Crear en Salamanca tiene el privilegio de publicar el cuento inédito de la notable escritora Ana María Rodas. Ella es poeta, cuentista y periodista guatemalteca nacida en Ciudad de Guatemala en 1937. Es una figura destacada del panorama intelectual centroamericano. Inició su carrera poética con la publicación de «Poemas de la izquierda erótica» en 1973, seguida luego de «Cuatro esquinas del juego de una muñeca» en 1975, «El fin de los mitos y los sueños» en 1984 y «La insurrección de Mariana» en 1993. Ha sido distinguida con importantes galardones, entre los que se cuentan: Premio Nacional de Literatura «Miguel Angel Asturias» 2000, Premio Libertad de Prensa 1974, otorgado por la Asociación de periodistas de Guatemala, Primer Premio en el Certamen de Cuento de Juegos Florales México en 1990 y Primer Premio de Poesía en el Certamen de Juegos Florales México, Centroamérica y el Caribe en 1990. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, sueco, alemán, hebreo, e italiano, entre otros idiomas.
La joven suspiró profundamente desde que le dio la vuelta a la esquina y vio el color de las paredes: un terracota que tiraba francamente a rojo. Desde afuera, la casa se veía preciosa, con sus antiguos y gruesos muros pintados de ese color alegre, los barrotes de las ventanas rectos y dignos en su apariencia negro mate, los visillos blancos tras las hojas de madera y vidrio. Junto a la puerta de entrada, una de las mejor conservadas en Antigua, había una placa de bronce que anunciaba el nombre de aquel centro de investigación de gran prestigio. Pero ella sabía perfectamente que, en ese momento, aquello no respondía a la realidad.
Cuando conoció a la persona que para entonces era su jefa, Vania, se engañó. Vania era una gringa rubia y de ojos azules, el rostro ligeramente redondo, lo que le daba aspecto de ser más joven. La luz del sol le brincaba sobre el pelo y Marisa creyó que la mujer que le hablaba podría estar emparentada con los ángeles.
Dejó de prestarle atención a la visión y comenzó a escuchar lo que Vania estaba diciendo
—…y como yo sé que a ti te gustaría… ¿por qué no vienes a hablar conmigo la semana entrante? Ahora no tengo tiempo porque debo atender a un arquitecto que llegó ayer desde Argentina, y mañana me voy a la finca de mis padres en el lago.
Marisa iba a saber después, cuando ya había caído en la trampa, que el lago era el de Atitlán, a donde Vania se la llevaba algunos fines de semana. No para que descansara o se acostara un rato al sol en la playa. No, esas eran actividades que Vania se reservaba para sí. Después del desayuno, como si se trata de cualquier día de trabajo, la joven debía sentarse frente a la computadora y pasar en limpio aquellos garabatos que la jefa llevaba.
—Así avanzamos, porque ya falta poco tiempo para hacer la presentación de las joyas de la institución— decía, y desaparecía entre los cafetales que rodeaban la casa, en dirección a la playa privada, de donde regresaba a tiempo para almorzar, hacer una breve siesta y luego echarle una mirada a lo que Marisa había escrito. Jamás estaba satisfecha
—No, no es esto lo que yo quería. Mirá bien en los apuntes que te dejé. Aprovechá la luz que hay ahora para volver a escribir, porque de lo contrario va a ser un fin de semana perdido.
La dejaba otra vez frente a la computadora, tratando de darle forma a aquellas escuetas frases pergeñadas a la carrera pero que abundaban aunque no guardaran gran vínculo entre sí. Debía dormir tarde las noche de viernes preparando las hojas incomprensibles porque, mientras el chofer conducía el carro desde Antigua hasta las inmediaciones de San Jorge la Laguna, Vania dormía como una bendita.
Al llegar a la casa de la finca despertaba súbitamente, bajaba su bolsa y una carpeta de plástico con los apuntes de marras. Como por arte de magia aparecían dos o tres indígenas que le hacían reverencias y se encargaban de llevar la maleta y otros objetos a la habitación de la señora. Marisa llevaba su maleta a un cuarto pequeño húmedo y poco acogedor, situado en una parte de la casa que veía al sur. El sol jamás le daba a esas paredes, que recogían la lluvia y la humedad que subía desde el lago en cuanto el sol se ponía. Aún en la época de calor tenía que dormir muy abrigada. A veces hasta con un gorro de lana.
