Crear en Salamanca tiene la satisfacción de publicar este ensayo escrito por José Carlos De Nóbrega (Caracas, Venezuela, 1964), ensayista y narrador, licenciado en educación, mención lengua y literatura, por la Universidad de Carabobo (UC). Ha publicado los libros de ensayo ‘Textos de la prisa’ y ‘Sucre, una lectura posible’, ambos en 1996, y ‘Derivando a Valencia a la deriva’ (2006) o, ya en narrativa, ‘El dragón Lusitano y otros relatos’ (2012). Fue director de la revista La Tuna de Oro, editada por la UC. Forma parte de la redacción de la revista Poesía, auspiciada por la misma casa de estudios. En 2007 su blog ‘Salmos compulsivos’ obtuvo el Premio Nacional del Libro a la mejor página web. Este texto fue leído en el marco del Seminario “La Mirada Crítica”, auspiciado por la 13ra., edición de la Feria Internacional del Libro de Venezuela (Filven), el pasado 10 de noviembre de 2017.
SIETE CASOS DE LA CRÓNICA LATINOAMERICANA, DESDE LA INDAGACIÓN ESTÉTICA HASTA LA BARRICADA POLÍTICA
INTRODUCCIÓN
En un estupendo ensayo, Laura Antillano (2005) provee a los lectores una consideración entrañable de Alfredo Armas Alfonzo como cronista que vincula lo periodístico y lo literario. Partiendo de una reflexión de Elías Canetti en torno al compromiso del escritor como custodio de las metamorfosis de la humanidad en la literatura, reivindica el género de la crónica en tanto vivaz organismo híbrido que a través de la curiosidad estimula la preservación de la memoria y el habla del ciudadano anónimo. En el caso de Armas Alfonzo, las crónicas de “Tu Caracas, Machu” (1987) empalman con los cuentos maravillosos de “El Osario de Dios” (1969), ello en virtud de la oralidad popular, la memoria colectiva, la vocación lírica y los fantasmas del pasado republicano. De modo que la crónica se despoja de la etiqueta “género menor” para configurar un discurso escritural mestizo, diverso, válido y auténtico. Cronistas modernistas como José Martí y José María Vargas Vila; vanguardistas como César Vallejo y José Carlos Mariátegui; polemistas rebeldes como Manuel González Prada y José Revueltas; contemporáneos como Severo Sarduy, Elena Poniatowska y Laura Antillano, amén de una gran poeta [rescatada en la década del setenta] como Enriqueta Arvelo Larriva, integran el concierto polifónico y significativo de este género que se inició en América Latina con los Cronistas de Indias [oficiales y oficiosos], cobró auge en la consolidación de nuestra vida republicana con los satíricos y costumbristas románticos del siglo XIX, hasta recalar en la confrontación de las propuestas conservadoras y renovadoras a lo largo del siglo XX. Estas interesantes coordenadas históricas y literarias, han involucrado el sesgo propagandístico imperial de los Cronistas de Indias, aliñado con el mesianismo febril y el paladinismo caballeresco enclavados en el Medioevo; la fusión entre la Historia Heroica y la novelística incipiente que trajo consigo el artículo de costumbres según Mariano Picón Salas; asimismo el escenario variopinto y paradójico de la crónica periodística del siglo XX que moduló el Delta contingente por el que transitan aún sus exponentes conservadores, oficiales, comunales y renovadores en la onda del Nuevo Periodismo, la crítica estética o la intertextualidad. Parafraseando a Rafael María Baralt en su sátira “Lo que es un Periódico”, si usted no hace buena crónica, no es culpa nuestra ni de tan enriquecedor contexto nutricio.
José Martí
1.-DOS CRONISTAS MODERNISTAS:
JOSÉ MARTÍ Y JOSÉ MARÍA VARGAS VILA.
