José Manuel Capêlo fotografiado en Salamanca por el venezolano Enrique Hernández D’Jesús
“Crear en Salamanca” tiene la satisfacción publicar, por vez primera, estos poemas de José Manuel Capêlo (José Manuel Gomes de Gonçalves Capêlo, Castelo Branco, 1946 – Lisboa, 2010), poeta, ensayista, antólogo y editor. Sus libros de poesía son: Miragem (1978); corpo-terra (1982); Fala do Homem Sozinho (1983); Rostos e Sombras (1986); O Incontável Horizonte (1988); Enche-se de Eco a Cidade (1989); A Voz dos Temporais (1991); Quanto desta terra é (1992); Odes Submersas (1995) y A noite das Lendas (2000). En 2003 la editorial Olifante, publico en España su antología ¿Y si no existieses? / E se tu não existisses? [1982-2002], traducida por Ángel Guinda. Su obra se ha traducido y publicado en Francia, China, Inglaterra, Estados Unidos o España.
Participó en el VII Encuentro de Poetas Iberoamericanos. Los poemas han sido traducidos por Alfredo Pérez Alencart, buen amigo suyo hasta hoy.
PRINCIPIO VII
Cuando vengas
hazlo lentamente
con las manos abiertas
como si el brazo del río
en medio de las columnas
te ofreciese
la acogida triunfal
entre las gesticulaciones
de los hombres confusos.
Cuando vengas
hazlo
imaginando
que el mundo
está en tus ojos abiertos.
Foto José Amador Martín
LA LUNA, LA NOCHE…
La luna, la noche, es el símbolo de nacimiento.
Con ella nací, en medio de mi llanto.
Desde entonces, osé. Sin embargo, la máxima osadía de mi vida fue osar
¡Ser yo mismo! Ése el único heroísmo que me permití.
Para regocijo de algunos. Para respeto de otros.
¡Qué es una obra de Arte si no la Naturaleza
copiándose?
Me juntaron las manos ceñidas de luz
y era de noche.
Apenas resonaba en el asfalto
de esta ciudad concentrada
la luz de mi sombra vagarosa lenta
viajando otras vidas, cubriendo otros dramas
siendo algo semejante
a la dominación nocturna del bosque.
La hora
era mi brújula de confianza
desafiando las hipótesis
embaucando las interrogaciones
dominando los enigmas.
Era una vivísima sensación
contemplar la montaña en un cielo purísimo
recoger la confianza en la nube de luz
que bajaba hasta mí
en la imagen dramática de un Ícaro llamativo y ardiente.
Algo más: convertir cualquier cosa similar
a otra cualquier cosa diferente y discreta.
¡Entusiástica luz
la que viene de los cielos!
Entusiástica y viajada luz de lo distante
de la afirmación y de la presencia
fuego retratado
de relámpagos y vislumbres
de nuestra contemplación
de la completa y alucinada certeza
de sentirnos ocultos y deslumbrados.
Nada se pierde con la resonancia, ni con el eco
con que nos ceñimos a la luz espléndida y única
de la noche.
Nuestro misterio es contemplarnos completos
vagando encumbrados en el caballo alado de la memoria y del éxtasis
imaginando, y sabiendo, que la tierra
todo nos da
todo nos proporciona
todo nos señala
como hijos preferidos y devastadores
ofreciéndole
como único delirio
la voz profana de la palabra
la leyenda perfecta del verso
el rostro descubierto de las imágenes que creamos.
Se juntaron las manos ceñidas de luz
y era de noche.
La piedad es inútil. Y quien la tiene, se arrepiente más temprano o más
tarde.
¡Más allá de los sueños, hay sueños!…
Pero la vida existe.
Foto de José Amador Martín
DE LA LOCA PASIÓN DEL BESO
¡De la ciudad venía el viento y la lluvia! La humedad
descendía inmensa y frágil en su alegoría de vida.
Corrían muros paralelos a nuestros mismos pasos
como si corriesen serpientes de encuentro al lugar de encuentro.
