proletarios y patricios que se retuercen de deseo sexual explícito por ella.
Eso sí, el erotismo coquetea con lo estrambótico y lo pornográfico tanto el que provee la telenovela como el del habla vulgar del macho latinoamericano, no en balde su pulsión como fuerza que apuntala, da sentido y promueve la vida a su alrededor: “Todo consiste en dar con un hombre de verdad, aunque tenga todos los defectos del mundo” (Aira, 1994, p. 67). Plantearse la virilidad de los fantasmas y los hombres del entorno afectivo, o la posibilidad del compañero ideal que la complemente, no está reñido con esta jovencita inculta que ha sido acorralada en la servidumbre gratuita familiar de atender la prole y realizar los mandados: “El pensamiento se absorbe de los otros; los otros a su vez tampoco piensan, y lo toman de otros, y así sucesivamente. Se diría que es un sistema que gira en el vacío” (Aira, 1994, p. 106).
El humor corrosivo y lúcido [inteligencia luciferina] se vale de la parodia o pastiche criollo de los cuentos del Decamerón [los seis cuentos fantasmagóricos de sobremesa al final de la novela], así como también del tratado antropológico postmodernista abusado y falsificado con sus comentarios distractores o fuera de lugar. La novela de iniciación, claro está, no se presenta como bien o producto manufacturado para un mercado de ocasión, sino en tanto manifestación de lo no edificado ni consolidado: “Si algo representan estas maquetas, es ‘la casa de los niños’, otra forma de lo no-construido” (Aira, 1994, p. 56). La fiesta terrenal [y de ultratumba] no es más que el boicot posible de la sobriedad de la vida con sus rutinas y formulismos que la pervierten y resecan.
Alfredo Bryce Echenique
5.- UN MUNDO PARA JULIUS (1970)
DE ALFREDO BRYCE ECHENIQUE
Esta larga y conmovedora novela constituye una radiografía de la burguesía peruana, paradójicamente, en sus escarceos clasistas con el proletariado del servicio doméstico que lo complementa bajo un lirismo enervante sin par. Juega al texto desideologizado que esconde “la cultura de los satisfechos”, tratada sin concesiones por J. K. Galbraith en el ensayo homónimo. La voz narrativa ambigua se pasea entre la perspectiva omnisciente y de segunda persona. Pertenece al Palacio o Castillo, asumiendo un tenor estamental dominante no exento de un cariz tierno y cómplice [incluso en lo interclasista]: “Cuando llegó el mago, el partido ya había terminado. Todos sabemos que ganó el equipo de Martín. Dos a cero: un taponazo de Pipo en el estómago del arquero (cayó dentro del arco), y un puntazo de Martín que hizo añicos una ventana del castillo” [Bryce Echenique, 2005, p.37].
La superposición y sucesión de los diversos puntos de vista, insertos sobre todo en los diálogos y monólogos, concilia las contradicciones, asociaciones y diferencias entre ricos y pobres fuera de la plantilla ideológica y militante. El proceso de formación y auto-revelación vital de Julius se desarrolla en la mudanza y el acarreo de los artículos de lujo, el mobiliario copioso y la vorágine de sus sentimientos propios. Por lo cual, la problemática que va de la infancia a la adolescencia posee una profunda implicación territorial: El viejo Palacio [el origen y vínculo umbilical], el Country Club [paraíso de transición o limbo portátil] y el nuevo Palacio concebido por Juan Lucas [padrastro] y su madre Susan como consolidación de la vida burguesa limeña. Otra locación, esta vez periférica y sórdida, fue el derruido edificio de vecindad, presidido por Frau Proserpina, una castradora profesora de piano venida a menos, y la linda colegiala cholita que le perturbó el corazón enamorado. La dolce vita justifica entonces no sólo la Arquitectónica y el tratamiento de los espacios que colindan con la comedia, sino también las afinidades del púber en la confrontación y cotización de clases.
