El poeta colombiano Abelardo Leal
Crear en Salamanca tiene el privilegio de publicar seis poemas de Abelardo Leal (Bucaramanga, Colombia, 1982). Poeta, novelista, cuentista y ensayista. Docente de derecho y creación literaria. Doctorando en Investigación Avanzada en Lengua y Literatura Española (U. de Salamanca). Magister en Escrituras Creativas. Premio Internacional de Poesía Ángel Ganivet (Finlandia); Premio Internacional de Poesía Alcer (España); Premio Internacional de Poesía Desiderio Macías Silva (México), premio nacional de poesía Ciro Mendía, Universidad Externado de Colombia, Gustavo Ibarra Merlano y Universidad Metropolitana de Barranquilla (Colombia); Premio Internacional de Cuento María Agustina y la Gaceta de Santander (España), así como Premio de cuento para nuevos escritores (Bogotá). Finalista en el Premio Nacional de Novela Cámara de Comercio de Medellín y del premio de novela Gregorio Samsa (España, 2016). Publicó los libros: Poemas confidentes y otros versos; Poemas de amor insomne; Lección de anatomía; Somos las horas, Palabras al fresco e Imágenes de una noche, y los ensayos: La poesía de José Asunción Silva: temas y vasos comunicantes; José Saramago: técnica, temas y mensaje del autor.
Abelardo Leal es uno de las poetas invitadas al XX Encuentro de Poetas Iberoamericanos, que se celebrará en Salamanca el 25 y 26 de octubre próximo. Estos poemas, salvo el dedicado a Aníbal Núñez, no saldrán editados en la Antología “Explicación de la derrota”, que coordina el poeta A. P. Alencart.
Aníbal Núñez, retratado por Miguel Elías
CARTA A ANÍBAL NÚÑEZ
Te fumas la vida
En papeles blancos
Poblados de todos los signos
La blancura del invierno
La desnudez del verano
Y la paciencia de la lluvia
Que cae en el vacío de la tarde
Caminas sobre aguas oscuras
Que arrojan una luz insomne
Y son ellas el alimento
Que abre el hambre de cada día
Los árboles escuchan tu brisa
Que se mece en la soledad de la masa
En la antesala de la muerte
El único espacio que habitamos
Sin saberlo
En el silencio que pende de la música
Hallamos tu rostro.
Salamanca. Fotografía de José Amador Martín
CIUDAD DE NOCHE
Te deshojaste aún más:
se te cayó tu carne, tu cuerpo.
Y me quedó tu nombre, siete letras, de ti.
Pedro Salinas
Además de las luces de moteles,
Además de las revistas de los kioscos,
Además de los truhanes y los carros vomitando,
Además de las caras asomadas al insomnio,
Además de los círculos que quieren encerrarse,
Hay un nombre sobre el viento
Con aroma de almizcle
Y de risa
A veces;
Un nombre que es el tuyo,
Y en él
Yo reino
Ciudad al amanecer. Fotografía de José Amador Martín
ANTES DEL NAUFRAGIO
Tanteo tu cuerpo en la noche
Cuando un aire frío muerde las ventanas
Y entonces una brasa se despierta
Y refleja las ansias de mis ojos,
El potro que corre desbocado
Porque huye el instante
Y tu piel
Y mi piel
Se enrollan como hojas
Lluvia. Fotografía de José Amador Martín
CALLE DE LLUVIA ETERNA
Pintado por un relámpago
Voy hacia la noche.
Resplandece la angustia
En los rostros apagados.
La lluvia es soberana.
Ella canta, ella calla.
Gira una música que viene del alma.
La inaugura la lluvia.
¿Quién habla?
El silencio que brota de un solo canto
Redondo como luna en embarazo.
Una llamarada de perfume
Se enreda en el tiempo,
Se hace idea, pensamiento,
Saliva de tiempo.
Esta calle ha sido pisada tantas veces
Por el agua como túnica,
Por aliento sobre aliento de años,
Por cascos de caballos y lenguas de virreyes.
Ahora es inmensa, tiene más ecos en su lecho cálido
donde el viento se codea con el ansia.