José Martí (1853-1895) no sólo fue uno de los gigantes del movimiento modernista junto a Darío, Vargas Vila y Lugones, sino también un polígrafo de raza en Nuestra América. En su caso, la crónica posee una índole invasiva respecto a los géneros “mayores” como la poesía, el ensayo y la narrativa. A tal respecto, Cintio Vitier (2006) nos lo ratifica: “Lo cierto es que, junto al más enarcado de sus discursos y el más íntimo de sus versos, cartas y Diarios, el periodismo fue el principal vehículo del pensamiento martiano: un periodismo convertido por él en análisis, advertencia, poesía, visión” (p. 200). Incluso, sus crónicas se arriman a la pintura de tema histórico del siglo XIX para humanizar líricamente al héroe, tal como lo hizo en el “Discurso pronunciado en la velada de la sociedad literaria hispanoamericana el 28 de octubre de 1893”. Su Bolivarianismo no apostó por el ritual de ultratumba ni el despropósito ideológico, por el contrario, vivifica su legado en el presente relatado y comentado con proyección a un futuro posible desprovisto de éxtasis megalómanos: “¿Adónde irá Bolívar? ¡Al respeto del mundo y a la ternura de los americanos!” (Martí, 2016, p. 51). En “Un viaje a Venezuela”, la crónica se vale del artículo de costumbres, el paisajismo interiorizado y el detalle sociológico y cultural para que Bolívar sea acompañado por su pueblo lleno de virtudes, debilidades y contradicciones. Qué decir de las “Escenas norteamericanas”, en las que se destaca el ojo asombrado y despiadado de Martí al punto: Desde los retratos admirativos y dinámicos de Emerson, Washington y Walt Whitman hasta la comparsa multicolor, cuasi circense y carnavalizada del pueblo estadounidense que se debate entre su propia revolución traicionada, la arrogancia imperialista en ciernes y el sustrato victoriano que todavía lo aqueja. La poligrafía de Martí impregna esencialmente a las crónicas, pues la compulsión por una vida digna es el motivo central de la poesía moderna, la crítica de arte y la militancia política que subyacen en la prosa periodística. Por lo tanto, es causal la falsificación ultraterrena de sus crónicas en el exilio por parte de Guillermo Cabrera Infante en el capítulo-pastiche de la novela coral “Tres tristes tigres” (1967) dedicado a “La muerte de Trotsky referida por varios escritores cubanos, años después -o antes”. Como bien lo observa el poeta Vitier, Martí abrevó en el extranjero las fuentes de su apego por Cuba, tanto en el rol de cronista y crítico de corresponsalía como en el de militante político que fundó y pobló las páginas de “Patria”, su propio proyecto periodístico y liberador entre 1892 y 1895.
José María Vargas Vila
José María Vargas Vila (1860-1933), más allá de las hablillas y sus leyendas urbanas, nos presenta un libro extraño, estrambótico y difícilmente clasificable que se nos antoja una crónica poco común de su tiempo histórico. A contracorriente, claro está, de la historiografía tradicional. Se trata de “Rubén Darío” (1917), cuerpo de crónicas en serie que rinden homenaje al poeta nicaragüense, amigo y compañero de generación un año después de su muerte. Este ejercicio de escritura anticanónica se salta lo político y gramaticalmente correcto, además de amalgamar verso y prosa en un discurso transgenérico que involucra el testimonio, la autobiografía y el relato intimista. Por supuesto, tenemos en cuenta que Vargas Vila abomina del ejercicio de la crónica en su propio contexto: A lo largo de este magnífico e irregular libro, se encona contra la banalización del discurso mediático y literario de principios de siglo tanto en las Américas como en Europa. Al punto de rechazar la propuesta de Darío como corresponsal o cronista del diario argentino La Nación: “me opuse rotundamente a ello, fiel a mi propósito de no dejarme devorar por la Crónica, que ha esterilizado y devorado tantas bellas inteligencias” (Vargas Vila, 1994, p. 36). Esta crítica muy dura, nos resulta comprensible al saborear la sazón agridulce de este Pastiche atrabiliario, cruento y enternecedor: El autor compone un cuadro o capricho tremendista que desmonta el doble discurso de la propaganda literaria y artística, financiada por una burguesía predatoria e inmisericorde en pos de legitimación socio-política, ideológica y estética [especialmente, en el marco de la Primera Guerra Mundial que se forjó a los fines de reconfigurar Occidente]. La crónica y no la semblanza biográfica, apunta en este caso a un gran relato sentimental de amistad entre Darío, el sonámbulo lúcido, y Vargas Vila, “el luminoso Pastor de Tempestades”, que asume la forma de un Réquiem envuelto en la respiración entrecortada de la Prosa, el trazo satírico, la dulzura [“nunca un alma más pura, se albergó en un cuerpo más pecador, sin mancillarse”] y la acidez de la palabra [“y, Darío, apuró ese cáliz, hasta las heces”] de un indudable vuelo lírico. Es memorable el capítulo XVI, donde el lector desconcertado se tropezará con un personalísimo y ateo Vía Crucis que describe la comparsa culterana, burócrata y politiquera que explota y secuestra a Rubén Darío enconchándolo de banquete en banquete, para aparejar el Gólgota provisto por el liberalismo, su elegante verdugo. No se sabrá a ciencia cierta quién naufragó en el mar oscuro de la crónica, si el biografiado enceguecido por la propia luz de su genio, o, peor aún, el biógrafo atenazado por la soledad y el descreimiento. Los capítulos XX, XXI y XXII constituyen una tríada ensayística que valora la obra de Darío con altas dosis de coraje, sabiduría e indoblegable pulso estilístico. Este apreciable colofón crítico nos retrotrae y acompaña el rigor y la luminosidad de “La filosofía de la composición” de Poe, lo cual apuntala en la memoria y el afecto este gran Pastiche criollo. En resumidas cuentas, el saberse y el quererse en la contradicción resemantizan la profesión de fe del gran poeta sinfónico y el egotismo voluntarista y duelista de su cófrade entrañable.
