Leocádia Regalo, Álvaro Alves de Faria, A. P. Alencart y Jacqueline Alencar, autores y traductores del poemario
Crear en Salamanca tiene el privilegio de publicar el texto de presentación preparado por el escritor Juan Carlos Martín, en torno al poemario A DUAS VOZES, A DOS VOCES, de Álvaro Alves de Faria (Brasil) y Leocádia Regalo (Portugal), publicado por Trilce Ediciones (Salamanca, 2018), con traducción de Alfredo Pérez Alencart y Jacqueline Alencar; pórtico de A. P. Alencart y pinturas de Miguel Elías. Dicha presentación se celebró en el Centro de Estudios Brasileños de la Universidad de Salamanca, el pasado 17 de octubre, dentro de las actividades del XXI Encuentro de Poetas Iberoamericanos.
Alves de Faria y Regalo, en la presentación (foto de J. Alencar)
‘A DUAS VOZES / A DOS VOCES’
En cada poema se puede raspar el relieve de las sílabas hasta hallar la máscara del poeta. El poeta y la poeta pueden aspirar a deshacerse de ella buscando espejos develadores, pero todo espejo de fabricación propia está condenado a la parcialidad, a la fragmentación, para la protección del rostro. Se necesita el espejo del otro, que sea también poeta, pero que, en la igualdad, sea diferente: ambos personas, pero hombre y mujer; ambos de habla portuguesa, pero de extremos distintos (en sus léxicos, peculiaridades e imaginarios); ambos artistas de la palabra, pero con tonos y estilos diferenciados.
No tenemos, pues, dos voces que se alternan, sino una exploración poética y personal a dos voces.
La figura del espejo, el misterio del rostro, es uno de los temas más presentes en este diálogo. Pero no sé si “diálogo” es la palabra adecuada. Tal vez sea un partido de tenis; o de ping pong, por el acortamiento de la distancia; o de pelota vasca, de frontón, por chocar ambos contra una pared (la imposibilidad de definir los objetos de su conversación). Pero nada de eso vale, porque entonces estaríamos hablando de quién se lleva el punto, y aquí se trata de algo muy diferente. Creo que solo hay una ocasión en la que parece que “discuten”. Tampoco veo la parte lúdica de la pelota, ni siquiera la previsible complicidad tras haberse puesto de acuerdo en escribir este poemario. Lo que palpo es más bien un fuerte sentido de compromiso. Se produce un continuo traspaso de la patata caliente sobre el sentido, la esencia, la utilidad, ¡ay, la utilidad!, de la poesía. Los poetas sienten pudor al hacerse a sí mismos ciertas preguntas en voz alta, pero encuentran consuelo al recibir respuesta… No sé si respuesta, pero, en todo caso, sí la recepción que permite llegar a la noche mil dos y seguir contando.
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Juan Carlos Martín Cobano en el Centro Brasileño
¿Buscan eco el uno en el otro? No, en realidad son dos Sherezades, como insinúa Leocádia en el poema 4, que ponen su esperanza la una en la otra para que las mil y una noches sean infinitas.
¿Hay influencia recíproca? Para enriquecer su arte verbal, un poeta reflexiona sobre qué es la poesía, pero, como escuché decir al gran António Salvado al calor de una sopa en Toral de los Guzmanes: “Cuando decimos que vamos a hablar de poesía, siempre acabamos hablando de poetas”. Por eso mismo, las poetas y los poetas necesitan encontrarse en las Salamancas del mundo o en la correspondencia reflejada en este libro, que es el ejercicio más valiente que concibo. Dice el proverbio bíblico: “Hierro con hierro se aguza; Y así el hombre aguza el rostro de su amigo”. La amistad, pues, la fraternidad poética, cuando se ejercita, templa la espada del hermano, la afila y le pone un espejo delante, un cojín de seda que rasgar como Saladino con su alfanje. El roce de los dos filos aguza aún más los metales, pero, sobre todo, destila gotas de verdad. Entre otras cosas, se preguntan si sirve para algo la poesía ¿Para denunciar acaso? Regalo advierte: “El muro de las lamentaciones / se desmorona en acusaciones. / Lo cierto es que los agravios / las quejas los pecados / desbordan la capacidad / de denuncia”.
Lectura de J. Alencar, con A. P. Alencart, Faria y Regalo (foto de Joao Rasteiro)
Lo mejor del libro, a mi juicio, es la insuperable colección de metáforas, símiles y figuras de todo tipo con que se trata de explicar la esencia de la poesía, o al menos del quehacer poético. Sí, en todo caso el quehacer o el anhelo poético, porque ambos autores (sobre todo él) insisten en más de una ocasión en la imposibilidad de definir, casi diría que de escribir, la Poesía. Se palpa la frustración, resignada pero no rendida, que no obstante sigue alimentando su objeto inalcanzable. Leemos de Faria: “La poesía me hace morir todos los días, / como si la vida fuese un poema, / y no es nunca será”; “Quería ser el poeta de mi calle… ojalá tuviera la sensación del deber cumplido”; “Me falta andar dentro de mí, / buscándome inútilmente, / como el poeta que ya no soy”; Leocádia Regalo menciona la “poesía que escribo en esta arena / asolada por inminentes temporales”.
