Poemas del vallisoletano-salmantino Quintín García. XVI Encuentro de Poetas Iberoamericanos. Pinturas de Miguel Elías

 


 

Crear en Salamanca publica, en esta ocasión, algunos textos del destacado poeta Quintín García, extraídos del volumen titulado Decíamos Ayer, antología del XVI Encuentro de Poetas Iberoamericanos realizada por Alfredo Pérez Alencart, poeta, profesor de la Usal y director del Encuentro. Así escribe Quintín, como anticipo:

 

 

Cuando cae hoy la tarde
hacia la noche y están
ardiendo ahí fuera los fuegos
de artificio de la Farsa, solo
espero de ti, Niño de la Navidad,
un ardoroso beso de Luz que incendie
nuevamente la tibia
epifanía de tu Carne
en mi carne
por si la Amanecida.

 

 

 

 

 

Quintín García González (Piña de Esgueva, Valladolid, 1945), es sacerdote dominico, poeta, narrador y periodista. Desde hace años vive en Babilafuente (Salamanca). Ha ganado numerosos premios literarios, tanto de poesía como de relatos y novela corta. Entre sus poemarios publicados están Carne en fulgor (2006, San Sebastián, Premio Kutxa Ciudad de Irún); Del invierno a la luz (Asociación Cultural “El Zurguén”. Morille, Salamanca. 2009). Y las novelas cortas  A título póstumo (2001, Primer Premio del I Certamen de Novela Corta Ciudad de Dueñas) y Viaje y resurrección de Lázaro de Tormes (Hergar, Salamanca, 2013)

 

RECITAL DE PALOMAS PARA FRAY LUIS

 

Decíamos ayer dijiste, fray Luis,

mientras arrancabas la postrer inquisición

a tus palabras, libres al fin como palomas 

de ardorosos zureos surcando

el fulgor alto, claro,

de la piedra

en la fachada clara

de la Universidad.

 

Decíamos ayer nos dices hoy, fray Luis

de León  y de estas torres altas, claras,

de Salamanca a través de los libres zureos

de tus versos que gritan tu memoria, hecha

armonía de bronces frente al tiempo, ecos

deleitosos esculpidos en la piel

del Tormes, ansias

de luz.

 Memoria

tejida con escondidas sendas de palomas

en delirio azul de libertades surcando

los altos cielos en oro y piedra clara

de Salamanca.

 

                           

 

 

 

MADRID, UN 11 DE MARZO, TAN TEMPRANO

    (Cantar de ciegos)

 

                           

A las víctimas de los trenes de Atocha,

Santa Eulalia  y El Pozo (Madrid).

Con temblor.

 

 

1

 

En un mar de picas y ténebres

alfanjes encrespados, herido ya

de muerte el postrer

fulgor de las estrellas, noche

aún, noche de oscuros

signos y señales en los astros, noche

de hielo y sangre en los espejos, noche

de rosas rotas por la escarcha asesina,

    temprano

                            corren cuádrigas desbocadas hacia Madrid.

 


                            Navegan como bajeles de velas inflamadas

de amarillas tormentas y huracanes

                            en esa hora temprana y núbil, (hora

                            de somnolencias y dulzor en los besos

                            de despedida, hora de resurrecciones

a la luz, que no de llantos), de un 11

                            de marzo de 2004.

Vienen conducidas por tristes

ángeles madrugadores que soplan

con sus bocas de escorpiones

oscuros vientos amarillos

sobre las velas. Traen

rojos presagios engarzados

en las rojas, fúnebres

                                     Temprano

traen un vértigo de cuerpos

y de almas dispuestos a la vida, Sísifos

recién levantados de las sombras y el blanco

rocío de la noche por si es posible subir

el mundo hacia la cumbre, florecerlo.

 

(En la distancia oía yo, sin embargo,

el berrido metálico de las olas

acechando la quilla del bajel

y la voz inmarcesible

de la Elegía a Ramón Sijé:

temprano levantó la muerte el vuelo)

 

 

2

 

Puesta en pie la vida, al alba, y estrenada

en las acacias y los ojos abiertos

para las tareas y los sueños por cumplir

de quienes navegan por sendas voraces

hacia ese cielo dulce

y prometido de Madrid:

      Quizás

algún viajero –ese chaval

de ojos legaña y cresta, por ejemplo-,

mecido sobre los zapatos de hierro

ya sembrados de oscuros

alfanjes amarillos, vaya

dibujando en su frente aún surcada

de noches, ajena a los rojos

presagios anidados en las ruedas, notas

de guitarra y torsiones y ácidos

escorzos tecnopop para combatir

el tedio somnoliento del camino.

 

O teja como Aracne añoranzas

de azules guacamayos, tan de rojo, tan verdes,

la señora de al lado orlada

de huipiles con sonrisa, apenas

relucidos en esa luz primera, recién

amanecida, con que se escinde

el día de la noche.

O puede

que el viajero, sonámbulo, diseñe

granados ascensos imposibles

en el escalafón fratricida: el señor

de corbata, tan pulcro, tan blanquito.