César Vallejo
2.- UN PAR DE VANGUARDISTAS:
CÉSAR VALLEJO Y JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI.
César Vallejo (1892-1938) es otro de nuestros caudalosos e imprescindibles ríos literarios. El poemario “Trilce” (1922) persiste como un laberinto poético de cabecera que va a la par de lo mejor de la vanguardia artística del siglo XX, lo cual comprende el movimiento surrealista en sus inicios, el modernismo brasileño o el jazz de Ellington, Armstrong y Monk. Su obra en el elástico campo de la crónica, lo reúne con Manuel González Prada y José Carlos Mariátegui, tanto en la trinchera política rebelde como en la responsable captación crítica del arte contemporáneo. No en balde la vocación de mundo como indagación exiliada en el continente propio por liberar, Vallejo dispone su afilado instrumental de disección en múltiples registros y caminos críticos que lo emparentan con la ciencia y el arte del encuadre fotográfico y cinematográfico [“Muchas veces un poema no dice ‘cinema’, poseyendo, no obstante, la emoción cinemática, de manera oscura y tácita, pero efectiva y humana” (Vallejo, 1996, p. 44)]. Por ejemplo, del inventario cuidadoso de la literatura peruana se transita a la ironía que pulveriza la pugna entre París y Nueva York por encarnar el ombligo herniado del mundo. Las crónicas sobre los escritores y artistas proletarios, trizan salvajemente con calidad formal y argumental la profesionalización liberal del gremio padecida por los modernistas hispanoamericanos. Lo cual incluso arroja luces sobre el gigantismo infantil de la izquierda que todavía hace estragos en América Latina. Arrear puercos gordos entraña más poesía y conciencia revolucionaria que cabrestear metáforas sigilosas en la cristalería de los poderes fácticos [“Todo trabajo es digno o dignificable y lo es más ante el concepto superior y vidente del artista” (p. 49)]. Por tal razón, la escritura de las crónicas sea una conversación de sobremesa, un convivio de lo culto y lo popular, pues supone la ruptura de las divisiones del trabajo en el ejercicio solidario de todos los oficios. No sería entonces un desaguisado hoy revisar al mismísimo Vallejo y a Trotsky en lo tocante a los equívocos del término “arte proletario” como catequesis o camisa de fuerza, dadas la esterilización del conocimiento, la desaparición de las bibliotecas y la sociedad de cómplices de funcionarios e intelectuales en alquiler. “La fiesta de las novias en París” resulta uno de los textos más conmovedores e inquietantes de la muestra: el Decir poético inmediato y solidario le imprime una inédita agudeza sociológica que se contrista tanto de las adolescentes parisinas condenadas a la soledad, como de las campesinas latinoamericanas que enviudan en el fragor de la represión política impía [“¿Por qué estas muchachas de ahora, de faldas a mitad de los muslos, la han dado en cantar, en el florido día de las novias, esas canciones muertas?” (p. 170)]. Respecto a Charles Chaplin y su Quimera de Oro, no se puede ser más puntual, implacable y honesto: “Chaplin, sumo poeta de la miseria humana, pasa por la película, de espaldas a sus dólares” (p. 108). “La locura en el arte” es un brillante texto alienista y alienado a la vez, pues el cronista ante una exposición de arte psicopatológico en París no distingue la mano derecha de la zurda: Lo mismo nos ocurre con la ensayística de Foucault, la pintura de Reverón y Bárbaro Rivas o las instalaciones de Javier Téllez. La crónica es otro pilar fundamental de la escritura poligráfica de César Vallejo, al igual que la poesía, el ensayo y la narrativa: Se trata, pues, de la consolidación de una sensibilidad artística libertaria, sin la intromisión de alcabalas ideológicas que la condicionen. Parafraseando a nuestro poeta, que así le conste al tutelaje neocolonial dentro y fuera de América.