El imperio de la oralidad pequeñoburguesa peruana, nos remite la consideración brillante del habla de la clase alta [con el substrato popular y mestizo] como prestigio social, cultural y estético en el contexto que comparten los personajes de la casta superior con la servidumbre atenta y díscola. Ello como vehículo delator de la dinámica del Poder en la familia por demás disfuncional: Desde la complicidad mutualista entre el ‘niño’ Julius y la mayordomía de la casa, la presencia eviterna de Cinthia más allá de la muerte, las pataletas y malacrianzas de su hermano Bobby, la inflexibilidad materialista del paterfamilias sustituto Juan Lucas, hasta la sensualidad y alcahuetería dulce de mamá Susan. No se quedan afuera ni a la intemperie de este microcosmos los miembros del servicio doméstico, los cuales aliñan el ajiaco picante de esta sociedad cruenta pero maravillosa de personajes: el chofer Carlos, la ama Vilma, Bertha [la ama solícita de su hermana Cinthia], la cocinera Nilda [la Selvática], la cachifa Arminda, la Decidida, los mayordomos Celso y Daniel.
El aprendizaje del protagonista, semejante al del ensayista Michel de Montaigne [de los clásicos greco-latinos a la Campiña y sus campesinos aparceros], se enraizó tanto en el palacio protector como en la áspera calle: El episodio de Julius y los albañiles trabajando en la construcción del nuevo Palacio es por demás ilustrativo y, si se quiere, épico y popular: “Los demás querían seguir conversando con Julius y divertirse oyéndolo hablar. Le enseñaron un montón de lisuras en premio por haber cargado la lata hasta arriba. Ahora ya no lo trataban como a una mujercita y hasta se pusieron hablar sus cosas delante de él” (Bryce Echenique, 2005, p. 229). Los apodos en el colegio y los epítetos funcionan como catalizadores en la categorización psicológica y social, de modo que la repulsión decadente por los más pobres, los distintos y los fracasados asume una arista hiperrealista: “Ya hasta lo conocían y lo recibían con sonrisas: era el niñito orejudo que venía con la cocinera insolentona y el ama requetebuena” [Bryce Echenique, 2005, p. 71]. Entre los momentos superlativos de la novela, destacan el monólogo apesadumbrado de Arminda [entre planchada y planchada y en la ausencia de Nilda]; la tristísima muerte de Cinthia en el extranjero [“Cinthia, tú, angelito, junto a tu padre. Cemento” (Bryce Echenique, 2005, p. 63)] y la fábula de la nieta de Beethoven [Frau Proserpina] como instrumento lúdico de la captación equívoca del mundo.
El asombro y la curiosidad estimulan la imaginación del joven protagonista y el placer mórbido de los lectores entrometidos.
Laura Antillano
6.- LA MUERTE DEL MONSTRUO COME-PIEDRA (1971)
DE LAURA ANTILLANO
En su ensayo “Para fijar un rostro. Notas sobre novelística actual” (1984 y 2003), el escritor José Napoleón Oropeza le dedica un apartado a dos novelas de iniciación venezolanas por demás resaltantes: “Piedra de Mar” de Francisco Massiani y “La muerte del monstruo come-piedra” de una muy joven Laura Antillano. Ambos títulos son buenosvecinos tanto en el tiempo comoen la concepción espontánea, oral y festiva del género. En el caso de la escritora y docente universitaria, priva la transparencia estructural y la inmediatez del habla adolescente que aporta un testimonio fresco, amoroso y nostálgico de su contexto histórico [década del sesenta, recodo rebelde del siglo XX].
El compromiso político que excede el manifiesto ideológico y literario, se sostiene en sus convicciones filosóficas, éticas y estéticas no en balde el equívoco proceso de pacificación guerrillera en la Venezuela de entonces. El hálito poético adolescente rodea e impregna simultáneamente la cultura literaria, la dramaturgia infantil despojada de populismo sonso, las expresiones artísticas populares y la profecía como denuncia y promoción de la justicia social. La acción política y el oficio escritural van de la mano en el rejuvenecedor ejercicio de la ciudadanía en libertad. El corpus lírico, irreverente y airado de esta primera novela de Laura Antillano, nos demuestra cuánto le ha tocado e influido esa década marcada por una acción insurreccional en lo político, espiritual y estético: “Nos miran deseando asarnos, cocinarnos, convertirnos en picadillo; nosotros somos las llagas, las ovejas negras, los insubordinadores del orden establecido, los tontos, los amorosos, los esperanzados…” (Antillano, 2017, p. 28).
