Antonio Gamoneda y Alberto Hernández (Foto de A. H. Cobo)
Crear en Salamanca agradece y publica esta entrevista-encuentro realizada por el escritor Alberto Hernández (Calabozo, 1952), poeta, narrador y periodista. Egresado del Pedagógico de Maracay, realizó estudios de postgrado en la Universidad Simón Bolívar (Caracas) en Literatura Latinoamericana. Fundador de la revista literariaUmbra, es colaborador de revistas y periódicos nacionales y extranjeros. Su obra literaria ha sido reconocida en importantes concursos nacionales. En el año 2000 recibió el Premio “Juan Beroes” por toda su obra literaria. Ha representado a su país en diferentes eventos literarios: Universidad de San Diego, California, Estados Unidos, y Universidad de Pamplona, Colombia. Encuentro para la presentación de una antología de su poesía, publicada en México, Cancún, por la Editorial Presagios. Miembro del consejo editorial de la revista Poesía de la Universidad de Carabobo, Venezuela. Se desempeña como secretario de redacción del diario “El Periodiquito” de la ciudad de Maracay, estado Aragua, Venezuela. Parte de su obra ha sido traducida al inglés, al italiano y al árabe.
FOTOGRAFÍAS DE JOSÉ AMADOR
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Los pasillos improvisados de la 10ª Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo, el 7 de noviembre de 2009, estaban a reventar. El Centro Comercial Metrópolis de la ciudad de Valencia era un hervidero de gente en la parte más baja de su estructura. Un largo corredor avisaba al fondo de que algo estaba ocurriendo en ese lugar. Salían y entraban con bolsas o con un libro bajo el brazo. En los cubículos se anunciaban los encuentros con los invitados especiales. En uno de ellos está Antonio Gamoneda, Premio Cervantes 2006, también Premio Nacional de Poesía de España 1988 y Premio Castilla y León de las Letras 1985.
Es un hombre mayor, con una cabeza inmensa y unas cejas pobladas. Sonríe como si llorara. Un poco antes de su participación en el homenaje a Rafael Cadenas, en el cual leyeron juntos, me le acerco con cierta timidez y lo abordo. Me recibe con la misma sonrisa de llorar y le extiendo la mano. Se trata de la misma mano de aquella “pausa mortal” del poema que lleva, precisamente, “Manos” como nombre. Lo invito a conversar brevemente porque en pocos instantes lo llamarán a leer. “Podemos hablar de pie, es más vital”, me dice.
– Usted dijo una vez que la poesía le había enseñado a leer en medio de la guerra.
– La poesía me enseñó a leer, me enseñó las primeras letras y muchas otras más, en medio del dolor de ver la muerte en las calles. Es una forma muy dura de hacerlo, pero así sucedió.
—¿Ese aprendizaje le condujo a afirmar que sus “únicas pasiones eran la pobreza / y la lluvia”?
—Traes a este momento unas imágenes que me siguen conmoviendo. Sí, por esos trechos va la vida que he vivido. La pobreza la viví. La lluvia la sentía en medio de esa realidad.
—Poeta, imagino que “Ahora siente la pureza de los límites / y su pasión no existiría / si dejase su nombre”.
—Vaya, vuelves con el poema…
—Sí, es “Aún”, que aparece en el Libro del frío.
—Ummm. A esta altura siento eso… quedan huellas, rastros. Uno no termina de morir… siempre hay algo allí que respira, que nos respira en los oídos.
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Edda Armas le hace señas para que se acerque. Lo invita a la mesa donde ya se encuentra el poeta Rafael Cadenas. Entonces el viejo escritor me roza el brazo derecho y me dice con un gesto que debe marcharse. Lo dejo ir. Me han quedado muchas preguntas en la boca, en la punta de la lengua. Pasadas varias semanas luego de este encuentro, apareció una nota que señalaba la desaparición del manuscrito de un libro en la capital de Cataluña; al respecto, recuerdo una entrevista con Elena Hevia en el diario El Periódico de Barcelona. Allí el poeta dijo a propósito de ese tema: “Eran unos folios, escritos a pluma en una carpeta negra de Bankinter con unas flores que yo mismo dibujé. No los había pasado todavía al ordenador. Son poemas que se hacen sin conciencia de lo que se hace y si se pierden es para siempre”.
Comienza la lectura. Gamoneda lee pausadamente. Cadenas también. Entran y salen de sus imágenes. Se miran y juegan con las páginas que auscultan. Gamoneda con un grueso libro y el venezolano con una carpeta donde guarda celosamente lo que trajo para este encuentro.
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Con los aplausos me le acerco nuevo al poeta leonés y le doy las gracias por la cortísima conversación y le añado a la despedida otro deseo de que no se vaya aún de mi lado:
—Hay un texto suyo titulado “Sábado”, aquí lo tengo junto con otros anotados en un papel —le espeto—, donde habla de una etapa de la vida. Dice: “Así es la luz de la vejez, / así la aparición de las heridas blancas”. Más adelante, en uno que se me ocurre suelto y en el poema “Vi lavandas sumergidas”, añade: “Esto era el destino: / llegar al borde y tener miedo de la quietud del agua. // Así es la vejez: claridad sin descanso”. Esa insistencia, ese decir, ¿qué nos dice y qué no nos dice?
—Mucho. Estoy viejo y cada día que pasa hay más luz. Algo dice de la experiencia que pueda significar la muerte.
Me disculpo por haberle abordado de esa manera y vuelve a sonreír con el mismo gesto de llorar. Se aleja acompañado de quien creo es su esposa. Siento que es la primera y última vez. Que ese hombre lejano, que habla el mismo idioma y lo hace con tanta propiedad, se quedará en mis ojos, en mi memoria. Siento que ya no estará cerca de mi impertinencia. Al verle sonreír, busco, más tarde, con mucho afán, el poema “La memoria es mortal”: “Algunas tardes me sorprendo / lejos de mí, llorando”. Y entonces entiendo su sonrisa, sus ojos caídos, tristes. Tanta pobreza en el pasado, tanta guerra y, después, tanta belleza.
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