Don Quijote, pintura de Miguel Elías hecha este 23 de abril, día del Libro y de las Letras Españolas
Crear en Salamanca se complace en publicar un atractivo ensayo escrito por nuestro colaborador Gabriel Jiménez Emán (Caracas, 1950), escritor venezolano destacado por su obra narrativa y poética, la cual ha sido traducida a varios idiomas y recogida en antologías latinoamericanas y europeas. Vivió cinco años en Barcelona y ha representado a Venezuela en eventos internacionales en Atenas, París, Nueva York, México, Sevilla, Salamanca, Oporto, Buenos Aires, Santo Domingo, Ginebra y Quito.
Al ensayo se suman tres piezas originales de Jiménez Emán.
Una coincidencia cronológica ha permitido que el día 23 de abril de este año 2016 se celebren cuatro siglos justos de las fechas de fallecimiento de Miguel de Cervantes Saavedra y de William Shakespeare. En el mismo año de 1616 (la fecha no puede ser exacta en ambos países, debido una diferencia en los calendarios adoptados) tales escritores dejaron de existir; el primero en Madrid (había nacido en Alcalá de Henares) y el segundo en su pueblo natal Stratford upon Avon, luego de haber hecho toda su carrera en Londres, con una diferencia de diecisiete años más a favor de Cervantes, sin haberse conocido entre ellos nunca, ni siquiera ninguno de los dos oyó hablar del otro. Para más señas, Shakespeare parece haber nacido también un 23 de abril, cuando se celebra en España e Iberoamérica el día del libro y del idioma castellano, aunque no creo que tal efemérides se cumpla también para la lengua inglesa. En todo caso, ambos escritores están considerados portentos de sus respectivos idiomas y vivieron ambos vidas muy intensas. Quizá Cervantes llevó una vida más azarosa y poblada de vicisitudes que Shakespeare, aunque no sería procedente aquí hacer un forzado paralelo entre ambas figuras, sino apenas glosar los rasgos ya conocidos de cada uno.
En el caso de Cervantes, aunque nació en Castilla, provenía de familia cordobesa y recibió poca educación formal. Fue ávido lector de los clásicos grecolatinos, de la literatura italiana de su tiempo y de las novelas de caballería. Fue el cuarto de siete hijos de Rodrigo de Cervantes, cirujano, y de Leonor de Cortinas. La familia prueba suerte en Sevilla, Córdoba y Valladolid, después en Madrid, donde el joven Miguel estudia en un colegio particular. Escribe sonetos y poemas a la reina Isabel de Valois y a la princesa. Comienza desde joven a sufrir incidentes de taberna, que le obligan a salir del país; marcha a Italia y al Mediterráneo y se hace soldado; participó en varias batallas contra los turcos y los moros. En Lepanto sufrió lesiones en su brazo izquierdo en 1571, y a su regreso a España en 1575 su barco fue capturado por los piratas. Pasó cinco años en prisión y luego de muchos sacrificios por parte de su familia es rescatado de la cárcel; de regreso a Madrid en 1580, pobre y manco, busca trabajo como agente de compras marítimas y proveedor de la Armada Invencible. Viajó a la corte de Felipe II en Portugal; de regreso a Madrid solicita un puesto en América, que le es negado. Viajar a las Indias fue uno de los sueños que Cervantes nunca pudo realizar. En 1584 se casó con Catalina de Salazar y Palacios, con quien tuvo una hija, Isabel. En 1585 publicó su primera novela de inspiración pastoril, “La Galatea”. A causa de deudas y disputas con funcionarios y mercaderes, fue hecho preso, y en uno de esos períodos de cárcel inició la redacción de “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”, cuya primera parte fue publicada en 1605 y la segunda diez años después, y hubo de afrontar varias polémicas debido a ediciones piratas de su obra, debidas a un tal Avellaneda, y enfrentar también varias demandas causadas por depósitos equivocados de fondos del gobierno, que lo llevaron de nuevo a la cárcel de Sevilla por siete meses. Entre 1604 y 1606 vivió entre Valladolid y Madrid con su esposa, hermanas e hija, con tranquilidad suficiente para dedicarse a sus escritos hasta el fin de sus días. Publicó sus “Novelas ejemplares” en 1613 y al año siguiente una colección de cuentos, “Viaje del Parnaso”. De estos cuentos citamos los más conocidos, “Rinconete y cortadillo”, “El casamiento engañoso”, “El licenciado Vidriera” y “El coloquio de los perros”. También escribió comedias que tuvieron poca suerte, tituladas “Ocho comedias y ocho entremeses nunca representados”, donde intenta adaptarse a las normas impuestas en el teatro de entonces por el gran Lope de Vega, resultando de estos entremeses los más interesantes “El retablo de las maravillas” y “La cueva de Salamanca”. Al año siguiente de su muerte, en 1617, se publica una novela rebuscada, bizantina, sin mayor fuerza frente a otras obras suyas, titulada “Los trabajos de Persiles y Sigismunda”. Recordemos que buena parte de la literatura del Renacimiento en España se caracteriza por la sencillez, el equilibrio y la claridad, frente a otras conceptuaciones recargadas y culteranas del estilo barroco. “Don Quijote de la Mancha” se impone sobre todas estas, su reputación crece debido a su fino humor y espontaneidad graciosa, y con el tiempo consigue acuñarse como uno de los clásicos de la literatura occidental. No olvidemos que Cervantes cumple su obra en medio de un ambiente literario extraordinario, de un grupo de escritores brillantes del llamado Siglo de Oro español, donde se destacan los nombres de Francisco de Quevedo y Villegas, Luis de Góngora y Argote, Garcilaso de la Vega, Calderón de la Barca, Lope de Vega, Tirso de Molina, Mateo Alemán o F. López de Úbeda. El teatro y la poesía eran entonces los géneros principales, lo cual explica en parte la elección de Cervantes por la prosa para diferenciarse de aquéllos.
