El poeta José Manuel Suárez
Crear en Salamanca tiene la satisfacción de ofrecer una muestra antológica del poeta José Manuel Suárez (Laviana, Asturias, 1949). Profesor de Ética en la universidad San Pablo Ceu. Director literario de la editorial Ars Poetica y director de la revista “Licencia poética”. Su obra figura en algunas antologías. Premio Ciudad de Salamanca 2009. Ha publicado los siguientes libros de poesía: En sigilo de llama (Adonais, 1994). Desde más luz (Calambur, 1996). La tierra en tantas manos (Fund. Jorge Guillén, 1998). Que en pan crecía (Calima, 2002). En sed de alianza (Adonais, 2006). Tras la huella de un ala (Premio Ciudad de Salamanca, 2009). La velocidad de los muertos (Pre-Textos, 2010). Oigo unos ojos. Misereres y payasos de Rouault (Tansonville, 2010). El mal de amén. Tríptico (Monte Carmelo. Burgos, 2011. Incluye los libros: Tú y un otoño encendido, Me acerco a tu respiración y Termina tú el trabajo). Pintura de interiores Cuarteto (Libros del Aire. Madrid, 2013. Incluye los libros: Inquieta levadura, Azul sin fingimiento, De piedra encendida y yerta y Donde las manos ven). El grabador de sílabas. Muerte y reparación de Paul Celan. Oratorio (Ars Poetica, 20017) y Abedules, contra las nubes claras (Ars Poetica, 2018).
Salamanca. Foto de José Amador Martín
José Manuel Suárez está invitado a participar en el XXII Encuentro de Poetas Iberoamericanos, que se celebrará en Salamanca del 14 al 16 de octubre.
Fiat nomen
i
La tierra arrastra un orden
de ocultas tempestades;
las inmóviles olas
sedientas, encendidas.
Si la palabra calla,
cómo dirán los labios
las últimas preguntas.
Como si fuera voz
definitiva, dada,
–religioso volcán
predestinado– fueron
poco a poco naciendo
luz en vilo, memoria
de indómitas moradas.
Si la piedra sucumbe
a su destino humano,
¿persistirá la noche
en su silencio? ¿Dónde
las campanas del alba
en terrenal acecho
de mundos inminentes?
ii
Muy olvidados, yertos,
los desterrados ángeles
recogen, sin embargo,
cuanto va madurando
por calles y fronteras
de un septiembre infinito.
Prófugo vive el hombre,
de ser a ser oculto.
Terquedad de la sangre:
los pasos desterrados,
el mejor consejero.
Qué sabemos los hombres
de los dioses inciertos
sino que fueron hechos
con el sol de la tarde.
Bandera desplegada
para llegar a puerto:
dudoso desembarco
de antorchas sorprendidas.
Acontece la luz:
¿será nombrar saber?
¿Saber es adorar?
¿Se resuelve el enigma
que cada nombre calla?
(Del libro En sigilo de llama. Adonais 1994)
Foto de José Amador Martín
Más allá de los cálculos precisos
Hubo un tiempo de paz, no de fronteras,
más allá de los cálculos precisos,
en que la tierra estaba cimentada
sobre pilares míticos y ciertos.
Un alba no nacida
anuncia su presencia
de pastor necesario.
En vilo mies y mundo:
relámpago y tormenta y laberinto.
(Del libro Desde más luz. Calambur, 1996)
De dónde llega
A la luz no se va: de allí se llega.
Tiembla su voz en el umbral del miedo.
¡Tantas veces afirman, repentina,
una duda los débiles anhelos!
Posible mundo donde todo queda
intacto, mudo, arrebatado, cierto.
Al otoño vencido de tus ojos
los pasos van viniendo sin esfuerzo.
En el fondo del tiempo aguarda un día
de galopes ardientes por el cuerpo.
La fatiga del número defiende
sucesión infinita. ¿Nacimiento?
Con toda la verdad de tus preguntas,
muy adentro de ti ya estabas lejos.