José Carlos Mariátegui
José Carlos Mariátegui (1894-1930), el Amauta, no sólo representa una voz significativa del ensayo político y literario en Nuestra América, sino también la insurgencia de un magisterio continental que comparte con egregios como Simón Rodríguez, Aníbal Ponce y Paulo Freire. Al igual que César Vallejo, ejerció la crónica periodística oponiéndose a la trasmutación del escritor en periodista propiciada históricamente por la burguesía en una operación simultánea de mercadeo y substanciación ideológica. Los artículos de Mariátegui, si se quiere, poseen tres abordajes: el político, por vía de la captación multilateral y el análisis marxista mestizo del escenario a considerar; el metafísico que trae consigo la recreación de un mito revolucionario susceptible de agitar al proletariado; y el estético, a través del ojo heterodoxo y lúdico que preside una crítica liberadora del arte. “Biología del Fascismo” sigue siendo un panorama extraordinario y punzante de esta pandemia política, social y psicopatológica. La prosa transparente y la mirada atenta a la escena internacional, nos aporta una descarnada y flemática aproximación al fascismo italiano que luego se exportaría a Alemania y el resto del mundo: Más que cosmovisión política, fue el detritus indolente de la República parlamentaria de raigambre burguesa, activismo de slogans y cabillas que excluyó una auténtica discusión política. No sólo entonces sino ahora mismo, tenemos que la clase media persiste en ser su feligrés más devoto y sumiso. Lo mismo ocurre con la intelectualidad descastada con sus D’Annunzio, Marinetti o Pino Iturrieta [“Los intelectuales forman la clientela del orden, de la tradición, del poder, de la fuerza, etc., y, en caso necesario, de la cachiporra y del aceite de ricino” (Mariátegui, 2010, p. 102)]. Puede acompañarse su lectura con “La psicología de las masas del fascismo” de su coetáneo Wilhelm Reich, pues ambas referencias bibliográficas permitirían esclarecer en nuestro medio el influjo nefasto de tal tendencia política en el continente, tanto en las dictaduras militares del Cono Sur y los países caribeños durante el siglo pasado, como en el segundo aire de los gobiernos neoliberales de barniz demócrata en Brasil, Argentina y Paraguay hoy. El Amauta, como todo buen y denodado orientador o baquiano, nos guía hacia una convicción matinal de vida, militancia y escritura, eso sí, muy distante del nihilismo en todas sus manifestaciones ociosas. Consideramos que no sólo coincide con Vasconcelos [“Pesimismo de la realidad, optimismo del ideal”], sino en especial con Gramsci que se aferra a la desconfianza intelectual y el vuelo de la voluntad respecto a la empresa revolucionaria. A tal efecto, dadas las dimensiones de esta tarea rebelde, el mito revisitado de la revolución social constituye su esencia misma: “Hace algún tiempo que se constata el carácter religioso, místico, metafísico del socialismo” (p. 51). En el uso renovador de categorías que le den dinamismo y vitalidad al discurso argumentativo de la crónica, Mariátegui reasigna los roles de revolucionarios y conservadores cuando explica la presencia o ausencia de la imaginación respectivamente, elevando a los primeros y subestimando a los segundos en un juego de propaganda y pedagogía política. La lucha de clases y el materialismo histórico como método recuperan su majestad en el campo del análisis discursivo y político, pues muy pocos saben que el maniqueísmo dilapida la riqueza semántica de los términos. Nuestro cronista mestizo restituye la calidad argumental y discursiva explorando las corrientes internas que esconde la cresta de la ola tremendista. No extraña que Mariátegui haya dedicado también una aproximación estupenda a “La Quimera de Oro” de Chaplin, pues desarrolla una tipología enriquecida del personaje protagónico que acarrea también la fortaleza estética, política y esencial de la película: “Charlot es antiburgués por excelencia. Está siempre listo para el cambio, para la partida (…) Es un pequeño Don Quijote, un juglar de Dios, humorista y andariego” (p. 93). En la crónica dedicada a Giovanni Papini, el pulso autoral en la apreciación de la obra literaria se asimila a un placer sibarita despojado, degustándola sin intromisiones academicistas e ideológicas. Sin embargo, más adelante el afán crítico saca sus púas flemática y simpáticamente: “Encolerizarse contra América por haber dado al mundo la patata, tiene que parecerle a todos un mero exceso de exaltación verbal” (p. 152). El comentario irónico viene a cuento por los extremismos orgánicos de Papini, no obstante su calidad literaria, que lo llevó de la revolución al catolicismo ultramontano. Si revisamos los artículos de “El Artista y la época”, José Carlos Mariátegui descuelga un afán detallista respecto a la escala de grises, las degradaciones que exceden los colores puros y el pentimento subyacente en el discurso estético, lo cual le suma validez auténtica a la crítica con sus advertencias y prevenciones relativas al mercado capitalista del arte. Por ejemplo, “La realidad y la ficción” no sólo es una apología a la narrativa fantástica que acomete una recreación inaudita de lo real, desdiciendo la fragilidad del realismo ramplón burgués y socialista, sino una mirada optimista al futuro que nos obsequiará la literatura de García Márquez, Cortázar, Borges y Carpentier. Asimismo denuncia de manera sosegada pero implacable el populismo en la política y la literatura, no sólo en su realización creativa sino en especial su evaluación crítica. Qué podría esperarse de un escritor de raza como éste que abomina de la latinidad de los Césares para reencontrarse en la rebeldía pedestre de Espartaco.