En el caso de Shakespeare, éste fue hijo de un próspero comerciante, John Shakespeare, fabricante de guantes. Estudió la primaria en su ciudad natal, donde lee a Ovidio y las tragedias de Séneca, que tienen enorme influencia en el teatro isabelino de entonces, tanto el de los medios universitarios como el de origen popular, los cuales forman espectadores maduros del arte dramático. Antes de cumplir los veinte años casó con Anne Hathaway, con quien tuvo tres hijos: Susana y los mellizos Judith y Hammet. Éste último murió joven (se dice que de éste tomó el nombre, con una leve alteración en una letra, para su célebre tragedia). En 1587 marcha solo a Londres en busca de trabajo y ejerce varios oficios en el teatro como acomodador, cuidador de caballos de los espectadores, actor y empresario asociado. Traba amistad con los escritores Christopher Marlowe, John Fletcher, Robert Greene y Ben Jonson. En 1590 estrena de manera anónima su primera obra en colaboración con Marlowe, “Enrique VI”. En 1593 una peste sacudió las calles de Londres y los teatros son cerrados temporalmente. En ese año pasa a formar parte de la Compañía los Sirvientes de lord Chambelain, donde da a conocer sus primeras obras: La comedia de las equivocaciones, “La fierecilla domada”, “Los dos caballeros de Verona”. También en esos años publica sus poemas “Venus y Adonis” y “Lucrecia”; el primero inspirado en la relación con su mujer Anne. En 1595 conoce al conde de Essex y al noble de Southampton, Henry Wriothesley, a quien dedicará sus famosos “Sonetos”. Recordemos que por entonces Inglaterra estaba en guerra con España y que tales acontecimientos influyeron en Shakespeare y Cervantes, como ya se ha señalado.
De los coetáneos cercanos a Shakespeare habría que hablar de Ben Jonson, que escribió sátiras sobre la corte y los mercaderes de la ciudad (“Cada uno según su humor”, 1958; “El poetastro”) y en su obra “El alquimista” (1610) mostró un diestro manejo del argumento. Sentía celos del éxito de Shakespeare y fue él quien acuñó la frase aludiéndole: “Sabe poco de latín y de griego menos todavía”; al final, terminó recibiendo una pensión de la corte.
Otro amigo de Shakespeare, el dramaturgo y poeta Christopher Marlowe, se formó en Canterbury, donde nació, y en Cambridge, donde se hizo de una educación formal vasta. Cuando se pensó iba a convertirse en clérigo, se mudó a Londres seguido de su fama de blasfemo y sedicioso. Escribió la famosa “Tragedia española” y el “Tamburlaine”, estableciendo en éstas normas para los dramas isabelinos. Sus héroes eran de extracción humilde, y apuntan hacia el tema central de los límites del poder. “El Judío de Malta” (1590) y finalmente el “Doctor Faustus”, –su obra maestra— concentran las compulsiones del Renacimiento y exploran regiones del conocimiento prohibidas por la Iglesia. Fue muy próximo a Shakespeare e influenciado por éste en su tragedia “Enrique VI”; la otra, más personal, es “Eduardo II, el judío” (1592), todas consideradas de primera magnitud en la literatura inglesa. Murió muy joven, a los 29 años, apuñalado en una taberna en Deptford por dos espías del gobierno. Se ha especulado de manera literaria en la hipótesis de que Marlowe no murió en Deptford, sino que vivió en secreto para escribir las obras atribuidas a Shakespeare.
Otro personaje muy cercano a Shakespeare fue John Fletcher, con cuya colaboración se cree escribió sus dramas finales “Cuento de invierno”, “La tempestad” y “Dos nobles”.
El Teatro El Globo fue construido en 1598 en Southwark, Londres. Lo financiaron William Shakespeare, Richard Burbage, principal actor trágico; William Kemp, principal actor cómico, John Heminge y Henry Condell, actores de reparto, quienes editaron también las primeras obras de Shakespeare. El teatro, de forma circular, podía albergar 1200 espectadores sentados en dos filas en forma de herradura; una parte estaba a cielo abierto y la otra cubierta con techo de paja rústica.
Desde finales del siglo XVI el trabajo de Shakespeare es indetenible. Se inicia una prolífica producción de comedias y tragedias donde citamos las más conocidas; “Ricardo III” (1593), “Romeo y Julieta” (1595), “Mucho ruido y pocas nueces” (1598), “Las alegres comadres de Windsor” (1598), “Sueño de una noche de verano” (1598), “Julio César” (1600), “Duodécima noche” (1600) y las tragedias consideradas más logradas y clásicas de toda su producción: “Hamlet” (1601) “Otelo” (1604), “El Rey Lear” (1605), “Macbeth” (1606) y “Antonio y Cleopatra” (1607). La mayor parte de sus dramas poseen en parte móviles históricos, o mejor dicho, tienen como pretextos a reyes, príncipes o nobles para dar luego curso a una honda investigación sobre alma humana, que rebasa los escenarios históricos. Justo es señalar que, al representar estas obras, se prescindía de escenarios fastuosos, de efectos costosos de escenografía, vestuario o iluminación. El poder de la palabra debía sustituir todo aquello, o darlo por sentado. Incluso muchas veces los personajes femeninos estaban actuados por hombres con atuendos de mujeres, sin que esto perturbara la percepción del personaje. Otro rasgo a tomar en cuenta en sus dramas es que ningún personaje de Shakespeare es secundario: apenas aparece en escena se convierte en protagonista. No podemos decir, por ejemplo, que Hamlet sea más importante que Falstaff, por el solo hecho de ser el primero un príncipe y el segundo un borracho.