Mientras Vania hacía una segunda siesta, Marisa, casi de puntillas, recorría la casa, porque le gustaba mucho. Los padres de su jefa la habían arreglado con muy buen gusto, utilizando muebles de madera de Totonicapán y Nahualá. Tejidos de diversas partes del país. Pero casi nunca estaban allí. Vivían en California y solo dos veces al año viajaban a Guatemala. Marisa se preguntaba por qué le habían puesto ese nombre hebreo a la hija, pero no le interesaba tanto como para averiguar. El cafetal prosperaba bajo los cuidados del mayordomo de la finca, un hombre flaco y de piel arrugada y oscura por el sol, cuyos rayos se magnificaban sobre la superficie de aquel lago, que estando casi a sus pies, le estaba vedado.
Solo después de la cena, durante la cual Vania bebía media botella de vino porque le ayudaba a dormir, Marisa se escurría por un senderito que de pronto perdía cafetales y gravileas y le permitía ver el cielo en todo su esplendor, enmarcado entre montañas y volcanes.
Por las mañanas el lago era un espejo y el agua ni se movía. Pero en las noches, luego de la entrada del Xocomil, el viento al que le tenían terror en todos los pueblos alrededor de lago y que se presentaba como a las tres o cuatro de la tarde, hacía olas con un ruidito peculiar que arrastraban las piedras volcánicas de quién sabe cuántos miles de años, sobre la arena, tal vez de la misma edad de las piedras. Restos del fuego de uno o varios volcanes que estallaron violentamente hacía siglos y que además de arena y piedras pulidas por el agua, habían dejado encajadas, en las laderas de las montañas, rocas de tamaño inmenso.
Después del almuerzo del domingo, subían nuevamente al carro y regresaban a Antigua. Era un alivio para Marisa, que corría a bañarse, cambiarse de ropa e ir a sentarse en alguno de los bancos del parque, si aún había sol, o bien acomodarse en alguno de los restaurantes donde ya no había señales de los capitalinos que invadían la ciudad el fin de semana. Los turistas, en su mayoría mochileros, aparecían entonces y había conversaciones alegres, risas, comida sustanciosa, tal vez la invitaban a ir a bailar con algún grupo de ellos.
Pero el lunes, a las ocho en punto, en su oficina, a continuar con ese trabajo que no comprendía: escribir algo que Vania le indicaba, dándole instrucciones como si fuera una niña retrasada, terminar la tarea y comenzar a sentir un dolor en el vientre porque debía ir a enseñarla.
—No me entendiste, eran las primeras palabras de Vania, que lucía roja por el sol del fin de semana, y que iba disgustándose y poniéndose más roja.
—No era eso lo que quería, repetía una y otra vez hasta que a Marisa le daban ganas de llorar.
—Escribilo otra vez, pero fíjate bien en lo que necesitamos porque el tiempo se nos está acabando.
Varios meses llevaba Marisa escribiendo y reescribiendo lo que le pedía su jefa. Había llegado a pensar que ni la propia Vania sabía qué era lo que había que escribir para hacer una descripción de los libros y documentos que iban a ser expuestos en el vestíbulo del Banco de Guatemala.
Marisa había examinado prolijamente los libros, había hecho apuntes de sus características, y había redactado las fichas que iban a explicar al público lo que veían a medias tras los cristales de las vitrinas donde iban a ser expuestos.
Nombres de autores, temas de los libros, fechas de publicación, forros de piel, cantos y bordes dorados, tipos de papel, métodos de encuadernación… nada se le había escapado. De hecho había disfrutado mucho el aprendizaje y sus conversaciones con el dueño de una imprenta antigüeña, que no solo conocía muy bien su trabajo sino mucho de cómo habían evolucionado los libros desde la época de la colonia.
Lago Amatitlan, de Pablo Tovar Henry
Nada de eso servía para las exigencias de Vania. Marisa iba acostumbrándose casi a no fijarse en cómo la mayoría de las mujeres del personal salían poco más o menos llorando de la oficina de la Directora y cómo se les marcaban las arrugas o se les encendían los rostros a los hombres en circunstancias similares.
