El poeta mexicano Brígido Almendárez
Crear en Salamanca tiene la satisfacción de publicar (y difundir desde España) siete textos del poeta Brígido Almendárez (México, 1984), Maestro en Derecho por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). En el ámbito literario tiene un diplomado en “Introducción a la teoría y crítica literaria” (2009) y uno en “Actualización en narrativa contemporánea” (2015); ambos por el Centro de las Artes de San Luis Potosí. Ha sido becario del Programa de Apoyo a la Creación y el Desarrollo Artístico, en la categoría ‘Jóvenes creadores’ (2010). A finales de 2012 obtuvo el Premio Estatal de Literatura “Manuel José Othón” por el libro “Bitácora del mar en tierra”.
Los poemas aquí publicados pertenecen a este libro, publicado en 2015.
FARO
En su cuerpo cabe la memoria de la luz,
el salado corazón del mar,
la ola y su inminente hastío;
caben los rostros
de los que en tierra se ahogan
y van diciendo con los ojos:
«hasta pronto, pez-olvido»,
secan sus ropas,
se arrastran ahí como gusanos,
y sueñan con morirse
en la roca sin tímpano de las orillas,
en el vuelo sin edad de una gaviota.
A Lili
Nada en la cúspide del fuego,
nada sino la pírrica victoria,
el olor a musgo de la noche,
esa música de balatas
y cláxones a medio tono.
Nada como el cuerpo
invertebrado de una nube,
la nave sin fin de los viajantes,
de los que ponen a su nombre
la caída de una estrella
y marcan con un 7 el calendario
y en su bitácora de adioses
celebran en silencio ese suceso.
Nada en la cúspide del fuego,
nada ahí,
sino esa ola,
criba del tiempo y su memoria.
Música del tiempo esta llovizna,
amanecer en ese humo
(ese viaje de los ojos tan adentro).
Tararear de memoria aquel danzón,
el aullido del lobo en una alfombra,
afiebrado ritmo el de la sangre
(esa herida vuelta ola).
Convalecer del tiempo en un compás,
en la milimétrica
respiración de una mujer,
y luego romper
con violines un silencio,
devolver al agua aquella piedra,
pactar sin ganas retirarse.
No se toca aquí un violín,
no se escucha aquí la música.
¿Quién practica a medio espasmo
el hábito de la certeza?,
¿quién toca con los pies helados un muñón?
No se pone a prueba aquel oído,
no se sabe a ciencia cierta
la edad de la conífera.
Se sabe –sí– de negación
y de la negación que engendra a otra,
se sabe del amo,
pero no de su festín.
Sabe del insano proletario
–o lo que nos dijeron era su doctrina–
se sabe –sí– del histórico fracaso,
se lee de cabeza la historieta,
el tabloide de los héroes.
Pero nada se habla del naufragio,
nadie ha visto aquí un relámpago.
Después del sol,
esa tímida neblina,
un corazón con maletas en la puerta,
un pájaro que ladra a medio tono
devoto (al fin) de su perro corazón.
Una voz que nada tras la puerta,
un sonido multiplicado en algoritmos,
un decir: «aquí pasó la primavera»;
una hormiga que maldice al caminante,
un caminante que nada sabe de la hormiga.
Tras el rayo la furia,
la melopea de una gota que golpea,
el rastro sin huella de un diluvio
acaecido entre las 2 y las 4 de la tarde.
Tras el rayo,
el televisor no anuncia
la caída de una estrella,
la reivindicación del régimen alimenticio:
Beba coca cola,
la vida está allá afuera
(la vida estalla afuera).
Tras el humo la conciencia
de algo que se quema.
Detrás de lo que arde
no hay ninguna vela.
Aquí quemamos todo:
el tafetán morado de los años,
la mancha incendiaria del espejo,
el caballito de madera tras la puerta.
Aquí sólo conservamos
la foto de María en el hipódromo,
sus ojos en el azulejo
y esa radio que tocaba
el bolero favorito del abuelo.
Aquí queda medio galón de gasolina,
un boleto de tren
(el diploma aquel de caminante)
y si acaso,
la tozuda nostalgia de un gusano.
A Zaira
No.
–No de huir–.
Hablo de la húmeda
filia del demente,
de los que sembraron
en su cuerpo un árbol
y salen
a encontrar la lluvia.
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