Nadie en la literatura ha escrito tal cantidad de tragedias y comedias tan perfectas y equilibradas, con personajes tan bien dibujados, impactantes, definitivos. Jorge Luis Borges nos dice que “Nadie fue tantos hombres como aquel hombre, que a semejanza del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del ser. A veces, dejó en el algún recodo de la obra una confesión, seguro de que no la descifrarían…” Su único retrato fiable, llamado de Chandos, es de artista desconocido, y ha sido motivo de numerosos bosquejos o versiones. Los Sonetos de Shakespeare –acaso la obra donde pudiéramos hallar más rasgos autobiográficos– está escrita en clave homoerótica y se torna ambigua e indescifrable, pues Shakespeare está oculto tras ella como lo está detrás de toda su obra; nadie podría hacer una biografía fidedigna suya aunque, curiosamente y al mismo tiempo, logra reconocerse en secreto y oírse a sí mismo como nunca nadie lo ha logrado. Del mismo modo, es posible señalar en ello un elemento novelesco inventado por éste, de similar dimensión a lo inventado por Cervantes en su picaresca de El Quijote. Con el retrato más conocido de Cervantes sucede algo similar; no está certificado que éste corresponda a él, atribuido a Juan de Jáuregui; las demás imágenes suyas que vemos son totalmente inventadas.
Pongo un mínimo ejemplo del lenguaje de Shakespeare en boca de Hamlet, una de sus creaciones mayores, hablándole a su madre la Reina, al comparar la figura de su padre el Rey recién muerto, con la de su hermano que acaba de ocupar su lugar:
REINA: ¡Ay de mí! ¿Qué drama es éste que ruge tan fuerte y truena en el prólogo?
HAMLET: Mira aquí, en este retrato y en éste, la copia de las imágenes de dos hermanos: mira qué gracia se había asentado en este rostro, los rizos de Hiperión, la frente del propio Júpiter, unos ojos como Marte, para amenazar o mandar, una presencia como la del heraldo Mercurio, recién posado en un monte que besa el cielo; una combinación y una forma, verdaderamente, donde todos los dioses parecieron poner su sello, para dar al mundo garantía de un hombre: era tu marido. Mira ahora el que sigue. Aquí está tu marido, que, como una espiga con tizón, enferma a su hermano su aliento sano. ¿Tienes ojos? ¿Pudiste dejar de apacentarte en esta bella montaña para cebarte en esta ciénaga? ¿Eh?, ¿Tienes ojos? No puedes llamarlo amor, pues, a tu edad, el levantamiento de la sangre está domado, es humilde y sigue al juicio: ¿y qué juicio pasaría de éste a éste? [Ciertamente, tienes sentimiento, pues si no, no tendrías movimiento, pues ni la locura erraría, ni jamás se sometió tanto el buen sentido a la embriaguez sin reservarse un poco de juicio que usar en tal distinción] ¿Qué diablo fue el que os engañó jugando a ciegas? [Ojos sin sentimiento, sentimiento sin vista: oídos sin manos, ni ojos, olfato, ni nada, o siquiera una parte enfermiza de un solo sentido verdadero, no habrían podido enloquecer así] ¡Ah vergüenza! ¿Dónde está tu rubor? Rebelde infierno, si puedes amotinar en los huesos de una matrona, que la virtud sea como cera para la llameante juventud, y se derrita en su propio fuego. Proclama que no es vergonzoso que el ardor abusivo se lance al ataque, puesto que la misma helada arde con tanto vigor, y la Razón sirve de alcahueta al Deseo.
A estas tragedias se añade una notable serie de comedias como “La comedia de las equivocaciones” (1593), “La fierecilla domada” (1594), “El mercader de Venecia” (1596), “Mucho ruido y pocas nueces” (1598), “Las alegres comadres de Windsor” (1601), “Troilo y Cresida” (1602), “Medida por medida” (1604), hasta arribar a las obras postreras del cierre de su carrera, “Coriolano” (1607), “Cimbelino” (1609), “Cuento de invierno” (1610) y “La tempestad” (1611). En 1609 se editaron sus “Sonetos” y el poema “La queja de un amante”, dedicado a Henry Wriothesly, su patrono, conde de Southampton. La dedicatoria de estos textos siempre ha estado rodeada de ambigüedad y generado muchas hipótesis, ninguna de ellas aclarada del todo. Otra teoría más aventurada nos dice que Shakespeare no fue el único autor de estas obras, que se trataba de varios autores cuyo interés mayor era dar el mejor acabado posible a éstas, en beneficio de su frescura y verosimilitud, y el público las celebrara, más que para pasar a la historia de la literatura. Lo que sí es cierto y relevante en ellas es su don musical y la belleza de sus imágenes, un juego brillante y casi fantástico con las metáforas, y un arsenal de efectos sonoros en beneficio todos ellos de un poder conceptual impresionante, que han convertido a Shakespeare en un poeta sin igual y en un excepcional filósofo de la existencia humana.
Shakespeare, a diferencia de Cervantes, fue un hábil comerciante y un usurero menor, un empresario exitoso que pudo ahorrar para invertir, comprar casas y villas y retirarse a éstas con su familia, y casar a sus hijas Susana y Judith. Se ha especulado acerca del fastuoso banquete nupcial ofrecido en la boda de su hija Judith en 1616: fue tal y el propio William se hartó de bocados en éste de tal modo ese día, que le sobrevino un infarto.
En ambas formas, en la dramática y la lírica, Shakespeare está considerado un maestro, un innovador, un escritor que rompe todas las reglas, potencia la lengua inglesa y la concepción del mundo isabelino y se proyecta en lo futuro, en el romanticismo sobre todo, en la llamada modernidad y en las vanguardias con una fuerza inusual, que ha dado lugar a las interpretaciones más diversas y atrevidas.
Habría que consignar aquí los registros más reconocidos en ambos escritores. Cervantes, fundador de la novela moderna y su “Quijote” considerada la obra narrativa más leída e influyente del mundo. Shakespeare es tenido como el más grande dramaturgo, superando incluso a los clásicos griegos y a los autores medievales. “Macbeth”, “Otelo” y “Hamlet” son consideradas las obras teatrales más perfectas que se hayan escrito, por contener en sí los elementos constitutivos de la naturaleza humana: el odio, el amor, la alegría, la amistad, la muerte, el poder, la tristeza, la felicidad, la guerra, la fugacidad, la locura, la paz, los celos, la envidia, dios, el demonio, todo está contemplado y tratado en ellas. Igual pudiera decirse de aquello que se encuentra abordado y desarrollado en la obra cervantina.
