Carlos Aganzo Leyendo en el Teatro Liceo de Salamanca (foto de José Amador Martín)
Crear en Salamanca tiene el privilegio de difundir estos poemas de poeta Carlos Aganzo, miembros del Consejo Asesor de los Encuentros de Poetas Iberoamericanos de Salamanca, además de miembro del Jurado del Premio Internacional de Poesía Pilar Fernández Labrador, convocado desde Salamanca. Desde que apareció, en 1998, Ese lado violeta de las cosas, Carlos Aganzo (Madrid, 1963) ha publicado una docena de libros de poemas, entre ellos Manantiales (2002), La hora de los juncos (2006), Caídos Ángeles (2008), Las voces encendidas (2010), Las flautas de los bárbaros (2012), La hermosura (2014), En la región de Nod (2014) o Jardín con biblioteca (2020). Su poesía esencial está reunida en las antologías Ícaro en los ojos (2017) y Arde el tiempo (2018). Ha publicado, además, numerosos libros de viajes por España. Sus trabajos han recibido distinciones como el premio Jaime Gil de Biedma o el Ciudad de Salamanca. En 2012 recibió el Premio Nacional de las Letras Teresa de Ávila. Como periodista, ha sido subdirector del diario Ya, de Madrid, y director de los rotativos La Voz de Huelva, Diario de Ávila y El Norte de Castilla.
Los perros y la niebla ha sido el libro ganador de la vigésimo segunda edición del Premio Paul Beckett de Poesía.
I
El que te ha de matar duerme en tu casa.
Llega tarde a dormir, deja la cena
a medio masticar
y apila los cacharros
encima de la mesa con desdén.
El que te ha de matar pasa la noche
conspirando en los bares,
gastando tu dinero
en huevos de serpiente,
fumándose las horas…
Desprecia tu silueta, siente náuseas
de tu olor a colonia.
Abomina tu boca y tus zapatos.
Quiere un mundo sin ti.
Un mundo de verdad
sin tipos como tú, de tu calaña.
El que te ha de matar hace ya tiempo
que usa tus condones,
que sabe dónde ocultas
el bourbon y los chicles de canela.
Y tú no dices nada pues recuerdas
como si fuera ayer
su risa contagiosa
buscando el corazón de las libélulas;
sus primeras palabras, sus pupilas
abiertas ante el mundo;
el peso de su cuerpo
de niño contra el hombro…
Tú callas porque aún le reconoces
cuando habla entre sueños
de olas o de perros o de nieve.
El que te ha de matar no vendrá solo.
Esperará callado entre las sombras,
como Cronos armado con la hoz.
Y no será capaz.
Les cederá la llave a sus amigos
para que entren despacio
y accedan sin problema al dormitorio.
Les mirarás callado.
Les reconocerás por ese brillo
lotófago en los ojos,
por las mismas señales del que vuelve
a esas horas a casa,
del que llega tan tarde, del que deja
la cena y los cacharros
con desdén en las sobras de la noche.
El que te ha de matar duerme en tu casa.
Es carne de tu carne.
La traición invisible de tus sueños.
Aganzo, Colinas y Alencart (foto de Jacqueline Alencar)
V
Ahora que se termina al fin el mundo,
que los días abrasan
y las noches perdieron el consuelo,
que la luna te espera,
como a los peregrinos del Mayflower,
para fundar de nuevo
Jerusalén en toda su barbarie…
Ahora que la sangre se abandona,
se coagula en las uñas;
que se funden el buitre y el arcángel
sobre un cielo de barro
-las perpetuas mentiras,
las verdades a medias-;
que en el monte Megido
levanta su bandera Armagedón…
Ahora necesitas
esa voz con urgencia.
La voz entre los campos de maíz.
La voz en los caminos
que borraron los dedos de la niebla.
Carlos Aganzo en una edición del Encuentro de Poetas Iberoamericanos (Foto de Jacqueline Alencar)
VI
Llueve fuera. Diluvia.
Y tú cierras los ojos.
Te tapas los oídos.
Te arropas en palabras
Crees que habitas en ellas.
Quisieras convertirlas esta noche
de hogueras interiores
en dardos venenosos,
en venablos de amor
con punta emponzoñada;
dar a la caza alcance,
sin salir de la casa.
Con una frase limpia,
sin perros ni reclamos ni atavíos.
Quisieras traducirlas a escalas musicales
para mover con ellas,
con sus ecos profundos,
los cimientos fonéticos del alma.
Caso de fracasar en el intento
aspiras a perderte en su salmodia
como en bosques de ensueño o de locura,
y andar de turbio en turbio,
hasta encontrar el claro
donde pacen los ciervos sensitivos,
donde Eco llora su melancolía
y Narciso sucumbe a la belleza.
Eso, necio, pretendes.
