La poeta Ángela Álvarez Sáez
Crear en Salamanca se complace en publicar una muestra de la obra poética de Ángela Álvarez Sáez (Madrid, 1981). Licenciada en Derecho. Fue becada por la Fundación Antonio Gala durante el curso 2005-2006. Ha publicado los siguientes libros de poemas: La torre de las tortugas (Premio Antonio Carvajal, Hiperión, 2006), Metales en la voz (Premio Gran Hotel Canarias, Vitruvio, 2006), Las versiones del tigre (Vitruvio, 2007), De conjuros y ofrendas (Polibea, 2015), La columna rota (Huerga y Fierro, 2016), La estación de las Moras (Premio Carmen Conde, Torremozas,2017), Libro de la nieve (Certamen de Poesía María del Villar, 2018), La casa salvaje (Premio León Felipe, Celya, 2019), Palabra vegetal (Premio Blas de Otero, 2018), El hijo culebra (InLimbo Ediciones, 2020) y Cabeza de ciervo sobre papel de flores (Premio José Luis Núñez, Diputación de Sevilla, 2020). Ha obtenido, varios premios, entre los que destacan el Premio Luis Rosales, Café de Oriente, Jóvenes creadores del Ayuntamiento de Madrid (2007) y “La voz más joven 2011”. Ha participado en varias revistas literarias y antologías, y poemas suyos han sido traducidos al chino y al francés.
Foto de José Amador Martín
Álvarez Sáez quedó entre los finalistas de la VI edición del prestigioso Premio Internacional de Literatura ‘Pilar Fernández Labrador’ (2019), concedido en Salamanca. Recordemos que a dicha convocatoria se presentaron 915 trabajos procedentes de todos los países iberoamericanos, incluidos España y Portugal, además de poemarios enviados desde Estados Unidos, Alemania, Suiza, Canadá, Israel, Francia, Suecia, Italia y Líbano.
POEMA INÉDITO
Mi cuerpo es una trinchera
levantada sobre monitores de oxígeno.
Me dan pastillas rojas por la mañana.
Me dan pastillas azules por la noche.
He tenido pesadillas con niños
que crecen deformes por las copas
de los árboles.
Las placas dicen que tengo una mancha
en el pecho que se extiende como petróleo
sobre un mar de venas blancas.
Hoy han venido las enfermeras
con mascarillas y guantes
y me han dejado una hoja para firmar
mi consentimiento de muerte.
Su baile de máscaras ha dejado
mi cuerpo extenuado.
La tarde se expande por
las ventanas del hospital
como un tsunami de luz.
Mis hijos no pueden venir a verme.
No pueden coger mi mano.
No puedo recibir su corazón en mi puño.
La neumonía ha quebrado las ramas
de mis pulmones septuagenarios.
Tengo a mis bebés recién nacidos
bebiendo la leche agria de mi pecho.
Tengo a mis padres muertos
dando golpes contra mi conciencia.
Mis manos planchan el blanco
de mi vestido de boda
como un conjuro de paz.
Estoy sola. Aislada en una habitación
con los ojos de la nieve trepando
por el rojo de la sangre que escupo.
Tengo miedo de morir esta noche
y no encontrar el camino
correcto para marcharme.
(Inédito, marzo 2020)
Foto de José Amador Martín
EL PARTO
A partir de aquí
romperemos los lazos visibles.
Mi cuerpo sobre la camilla
atraviesa un sendero blanco
de pestañas. Tu cuerpo con la vida
pendiendo del resultado
de un test de Apgar
no puede sentir el tacto
de mi piel, ni el recorrido de la noche
apaciguando la sed de sangre
que nos mutila el corazón.
Con un hilo de cordura,
apagada por la anestesia,
te llamo y el ruego
se torna en la oración
más serena, clara.
Luego cojo entre mis manos
el útero y lo exhibo, impúdica,
desafiando los límites de la entrega.
(De “La estación de las Moras”,
XXXIV Premio Carmen Conde, Torremozas,2017)
Mamá me alimenta mientras
un charquito de sangre
queda estancado debajo de la leche
como piedras afiladas
en la lengua de la noche.
Mamá me amamanta
mientras menstrúa.
Y mi cuerpo tiene
el peso opaco de la tierra.
Mamá sabe a sangre.
Mi cuerpo es una herida abierta
que mamá me limpia con saliva.
(De El Hijo culebra, InLimbo Ediciones, 2020)
Mamá dice que no debo bajar al río.