La vigencia de la obra de un autor se mide por su capacidad de contemporizarse, de adaptarse a los tiempos. En ambos casos, las obras de Cervantes y Shakespeare lo han logrado con creces debido a la increíble frescura que ostentan, posibilitada por su gracia, y a un finísimo sentido del humor que recorre cada pasaje, cada diálogo, cada descripción. Aún en los momentos más dramáticos o trágicos, sale a relucir el humor, la picardía, el sentido de la ironía. Tragedia y comedia se compensan en las tramas debido a un equilibrado sentido de las proporciones. Cervantes, por ejemplo, no cesa de burlarse de sí mismo, aún en el momento de hacer su propio retrato, cuando anota:
“Este que véis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva aunque bien proporcionada, las barbas de plata, que no ha veinte años fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis y éstos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros…”
Toda su obra está repleta de pasajes así, que le permiten ventilar los temas más abstrusos dándoles un toque de aire fresco proporcionado por la ironía y la autoburla. El paradigma de ello lo tenemos en Don Quijote de la Mancha, cuando éste se halla en instantes de mayor amargura o tristeza, aparece Sancho con sus preguntas ingenuas o sus disparates geniales, a poner la nota cómica. Los ejemplos son numerosos.
En Shakespeare sucede lo mismo. Cuando los personajes amenazan ponerse demasiado graves, entra otro con un diálogo picante o divertido. Personajes como el bufón Feste, el pobre Malvino, Teseo, Hipólito, John Falstaff, Bardolfo, Pistola, Catalina, Blanca, Hortensio, Lanzarote Chepa y Bautista. Por supuesto, John Falstaff y Lanzarote Chepa no tienen igual; pero hasta en las tragedias aparecen personajes cómicos que ponen una pizca de gracia en la temperatura dramática de la historia.
En cuanto al elemento trágico, ni hablar. La potencia de Shakespeare en este sentido es abrumadora. Conduce a sus personajes a climas radicales de desesperanza, enajenación o insania, locura o tortura espiritual; nos impregna de las cualidades más sombrías de la mente humana; nos hace sentir poca cosa, seres insignificantes ante el implacable arrollamiento de la vida, el tiempo o el destino. No tiene miramientos con nadie: jerarcas, príncipes, princesas, duques, diplomáticos, comerciantes adinerados, nobles o terratenientes, a todos los pone en el mismo rasero: los encumbra en su vanidad y su grandeza y luego los hace caer a la desesperanza, el abandono, la tristeza, la angustia, la nada. Puede parecernos un enorme psicólogo, un analista de la mente humana, sociólogo, historiador, filósofo, autoridad religiosa; incluso puede vérselas cara a cara con el mismísimo Dios de los cielos y luego hacerle cosquillas. Pero también puede descender a lo abyecto, lo bajo, lo vil, lo perverso. Tiene el don mágico de tratar los asuntos más intrincados con una naturalidad pasmosa, que nos deja literalmente boquiabiertos. Sus obras pueden ser atemporales y adaptarse a cualquier tiempo o formato: el cine, el mimo, el teatro culto o el teatro de calle, la ópera, el ballet, las canciones, el video. Son valiosas las obras cinematográficas de Orson Welles, Laurence Olivier, Kenneth Branagh, Al Pacino y tantos otros cineastas o dramaturgos de cualquier tiempo o país, que pueden hallar en Shakespeare motivos para recrearlo. Orson Welles, sobre todo, realizó versiones admirables de “Otelo”, “Macbeth” y “Hamlet” donde aportó al cine nuevos modos de abordar los elementos dramáticos. También, al final de su vida, se embarcó en la empresa de llevar al cine “Don Quijote de la Mancha” en una magnífica versión.
Algo que me atrae en “El Quijote” es la manera en que está estructurada la novela. Capítulos breves (hay algunos de apenas dos páginas) de largos títulos que parodian al propio estilo barroco; son como relatos cerrados en sí mismos pero no necesariamente concluyen; aunque lleven una secuencia novelesca pueden leerse de modo separado. En estos, Cervantes recrea todo tipo de situaciones aparentemente disparatadas, pues don Quijote viene a experimentar una especie de locura literaria para vencer la realidad, la sed de aventuras que padece ante una existencia consumida por la pobreza, y en este sentido se opera una renovación en el tema de la aventura, pues sabemos que el Quijote ha perdido el juicio debido a la excesiva lectura de novelas de caballería. La obra, pese a su evidente planificación, no da la sensación mientras la leemos de obedecer a un proyecto premeditado, si no de una sucesión de historias producidas casi por azar, protagonizadas por él casi sin proponérselo, debidas a encuentros fortuitos con diversos personajes; en el fondo éste debe hacer valer sus “calabazadas” como firmes o valederas, no como sofistas o fantásticas.
Demás está referirse al cúmulo de temas abordados en esta obra; están en ella todos los asuntos que pueden experimentar los seres humanos, creo yo, y en ello coincide con la obra de Shakespeare. Los temas van desde lo estrictamente literario, didáctico o estético hasta sencillas apologías de la mujer, el vulgo, las pobres gentes de los caminos, los venteros, campesinos, arrieros, cabreros, hechiceros; llegando hasta complicados juegos literarios acaecidos en “esta gravísima, altisonante, mínima dulce e imaginada historia”, frase que encierra ya una estética, pues el Quijote es una suerte de Ulises que viaja a través de sí mismo, un filósofo disparatado e iracundo que dice frases enfebrecidas y apela a su desbocada imaginación para salvarse de su miseria material inventando historias, evocando rimas, cantando canciones, enamorando mujeres imposibles, cantando a la naturaleza y a los astros el cielo, creando mundos utópicos a través de fuertes imprecaciones que al final le dejan exhausto.