Claro está, sin esterilizarse ni autodestruirse en un nihilismo venenoso. La perspectiva de primera persona, no obstante su inmediatez en la tersura y afectividad de la voz, desarrolla en una demostración afortunada y lúdica del dominio de las técnicas narrativas [el ensamblaje de materiales diversos, la escisión puntual del punto de vista narrativo, la respiración del habla], el proceso de crecimiento y autodescubrimiento de la heroína que convive con sus dudas, contradicciones y fortalezas psicológicas. Ello sin pretender asumir los artificios del discurso novelístico como tal. Se impone lo dialógico y el afán de concitar una conversación diáfana y cómplice con el Otro, el lector dispuesto a la celebración y la solidaridad en el dolor.
Es la poética de una titiritera prodigiosa que dispone un entorno susceptible al cambio: “Oficio: titiritera. Me lo preguntan al sacar la cédula, al participar en el papeleo, al llenar un formulario, y el escribiente levanta la vista del papel y mira. Su seriedad me dedica un gesto de desdén, de duda, de imbecilidad (más seguridad hacia esto último)”, [Antillano, 2017, p. 42]. Hay una vocación por la reafirmación feminista y femenina de la ciudadana y la cultora que, afortunadamente, dista de extremismos inútiles y odios históricos de género movidos por la revancha.Nuestra protagonista púber establece compartimientos dinámicos y significativos [en el entusiasmo y la intermitencia] con los personajes que la acompañan en su simpático y trascendental viaje de iniciación: Tanto los de su entorno familiar [la Piccola, Gerardo, Pablo, Lucía y sus padres] como los de la pandilla y la camaradería de la calle [El Flaco, Ochoíta, Pepe, El Gato, El Particular, Marina y especialmente César].
Se vale incluso de breves estampas o perfiles enclavados en los afectos, las reminiscencias del álbum fotográfico o el poema en prosa.He aquí una conmovedora muestra: “César, que colocó en el medio de la habitación el enorme motor de la lavadora y te enseñó a Eliot, y ahora anda por allí, con la filmadora al hombro, inventando bosques que quemar, matando esos amaneceres pálidos” (Antillano, 2017, p. 59).
Maracaibo es la locación, el paisaje físico y enriquecido en la ensoñación, que modula la respiración del habla a lo largo de esta novela asimétrica como la legión que nos invade y ocupa el alma. No nos sorprende que la oralidad explícita y compulsiva de la Primera parte, conduzca a los brillantes ejercicios de prosa poética de la segunda. Del lienzo multicolor, abigarrado y surrealista digno de Ángel Peña o Énder Cepeda, la voz descansa en el objeto textual fragmentario y lírico: “El lago, nunca sabes por dónde aparecerá, sorprende; no puedes orientarte, yo lo encuentro en todas partes, no puedes decir nunca exactamente dónde está, parece que no fuera uno el caminante sino él” (Antillano, 2017, p. 65).
El habla polifónica, poética e inmediata al buen oído del lector, aspira y exhala bocanadas de aire cautivador en el dolor sobrenatural de las cordales. La vida nos provee de la munición nutricia para la boca enamorada.
Radamés Laerte Giménez
7.- CASA DE PÁJARO (2016)
DE RADAMÉS LAERTE GIMÉNEZ
En este caso recién horneado, se erige, sin simulación esteticista ni ampulosidad temática, un homenaje sentido al escritor yaracuyano Rafael Zárraga. El propio autor se reconoce a sí mismo en la celebración del Otro, un antecedente suyo y nuestro que nos maravilló con la novela “Las rondas del Obispo” (1982) y el enternecedor cuento “Juan Topocho”, sólo que la ausencia del afán parricida no impide la rebeldía picaresca de su púber protagonista. El narrador omnisciente, despojado mágicamente de los convencionalismos de la preceptiva literaria, se identifica y emparenta con las voces adolescentes, de manera que ellos sí son gente digna de toda consideración. La confusión de la perspectiva de tercera persona y el pensamiento en voz alta del protagonista, toca decisivamente el discurso contingente, transparente y complejo de la novela. Se construye un mosaico verde selva de juveniles registros de habla escindidos y mixturados en el Decir que nos vincula al mundo. Edgar Alejandro Zárraga accede a los libros de su abuelo, teniendo como pretexto y detonante vitalista la realización de un trabajo de literatura en el marco poco propicio del liceo, de modo que el diálogo intergeneracional ennoblece el tesoro literario de la nación.