Existe una distancia infranqueable entre la poesía y el poema, y entre ambos y la vida, como si vivieran en dimensiones distintas. No se queda en la mera frustración, llega a la destrucción, al daño del cuchillo recurrente en este libro, es “la llaga encendida que quema” todo lo que el poeta crea o pergeña. Poesía, entrópica en su autodestrucción efímera, se quema, se estrella, y ahí está, en los veintiún gramos.
Lectura de A. P. Alencart, con Alves de Faria y Regalo (foto de J. Alencar)
Se ceden el uno al otro guantes gruesos y aislantes para enfrentarse “al alto voltaje de la página en blanco” (Leocádia). Ambos parecen en varios momentos sentirse culpables de ser irremediablemente fieles al llamado de la poesía: “No tengo donde llegar; /la poesía me hirió para siempre”, dice él. Ella confiesa en los últimos versos del libro que busca un “Canto… que… apacigüe / toda esta culpa mía / de haber entregado a la poesía / esta máscara impenitente / que cubre mi rostro / en cada poema”. Este es uno de los campos imaginarios o poéticos más presente: el del espejo y el rostro. Pero en su exploración se ayudan también del combate entre recintos y espacio de vuelo y navegación. Pueden ser recintos sagrados (templos, catedrales iglesias, monasterios) y no sagrados (celdas, la casa, la intranquila morada, las paredes; incluso bolsillos, cuadernos, lugares al fin y al cabo donde guardar algo); se enfrentan al vuelo con alas rotas o prestadas, aparecen en numerosas ocasiones con pies mojados (de navegante, de náufrago). Él dice casi al principio: “Hoy vivo con los pies mojados / y con las alas rotas / dentro de un espejo /que no sé dónde guardé”. Navegación, vuelo, rostro, alojamiento son hilos que trenzan a cuatro manos este bendito experimento.
He detectado un solo caso en el que parecen discrepar explícitamente. Tiene que ver con otra de las figuras recurrentes en el libro, la de la vida de las flores. Ella concluye uno de sus poemas diciendo: “Cultivar flores y saber florecer / —un designio al que los dioses / vinculan el poeta”. Pero él la trata de desengañar: “Perdidos en sí mismos, / los poetas ya no cultivan flores; / solamente las que están enfermas”, y sigue: “cuando yo era poeta…”. De todas formas, cuando antes ella había dicho: “Vegetal debería ser / la vocación del poeta / … / Entonces la poesía sería savia”, él complementa: “Entonces la poesía sería savia / y el poeta el tallo de sí mismo”, para culminar con algunos de los versos, en mi opinión, más potentes del libro: “Poeta condenado a la vida, / actúo en legítima defensa / para lanzarme a los abismos / con mis alas rotas. / Los abismos me engullen / y entonces siento la poesía / y su cuchilla / que me atraviesa”.
Juan Carlos Martín, Álvaro Alves de Faria y Leocádia Regalo (foto de J. Alencar)
Entre los versos de Leocádia Regalo destacaría los ya citados que ponen fin al libro, pero también esta sencilla y gigantesca declaración: “Porque una sola palabra / basta para dibujar la curva del asombro”.
Una clave trascendental de su vivencia de la vocación poética la encontramos en el sexto poema: “No tengo donde llegar; / la poesía me hirió para siempre” (Álvaro); “La poesía me hirió para siempre / con una flecha envenenada / con el asombro y el milagro” (Leocádia). Herida, cuchillo, corte, dolor y, aquí, flecha envenenada impregnan el poemario de un sentido de lucha, agonía, arrastrada desde el pasado, imposible de abandonar. A este respecto, tengo la sensación de que él se alimenta del concepto herida para seguir viviendo la poesía, mientras que ella se atreve a darnos una visión menos atormentada, en ese mismo poema 6: “Reconciliada con la herida / la poesía nace ilesa / inadvertidamente poseída / por el fulgor de las mañanas luminosas / por la profunda inquietud / de las preguntas abiertas / por la alianza persistente / entre lo que se dice y no se dice / como si fuera un misterio”.
¿Conclusión? No hay conclusión. El poema final (nunca el adjetivo “final” fue tan inadecuado) no pone el colofón con ninguna máxima. Todo lo contrario, contiene los versos más vacilantes de todo el libro: “Solo quiero volver, / pero no sé a dónde”, seguido de cinco “tal vez” y una nueva constatación de la herida de la poesía, por último en forma de culpa.
Sí, es una lucha, semejante al agon unamuniano con su fe, que aquí se libra en torno al misterio de la poesía. Y no salimos ilesos. Encontrar buenos compañeros de armas es uno de los mejores lujos que nos podemos permitir en estas lides. Así que enhorabuena a ambas voces.
[PD: propongo recorrer el libro de final a principio en su segunda lectura]
Juan Carlos Martín Cobano
Salamanca 2018
Los poetas Álvaro Alves de faria y Leocádia Regalo (foto de J. Alencar)
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