¿Cálido?,
¡Si la lluvia cae a chorro como un toldo frío!
Pero los pasos dejan ascuas en su rito,
Y del nacimiento de nombres
Brota uno que sabe a cercanía y distancia,
A distancia y cercanía,
Porque son la misma cosa
Lo muerto y lo vivo,
Lo quieto y lo volátil,
Lo oscuro y lo anegado de candela.
Tu rostro se distingue
Como una reliquia prodigiosa…
De él surge un suspiro que se hace piedra,
Piedra alada que canta,
Y soy tú entonces,
Y eres el mundo todo enjaulado y liberto.
En la Plaza Mayor. Fotografía de José Amador Martín
POEMA BLANCO
Cómo decir las palabras a través del silencio
Mientras la lluvia es una secreta amante
Y el deseo se despereza como una llama
En la ciudad habida en niebla y brisa, brisa y niebla, combatidas
Por el olor amarillo del almendro.
La mañana es un tatuaje para la piel insomne
Que se avalancha sobre las calles
A conquistar los árboles y el nudo de los pájaros
Apretando sobre el corazón en llamas.
Vamos haciendo la vida con aire,
Entre bares donde respira la cerveza,
En cafeterías entregadas a puentes imaginarios,
Bajo la casa que forma la intemperie
Y un par de manos enlazadas, o unos pasos que corren
De ladrones que rapan la calma en el centro, donde venden
Cuerpos y dentelladas, mas el alma
Sigue en su cofre de piedra.
Ciframos nuestro vuelo en tierra con sangre, con música de gaitas,
Con cartas que jugamos sin saber que apostamos las horas que nos forjan.
El plátano brilla en el mercado, como una rana fosforescente
Y la danza de una muchacha pegada contra su sudor
Aplaude un mundo rico en espejos,
Manglares y memorias que caminan como muertos.
Nadie escribe, pero todos hacen
Páginas con sus huellas de agua.
Nadie oye, pero todos ven
El milagro de los besos dados con la sombra.
El sol aparece cuando está dormido
Incluso entre las ruinas del naufragio,
Donde saltan los peces y las estrellas titilan.
Es perfecta armonía
El barullo del trueno, la carne lanceada y el mutismo que pinta melodías.
Mañana de niebla en la Plaza Mayor. Fotografía de José Amador Martín
CANCIÓN DEL TREN
El tren corría sobre campos oscuros, horadados en veces por
campesinas luces trasnochadas. Labranzas verdes de pastos,
de papas y de trigos. Sembrados donde el maíz lanzaba su
alegre carcajada vegetal en las mazorcas jóvenes. De pronto,
un rancho. Una casa de ladrillo. La casa de una hacienda.
Pueblecitos pequeños, dormidos donde al paso del tren salían
parejas enamoradas.
Eduardo Zalamea
1
En vagones de humo viajó el miedo.
Se arrodilló una súplica que no escucharon los ojos.
El carbón ardía dibujando un silbido sobre el aire.
Luces de girasol castraban la noche.
Pero en corazones de piedra
la sombra era profunda.
El silencio estiraba su lengua
degollando pájaros.
Los cuerpos eran manchas blancas.
La soledad se cebaba con la masa.
Como una pregunta
la niebla cabalgaba hacia sí misma.
Había árboles fruncidos.
Dientes de luna que no anclaban en ningún bolsillo.
Aromas que se tragaba el viento.
Desechos húmedos acumulando horas.
¿Quién desovaba llagas como tatuajes?
El paisaje
que los rieles bebían
era la oscuridad
de voces ciegas;
era el acero
de carne firme;
era la desnudez
con que se arropaba el impulso;
las nubes goteaban el cielo;
la cachucha del tren era salpicada;
¿ dónde terminaba el camino?,
¿ en qué puerto abdicaría el canto de las ruedas?
2
Dos palomas cosechan fuego para cosecharse.
Como flores raspan néctar de su tacto.
Su palomar es de cuero
y de hierro invadido de días.