En la gran carta de los recelos, las líneas descendían
en los muros paralelos, pero cambiando los colores del horizonte
distante. Por eso corrían los brazos al encuentro del cuerpo
suplicante, ante la verdadera distancia de los ojos, en serena quietud
de los labios. De allí creció el fuego. Las fosas nasales secándose
por la formidable ascensión del aire. Los cabellos brillando
por la suave inercia del viento. Las manos se cicatrizaban
en la tierna espesura del rostro. De la boca abierta, solamente
el murmullo se deslizaba en una tenue cascada de encanto.
Después del segundo ataque, la saliva secaba la firme función del beso.
Foto de José Amador Martín
ME HABLARON DEL TIEMPO COMO DE LA SAUDADE
Me hablaron del tiempo como de la saudade. Me hablaron como si la lluvia fuese hermana del sol; como si el ave fuese hermana de la montaña; como si el laberinto fuese hermano de lo imposible.
Me hablaron de todo y de alguna cosa más. Hasta del cielo, como si fuese la alegría de la tierra, vista desde el panorama de los árboles. Me hablaron de los hombres con los defectos de los ángeles y de los ángeles con el sexo de los hombres. Me hablaron de tantas cosas, que sólo de oír me cansé. Cansado, como se cansan los santos, los ángeles. Los dioses.
Me dediqué a vagar por el tiempo. El tiempo de espera, pues todo lo otro, lo que entonces me sobraba -y era poco- lo daba para mí, que tiempo no tenía, sino la gran distancia de la calles, delicadamente dispuestas en la simetría de la ciudad. Y la ciudad rondaba con las apariencias. Con las aflicciones. Con los miedos y con los defectos. Las delicias y los engaños. La ciudad transparentaba con la luz, en el calor del día, en lo sublime de la noche. Se volvía vaga, de manos llenas, predispuestas y adormecidas, recogida en las voces que se perciben gastadas o en los árboles que vivos enmudecen.
Hay un deslizar espléndido por entre las sombras, por entre los soles. Hay un deslizar fácil por entre las palabras y un mirar incierto delante la distancia, semblante admirativo frente de un espejo.
Se alinean frases. Se animan gestos. Se imaginan posturas. Se colocan imágenes. Se redoblan aptitudes. Sólo que entre lo vago y lo vano hay lo falso en todo, aún cuando el espejo exista y los hombres sean de verdad.
Me animo a pensar, y la verdad es un fruto que apetece torcer. Me veo los ojos, sin espejo. Imagino y recorro el camino que se incendia de apariencias. Fabrico palabras y alineo sonidos. ¡Esta ciudad es bella como ninguna! Y me contempla.
Dios es grande y el día es un vacío de todas las nubes, con todas las sombras. Con Él podemos vigilar nuestras ilusiones, aquellas que nos traen fecundos y atentos, sitiados de tierra y movimiento. Y el sol es el otro lugar de la memoria, con la luz en lugar de la visión, dirigiendo a la distancia en el lugar próximo. El sol es el sexo que se mantiene oculto y no despierta, el principio de la gran borrachera que se reduce por la noche. Lugar donde es fácil encontrar a los cretinos y a los amantes déspotas, pintarrajeados de ansias y cabellos largos, miradas distantes y manos próximas.
Es con el día, es con el sol, es con esta luz titubeante que mi paciencia para y me transforma en una especie de menhir -roca lapidada, visible, magníficamente sola-, me bautiza de temores, recelos, desvaríos, inoportunidades.
El sol con toda su ceguera.
Embriagadora, pródiga, lejana.
Foto de José Amador Martín
ES TRISTE Y VERDADERA LA LECCIÓN DE LOS ENGAÑOS
Es triste y verdadera la lección de los engaños.
Como una tarde llena de nada. Como una nada llena de tarde.
Era la primavera, con una manzana en la mano y la sonrisa en la otra.
Venía bella y desnuda, como siempre.
Hay una ciencia salvaje en su mirar y un mar secreto en su sonrisa.