Manuel González Prada
3.- MANUEL GONZÁLEZ PRADA
Según José Carlos Mariátegui, Manuel González Prada (1844-1918) fue una voz paradigmática de la transición que va de la Colonia al Cosmopolitismo en el marco de la literatura peruana. Sin embargo, el Amauta nos advierte que no en balde su espíritu europeo, González Prada es el escritor más peruano por no ser precisamente colonial: “Mas representa, de toda suerte, un instante –el primer instante lúcido- de la conciencia del Perú” (Mariátegui, 2009, p. 213). El poeta Cesar Vallejo escribió una respetuosa y admirada crónica como un alumno tomando apuntes de la boca del bibliotecario: “el maestro deja caer palabras que nunca soñé escuchar” (Vallejo, 1996, p. 19). En la barriga de la Biblioteca Nacional de Perú, se encuentra aún este anarquista dispuesto a hacer añicos los mitos mal curados de nuestro proceso histórico registrado por la historiografía y la literatura. Su libro “Horas de Lucha” (1908 y 1924) supone un cuerpo de conferencias, discursos y ensayos que colindan con la crónica en función del dato sociológico revelador, la polémica política iconoclasta y el boceto inmisericorde de tipologías sociales del Perú republicano con sus vicios estructurales y malestares coyunturales. “Las esclavas de la iglesia”, texto de una conferencia dictada el año 1904 en la logia masónica Stella d’Italia, nos parece un fabuloso alegato feminista que coloca los puntos sobre las íes sin recato ni freno alguno: “Nadie tanto como la mujer debería rechazar una religión que la deprime hasta mantenerla en perdurable infancia o tutela indefinida” (González Prada, 1985, p. 240). La Profecía adopta la palabra dura pero liberadora tanto de la mujer como del varón: “los pedagogos elaboran pedantes, los sacerdotes fabrican hipócritas, sólo las verdaderas madres crean hombres” (p. 246). Indudablemente, la denuncia iracunda y provocadora se mueve mucho mejor en un discurso transparente e inmediato, hasta el punto que el desmontaje despiadado de la institución perniciosa conduzca a un esperanzador y auténtico ejercicio de la ciudadanía en libertad. En este caso, los códigos del escándalo, paradójicamente, no emanan de un ego exhibicionista sino de una convicción moral de índole revolucionaria. El cinismo que lo vincula a Ambrose Bierce, no posee una ociosa connotación nihilista; por el contrario, apunta con entusiasmo a la edificación de una ética libertaria que excite el cambio social. Manuel González Prada se presenta a sí mismo como un aguafiestas moralista en el estricto sentido de la palabra: “Sí, señores, de moralidad, aunque protesten los rezagados y los hipócritas. Me dirijo a personas emancipadas, y no temo llamar las cosas por sus verdaderos nombres” (p. 245). La segunda parte del libro, retrata en clave profética, satírica y prevaricadora los tipos sociales del Perú de su tiempo: No se salvan los conservadores ni los liberales, tampoco los aristócratas ni los indios, mucho menos los periodistas. Se trata de unos capítulos breves y sustanciosos que configuran un tratado sociológico incómodo, áspero y contundente. Entonces, el artículo de costumbres se desviste del influjo romántico para pavonearse rabioso y libertario en los espacios públicos. “Nuestros Indios” no es un texto apto para encomenderos ni librepensadores bienintencionados, mucho menos para indigenistas profesionales: “el indio se redimirá merced a su esfuerzo propio, no por la humanización de sus opresores. Todo blanco es, más o menos, un Pizarro, un Valverde o un Areche” (p. 343). En resumidas cuentas, la prosa de González Prada aún nos seduce por la inmediatez del decir y su propensión inquebrantable a sacudir la sociedad anclada en el envilecimiento.