La Pagoda o Casa de Pájaro edificada por el abuelo, es el ámbito sobrenatural y lírico que activa el proceso de descubrimiento y búsqueda interior de Edgar Alejandro, en el cual la sana emulación representa el punto de arranque de la propia personalidad que le contrapone a los vicios de su tiempo histórico: “No se recibe solamente la palabra y la liberación y el súbito despertar: también se recibe la identidad, porque ¿quién puede uno aspirar a ser, sino un Rafael Zárraga?” (Giménez, 2016, p. 68). El ascenso místico [también ontológico] se desarrolla en siete pasos, no con la voz usurpada del abuelo escritor Zárraga que revele un cuadro clínico histérico en el chico. Por el contrario, se apoya en una simbiosis entrañable y familiar que redunda en auto-crecimiento sostenido, libre y placentero. El gran motivo de la infancia y la adolescencia recobrada [tratada en novelas puntuales de Hermann Hesse, Thomas Mann y RomainRolland], configura un gran suceso del habla mestiza y montuna con sus giros coloquiales [((((de pinga))))], calé tribal [claverricardo o la oralidad al revés] y picantes estribillos [Unga, unga, trembunda].
La mal llamada chiquillada impone en la intimidad de su clan neologismos que falsifican y desmontan la banalidad del discurso académico y político postmoderno [¿no es la escuela una de sus perniciosas instancias proveedoras?]: “El cuerpo está estriado de tanta instantaneidad, de horedad, de minutedad. Está achichonado por someterse a los rigores de este presente sin salida” (Giménez, 2016, p. 11). El habla salvaje de los adolescentes, en este caso, absorbe la sensualidad telúrica del campo y la selva de Yaracuy para imprimirse a sí misma una musicalidad que estimula hasta el apetito cachondo de la lengua: “-A que te la hacei cuando lleguei…”(Giménez, 2016, p. 14).
La Parodia de los epítetos homéricos apunta o, mejor aún, arremete con humor iconoclasta los roles familiares y, por ende, desnuda hasta el tuétano las relaciones disfuncionales del Poder familiar con sus premios y castigos que se asimilan a un conductismo primitivo y autoritario: trátese de la “mamá de las comidas sabrosas”, “la madre de las vergüenzas”, “la madre de las tristezas”, “el papá de la cartera”, “el papá de los cansancios”, “los abuelos de los misterios”o “la pagoda de las prohibiciones”, por ejemplo. La yunta Edgar / Ricardo, los condiscípulos inquietos, expresan con desenfado y naturalidad la compulsión vital, erótica y gástrica hecha habla y literatura emocionantes.Las marchas y contramarchas en la consolidación de la personalidad y el Decir propios que le relacionen con el entorno, asumen la forma del bestiario y la metaforización objetual.
El muchacho se confronta en un espejo sin azogue para ver el tigre simétrico de Blake: “Es para dudar, puede ser un acierto o no esa búsqueda de identidad desde una imagen felina, acechante, silenciosa y triste a la vez” (Giménez, 2016, p. 67). El ejercicio accidentado y refrescante del libre albedrío, sin las irrupciones de los aparatos de propaganda ideológica y alienante dentro y fuera de casa, es la clavepor medio de la cual nuestro joven héroe despierta y se reencuentra en las aguas cálidas de la vida.
Presentando su novela Casa de pájaro
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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Giménez, RadamésLaerte (2016). Casa de pájaro. Caracas: Casa Nacional de las Letras Andrés Bello.
Hernández Álvarez, Freddy (1995). Huayra: la transparencia. Barcelona, Venezuela: Ediciones En Ancas / Utopoilibris Editores.
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Narea, María (2006). Hemisferio Imposible. Caracas: el perro y la rana.
Oropeza, José Napoleón (2003). Para fijar un rostro. Notas sobre la novelística venezolana actual. Valencia, Venezuela: Ediciones del Gobierno de Carabobo.
Vargas Llosa, Mario (1976). Los cachorros. Barcelona, España: Editorial Lumen.
Sol y José Carlos de Nóbrega en la Plaza Mayor de Salamanca
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