Si a la luz no se va, ¿de dónde llega
la palabra que baja a tu silencio?
Un llanto, aquí, callado, casi ausente,
imperceptible forma de tu duelo.
Vino del mar, contra la luz, un día
tu lápida insegura. ¿Piedra o fuego?
(Del libro La tierra en tantas manos. Fund. Jorge Guillén, 1988)
Foto de José Amador Martín
Un día sucedió
La tarde, el aire ardían.
La quietud de los campos destronaba las horas.
Un incienso lentísimo se pegaba a su altar.
Se gloriaba en su vuelo la pobreza del ave,
con su medida fiel que a tientas sabe o ve.
No los hombres estaban. Quizá una huella solo
pechos que ya han partido.
Quien se abisma presiente los oros derramados,
riquezas que seducen, pues se extingue su rastro.
Sin heredad, la espera: morir es más sin noche.
A la luz de aquel día no bastaban los ojos.
Fugas los pies tentaban desde abatidos pasos.
¿Qué será todo esto? ¿Las pautas prefijadas
de un estertor sin ciencia? ¿Solo besos cansados?
Ardía, sí, la tarde, despoblada por dentro:
No un cosmos consabido. Pero mirar confunde.
¿Nada más que un suceso?
¿Un suceso aprendido para rodar con él;
huellas que se desploman sobre un umbral sin casa?
El vuelo que se eleva
anida en la colina, deseante:
un fuego no apagado todavía.
Sus rescoldos aviva. Pero muere.
Corporales antorchas se suceden
a la orilla del hombre, que está solo.
¿Quién vela su saber o lo aborrece?
Todo, ceniza entre las manos. ¿Ver?
Alcores siempre en alto de otros días
mudaron ya su luz. El oro ha sido.
Lentamente las horas en la tarde de enero
se dejan abrazar por la luz que las lleva.
(Del libro Que en pan crecía. Calima, 2002)
Foto de José Amador Martín
A ti, dolor,
¿quién te dará sentido y menos muerte?
Vienes y vas. Regresas,
y nada te persuade a mayor calma.
Lentísimas mañanas
entierran este sol bajo tu peso.
Dolor irrenunciable,
¿cómo seremos dignos?
(Del libro En sed de alianza. Adonais, 2006)
Puntos de sutura
Tu corazón es bueno y mira al mío,
que un disparo ha abatido en pleno vuelo.
Después de haber caído contra el suelo
me da respiración –yo me confío.
Con agua que recoges de aquel río,
mi sed estás saciando con desvelo.
Arropado en tus alas me consuelo
–me dan calor en pavimento frío.
Una cura de urgencias aquí abajo,
para intentar volver hasta allá arriba.
El aire de tu vuelo lo señala.
Te tengo a ti para coserme el tajo
–tu corazón es bueno en mi hora mala–,
herido de este abril a la deriva.
(Del libro Tras la huella de un ala. Fund. Salamanca, 2009
Foto de José Amador Martín
Te desnudan también de lo que eres
i
Es el hierro. El hierro. Pesa y rasga. Hierro afilado hacia la carne
viva; la insidiosa reja; noche, miedo, desgarro. Es el hierro.
Quietísimo, se adentra. Entraña y frío. Mazo de triturar, mazazo, sucia
muerte. Las lanzas, limpiamente, están cayendo. Anocheciente pan
para unos labios yertos. Solo la boca ve. No llegará a la cena el invitado.
Pero nosotros, solos, solos. ¿Cuándo amanecerá? Se acortan
las cadenas. ¿A quién suplicaremos? Se estrecha el cerco. El pozo,
sin estrella. Bebemos de este barro, sorbemos, succionamos.
Qué concienzudamente vamos. Ya no llena la nieve la memoria.
Se oyen pasos, pero ver nos ciega. La roca en que tropezamos: un pedernal
en puño trepador. Tú, sol, no te desmorones: has de seguir viniendo.
ii
Piedra de Elifaz, roca de Sofar, pedernal de Bildad:
qué bien han levantado su noche sin afueras.