Como una serpiente
su palomar se mueve
sobre líneas que son curvas,
sobre aguas que son pasto verde
y tierra color tabaco
donde la brisa pone huevos.
Quizá escribe palabras
mientras fustiga el aire
con sus pulmones de ballena.
La casa brinca hacia su fin
que es el brote de un nuevo viaje.
Hay una tea ardiendo.
Unas aves que se trazan con el ansia
sobre pizarras de trigo.
En algún lugar se apagan minutos.
Aquí el sofá se hace con guiños de aire
que se doran con el mugido
de un animal de acero
cálido como la infancia.
Tren, acuarela de José Carralero
3
Iba el banano
en pies negros
que zumbaban como abejas
y consumían valles sembrados de plátano
y reinos de nísperos desposados por el viento;
mazorcas de ganado
saludaban espejos resplandecientes
y bebían el sol con su cabello áspero
donde moraba el hambre de pájaros blancos
que buscaban alimentarse de su maleza.
Los limoneros trepaban el olfato
y se zambullían en el alma
recobrando años perdidos como la inocencia;
la sal dormía en el suelo
y era desnudada con las manos
al pie de los cementerios que el mar lamía;
melenas de aguacate,
láminas de petróleo
escondido en la tierra embarazada;
las canoas navegaban sobre los peces;
los cangrejos se engordaban para amanecer en la boca;
el camino transcurría
por dentro de la piel quemada
que suspiraba aceite de coco.
4
Como amante
besa la ciudad desde su centro
y abreva en una estación tejida con su ruido.
Se va desnudando
como una flor de aroma.
Lavan su cabellera oscura
con agua que sonríe como un triunfo.
La tapizan de jabón de espuma
y pulen su trasero con un cepillo de cerdas gruesas
(alguien en secreto le pinta un beso).
Como un cuadro de Modigliani
luce esta dama de metal antiguo.
Sus pechos son ébano insurrecto.
Sus pómulos hinchados atisban el horizonte.
Arroja fuego por sus fauces
como una leona en celo.
“Suban, suban a la reina de la sabana”,
grita el pregonero
mientras recibe el aire de octubre.
El equipaje es el ansia
de conocer principados de eucalipto
y bahías de pinos oreándose al manoseo de la brisa,
y crías de papa que se integrarán a nosotros.
Canta para atraer al mundo.
Su voz es ronca pero dulce.
Los años no sepultan su belleza.
Cuando está preñada
revienta en haz de gritos
que anticipan la fiesta
sobre senderos de hierro
que olfatearán arequipe
y chocolate concubino de pan con mantequilla
y tamales envueltos con el hambre;
unirá la mañana y la noche
en un suspiro de sus piernas veloces.
5
A mi país no han llegado trenes nuevos,
pero qué sabrosos son los viejos.
Cacharritos de metal
surcando el corazón de la tierra
en un baile de bufidos,
piff, piff, piff,
y un enjambre de humo
condecorando la atmósfera.
Sus panzas son negras, pardas, oxidadas
por el tiempo que se añeja en sus cascarones.
Fueron testigos del lujurioso Magdalena
donde bogaba el comercio en barcos de vapor
y flotaban cuerpos marchitos por la guerra de los
Mil Días
que no para de añadir perlas a un collar sordo.
Vieron los edificios brotando
y las fábricas pariendo obreros de campo.
Llevaron sacos de café fresco,
y cardúmenes de carbón que todavía vive en La Guajira.
Escalaron la montaña
y bracearon por el mar de cresta roja.
Fueron amantes del arroz y de la quina.
Ahora están apagados.
Algunos sobreviven
dando garbeos a los turistas
y transportando la cosecha de los días.
Hay quienes los montan
como a caballos invisibles
arriados por el magín
Acuarela de José Carralero
6
Este vagón es mi casa.
Quizá trepó la cordillera
junto con sus hermanos
y su madre ya hecha música.
Seguramente estuvo en Santa Marta
transportando obreros de las bananeras
que sucumbieron ante la andanada de las leyes.
Cargaría cacao
y forraje para el ganado hambriento.
Llevaría soldados para la guerra eterna
y prisioneros hacia cárceles de ojos.