Pero nada de esto es posible sin un interlocutor: Sancho Panza, quien pese a su escasa cultura libresca posee una inteligencia práctica para salirle al paso a las dificultades de la vida; un ser bueno y noble de espíritu en quien Cervantes ha querido encarnar la sabiduría del pueblo, logrando uno de los personajes más fascinantes de la literatura. Su naturalidad, salidas humorísticas, ocurrencias cómicas y el constante uso del refrán, salpimientan la dramática historia de Don Quijote, el delirante hombre que lucha contra molinos de viento creyéndolos guerreros gigantes. Se advierte entre estos dos personajes un diálogo entre el altruismo (D. Quijote) y el interés inmediato (S. Panza), entre el discernimiento y el saber (D. Quijote) y la inteligencia práctica (S. Panza) y éstos se invaden recíproca y constantemente.
Por supuesto, Cervantes va mucho más allá. La desgracia, el desconsuelo, la desdicha, la tristeza y la fugacidad de la vida se dan cita en sus frases para conformar toda una filosofía del escepticismo, que va desde lo popular hasta lo culterano, de lo literario a lo vulgar, de lo cómico a lo trágico con la misma naturalidad. Además, realiza una ironía de la propia literatura sin dejar de hacer la crítica de su época. Capítulos enteros dedicados al amor, la naturaleza, reflexiones sobre la existencia, consejos morales, reflexiones sobre la guerra, la justicia, el honor, se entrelazan a encuentros con todo tipo de pillos, bellacos, ladrones de caminos, hampones, hechiceros a quienes reta, saliendo airoso o ileso de estos combates por pura casualidad; se encanta con cabreros (“el caballero de la mala figura”) o defiende a los presos de la justicia. Agréguense a esto las aventuras amorosas, la búsqueda de lo imposible, lo utópico o lo quimérico, y tendremos en “El Quijote” a un compendio de los ideales del Renacimiento, sólo que esta vez ironizados por una especie de tratado sobre lo efímero o fútil de la existencia.
De las influencias referidas por el propio Cervantes en su obra, se hallan las del Amadís de Gaula, las de Orlando el furioso, de Ariosto, o el Elogio de la estulticia, de Erasmo. La invención de Cide Hamete Benengeli, falsario y quimerista historiador árabe, como posible autor de las tribulaciones del Quijote es otra de las creaciones geniales de Cervantes en esta novela, un recurso que ha sido rasgo sustantivo de la narrativa moderna: la invención del autor apócrifo.
Otras brillantes invenciones suyas en esta obra son las del inaudito bachiller Sansón Carrasco, perpetuo bufón y regocijador de los patios de Salamanca. A través de estos personajes, Cervantes critica la supuesta perfección de los modelos clásicos como Eneas o Ulises, y se adelanta a descubrir lo que hoy se conoce con el nombre de metaliteratura, es decir, la crítica de la obra dentro de la propia obra. Por ejemplo, cuando el bachiller Carrasco refiere la novela “El curioso impertinente”, basada en una segunda parte de la vida del ingenioso hidalgo. Cervantes hace aquí una referencia ficcionada a las falsificaciones de su obra que surgieron del autor Avellaneda, quien, aprovechándose del éxito de la novela cervantina, se adelantó a escribir él una segunda parte a objeto de hacer dinero con ella. Recordemos que Cervantes publicó la otra entrega de esta obra diez años después, en 1615, editada en Madrid por Juan de la Cuesta. En esta segunda parte abundan las referencias de este tipo, numerosas parodias de intertextualidad, ironías cultas, relatos, dramas, poemas, citas comentadas, pensamientos de autores de la literatura antigua o de la época de Cervantes, defensas de la poesía, críticas a la prolijidad (“que puede engendrar el fastidio”) hasta arribar al plagio supremo:
“Dice el que tradujo esta grande historia del original de la que escribió su primer autor Cide Hamete Benengeli que ha llegado al capítulo de la Cueva de Montesinos, en el margen dél estaban escritas de mano del mesmo Hamete estas mismas razones: No me puedo dar a entender ni me puedo persuadir que el valeroso Don Quijote le pasase puntualmente todo lo que en el antecedente capítulo queda escrito: la razón es que todas las aventuras hasta aquí sucedidas han sido contingibles y verisímiles; pero esta de la cueva no le hallo entrada alguna para tenerla por verdadera, por ir tan fuera de los términos razonables (…) Por otra parte, considero que él la contó y la dijo con todas las circunstancias dichas, y que no pudo fabricar en tan breve espacio tan gran máquina de disparates; y si esta aventura parece apócrifa, yo no tengo la culpa; y así, afirmada por falsa o verdadera, la escribo.”
Es decir, Cervantes juega con la naturaleza apócrifa de los capítulos referidos a la Cueva de Montesinos (capítulo que a mí siempre me ha parecido de naturaleza iniciática, que quizá corresponde a claves personales ocultas del propio Cervantes), sean de naturaleza fantasiosa, surgido de la imaginación del Quijote. Con ello Cervantes crea para la novela moderna la parodia como un elemento consustanciado con ella.
Curiosamente, Cervantes influyó más en la novela del siglo XX que en la del XIX; su fuerza es más apreciable en la novelística de Joyce, Faulkner, Twain, Hemingway, Fitzgerald, Hesse, Mann, Boll, Torrente Ballester, Sánchez Ferlosio o Italo Calvino que en Balzac, Proust, Flaubert, Bronte o Dickens; por supuesto su influjo es grande en la novela latinoamericana desde Carpentier, Borges, Cortázar, Fuentes, Moreno-Durán, Bryce Echenique, García Márquez, Denzil Romero, Vila Matas, Roberto Bolaño, Monterroso y otros microrrelatistas, aún somos beneficiarios del humor cervantino.