Las sienes, lapidadas. Ríomuerte en tromba. Son dientes de sierra
contra un silencio pacífico: los eficientes colmillos de fuerza
imperativa. Son. ¿Cuánto más serán? Mordazas, cicatrices; lágrimas
que se deslizan de un párpado vacío, perdedor. Sobre la nieve van los pies
descalzos. Colmillos los desgarran.
Tiempo ya de callar. Horas mudas, finales. La casa son
cascotes. La mano en los escombros rasca, escarba. Los caminos,
zarzas invasoras contra unos pies sin patria. Feroces
los abrazos que estrangulan. (Hora final, cruel. Bombardearon).
iii
Escoriaincrustaciones, costras duras cierran estos labios.
Pisa el pie sobre un rastro que no reconocemos.
Labios balbucientes, en vilo, y encendidos.
La escoria los cerró. Tu cayado en la nieve ya no ayuda.
Claridad depredadora. Los días son ceniza contra los ojos.
Oíd, oíd, creyentes insumisos, la fe de vuestros látigos amados,
–la piedra de Elifaz contra la sien que sangra. Y cae.
Todo clama: ¿Cómo ha sido? Yo no… ¿Cuándo, tú? Se acaba el día.
La amputación: un acero feroz que te sierra por dentro.
El surco en que te miras fue de ti cercenado, de tu brazo extendido.
Sin tu saco de siembra nada nace. A borbotones
seguirás removiendo la tierra. Cavas, cavas, pero
tu nacimiento han abortado. Solo podrás vivir en deserciones.
No alejarán su risa del payaso que llora.
IV
Callas. Fue tu razón. Mira tus días: la luz que no has tenido
mejor te alumbra. ¿Cuándo darás más cuerpo a lo que sabes?
Congrega tus afanes dispersos. Con qué tenacidad muere tu pecho.
Porque has callado mucho, te desnudan también de lo que eres.
Las losas en que estás te van sabiendo.
Cómo amarás el plomo con que caes.
(Del libro Oigo unos ojos. Misereres y payasos de Rouault. Tansonville, 2010)
Foto de José Amador Martín
Hay una bomba de racimo en la escalera
Algnos días se tuercen del todo desde su raíz, es decir, desde la noche antes.
Bajar las escaleras es casi pisar féretros. La tumba, arriba.
Si las pupilas son piuedras contra un rostro o bronces acechantes
No importa que no se tenga prisa en llegar al trabajo ni gestiones pendientes.
No es hacer concesiones,
es dejar que la rueda siga sin pararse.
Gire y siga.
Retiene un mal mirar quien lo probó.
Es un combate sin cuartel con bombas de racimo –dañan más,
como todos sabemos, y abarcan un mayor territorio.
Los acuerdos de desarme, un juego de intereses. No se cumplen.
Hay que exagerar así para ver
lo que pasa cuando se tuerce el día sin haberlo
empezado. Se sabe por donde van los pasos –bien pulidos peldaños
de madera–, pero no hay ninguna señal que avise del peligro.
La población civil, la que más sufre.
Supe por dónde iba al tropezar con un bulto brillante como bronce
de lámpara encendida. Mis huellas, astilladas.
Qué lucidez de espera al irse desangrando lentamente.
Salgo. Removeré
entre las losetas de la acera por si se encuentran restos.
Quizá ruede todavía el eco de aquel susto.
Incluso sin abrir la boca, puede
seguir rodando calle abajo. No, no es hacer concesiones. Solo
salir de casa
para dejar que la rueda gire hasta que cese el viento.
Ninguna señal avisa del peligro
en el camino con que termino el día sin haberlo empezado.
(Del libro La velocidad de los muertos. Pre-Textos, 2010)
Foto de José Amador Martín
Haré el trabajo lo mejor que pueda
Lejano aquel día.