Solo descansaban cuando el arquitecto argentino — Marisa no se explicaba al principio para qué pagar pasajes tan caros, hoteles tan lujosos para que el tal Santino García Álvarez viniera al menos una vez al mes a aconsejar a Vania cómo tenía que organizar su dichosa exposición — aparecía en Antigua y desaparecían ambos en viaje a Guatemala, para comprobar dónde y cómo iban a ir los paneles de exhibición.
También sentía alivio Marisa cuando los viernes por la tarde regresaba a la ciudad. Desde el principio había decidido viajar a Antigua el lunes por la mañana y regresar a Guatemala el viernes. Le encantaba la ciudad y caminar de la casa al trabajo le había parecido un lujo. En efecto era un lujo, y aunque el gozo se desleía cuando entraba a la casa de muros color terracota, siempre estaban las tardes de viernes y algunas desapariciones ocasionales de Vania que se hacía humo hacia el mediodía y no regresaba ya sino hasta el día siguiente.
Una tarde de esas, hermosas porque Santino y Vania estaban en Guatemala, una de las asistentes del archivo fotográfico le contó a Marisa cierta historia que le dejó mal sabor en la boca durante varios días.
Un guatemalteco que vivía en Francfort con su mujer e hijos había venido a pasar vacaciones con sus padres y conoció por casualidad a Vania, quien extendiendo todo su encanto y seducción apenas lo conoció, lo había convencido de venir a trabajar a Antigua, al centro de investigaciones que dirigía, proponiéndole un salario en dólares muy atractivo aun para quien ganaba una paga europea.
El hombre regresó a Alemania, acordó dar en alquiler su casa por un período de cuatro años, pagó los pasajes a Guatemala para su mujer y dos hijos, que por cierto no hablaban español, y se aposentó con la familia en Antigua. Todo iba muy bien, le dijo la asistente del archivo a Marisa, hasta que el hombre no aceptó las condiciones ocultas que llevaba su trabajo y rechazó los avances amorosos de Vania.
En ese momento el hombre se quedó sin trabajo en Guatemala, sin dinero para regresar con su familia a Alemania, sin certeza de obtener allá un trabajo con salario similar al que recibía antes de venir a Antigua. Y sobre todo, sin poder romper el contrato de alquiler de su casa porque ello significaba pagar una indemnización para la cual no contaba con fondos.
Durante los dos meses y medio que había pasado en Antigua su salario se había ido en comprar algo de mobiliario para la casa que había tomado en alquiler, los gastos de casa normales, el pago inicial de un automóvil. Tuvo que ir a parar a la casa de los padres con mujer e hijos y nadie sabía, en Antigua, qué había sido de él y su familia.
Entre semana Marisa vivía en una habitación hermosa en la casa de una familia antigüeña, situada frente al primer patio, lleno de macetas con plantas y flores. Tenía su propio cuarto de baño y podía utilizar la sala principal cuando quisiera, ya que la familia por lo general se reunía en el comedor, ante tazas de café o chocolate, que bebían despacio, acompañadas de champurradas de la panadería del Cuchi Cuchi y se retiraban temprano a sus propios aposentos.
Luego de la historia de la familia que se había quedado varada en Guatemala sin poder regresar aparentemente a Alemania, comenzó a comprender por qué Vania gastaba tanto dinero de la institución en los viajes del argentino. Y llegó a enterarse, porque en Antigua con poco que se pregunte la información desborda las conversaciones: que Vania era verdaderamente antojadiza y berrinchuda, contrataba personal al que embrujaba con salarios muy por encima de los normales en el país, pero por alguna razón, nadie se quedaba trabajando en la institución más allá de seis o siete meses.
Uno de los juegos favoritos de los antigüeños era apostar cuánto tiempo iba a durar la persona recién contratada en aquella institución que dirigía Vania. Quienes llevaban más tiempo trabajando allí desempeñaban trabajos muy especializados y la jefa no los martirizaba generalmente porque eran difíciles de sustituir.