Blanca, como las ondas lentas que se desprenden dolientemente de la cresta de la ola. Habla despacio, dando tiempo para que las hojas suban y el alma entre en las savias de todos los árboles cercanos.
Camina despacio, esperando que el ciclo complete la víspera y el hoy. Aguardando que la lluvia marque la estación de los ríos o que el verano aparezca joven y pleno. De ahí hará posesión y el beso. La inundación de la ola, que absorbe con delicia. Ávido placer. La espuma. La reflexión del cuerpo. El delirio de la mariposa de cincuenta colores. Las víboras.
Esperará, como siempre. Las piernas colocadas una sobre otra, en aptitud más cautivante que de espera, yendo y viniendo en ese movimiento sensual.
Es la primavera. Largamente amarilla. Largamente blanca.
Me atribuyen lo real y lo imaginario. Allí estaré con mi nombre.
Amarilla, como
los tufos de su sexo enorme y provocante
los pequeños pezones que, en puntos y direcciones, ordenan
que los sigamos.
las hondonadas cuyas planicies están cubiertas de trigo.
las ostras donde se olfatea la perla nacarada.
las crines de una yegua de ruedo, olor y cortesía plegando
la tierra, levantando la arena, recibiendo el grito de la multitud
o la nobleza sanguínea del toro de garras erguidas.
el lejano cielo amarillento de un atardecer de verano.
la espuma en la que sacia su sed la abeja y sorbe y se deleita.
como una tarde llena de mañana, llena de nada.
Me demoré demasiado buscando el mismo lugar.
Trajino de un lado a otro. Me muevo y hablo, como si en ese vaivén construyese las palabras verdaderas, las frases vivificantes bebidas en medio del pecho. Los lugares donde lo común se elige, donde el cínico se masturba: de gestos, de hechos, de sonrisas. De vergonzosa hipocresía.
Me siento en la piedra blanca, en la glacial pureza del frío. Me siento y me llega la distancia. A lo lejos, el filo de agua en el alejamiento del río. Hay un sosiego en forma de sombra. La noche sostén ilimitado. Alcanza el refugio y la mariposa duerme.
Cubriendo la tierra, la senda libre e infinita.
Más cerca, un hombre se asoma para destripar el suelo, trilla en mano, gesticulando. Hay una mujer inclinada sobre el tridente, levantada sobre una carroza. Como en un cuadro de Millet.
Voy de un lugar a otro.
Ando y hablo, como si fuese otro.
Hay enormes campanadas suspensas
sobre el alto límite de mi sensación e instinto
numerosos ríos cortando los desfiladeros de mi mirada
la grande estrella enfriada en el distante altar
donde se suspenden los dioses
o tu voz suavísima, en este presente de luz
cual tierra múltiple de júbilos breves.
Te guardé en el beso que silenciosamente me dieras
cuando la noche fugaz y tierna
– enfriando el vasto horizonte diverso y deshabitado –
vino esplendorosa, buscando el canto recortado de tu cuarto
el unísono jadear de nuestra respiración
la línea sinuosa y remarcada de tu cuerpo
o, también y plenamente, mi sudor
en forma de intensísima certeza.
Quedamos donde tu espacio me habitó
extendidos y desnudos, en la inmensa cama
– ¡que era la tuya! –
viendo, cogidos de la mano y con los ojos fijos
las grandes sombras que recorrían el techo
en las luces de los barcos más allá de la ventana
en el tránsito de la ciudad muy adentro de nosotros
en el ayer que era hoy, ahora… y tiempo.
Foto de José Amador Martín
LAS LARGAS HORAS DE ENCUENTRO
Largamente… la noche
la fácil luz de todos los delirios
de todos estos miedos que guardo desde la infancia
ésa, que sólo me sabe a tinieblas y a embuste,
a memorias frágiles y desarticuladas
a largas horas de encuentro conmigo, a solas conmigo
con mis estatuas y mis delirios
a mi imaginación rápida y desempolvada
gestada en largas horas de sueño vivo y feliz.
¿Quién me supo ver cuando me buscaba
en las inmensas mañanas de cualquier día sin día?