Hoy ya son otros fríos los que aquí más me cercan.
Los poderes son nuevos.
Son las mismas cadenas.
No es fervor de un idilio,
Señor, nuestra relación de pareja.
Es fregar bien los platos. Y limpiar el jardín.
Y barrer la escalera.
Es decir a los chicos, entre mil otras cosas,
que pongan bien la mesa.
Será callar también,
–que buena falta hace, aunque tú no lo creas.
No es idilio con los ojos cerrados.
Es abrir bien los ojos y es abrir más las puertas.
Mucho trabajo duro, santa monotonía
e infinita paciencia.
Acabó nuestro idilio. tú no puedes, Señor,
ir al banco por mí ni pagar la hipoteca.
Que fray Juan me perdone por ver así nuestras cosas.
Algunas fueron buenas.
Los quietísimos chopos me tienden, cielo arriba,
sus brazos.
Señor, haré el trabajo lo mejor que yo pueda.
(Del libro Tú y un otoño encendido [El mal de amén i]. Monte Carmelo, 2011)
Foto de José Amador Martín
En patera a ti, pero no sé nadar
Saber morir sería –yo no sé– recordar
tus promesas.
Tanta urgencia de ser quedó acabada:
sobre las olas, niebla.
Cómo saber si lo que busco es cierto
o solo el espejismo de gran sed en patera.
Bajo los ojos;
pegado a la pared, voy por mi acera.
Te hablo, y no te oigo.
Te invito, y no es fiesta.
Son las últimas horas de esta tarde de octubre
las mejores a ti –de ida y de vuelta.
Quiero salir,
saltar desde la borda de tan poca madera.
Tu estatura, Señor, no cabe dentro
del chaleco gastado –ni flotador siquiera.
Las olas de este mar han desarmado
la barquita nuestra:
solo son cuatro tablas –y yo no sé nadar.
Señor, empújalas a tierra
Para saber si lo que busco es cierto
yo no sé si están bien las prisas, las urgencias
de ver, que no descansan.
¿No está mi casa de tu casa cerca?
(Del libro Me acerco a tu respiración [El mal de amén ii]. Monte Carmelo, 2011)
Hablarte más con mi decir de menos
Desde dentro de casa miro montes lejanos
para tener la cumbre que pretendo.
Desde el fondo del valle las campanas me mandan
la luz que va subiendo.
Te estoy buscando siempre tan arriba.
¿Más cerca estás? ¿Aquí, donde me siento?
No te vayas, Señor, entra en la casa;
vuelve otra vez al sitio en que me quedo.
¿Recordarán las manos caricias de otros días?
Eran otros fuegos.
¿No sabrán estos labios trepar silencio arriba,
hasta tu beso?
Días de más contigo
en que te hablaba mi decir de menos.
Señor, llegabas como quien se oculta
al tacto de tu cuerpo.
Si tocamos a Dios, se vuelve un ala.
Si le damos la espalda, acaba el vuelo.
No pesa nada
y, sin embargo, siempre sobre mí su peso.
Estos mensajes que te dejo aquí
vuelan a ti pero se van al suelo.
Para tocarte
rebuscaré más alas por el huerto.
Ya muchos años en el mal de tu amén.
Con tu nombre en mis labios yo no sé lo que tengo.
Esta mala salud –este insomnio de ti–
son mi cura de enfermo.
Tan alta noche, y averiada la luz.
Con mi torpeza grande no consigo el arreglo.
Termina tú el trabajo, Señor –que yo no sé.
En mi mano la llave, pero tuyos los dedos.
(Del libro Termina tú el trabajo [El mal de amén iii]. Monte Carmelo, 2011)
Restos, despojos
Las manos se aferran con fuerza a lo que ven en la caída.
Caer es saber –caída sin final.
Precipitado rodar por donde nunca se ha ido, desde donde siempre
se estuvo. No habrá seguridad.
Quedará un rastro al deslizarse y bajar.