Ignoras que son ellas
las que moran en ti como parásitos,
las que hurtan desde dentro
tu savia y tu alegría,
las que te sorben, las que te consumen,
las que te hacer creer
a salvo del diluvio universal.
Necio y mil veces necio.
No las escuches más. No las escuches.
Guarda mejor ese odre
que llenas y vacías cada noche
para un último acto de cordura.
Aunque te mojes, abre la ventana,
deja que entre
esa voz sin palabras de la lluvia.
No tientes al silencio.
Pilar Fernández Labrador y Carlos Aganzo (Foto de Jacqueline Alencar)
VII
“¡Usted y yo somos máquinas, y vaya si pensamos!”
Claude Shannon
Creías que el amor era un destino.
Una media naranja.
Un capricho esotérico de bestias mitológicas.
Ahora ya lo sabes:
todo amor es prohibido
desde su misma esencia hermafrodita.
En el espacio así como en el tiempo.
En la salud como en la enfermedad.
Se lo llevó, al amor, la incertidumbre.
Una entropía sórdida de incógnitas
multiplicadas hasta el infinito.
Nos obligó a perder la simetría.
La cabeza.
La sangre.
Legiones de fractales
violando sustantivos indefensos.
Y la nube. La bruma. La calígine.
La impugnación de la segunda
ley de termodinámica:
el flujo de calor no es necesario
para que los fenómenos devengan
de suyo irreversibles.
No hace falta el amor.
Tal vez ahora todo es revisable,
excepto la entropía,
el ruido electrizante de la niebla
comiéndonos los ojos;
el velo del ladrido de los perros
cegando las palabras, su intención.
Máquinas que nos aman y nos piensan
más allá de las máquinas.
Aganzo y Fragoso, en la calle Prior (foto de Jacqueline Alencar)
IX
Sabes que van por ti.
Sabes que esperan
debajo de las zarzas,
donde el ojo revienta si interroga
los vestigios de Dios.
Los zapatos no quieren
seguir hacia adelante.
Presumen el aliento de los lobos.
La soledad sin sombra de las horas
vividas al vacío.
Oyen otros zapatos
que tratan de ocultarse
detrás de las retamas amarillas
blanqueadas por la niebla.
Zapatos que sujetan
su aliento entre los dientes,
esperando a que tu ansia te delate.
Mejor quedarse quieto,
contando los latidos de la noche.
Aganzo, Muñoz, Jacqueline Alencar, Álvaro Mata, Pío Serrano y Mario Alonso en Salamanca (foto de A. P. Alencart, 2007)
XV
Dormido entre las olas,
sin quitarse siquiera las sandalias.
A salvo de los peces
y los sueños sombríos.
En los brazos de un dios sin atributos.
Mientras tú te servías otra copa
y echabas a los perros
los restos de la cena,
la marea lo trajo,
como pecio sin patria,
a los pies de la tierra prometida.
Ni las novias de luto,
los traficantes ni los pescadores.
Nadie lo quiso ver.
Mas los que no se ahogaron continúan.
Otro niño pasó, cruzó la línea,
atravesó de noche la frontera
y llegó a la ciudad por las cloacas.
De donde vienen quedan
desiertas las ciudades:
edificios sin hombres,
carreteras sin hombres,
todo el campo sin hombres.
A donde van ninguno les espera.
Ya no son suficientes las murallas,
las coronas de espinas ni las cárceles.
El mar no es suficiente.
Aunque encuentren cerradas
las almas y las puertas,
seguirán asaltando el paraíso.
Los niños, las mujeres,
la carne resistente del futuro.
Vaciando tu copa lo decías.
Nos estorban los vivos.
Los muertos nos delatan.
Carles Duarte y Carlos Aganzo (Foto de Jacqueline Alencar)
XVII
No era para tanto.
Los que te cedían el paso como a un príncipe.
Los que pedían tu opinión en la asamblea.
Y reían tus bromas.
Los que no toleraban el vacío de tu copa.
Los que decían que te leían
los martes, cuando escribes los domingos.
Los que te querían como a la niña de sus ojos.
Los que se reventaban las manos a aplaudir…
Ahora se parecen a los perros,
aullando tras la niebla.
Los que esperaban siempre
hasta la última hora.
Los de la cena fría,
la luz en la ventana y el insomnio.
Los que te perdonaban cada noche.
Cada invierno del alma.
Los que recriminaban tus excesos
con tanto afán, tan pocos resultados…
Ahora están en el sol.
Aguardando a que tu vista se acostumbre.
Tus oídos, al canto de los pájaros.
Carlos Aganzo en la Sala de la Palabra (foto de Jacqueline Alencar)
Carlos Aganzo Leyendo en el Teatro Liceo de Salamanca (foto de José Amador Martín)
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