Tal vez en él ejecutaron inocentes
y nacieron bebés como monedas invaluables.
Tragaría polvo como ninguno.
Sus pies se teñirían de lluvia.
En él cocinarían chivo, cerdo o gallina criolla
con papas amarillas bajadas del páramo.
Hablaría con la noche
orquestada por el semen de los grillos.
Se tomaría un café con la aurora
hecha de copetones y cucaracheros.
Haría el amor con la tarde
y jugaría cartas con los pasajeros.
Ahora está cojo.
Lo fecundo con mi voz
y vuela sobre los raíles de mi alma.
7
Beso el metal
como una boca roja;
su cuerpo frío sonríe
como palmera cachonda;
como un acordeón
la comisura de sus labios se extiende
apurando mi aire y apurándose;
abrazo su musculatura
y esgrimo su deseo;
iremos a cazar horas
en campos preñados de frutos
y cielos de tierra húmeda
donde copulan las babosas
y los ratones de monte incuban a sus hijos
que serán parte de las águilas.
Seremos cobijados por el cóndor
y acaso sus ojos se enredarán en nosotros
hasta forjar el futuro.
Como un rayo
andará este viejo
de pelambre negra
y dedos de plomo
helados pero dulces.
El polvo de sus pies murmura tiempo.
Pasos consumidos.
Paisajes libados.
Rostros apretados.
Manos miradas.
Almas auscultadas como sueños.
Duermo en sus cojines
que atesoran ácaros.
El calor crece
como una riada con la lluvia.
El sol riega los sembrados.
Saltan ranas como pulgas
detrás de escorpiones y hormigas rojas.
El almuerzo no es sancocho de carne
con ají como manto.
Es carbón aleteando.
Hierro tragando piso,
bandera de aire agitándose
hasta inventar el desnudo completo.
8
Hay un pájaro muerto
sobre la hierba de los días;
lo venderán para fundirlo en el comercio.
Estuvo en Europa cargando franquistas
y víctimas nacidas de sus balas;
fue cárcel en Alemania
y patíbulo de ojos inermes;
lo patearon zapatos necios
y silbó sobre cadáveres
que dibujaba la ceguera;
se puso la boina del otoño
y abrigó al silencio;
su garganta no está seca,
sigue cantando
entre ruinas de tiempo;
tanta sangre untada a su pubis virgen no calla;
76
llora con la tristeza de la justicia
que reclama el recuerdo,
que lancea el olvido
y rescata la voz de los muertos…
¿acaso quienes murieron fueron las piedras?
9
Cabalguen en el expreso urbano;
siéntense en su tronco y lean a Pavese
mientras acaricia la ciudad como una mariposa
recién parida por el tiempo;
hojeen las hojas donde palpitan sus poemas, que son
como sus horas;
y si se aburren,
hojeen la urbe donde la miseria canta:
recicladores llamados “mendigos”,
prostitutas entregadas a la guerra del centavo,
fruteras que son niñas desprotegidas por el sol,
ladrones que buscan atracar al hambre,
cuerpos en ruina que fueron expulsados por las balas,
vides resecas por la sed que se toma a sí misma;
y también
luces de neón
y licores tapizando la garganta;
cubiertos de plata
comiendo olvido.
Llega a tu trabajo,
aparca en el colegio,
encuéntrate con tu novia
vestida para un beso;
esto es lo que el expreso
contempla cada día;
si pudiera hablar
escupiría lágrimas.
10
Montado en una calesita
voy aspirando aire
y acabando un cigarrillo
fabricado de recuerdos.
El balón pateado por el deseo,
el alma elevando cometas,
el olfato desgajando mangos
y guayabas rojas para el almuerzo.
La memoria es un tren suelto
que carga vagones de años.
Como este vertebrado de acero
lleva gente a su destino
mientras el sol cae a pique
y levanta el mandato de los charcos
donde los zapatos son emboscados por el barro.
Entre la hierba lúbrica croan las ranas,
croac, croac, croac.
Una ranita fosforescente
era la vida que ahora
es un montón de sueños.
Abelardo Leal
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