Ahondar es cavar, estar cayendo cada vez más abajo, llegar
a una tierra de la que nunca me fui.
En ella me reconoceré. Las manos, si están cayendo, saben ver.
Recogen desgarrándose, descarnándose,
restos suyos de ser, cascotes donde abrigarse un día.
Y en él se va dorando lentamente aquel pan
que se me fue de las manos. Antes hubo que nacer a un decir
para horadar la tierra. Decir no son palabras sino
un silencio grande que empieza entre las manos cuando llevan su don,
tierra sin partición para la espera.
Al caer se está en la mayor pobreza. No es llegada a un fondo
definitivo y firme. Nuestra mayor hazaña es
la caída, y sin prever consecuencias ni proyectar resultados.
En fuerza de un exilio,
ir es ya volver, regreso allí, camino a casa.
Cayendo a sus cascotes retorna el hombre entero a su lugar mejor,
desde el que cerró los ojos para empezar a ver.
(Del libro Inquieta levadura [Pintura de interiores i]. Libros del Aire, 2013)
Foto de José Amador Martín
Apología y pintura de interiores
No tienen buena fama las urracas. Charlatanas, alborotadoras, folloneras.
En una guía de aves de ciudad se dice que tienen entre ellas una convivencia difícil. Acaparadoras, ladronas, robaperlas. De todo. Culpables incluso de condenas a muerte por haber robado joyas en alguna alcoba. Además, una plaga para las cosechas. Vamos, que menudos pájaros. Y hasta pájaros de mal agüero en ciertas partes. Si por lo menos fueran bonitas y cantaran bien… Pero ni eso.
Con un pico feroz, negras, feas, desgarbadas. Descaradas, arrogantes, estridentes.
Pobrecillas. Qué injusticia. A mí me gustan, reconozco que me gustan mucho. En esta primavera y durante muchos días del verano las vi, las busqué. ¿Diré que las amé? Sí, incluso más que a aquel pajarillo, mi raitán infeliz, que me alegraba tanto en otros días y que ya no vino más por el jardín que yo cuidaba para él.
Dulce cantor, ¿a dónde has ido? ¿Adónde las rosas van?
No me lo dices. Pues solo se ama bien
lo que mejor se ve,
qué avaricia la mía de verte una vez más.
Muy distintas las urracas. Vienen y vienen, están viniendo siempre. Son presencias constantes, figuras familiares que tengo a todas horas: en las antenas de los tejados, en las cornisas del colegio de enfrente, en el abeto junto a la piscina de los vecinos. Desde la acera, desde la puerta, desde la ventana, desde la terraza. Ya puedo estar haciendo lo que sea, entre los libros o entre las escobas, que ellas me avisan de que están, de que vienen. Ya las veo.
Las fui sabiendo más de verlas mucho;
y así las fui queriendo bien.
Por eso cantaré lo que vi en los días de gran luz, y en los otros de sombras y de fríos: la injusticia de su mala fama y mi fervor de vuelos hacia aquí, bien cumplidos siempre.
Destellos en el aire, en la luz: alegoría.
Quizá una apología también que defienda su interior
y el mío;
puede que solo una lupa de aumento
para ver
muy de cerca.
(De libro Azul sin fingimiento [Pintura de interiores ii]. Libros del aire, 2013)
Foto de José Amador Martín
Visitación del tacto
Si el corazón regresa a aquel pasado,
recoge allá a lo lejos lo vivido.
Y en la fugacidad de lo acabado
ve su primera paz.
Volver atrás los ojos,
¿desgarro entre rastrojos?
Fue mirar a la espiga con piedad
desde el pan que a la mano ya ha venido.