El día del libro y el idioma se encontraría plenamente justificado a través de esta obra, pues se trata en efecto de un libro que hace acopio, en los 49 capítulos de la primera parte y en los 74 de la segunda de un vasto arsenal de dispositivos paródicos y humorísticos, sobre todo en la segunda parte, como ya hemos referido, observando cómo el autor de un libro de aventuras pasa a estar escrito por varios, recurso tras el cual Cervantes se oculta a sí mismo. Dada su accidentada vida, las prisiones que frecuentó, su precaria existencia de soldado, las heridas de guerra sufridas, sus tribulaciones económicas y usurpaciones de su obra por parte de plagiarios, justifican plenamente que haya dedicado sus mejores esfuerzos a la escritura de este libro que funciona no sólo como obra central de sus preocupaciones individuales o existenciales, sino como respuesta a una tradición tan contradictoria (la paradoja parece ser su signo) como la moderna. Un libro que ha permitido romper cánones, traspasar barreras genéricas, introducir la experimentación formal y que cada autor funde un modo distinto en cada novela que escribe, lo cual viene a significar un logro mayor para el arte literario.
Más que intentar acercamientos críticos a obras tan vastas y complejas, en lo cual correría el riesgo de incurrir en pleonasmos o repetir lo ya sabido o dicho, he optado por la recreación paródica de sus vidas o textos, mediante la ficción. A Cervantes le he dedicado dos textos: uno en tributo al episodio de su vida en Lepanto y a la lesión irreparable en su mano izquierda; en el otro, el Quijote y Sancho Panza participan del postrer momento de lucidez de Alonso Quijano, al que se incorporan como personajes “reales”. Para Shakespeare, me he inspirado en la conocida controversia acerca de si es éste el único autor de sus obras, o si alguien más le ayudó a escribirlas, aportando en mi texto un nuevo personaje.
No sé qué pudieran opinar de estos ejercicios los lectores doctos en el tema, pero he asumido el riesgo con la mayor discreción. Todo sea, pues, en beneficio de la imaginación y en homenaje a la obra que estos dos titanes nos han dejado como una prueba de la complejidad histórica y riqueza estética de la época que les tocó vivir, y ahora nosotros, cuatro siglos después, recogemos como un legado imperecedero del espíritu.
Don Quijote, dibujo de Miguel elías (23-4-2016)
DIÁLOGO POSTRERO ENTRE SANCHO PANZA Y ALONSO QUIJANO,
OÍDO POR EL AUTOR DEL QUIJOTE.
Gabriel Jiménez Emán
Cide Hamete, autor de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, escribió un diálogo para este libro que hasta ahora no se había dado a conocer, y es dado hoy a la luz con la intención de agregarlo a la célebre obra, y así todas las villas y lugares de la Mancha, de España y del mundo compitan entre sí por divulgar y hacer suyas su fama y su memoria. Dicho episodio comienza cuando Sancho Panza se encuentra ahogado en mares de llanto, viendo a Don Alonso Quijano postrado en su lecho, pocas horas antes de morir.
En una de esas pausas de llanto en que Sancho fue a procurarse un poco de vino para mitigar su sed, Don Alonso sorpresivamente se inclinó, le vio a Sancho y le hizo señas de que se acercase a su lecho. Sancho, ni corto ni perezoso, se aproximó a su amo; aquel le tomó de un brazo y con una sonrisa pícara le susurró al oído:
–Sancho, de haber nacido otra vez, ¿quién habrías querido ser?
–¿Yo… mi señor?
–Sí, Sancho, dime quién.
–Pues usted, mi señor, en otra vida me gustaría ser usted y cabalgar por los campos de Castilla y de España junto a Sansón Carrasco y Sancho Panza.
–¿Estás hablando en serio, Sancho, o de nuevo estás diciendo disparates?
–No, mi señor Alonso Quijano, ya que usted recuperó la cordura y ahora se arrepiente de sus locuras, yo le digo que si mi Dios Jesucristo me permitiera nacer otra vez, me gustaría ser Don Quijote de la Mancha y volver a recorrer los caminos del mundo y ganar batallas y los amores de bellas mujeres. ¿Y usted, señor mío, si a usted le dieran la oportunidad de vivir su vida otra vez, quién le hubiera gustado ser?
–Pues tú, Sancho, me hubiera gustado ser Sancho Panza, un buen hombre que se atrevió a creer en la locura de otro hombre porque sí, sin más esperanza y herencia que ser gobernador de una isla que no existe.
Sancho, dibujo de Miguel elías (23-4-2016)
–Pues entonces estamos a mano, amo y señor mío, nuestras vidas están cumplidas y nuestros destinos realizados, creo yo.
–Así es, Sancho, así lo quiso nuestro señor Jesucristo, que es grande y sabio.
Alonso Quijano dijo esto y después expiró. Sancho tomó el brazo de su amo –que había permanecido hacía pocos segundos temblando sobre su hombro— y lo colocó suavemente en el pecho exánime de Don Alonso.
Cide Hamete, el escritor, y el bachiller Sansón Carrasco los contemplaban a ambos cuando esto tuvo lugar; ellos fueron únicos testigos de las postreras palabras que cruzaron Sancho Panza y Alonso Quijano. Entre Hamete y Carrasco hubo el acuerdo tácito de que tales palabras debían ser insertadas en la novela, pero por algún desconocido percance el diálogo no pudo ser incluido en la edición que el impresor Juan de la Cuesta hizo de El ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, en 1615.
Mientras se dirigían a hacer los preparativos para dar cristiana sepultura a Don Alonso, Sansón Carrasco preguntó a Cide Hamete Benengeli cuál de los tantos personajes que había creado la febril imaginación del Quijote, y que él había recogido en su pluma, le habría gustado ser.
–Me habría gustado ser el Caballero de los Espejos, que es justamente el personaje que tú creaste disfrazándote, para divertirte y darle más vida a Don Quijote, ese es un invento genial, te lo aseguro. Por ello te doy las gracias. Fue el único Caballero que logró vencer en batalla limpia a Don Quijote. ¿Y usted, Sansón, quién le habría gustado ser de entre todas esas fantásticas aventuras imaginadas por Don Quijote?