                           

(Hasta mi cama, sin embargo,

llegaba vulnerado, en la distancia,

el mugido de los vientos amarillos)

 

 

3

 

Y de pronto, tan temprano, enceguecidos

por oscuros fulgores cainitas, zozobraron

los bajeles contra los acantilados: hierros

fundidos por  un altivo fuego se levantan

en remolinos de ira hacia un cielo

desnacido y roto.

Arden

leños candentes en una pira

de cuerpos y de almas aventada

por vengadores vientos

amarillos: rosas

rojas rotas, huesos

arrancados de su sitio, desolados,

esparcidos por una largo valle de asfaltos

y de muertes.

                    Andan

por los andenes lacias

orquídeas moradas buscando

un mínimo rincón para morir, mientras

lloran pañuelos blancos las campanas

hasta humedecer el grito

de los huesos desolados.

 

(Yo también había sido sajado

en los ojos por el fuego

y detenía con un pañuelo rojo

la sangre de la herida)

 

 

4

 

Temprano había puesto la serpiente

su híspido negro nido

entre las vías y crecieron

como por ensalmo camposantos

de rojas amapolas sobre el suelo

de Madrid:

 

los navegantes

del bajel –el chaval

de la cresta, la señora del huipil

sin brillos ni sonrisas, el blanquito

señor de la corbata…- eran derribados

de su aliento; desposeídos, de golpe,

de sus sueños; talados

como los espectros que Goya

pintó con ese desorbitado mirar

hacia la muerte en Los fusilamientos

del tres de mayo.

 

     Temprano

lloran gritos de sangre

los rascacielos de cristal

y cemento, altas tubas verticales

para un réquiem de pánicos y llantos.

 

(Se han cumplido los fúnebres

presagios en esta hora

renegada de luz, metálica, crecida

de picas y de alfanjes)

 

 

5

 

Y ya no llevan las cuádrigas a ningún

cielo dulce -de Madrid ¿adónde?…- sino

a un infierno de muertes sin anunciar,

muertes a la amanecida, tan tempranas:

 

vías decapitadas por la ley del talión:

ojo por ojo (porque ha habido ojos

arrancados a sus cuencas desde el día

en que el hombre descubrió sus propias

garras violáceas; qué barro

inicial tan corrompido; qué daga

permanente florecida

en la piel del tiempo)

   Vías

humilladas contra su destino

de hacer correr la vida y sus estaciones,

ahora sendas cortadas

sin proyección o meta, sino

a la vieja, multiplicada

costumbre de la sangre.

 

 

6

 

¡Qué andadura errante y desolada!: velas

heridas de bajel y pies

de hierro descarrilados para siempre

sobre los andenes huérfanos, amortajados

por la oscura mano de unos  ángeles

voraces, sin alas ni fulgores, ángeles

revestidos de sombra que siembran

de tristes crisantemos

todas las aceras de Madrid:

ciudad

rajada en canal como una res

sacrificial, sin cabeza ni luz, en la fría,

vil, amarga

cadena de un matadero

de corderos inocentes.

 

(Me postro y beso

su memoria y nombro

en el ágora sus nombres, uno

por uno, como en un antiguo

cantar de ciegos adolorido)

 

 

 

 

 

7

 

Abierta, sí, en sus venas

de hierro y brea, Madrid:

       supervivientes

en pie con la sangre en las manos

corriendo para reverdecer la vida

en las exangües arterias amputadas

de sus prójimos.

       Manos

rojas, manos blancas al cielo, manos

negras, furtivas, sajando fríamente

de arriba abajo la ciudad. Manos

yertas, deshabitadas, de las víctimas

despidiéndose sobre los andenes

con un pañuelo blanco

entre los dientes:

       ¡Adiós!

 

                                        Lava

y lágrimas a un tiempo en las cuádrigas

que corrían a Madrid tan pronto, tan temprano,

para estrenar la luz, capituladas ahora

por enrojecidos presagios ya cumplidos: fúnebres

relojes de estación –Atocha, Santa Eulalia,

El Pozo- con las manecillas asustadas

en rápido regreso hacia la noche.

                                               (Era 

un 11 de marzo, tan temprano, sin alba)   

 

 

 

8

 

Hasta mi cama, en la distancia, llegó

el furor de las olas, el agrio

hedor de los oscuros vientos amarillos, el último

vestigio de los náufragos: unas cuerdas

rotas de guitarra tecnopop, una corbata

en blanco, y flotando en el aliento

herido de mi estancia plumas rojas

y verdes de guacamayos sin voz, huipiles

sin cantos ni sonrisas, a punto

de ser inmortalizados en un dolmen

construido de fuego y luz, de manos

blancas vulneradas y de vías

sólo surcadas desde entonces

por la memoria de los que un día cualquiera

navegaban hacia la vida.

      ¡Va por ellos!

                                                        (Fue

un 11 de marzo, tan temprano, sin alba)

 

 

 

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