(Del libro De piedra encendida y yerta [Pintura de interiores iii]. Libros del aire, 2013)
José Manuel Suárez recibiendo el Premio Ciudad de Salamanca de Poesía, con el concejal Jde Cultura julio López Revuelta
Apócrifos de la compasión en la caída
i
Los labios arderán al decir lo que vieron
Acostumbrados a pensar con la razón dominadora, apenas si creemos ya
que se puede pensar de otra manera. Pensar se ha convertido en sinónimo de razonar,
pero es mucho más. Razonar es calcular, argumentar, deducir,
concluir; sumar, restar, predecir. Son los extensos ámbitos mentales
con que se conquista el mundo.
Sus logros indudables y a la vista nos impiden ver otros mundos, todos
a nuestro lado, mas no serán conquistables.
La razón va lentamente desentrañando con pruebas y refutaciones
aquellos aspectos de las cosas a los que se puede aplicar el número y media.
Pero solo es una parte del ancho mar del pensamiento.
Al otro lado de la razón conquistadora, aquella ladera que se resiste al cálculo.
Bajando y subiendo sus caminos, todos caemos en brazos del idioma,
ese inmenso caudal de pensamiento que no nos arrastra, que nos va llevando
con su paz y sus cantos hacia la región luminosa
del pensar sin beneficio. La razón y sus ciencias son usura que va sacando provecho
de sus pequeñas conquistas sucesivas. El pensar que camina
sobre las aguas del idioma no alcanza beneficio pero da sabiduría.
Saber es un pensar sin cálculo de intereses.
ii
Nombrar, decir serenamente desde la valentía de los nombres que mejor convengan
es el pensar más alto: apropiación de la realidad para ver en ella lo que es más de sí.
Apropiación no es conquista sino sentir el poder de la realidad
en que todo consiste, que nos mantiene aquí.
Aquí: lugar de las cosas del mundo, que tan tercamente nos tienen,
y nos dejan caer, nos imponen seguir.
Y porque tenemos cosas y nos tienen, necesitamos llevarlas
a los nombres del habla, y ya siempre nos cobijaremos en su tienda
porque allí se está bien. Un pensar desinteresado, amasado con palabras,
Poesía: poiesis, hacer, hacienda de cultivo de una planta ya antigua
que todas las culturas cuidaron con esmero, pues siempre lo más grande del vivir
y morir fue pensado –cantado, llorado, vivido– con palabra poética.
En prosa o en verso, poesía es un puente hacia aquí, un túnel hacia dentro.
Por eso desde aquí las cosas que tocamos se nos hacen carne y sangre nuestras.
Vivimos de la espera,
con la que las palabras van ganando en consuelo. Un decir a todas horas,
que no es voluntad ni acoso sino callar con un silencio nuevo
que no pudiera hablar, que no supiera:
apócrifos de la compasión mientras caemos.
No vienen de muy lejos, salieron de nosotros;
un fuego que consume y no da pena.
Y el poema, puente y sutura y parusía.
iii
Los labios arderán al decir lo que vieron, haciendo
vida suya con palabras lo que es más del alma entre las cosas. Y entonces podrán ser
apócrifos de la compasión en la caída.
(Del libro Donde las manos ven [Pintura de interiores iv]. Libros del aire, 2013)
Martirios de las víctimas destrozadas
hasta el fondo de dios
(Escena primera: París, 17 de octubre de1968, en la clínica psiquiátrica. Galería acristalada.
Celan, postrado, “escucha”)
Coro de Suplicantes
Aquí escribiste con silenciosa herrumbre, con marcas en las manos
por el vallado separador de orquídeas y garrotes.
Distintos son nuestro silencio y el tuyo, pero se igualarán
con funeraria metralla de intereses: paletadas de paz y pan enmohecido.
Vuelves a tu rumbo irremediable, a tu navegación desde casa
hasta la clínica, pues ya nunca descansas
de estar viendo todo con fulgores de relámpago y disparo.
Ves que los sacos mortuorios, a la tormenta forzados, se ponen en fila.
Sentado a la mesa, con el libro creciéndote
en tus ojos, la aurora habrá venido y tú no estás, que solo en noche anidan tus inviernos fríos. Con fuego entre cenizas leías para ti.