¿Quién me supo entender cuando me preguntaba
de dónde -o de qué lado- venía la luz?
¿Quién me supo responder a ese pasado
que, de tan reciente
tenía la visión de mi orfandad
vista por tantos
y poco, o nada, entendida por pocos más?
¿Fue brevemente largo mi desasosiego
mi ansia descontrolada
el lado oscuro, que no era mío, porque no tenía
y no sabía a quién pedir?…
¿Quién hizo de mí lo que ahora soy?
¿Quién se acordó de mi recordar?
Foto de José Amador Martín
HAY MUCHAS COSAS QUE EL ESPEJO NO DICE
Hay muchas cosas que el espejo no dice.
Los colores de tus uñas, las palabras de tus labios, las imágenes de tu pensamiento. Y todo corre como un día, un día pleno como el correr de un río por las márgenes de dos ciudades. Podrían ser Bizancio y Constantinopla. Atenas y Roma. Lisboa y Venecia. Antiguamente se hacía el recorrido a pie o a caballo. Si acaso en una charola o en un carruaje. Hoy se utiliza el coche veloz, el avión o el helicóptero de cualquier compañía privada.
Lisboa se cuelga, atrevida, de las colinas varias que no se ven, si no distinguen, cubiertas como están por un enmarañado de casas que la recubren en una totalidad irrespirable. Y el desasosiego se entraña, distinto y vario, por las calles y avenidas de esta ciudad indolente, cansada, confusa; sin embargo, especialmente alegre cuando la noche extiende su manto memorioso por las alegrías varias, por las tristezas muchas. Hay un código secreto que caracteriza a esta ciudad; bella de día. ¡Más todavía de noche!…
Pero contigo hay muchas cosas que un espejo no dice.
Como el sol que se hincha se sacia de invierno y de pereza. O la luna que se explaya de extrañísimas luces y de fascinante sosiego. O aún, el acuario inmovible de la fe y la eterna creencia.
Con ellos, se sabe del placer y de la denuncia: Del silencio y de la habituación. De la realidad y de lo que se crea. Yo sólo pienso en el momento y en el tiempo, no en lo que es y que será. ¡Tú vives eternamente!…
Hacia allá voltean las sombras
eternamente perdidas, eternamente errantes.
¡Hoy es la Hora! ¡Mañana el destino!
¡Aquella soy yo! ¡Éste eres tú!
Foto de José Amador Martín
TARDÍO REGRESO
¡Me alejaron temprano de la casa de mis padres!…
Aún no había descubierto plenamente el sol
y el mar ya me atraía a una tierra extraña
con aves diferentes y desconocidas
volando sobre mí con sus gritos estridentes.
El barco seguía su rumbo, dejando una estela
de olas con espumas perdiéndose a lo lejos
-por donde había venido-
en la búsqueda difícil de lo que se tenía:
no sea que los años pasen, sabedores
de mi inconsciente vida.
¡Me alejaron temprano de la casa de mis padres!…
Cuando volví, tampoco ellos estaban allí…
¿QUIÉN INVENTÓ MI INFANCIA?
a mi madre
¿Quién invento mi infancia?
Un cuarto oscuro donde la luz entra con el movimiento. ¡Liberación, insomnio, pesadilla, sueño, quimeras, odio, vigilancia, control, espanto, pánico!
En mis manos sudorosas, una pelota de goma, pequeña, roja y blanca. En la retransmisión de lo que vi, las esquinas cortadas, el techo blanco, la silla donde me sientan para comer los alimentos. La criada Augusta, delgada, de delantal blanco, hecho melindres. La vecina de la boina que vivía enfrente y me prestaba revistas. Las adoraba. Hoy, simples recuerdos. Tiempo pasado, acogedor de inexactitudes y realidades, figurante de un día que no vendrá. Pues sí: el tiempo corre, no lo cogemos, pero jugamos con él.