José Revueltas
4.- JOSÉ REVUELTAS
Nos enorgullece haber leído a este combativo y grandioso escritor nacido en Durango, México. José Revueltas (1914-1976) no sólo escribió magníficas novelas como “El luto humano” (1943) y “El apando” (1969), o los volúmenes de cuentos “Dios en la tierra” (1944), “Dormir en tierra” (1960) y “Material de los sueños” (1962), sino también una serie de crónicas dedicadas a su propia experiencia penitenciaria en lugares infernales como las Islas Marías y Lecumberri. Pablo Neruda, abogando por su libertad en una carta dirigida al presidente Díaz Ordaz en febrero de 1969, dijo de él que encarnaba el alma de México, profundamente rebelde, libre y violenta. Revueltas construye una crónica en la que la autobiografía, la militancia política preñada de contradicciones y la edificación de su obra narrativa, le dan la consistencia mestiza y la sazón picante del ajiaco. El presidio político y sus vicisitudes
amargas, se expresan con la claridad inequívoca de la imprecación castiza unida al desconcierto azteca: “¡Malditas edades aquellas en que la llamada justicia machacaba las vidas humanas en las cloacas inmundas de las prisiones horribles!” (Revueltas, 2000, p. 67). Seguramente fueron no pocos los lectores conmovidos hasta el tuétano con la historia de Gazul, el pobre perro famélico que había sido ahorcado por la soldadesca de la prisión de Islas Marías, tan sólo por importunar con sus ladridos la orden del día mal leída por el teniente. Los slogans y arengas comunistas se contraponen a la crudeza naturalista de los retratos humanos, sean presos políticos, comunes o pervertidos guardias del retén. En los calabozos subterráneos de la Inspección General de Policía de Monterrey, nuestro cronista esbozó una clasificación arisca, cómica y escatológica de la población en cana: el insulso novato llorón, el picudo o maldito, el ladrón norteño de ganado y los raterillos, usuarios enfocados desde la celda al W.C. La picaresca, en esta ocasión, se enriquece por el afán sociológico del intelectual marxista heterodoxo y la mirada psicologista del novelista: “El Maldito era un individuo un tanto divertido, anecdótico y lleno de esa gracia grosera tan particular a los hampones de cierto género” (páginas 72-73). La crónica, en virtud de su ámbito sórdido, se convierte en el travesti del pabellón: Del relato autobiográfico se vierte vigorosa tanto en el “Manifiesto de huelga de hambre (proyecto)” como en las cartas dirigidas a Arthur Miller y el Pen Club Internacional, ello a propósito de la injustificable masacre de Tlatelolco que lo vincula con las crónicas de Poniatowska. Los gobiernos impíos y los piojos que atacan la flacura de los presos de conciencia, son contrarrestados por esta escritura que subvierte el orden cerrado.
Manuel González Prada
5.- SEVERO SARDUY O LA CRÓNICA TRAVESTIDA
“El Cristo de la rue Jacob” (1994) constituye una curiosidad transgenérica en esta muestra arbitraria de la crónica latinoamericana. Severo Sarduy (1937-1993) advierte al lector que los 28 textos del libro no son ensayos, ni artículos, ni reseñas críticas, sino “epifanías”: una tipología textual personal ligada a las cicatrices del cuerpo, las marcas contingentes que deja la memoria y la recreación de impresiones de diversa índole. El conjunto nos parece un ejercicio espiritual jesuita, ello en virtud de una apologética de la imaginación que se casa con una escritura extraliteraria, esto es el grado cero de la escritura hecha miniatura viva y autobiográfica [no obstante el giro barroco del lenguaje]. Los seis primeros textos, enmarcados en una Arqueología de la Piel, son crónicas corporales evocadas por la memoria febril que se regodea sensualmente en los estigmas tales como una espina en el cráneo, cuatro puntos de sutura en la ceja derecha o la rotura de dos incisivos superiores, como si se tratase del Cristo torturado por centuriones romanos. Además, la prosa híbrida encabalga en una montura desbocada el relato de viajes (Benares y Tánger), el Bestiario (La estrategia de la garrapata) y el Poema en prosa (La casa de Raquel Vega). Se intente palpar con morbo las cicatrices, vestirse de espacio o ponderar tanto las deudas de amistad [Barthes, Rodríguez Monegal y Lezama Lima] como los encuentros homosexuales furtivos, Sarduy se reconcilia en un ejercicio concupiscente, ambiguo y no convencional de la lengua que le enrumba a la pulverización del ego: “Quiso cesar de ser, abolirse, suprimir incluso la noción de un <<yo>>, llegar a un silencio tal que no quedara nadie que pudiera constatar su existencia: ningún observador para esa nada” (Sarduy, 1994, p. 37). Por ejemplo, presentar una carta de Lezama es un pretexto no sólo de homenajearlo, sino de realizar una aproximación de segundo grado a su universo literario, he aquí el aforismo comentado: “<<ya San Agustín exigía que existiesen herejes>> (…) el pecado forma parte del plan divino; el dibujo necesita, para destacar sus contornos y relieves –según la doxa medieval- de la sombra” (p. 112). La epifanía se mimetiza en la cotidianidad anecdótica del propio autor y objeto de estas crónicas lacerantes y placenteras: la compulsión etílica manifiesta en las repeticiones discursivas, provee un honesto y lírico marco a ese enclave sentimental del exilio parisino que fue el Café de Flora. No se pueden perder “El libro tibetano de los muertos”, una reescritura biográfica de los afectos para desdecir los obituarios que reivindica “la más escueta y denotativa de las escrituras: verdadera desaparición para quien ha vivido diseminando palabras” (p. 80).