–Pues le digo con toda sinceridad que mas bien me hubiera gustado ser un escritor diestro como usted, maestro Hamete, con tanta facilidad para manejar esa pluma, la misma que parecía decir “para mí sola nació Don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido.”
–Le agradezco mucho su elogio, bachiller, pero me parece que otorga usted más honores a esa pluma que a mi persona —replicó Cide Hamete, sonriendo apenas y al unísono con el bachiller Carrasco, mientras se encaminaban ambos a contribuir con los arreglos del sepelio. Hamete recogió estos hechos y palabras postreros y los mantuvo largo tiempo consigo, atesorados en un manuscrito de pergamino. El mencionado manuscrito fue hallado hace poco en el anaquel de una vieja posada de Madrid, donde un tal Miguel de Cervantes solía pasar largas horas descansando o escribiendo, por aquel año de 1615.
Mano de Cervantes, de Cándido Pazos
LA MANO DE CERVANTES
Gabriel Jiménez Emán
Aquella tarde de verano, el sol hacía brillar el mar de Italia, donde las naves se preparaban a enfrentarse en batalla. Soldados españoles e italianos se disponen a medir fuerzas contra los turcos en Lepanto. Las armadas de ambos ejércitos se alinean y un gran silencio precede al que será uno de los más memorables enfrentamientos navales de todo tiempo. Los cañones comienzan a abrir fuego desde sus respectivos barcos, cuyas flotas desde lejos semejan grupos de dragones que escupen llamaradas de fuego por grandes bocas de hierro. Mientras más se acercan las naves entre sí, cañones, pistolas y arcabuces son disparados sobre sus contrarios. Se acercan naves grandes y pequeñas buscando invadirse y enfrentarse cuerpo a cuerpo. Miguel de Cervantes es un soldado que hace lo suyo ese día: ataca, se defiende, se mueve de popa a proa, se empina sobre babor para disparar y enfrentar los soldados turcos que vienen del otro bando. De pronto, siente dos fuertes impactos de arcabuz en el pecho, y luego uno en la mano izquierda, que le hacen perder el equilibrio. Se tambalea herido, luego rueda por el suelo del barco. Dos amigos, los soldados Luis y José, le ayudan a incorporarse y le llevan a un lugar donde puedan detener la hemorragia, la sangre que le fluye del pecho y de la mano. Intenta seguir en la refriega, pero el dolor en las heridas aumenta y sus amigos le convencen de retirarse a los sótanos del barco. La lucha continúa; desde abajo Miguel oye gritos, tiros, choques de espada, cañonazos, bruscas caídas en el agua; se queda acostado por horas entre unos sacos y luego se asoma para ver, en medio del humo y de lágrimas de alegría, que la contienda ha sido ganada por los suyos, aprieta los dientes y da un grito de felicidad al ver que los soldados españoles e italianos celebran con vivas su victoria definitiva. Intenta apretar sus puños en señal de júbilo, pero el de su mano izquierda no le obedece, está inmóvil y tiesa.
Su mano izquierda queda anquilosada para siempre, sus dedos inermes y deformes. Pero él sigue con su vida combatiente de soldado y de escritor. Ahora le llaman el manco de Lepanto.
Un día está durmiendo y sueña que su mano derecha ha desaparecido. Da un grito de horror y despierta de la pesadilla, comprobando con alivio que su mano derecha está en su sitio, sana y salva: ahí mismo, debido al miedo, le da la orden de escribir Don Quijote de la Mancha. Desde el otro lado, la mano izquierda se ha puesto muy contenta por este acontecimiento; se mueve para estrechar a la mano derecha y darle ánimos para escribir y llevar a cabo su proyecto. Cervantes ve cómo la mano guerrera y la mano escritora mantienen un diálogo y se hacen mejores amigas; observa, sentado a su mesa de madera, cómo la mano derecha comienza a cumplir la orden.
Muchos años después, luego de concluida la famosa novela, observa, ya viejo y sentado al borde de su cama, los hermosos sucesos que sus manos recuerdan sobre grandes batallas en Lepanto y la Mancha.
LA CONFESIÓN DE SHAKESPEARE
Gabriel Jiménez Emán
Mi nombre es William Shakespeare, y me dedico a escribir y representar obras de teatro. Más que dramaturgo, aclaro, soy actor y director de escena en la compañía de teatro El Globo, donde las obras disfrutan de la aclamación general. A continuación narraré un incidente que cambió mi vida por completo.
Una tarde me encontraba sentado a una de las mesas de una taberna corrigiendo una pieza teatral, cuando mi amigo Christopher llegó con un grupo de beodos que, además de libar copiosamente haciendo alboroto e interrumpir mi trabajo, se pusieron a cantar en voz alta y a bailar con unas mujeres. Luego se cansaron y sentaron a otra mesa, exhaustos. Me acerqué a saludarlos, y al poco rato Christopher me llamó aparte del grupo para manifestarme su contento por una pieza teatral que había concluido, y me invitó a leer otra que llevaba consigo, diciéndome que desconocía a su autor. Me entregó el manuscrito con mucho cuidado y yo lo introduje en mi alforja, lo llevé a casa y lo leí por la noche. Se trataba de una de las piezas de teatro más fascinantes que hubiese leído. Pasé la madrugada pensando en quién podía ser aquel genio.
A la mañana siguiente me dirigí a casa de Christopher con la intención de indagar más acerca de la autoría de la pieza, y éste me dijo que la había recibido, tal cual, de la mano del Conde de Southampton, amigo de la corte y amante del teatro, pero ignoraba si éste la había escrito. Días más tarde busqué una ocasión para estar cerca del Conde, cosa difícil tratándose de un noble, pero le conocía de trato y logré una entrevista con él después de mucho esfuerzo. Le inquirí acerca del origen de aquel manuscrito y me respondió que lo ignoraba, lo había recibido en su casa de manos del mensajero de un autor anónimo, quien lo envió a nosotros con la intención de que la obra fuese representada en algún teatro de la ciudad, dirigida por Christopher o por mí en el Teatro El Globo, compañía donde trabajo junto a un grupo de actores extraordinarios. Le dije que estaba impresionado con la pieza y, si me autorizaba, me dispondría a montarla en la próxima temporada. El Conde me concedió la venia para negociarla y la presenté a uno de mis asociados principales en el teatro El Globo, el señor Fletcher, quien después de leerla me instó de inmediato a dirigirla.