Aun la persona que había recomendado a Marisa, y que llevaba poco más de dos años de trabajar allí era presa de ataques de llanto que escondía metiéndose rápidamente al baño de la jefa, pero la propia Vania había comenzado a criticar ante todo aquel que quisiera escucharla, los errores que Amparo iba cometiendo constantemente, porque era tonta. No era cierto, Amparo manejaba el programa que atendía con gran eficacia, pero Vania, era incapaz de manejar su propia enfermedad.
Cierto día Marisa meditó en que Vania se consideraba poca cosa. Apenas había terminado una maestría, cuando sus propios padres tenían doctorados y la mayoría de la gente que contrataba, o contaba con el doctorado o estaba estudiándolo. Se sentía segura, pensó la joven, maltratando a personas a las que consideraba mejor dotadas que ella. Sentirse más poderosa que aquellos a quienes temía porque académicamente los consideraba superiores le daba un sentido de seguridad. Esa fue la conclusión a la que llegó la joven cuando regresaba desde un pueblo cercano a Antigua, a donde se había dirigido por la tarde para pensar qué iba a hacer con esa vida miserable que llevaba bajo la bota de Vania.
Llegó y pasó el tiempo de la exposición de las joyas de la colección de la Sociedad de Investigaciones del Istmo Centroamericano, nombre de la institución. Y aunque todo el mundo que la había visitado había salido satisfecho de lo observado y aprendido, Vania estaba molesta, furiosa a ratos. Totalmente inconforme. Era tal su disgusto que cierta tarde llegó al punto de gritarle en público a uno de sus investigadores principales, que la dejó chillando frente al resto del personal, convocado para una reunión extraordinaria.
Había entrado tarde al salón. Miró agresivamente a todas partes y anunció que los miembros del patronato de la institución habían advertido de su llegada de manera intempestiva y que había que preparase para recibirlos y darles las informaciones que solicitaran sin hacer quedar mal al Centro. Por unos segundos Marisa pensó que iba a decir sin hacerme quedar mal a mí.
Para entonces, Santino continuaba viajando a Guatemala mensualmente, y el pretexto era que se preparaba una exposición jamás vista. Que se inauguraría en la capital para recorrer luego otras ciudades en diversos puntos del país. Era un proyecto de varios millones de dólares, y que no tenía nada que ver con los motivos por los cuales había sido fundada la entidad dos décadas atrás. Vania había dado un salto prodigioso desde el terreno de la investigación académica y el acopio de libros y archivos que formaban la internacionalmente conocida colección de documentos históricos que poseía la Sociedad, al de la denuncia social. Los temas principales de la supuesta exposición eran las desigualdades entre los mestizos y los indígenas, y las causas de tales diferencias.
Todo, expuesto mediante fotografías, algunos objetos esbozados de momento en tinta china sobre papel por el argentino y que resultaban difíciles de calificar, así como carteles y pancartas que, según explicaba Vania, iban a despertar reacciones de diversos tipos entre los asistentes a la exposición, para hacerlos meditar sobre su responsabilidad en las causas del racismo, la pobreza y otros desequilibrios existentes en el país.
El director de eventos, encargado también de interpretar y darle forma a las ideas desmesuradas que a Vania se le iban ocurriendo tenía ya varias semanas de jugar con la idea de abandonar el trabajo. Había tenido que morderse muchas veces la lengua mientras preparaban la exhibición en el Banco de Guatemala, pero recordaba la situación en el país y la familia que debía mantener, así que callaba, hundía la barbilla en el pecho y aparentaba leer algo que había puesto sobre las piernas.
Marisa comenzaba a agotarse. Si la exhibición de los libros y documentos le causó un desorden nervioso que se reflejaba en los dolores de estómago que le desaparecían como por ensalmo en cuanto dejaba el trabajo, comenzó a calcular el daño que iba a tener que aguantar por la exposición faraónica que Vania pensaba montar y que la hacía tratar aún peor al personal de la Sociedad.