Elena Poniatowska
6.- ELENA PONIATOWSKA
La segunda edición de “Luz y luna, las lunitas” (2007) de Elena Poniatowska (1942), nos deparó una experiencia afortunada como lectores. Este volumen asombroso de cinco crónicas de mediana extensión, es también representativo del género en América Latina. Posee esa impronta mestiza, contingente y poética muy afín a nuestra sensibilidad y realización escritural. No se trata de meros apuntes que prefiguran o complementan algunas de sus novelas, tales como “Hasta no verte Jesús mío” (1969) o “Tinísima” (1992). La novela y la crónica intercambian a placer sus vestiduras como si nada, en un ejercicio de libertad creativa ajeno a la preceptiva, las jerarquías literarias y sus compartimientos estancos. La novela coral se aviene con la intensidad vital de la crónica o el reportaje sobre el mercado periférico de Ciudad de México o, mejor aún, esa utopía indigenista y amazona que se realiza en Juchitán. “El último guajolote” se propone con éxito una celebración multifocal de los vendedores ambulantes de la capital, al punto de reventar la oralidad y el hálito popular en la construcción discursiva: La voz de la cronista en primera persona se escinde en el vocerío de la clientela, la bulla callejera y el pregón de los vendedores [de donde el regateo es un duelo de hablas]. La tipología del mercado callejero se desparrama en la enumeración de los manjares y bienes a la manera de un poema de Bello o Neruda, o, si acaso, en el colorido Bodegón que ensaliva la mirada. “Vida y muerte de Jesusa” no se limita a recordar a Jesusa Palancares, personaje protagónico de la antes citada “Hasta no verte Jesús mío”, pues también recrea con una gran franqueza y dulzura el vínculo muy humano establecido entre Poniatowska y la extraordinaria mujer que le prestó la vida. El personaje de la soldadera no es el aditamento esperado en una novela histórica que nos explique la Revolución Mexicana bajo una óptica inédita, sino más bien la emanación telúrica de pueblo que le permite a la autora descubrirse a sí misma en el habla y la personalidad seductora del Otro, el marginado o subalterno. Bien sea en la feliz adquisición lingüística y vivencial de la mexicanidad “de a de veras” o, por vía amarga, en el frágil discurso del escritor socialista cuya vida no tiene qué ver con la sobrevivencia a campo traviesa de su Prójimo. “Juchitán de las mujeres” trasciende e imposta el tenor sociológico de la voz cronista para describir con entusiasmo y desenfado una Comuna Indigenista inaudita. Esta vez el Jardín de las Delicias se come con gula al igual que el sexo de las mujeres o los totopos que crujen de risa en el comal: “Absortos en el refugio de la tierra van al refugio de la boca a formar parte de su lenguaje” (Poniatowska, 2007, p. 83).