La comedia fue todo un éxito, y el público se reía a más no poder. Durante toda la primavera se representó en distintos lugares de Londres, con asistencia de todo tipo de personas, incluyendo a la nobleza; se propagó incluso el rumor de que la reina de Inglaterra en persona había manifestado la intención de ir a verla, por lo cual los actores estaban muy estimulados. Pasé todos aquellos días con la inquietud acerca de quién podía ser su autor, no descansaría hasta averiguarlo. Hostigué hasta lo indecible a mi querido amigo Christopher Marlowe, –a mi parecer el mejor dramaturgo de Inglaterra- pero éste nunca me dio una respuesta satisfactoria (me pareció incluso que Chris me estaba gastando una broma pesada, que él era su autor y quería divertirse un poco); hasta que un día en una taberna, de nuevo entre tragos efusivos y mujeres alegres, me habló del poeta Benjamin Jonson, cuyas obras había leído, quedando impresionado con su talento satírico; reconozco en sus comedias un gran poder argumental; así como para hacer mascaradas y escribir poemas muy originales, pero esto era otra cosa; Christopher me refirió que Ben había estado en la guerra contra los españoles y me pareció tan interesante su vida y manera de ser, que durante los meses sucesivos me acerqué a él: fue creciendo entre nosotros una firme amistad que nos llevó a compartir infidencias personales. Un día le pregunté si por casualidad no había escrito una comedia con el tema de la pieza en cuestión, le mostré el manuscrito a objeto de descartar su responsabilidad en el asunto; me respondió negativamente, absorto y desconcertado, me dijo estar entregado en esos días a la escritura de poemas, estaba pasando por una crisis amorosa con una dama de alcurnia que lo había abandonado; me confesó, además, que andaba metido en problemas de deudas con acreedores.
A raíz del éxito de la pieza en aquel entonces, anduve con el espíritu lleno de desasosiego, al no poder hacer justicia al autor de aquella obra genial. Un día, cuando yo menos lo esperaba, se apareció en mi casa Ben Jonson, muy alterado, para decirme que estaba en la ruina, y sabía quién era autor de aquella obra, escrita por encargo para el Conde, pero le había prometido a éste nunca revelar aquel secreto, a cambio de una considerable suma de libras. Me habló, con rubor y casi con vergüenza, de un tal poeta Joseph Hall, que vivía desde hace tiempo aislado en un mísero arrabal de Londres. Mi curiosidad pasó al estado de emoción al enterarme de aquel dato. Agradecí con otra buena suma de dinero a Ben cuando me facilitó su dirección. Me dirigí allá al día siguiente, muy temprano.
Una paupérrima puerta de pensión se abrió. Un hombre barbado, muy delgado y mal vestido, pero de frente noble y ojos vivaces, estaba frente a mí. Me miró fijamente, preguntó mi nombre, y al pronunciarlo de inmediato me invitó pasar. En la ruinosa habitación había un catre, una estufa, un escritorio de madera rústica repleto de libros y manuscritos desordenados; algunos de éstos estaban por el piso, junto a botellas vacías, restos de pan y sobras de comida. En un anaquel se apilaban manuscritos surgidos de su pulso desde hacía muchos años, corregidos por él continuamente, según me dijo, buscando para ellos la perfección expresiva y la profundidad en el sentido. El poeta, pálido, mal vestido, ojeroso, me inspiró piedad. Me mostró algunos de sus poemas y la calidad de éstos era sublime, yo jamás había leído algo así, genuino, noble, dotado de una inspiración tan elevada y de una perfección formal completa. A medida que mis ojos recorrían aquellas páginas, mi asombro pasó al rango de éxtasis. Turbado, le manifesté mi admiración.
Le invité a almorzar y beber; lavó su cara con agua de un cántaro y me dijo que poco salía de casa, padecía de un extraño mal, una especie de fobia que le impedía viajar o moverse en grandes espacios, apenas caminaba por las cuadras aledañas a su vivienda o se sentaba en plazas cercanas a leer o a contemplar los árboles, el cielo, las flores o los pájaros. Pero aceptó mi invitación a comer en una posada cercana.
Mientras almorzábamos, le pregunté si no había ido al teatro recientemente a ver su obra representada, y contestó que no, me reiteró que no iba al teatro desde hacía años debido a su enfermedad. A medida que avanzábamos en la conversación, crecía entre ambos una especie de complicidad, difícil de explicar. Llevo mucho tiempo, me dijo, escribiendo tragedias, poemas, farsas y comedias que guardo en un viejo estante, y son leídas casi exclusivamente por Christopher y por una mujer letrada llamada Fanny, a quien amo, y hace a las obras brillantes observaciones. Las entrego después casi todas a Marlowe a cambio de comida, buen vino y el pago de esta humilde pensión, y éste luego las lleva al Conde de Southampton. A mí me domina, como le he dicho, un terrible padecimiento de la mente, una especie de pánico que me impide alejarme del espacio de estas sórdidas cuadras.
Después de comer y beber, su rostro se iluminó, y me sentí orgulloso de haberle acompañado. Me tomó del brazo y me condujo afuera, a la calle. Tenía un semblante patético y una voz trémula. Finalmente me hizo la confesión:
–Debo decirte algo, William querido. Estoy muy contento, porque al fin has venido a mí. No me llamo Joseph Hall, ese es un falso nombre que le he dado a los demás para protegerte, sino Edward Shakespeare, tu hermano mayor, el hermano que la familia creía muerto. Desde hoy puedes disponer de todas las obras que he escrito para representarlas en el teatro El Globo. Estoy feliz, William. Por fin se ha cumplido mi destino.
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