Sus malos modales iban en aumento a medida que se acercaba la llegada de los integrantes del patronato. Los empleados vagaban como fantasmas por oficinas y corredores. Marisa tomó una determinación. No tenía familia que dependiera de ella, y con suerte, podría recuperar su antiguo puesto en una agencia de noticias. Sólo había que renunciar a aquellos treinta mil dólares anuales, que traducidos a la moneda local era una suma superior al sueldo de cualquier periodista.
Pero ya no vería a aquella colección de personas que caminaban como zombies en cuanto salían de la oficina de la jefa. Echaría de menos a los pijijes que vivían en el primer patio, al jardinero que se encargaba de ponerle dos veces por semana flores frescas en su escritorio, la distancia corta entre la casa y el trabajo. La alegría que le hacía brincar el corazón cuando, en una curva del camino de regreso, vislumbraba al Volcán de Pacaya, su favorito de siempre. Al que subía por lo menos media docena de veces al año.
El Volcán de Agua y sus hermanos, el de Acatenango y Fuego se le habían arruinado —esperaba que no fuera para siempre— porque ya los había asociado con la gringa malhadada, así como se le habían arruinado las calles, las casas, los cafés, las fachadas de las iglesias. Antigua era ya, para ella, una serie de lugares odiosos, barrizales y calles desprovistas de árboles en las que, a mediodía, el sol quemaba con furia.
Antigua , de Armando Fallas Varela
Finalmente, los miembros del patronato llegaron a Antigua. Vania había arreglado con mucho cuidado el orden en que iban a entrevistarse con los empleados. Primero, aquellos a los que no podía vejar abiertamente porque eran los especializados, muy difíciles de sustituir y que por lo tanto, iban a hablar de sus tareas, nada más. Luego a los miembros del equipo de finanzas, que no se atreverían a mayores cosas porque en ninguna otra parte encontrarían jamás salarios equiparables a los que ganaban a cambio de aguantar a Vania.
Habían desaparecido como por arte de magia los recién contratados para ayudar a crear la exposición soberbia y jactanciosa mediante la cual Vania creía que iba a situarse en un lugar preponderante, no en Antigua, demasiado pequeña para sus ínfulas, sino en todo el país. Los nuevos empleados ya sabían del carácter de la jefe, a quien le importaba un pepino si delante de sí tenía a uno de los escritores mayores o a uno de los fotógrafos más sutiles del país. Rompía los textos o gráficas que le presentaban, los denigraba abiertamente, les exigía volver a hacer el trabajo, lo que era una novedad para ellos, acostumbrados a que su obra fuera respetada y apreciada. Pero el dinero suele aconsejar mal.
Ellos no iban a entrevistarse con nadie del patronato, de todas formas. Aún no estaban entrenados suficientemente.
Marisa estaba entre los últimos de la lista, pero se preparó. Había decidido renunciar ante ellos y no ante Vania. Como pretexto, le explicó a uno de sus compañeros, afirmaba que tenía la oportunidad de estudiar un doctorado en España. Que posiblemente al finalizar sus estudios trataría de recuperar su puesto, si no había problema en ello.
La tarde anterior, cuando los visitantes habían salido del salón de sesiones se encontró con ellos, los saludó casi con una reverencia y esperó a que abandonaran la institución para irse a su casa y sentarse frente a la computadora a escribir el texto de su renuncia. Al terminar, por primera vez en mucho tiempo se sintió libre, ligera de corazón y al salir a cenar Antigua había recuperado la prestancia que la caracteriza.
Solo hasta muchos meses más tarde regresó a la ciudad el chisme de por qué la mujer había dejado su puesto. En el fondo, todo el mundo estaba aliviado porque Vania no se había hecho querer jamás. Y el reporte completo que Marisa compartió con los miembros del patronato al iniciarse su entrevista con ellos tenía detalles, enumeraciones y minucias sobre la conducta de Vania a lo largo del tiempo en que había reinado en su puesto. Nadie imaginaba que existían, que podían salir a luz y verificarse, si fuera necesario.
Vania habría hecho bien en pensar dos veces que Marisa era periodista antes de ofrecerle el empleo aquella mañana en que la joven la encontró frente al restaurante de Doña Luisa, y el pelo de Vania, dorado por el sol, le otorgaba un aspecto angelical e ingenuo.
Doncella, de Pablo Tovar Henry
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