Para tu libro lleno y grande fuimos a tu encuentro, suplicantes.
Coro de Perseguidos
Ya de ti muy herido, tus labios y sus labios aquel día
se fueron alejando fatigados, en la final fatiga de alambradas y cuerpos. Paz no fue. Pues no te ven ni están contigo, estás llorando:
tus lágrimas verían cayendo en el cuaderno, sobre tus papeles.
Te callas con parloteo sobre el paisaje, los caminos del bosque,
las orquídeas. A quien está contigo no dices lo más negro;
va saliendo en los ojos, que miran poco arriba;
o en tus manos señalando los venerados Alpes vencedores,
o los helechos del verano, acariciadores como una madre joven. Certeramente hiere con su peso esta noche.
Siempre la misma noche reiterada, en la que tanto insistes.
Se renuevan en ti sombras de nuestros pasos lejanos, perseguidos.
Coro de Deportados
Cargan las manos con impuras palabras que se precipitan
hacia el libro llevando sal sobre la herida. No te curan.
Por los altos senderos de aquel sueño la voz que calculaste
ya no te sabe hablar sino en silencio. En la pequeña estancia ruedan
sobre los libros los deseos. Se desatan de ti. Tú ya cumplido estás
si así te anulan. Fuera los que vivieron, hirviendo de su anhelo, madurando en su impaciente aliento; veloces, confundidos, buscándose sin tiempo, mas naciéndose a la congoja desatada de estar
donde es morir. La fidelidad de lo oscuro da más alma; arroja los sueños
al torbellino de lo informe, como un desecho inmenso.
Fuimos hacia un final para que una puerta nunca se cerrara.
Ay, puerta del deportado.
[…]
(Del libro El grabador de sílabas. Muerte y reparación de Paul Celan. Oratorio.
Ars Poetica, 2017)
De nieve las campanas se encendían
y el valle entero en llamas crepitaba.
Las manos en la nieve que nevaba
rescoldos de aquel fuego recogían.
Con el eco los ojos más querían
cosechar aquel sol que el sol sembraba.
En mi lugar si mí yo me quedaba:
campos hondos de aquí que en pan crecían.
Las campanas rodaban, rompedoras
del tiempo dedicado a la tarea,
calmando el corazón de sus latidos.
En vuelo arriba por que bien las vea,
las nieves en el valle, abrasadoras.
Tientos a ti con todos los sentidos.
(Del libro Abedules, contra las nubes claras. Ars Poetica, 2018)
Foto de José Amador Martín
TE OIGO EN MIS LABIOS
(Cantigas de amigo)
(Las voces se buscan,
se pierden;
se apagan los fuegos
que tienen.
Sin calor el nido,
las alas sin cielo.
Trepa el corazón
por verlo.)
―La casa con quien quería
viene a mi encuentro
vereda arriba.
Campanas del valle
se apresuran conmigo.
Lentos los pasos,
prisas del sosiego mío.
Perfecta igualdad
de nube, abedul, camino;
Griterío de feria,
estrépito, tatuaje…
Enciendo el fuego,
prenden las ramas.
Fuera, tempestades.
Alguna paz al alba;
puedo soñarte.
(Antorchas piadosas
de los sitios
alumbran instantes buenos,
reconocidos.)
―Te oigo en mis labios…
Puertas y muebles
con los que hablo.
El roble rugoso y frío
con nieve de enero
se abriga conmigo.
Dudo: ¿me habrás llamado?
No decirte nada… Apenas
un gesto balbuciente
te hago. Y qué a tientas.
Mi cuarto, vacío,
que tanto llenas.
Ando en alturas
que no he subido.
(El mal de amén,
el que más hiere…
Bajo los pies y en el alma
firmes, hondas,
huellas que irán creciendo.
El pinzón en la nieve
enciende también un fuego.
Mirad:
amante corazón
su mal no teme.)
[…]
(Del libro Si la rosa es… Cantigas de amigo. Inédito)
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