Retrato de Enriqueta Arvelo Larriva
7.- UNA DUPLA FEMENINA DE VENEZUELA:
ENRIQUETA ARVELO LARRIVA Y LAURA ANTILLANO
Enriqueta Arvelo Larriva (1886-1962), una de nuestras más vigorosas voces poéticas del siglo XX, también incursionó con suma fortuna en la crónica periodística. En 1947 se radicó en Caracas, donde fue colaboradora del Papel Literario del Diario El Nacional durante las décadas de los 50 y los 60. Revisando Testimonios (1980), compilación de su material hemerográfico y epistolar a cargo de Carmen Mannarino, observamos que sus crónicas van a la par de su poesía: la prosa es precisa, limpia y atenta al tema de su consideración, sin que su afán crítico pierda lucidez y consistencia. Hay un tono humorístico amable, que disfruta el lector en una refrescante instancia rayana en la ternura. Este revelador volumen arranca con una Entrevista Imaginaria “concedida” por Enriqueta a Mannarino, quizá la enriquetóloga más conspicua de nuestro medio. El diálogo no es más que el complemento sensible y cariñoso a la rigurosa labor de la crítica literaria: “Yo era una visitante sonambulesca. Daba pasos dentro de una vivienda conocida a fuerza de indagaciones e intuición, aun cuando franqueada la primera vez” (Arvelo Larriva, 1980, p. 6). El material hemerográfico se clasifica en Temas Literarios, Preocupación Nacional, La Provincia y la familia; y las Cartas son nueve, la mayoría dirigidas al escritor Julián Padrón. Enriqueta nos refiere de manera inmediata sus lecturas: Desde su descubrimiento de un muy joven Oswaldo Trejo, cuya lozana y lúdica travesura alteró su apolínea paz lectora; su visión paradójica de Ramos Sucre, a quien considera “natural como un arroyuelo en paz”, justificando su discurso abigarrado en la coherencia y la cohesión que evade la sobrecarga y los excesos del estilo; su orfandad generacional, tal como lo confiesa a Neptalí Noguera Mora respecto a la generación poética del 18, fruto de su modo de vida en soledad y no de un protagonismo extremista; su empatía con el poemario “Las Naves” del también cineasta Jesús Enrique Guédez, que le llevó a afirmar que podía ser el libro que no le fue dado escribir; hasta la gratísima impresión que le dejó Isaac Pardo al referirse a Juan de Castellanos, esto es la placentera conversación múltiple que es el ensayo a expensas de los odios y los amores que despiertan en nosotros una lengua común. En “En torno a un artículo de Otto D’Sola”, expresa su solidaridad con las mujeres poetas omitidas por un discurso machista y convencional:
“Si se sigue observando eso de que no se mencione un solo nombre de mujer cuando de nuestros poetas se habla, ello será algo grave para sectores femeninos en fervoroso quehacer de poesía y un fiasco para aquellos escritores que han loado, también con fervor, la obra poética de mujeres venezolanas” (p.47).
Los niños tampoco escapan a su preocupación: Más allá de su pobreza pintada por César Rengifo, otro cronista visual del país, la poeta de Barinitas se muestra inconforme con la pérdida del reino de la alegría y el candor infantiles, como si las nuevas circunstancias del éxodo campesino y el hacinamiento en las ciudades de lata, les empujara a una madurez contranatura y patética. Los sargentos y promotores de divisiones políticas dentro y fuera de los partidos, le movieron a una actitud de indignación profética que recomendaba la prudencia y el diálogo como contrapartida posible. Parafraseando al poeta Luis Alberto Angulo, es pertinente un reencuentro con la escritura de Enriqueta Arvelo Larriva en el calor de la casa que es Venezuela, ello a los fines de afincarnos en un espíritu asertivo, solar y lírico de nación.
Laura Antillano
Laura Antillano (1950) pertenece a la línea de grandes polígrafos venezolanos como José Rafael Pocaterra, Ramón Díaz Sánchez, Orlando Araujo y Juan Calzadilla. Su propuesta escritural, desprovista de ampulosidad y pretensión, se inclina por una aproximación sentida y sobria del país y el continente. Por supuesto, en la consolidación de una voz inquieta e híbrida que se procure el adverso portento de relacionar la tierra y el cielo, esto es la cotidianidad de la ciudadanía invisible a merced de los distantes escenarios en los que los poderes fácticos planean su sumisión. “Crónicas desde una mirada conmovida” (2011), conjunto que entraña tres décadas de interacción con los lectores de diarios y revistas, más allá de la variedad temática, supone un apostolado comprometido con las mejores causas de la humanidad. En este caso, la cronista se declara partícipe fiel de su sociedad, propone una síntesis personal de su siglo en todas las implicaciones posibles y, claro está, ejerce un rol activo crítico respecto a sus despropósitos y desviaciones. La profecía, en este caso, no se inscribe en la denuncia tremendista ni en la simulación ideológica por vía de los códigos del escándalo. Aboga por la educación de la sensibilidad y la estimulación de una verdadera conciencia del entorno, que traigan consigo el desmontaje de la banalización del discurso mediático, político, académico y cultural. Roto el cerco tendido por los aparatos ideológicos del Estado, los ciudadanos se darán a la tarea de forjar un orden de cosas perfectible, solidario y colectivo que se asimile a una Colmena proveedora de poesía tocable y restauradora.
José Martí
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Antillano, Laura (2005). Alfredo Armas Alfonzo y la crónica periodística como género literario. En: Coloquio Latinoamericano de Literatura “José Rafael Pocaterra”, VI y VII Edición, pp. 87-94. Valencia, Venezuela: Consejo Legislativo del estado Carabobo.
Antillano, Laura (2011). Crónicas desde una mirada conmovida. Caracas: Fondo Editorial Fundarte.
Arvelo Larriva, Enriqueta (1980). Testimonios. Valencia, Venezuela: Departamento de Literatura, Dirección de Cultura de la Universidad de Carabobo.
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