Una pelota de goma, pequeña, roja y blanca. Había un parque, una placita a ras del suelo. Zaz, catapuz… Un salto hacia la calle. Una carrera. Un haber si te habías. Un juego de esferas. Un subir al monte. Los zapatos empolvados. Los pantalones rotos. Un trabajo monumental. Mi madre.
¿Quién inventó mi infancia?
Érase una vez… El dormir acunado en los brazos y en la voz que me amaba y que aprendí a amar. El soldado que va a la guerra… Dos lágrimas, un sollozo y también el recuerdo de aquel que la abandonó para siempre, sin ser culpable de haberlo hecho. Era un día de primavera, apenas apagándose el invierno. Había sol y cielo azul, aves, cánticos y lagos, verdes regiones, amor, infancia y muerte. Roja. Negra. Amarilla. Fiebre, vómito, delgadez. Había blancos y negros. Los señores y los siervos. El látigo y el trabajo. El lucro y el robo. Y una bata blanca. Rosas rojas para una señora de luto. Rosas blancas para dos hijos huérfanos. Redoble de amigos por la noche entera.
¿Coraje? Igual, en aquellos ojos de quien siempre pudiera ayudar. Con una sonrisa. Con la mano sobre el hombro. La palabra cierta en la hora cierta. Campanas. Rebate la consciencia, las almas distantes. Todas viniendo con su cuota de nostalgia. El recuerdo. Metáfora…
¿Quién inventó mi infancia?
Una señora de luto, siempre de negro. Cuéntame madre, cuéntame. Tú eras muy pequeño, pequeñito… Como si yo hubiese crecido, así de repente, mucho. Momento doloroso. Te gustaba la miel… ¡¿Y el aceite de hígado de bacalao, madre?!… De amapolas rojas, del campo, de las olas… Sí, yo sé… No sabía nadar y salve a mi hermana, señores… De la primavera y del otoño. Del invierno, de la soledad y de la aventura… Pare, madre, pare. ¿Dónde estoy? Quisiera tener palabra y no tengo. Más bien un hambre terrible, extraña, diferente. Y no es de pan. Misa ojos, mis manos, mi cuerpo. ¡Perdone madre, continue! Te reprendía todos los días… ¡Sí madre, prosiga! Lo merecías. Me perdía. Eras pequeño, muy pequeño, eternamente pequeño, ¿sabes?
¿Quién inventó mi infancia?
En las tierras africanas de Angola, hace muchos, muchos años, un médico, una familia. Gallineros y gallinas, coyotes y leones. Sabana, selva, interior ¡Cazombo! Principio y final de un sueño. De razones. De luz. Sin ningún presentimiento. El vómito. Bilis. La causa próxima, postrera. La certeza. Todo acabó. ¿Y la vida?
Una señora triste vestida de negro.
El luto en el alma. Dos huérfanos, menores, pequeños, muy pequeños, eternamente pequeños…
¿Quién inventó mi infancia?
Foto de José Amador Martín
EL GRITO Y EL SILENCIO
Todo parece un sueño…
¿Y qué es un sueño
sino la función de la primavera ante un grito en la montaña?…
¿Sino el fragor de una cascada ante el silencio de la selva
o el tránsito de una nube ante el cielo que nos anima?…
Con él construimos miríadas sobre nosotros mismos
huimos ante el temor que nos produce
recordamos imágenes que juzgábamos imposibles
temblamos en caminos que parecían tranquilos.
Con él, ¿cuántas veces huimos de nosotros
o de los demás, sin remedio
sin que miremos hacia atrás, aunque sea una vez?
Todos lo tenemos. Todos lo tuvimos
y ¡ay! de aquel que no nazca con sueños,
pues (ése) quedará con el espectro
del que camina sin sentido.
¡Pero hoy sueño el soñarme!
El soñarte a través de tu cuerpo
de tu presencia, de tu ausencia
y de lo que eres, sin serlo.
Hoy me sueño sin soñarme
eternamente… soñándote.
Foto de José Amador Martín
Capêlo retratado por el pintor Miguel Elías para la antología del VII Encuentro de Poetas Iberoamericanos
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