Pero no hago caso a mamá. Los hermanos
miran cómo bajo la ladera. Ven mi cuerpo
desaparecer en la culebra. Mamá
me pregunta dónde he estado. La cena
está servida. Esperamos a papá como se espera
una roca. Sube papá por las paredes y nos deja
un alambre como espina dorsal. Mamá no quiere
ver el juego. Los hermanos han vuelto
sus cabezas hacia mí. Me miran con los ojos
de papá. La noche es fría. Unos perros
ladran con los hocicos llenos de culebra.
Mamá no quiere oír el llanto de los hermanos.
Se tapa los oídos mientras papá desaparece
por el desagüe. Me han traído un bebé que
no quería. Mamá no quiere verme. Repto
por el baño hasta los ojos de mamá.
Los gritos de los hermanos suben
como la espuma del detergente
que utiliza mamá para lavar
la vajilla. La abuela ha venido. Mamá
recoge los desechos del baño. La abuela
pasea su larga cola por las habitaciones.
Los hermanos gritan y escupen a la abuela.
Mamá grita y me aparta. La abuela sale.
Yo rezo en el río. Salgo de la culebra.
La culebra expulsa hijos
como una máquina expendedora.
Papá ha vuelto. La abuela ha llamado por teléfono.
Esta noche no hay sitio para la culebra.
(De El Hijo culebra, InLimbo Ediciones, 2020)
El musgo crece en el silencio
como si escribir fuera
despojarse de jinetes.
Ajena a mi dicción
ha nacido una frontera galopante.
Estos son los dominios de la lógica.
Donde el poema se abre
brutal
en un espacio sostenido.
(De “La tierra más frágil”, Editorial 14 bis)
PALABRA DEL FUEGO
Hallé una voz que temblaba en el filo del verano.
Me acordé de las madres pendientes de sus hijos
en las incubadoras.La voz que temblaba
me deshabitó. Me dejó huérfana de suavidad.
No hallé rama en la que posarme.
Con ojos de pájaro. Con las alas
batiendo el aire. Suspendida en la luz
que declina y se rompe al final del día.
El cuerpo en equilibrio. La boca a punto de morder
el fruto ya maduro. Pero la realidad hizo que mi cuerpo
bajara a la tierra. Que mi carne se hiriera de luz.
Con llagas en la memoria volví a compartir espacio
con madres en hospitales que curan
los cuerpos de sus hijos. Hijos y más hijos
batiendo las alas al borde de sus madres.
Sin poder evitar el incendio de las cuchillas.
Madres, hijos, tensando cuerdas al final de sus vidas
para conseguir un acorde que muerde lenguas
y escarabajos. Y cómo saber cuándo termina el acorde.
Cómo atravesar el corazón de la guerra
y volver con el pecho sin úlceras.
He visto mi vientre gestante desbordando cuerpos,
acercándose a la quietud de la nieve. He visto
al hermano que corre turbio espantando
gallinas por los pasillos de los hospitales.
He visto el fuego, he ardido y me has llamado.
Pides pan y leche. Pero la escasez impide
que te alimente.
No como tú quieres.
No como tú necesitas.
Puedo darte algo de agua para saciar la sed.
Mamá.
La escasez me impide pronunciar la palabra pan.
Lames el agua como un perrito sediento. Lames la sal.
Golpeas a papá. Ninguna acción te acompaña. Pero,
ah, la escasez. Lames la sal. Disparas a los pájaros.
Lo indecible se adhiere al fondo de tus ojos.
No ves la realidad. El reloj da la hora de la sutura.
El cirujano recita un poema muy largo
que termina con el movimiento de una aguja. Coser.
Coser carne. Esperar el alimento sin sonda.
Ver a las madres. Coger a mi hija.
Darle la paz que necesita. Acariciar su hambre
detrás de las vías. Mamá. Calmar su sed
mojando sus labios con una esponja
empapada en agua. Mamá. Ahora sus ojos
no me ven. La flecha en la diana vacía
del incendio. Duermes. Duermo.
Los días pasan sin ningún sentido.
La vida nos da el resto. Apoyas tu cabecita
en mi hombro. Huelo la luz que desprendes.
Pájaro mojado de lluvia. No hay amor
en el que cobijarse. Todo arde. Y nosotros
en el centro. Ebrios de vida. Subiendo
por una escalera al borde del precipicio.
Volver sobre nuestros pasos. Buscar
algo que nos haga entender el acorde
que tejimos. Al sur nos espera
madre con la cena preparada.
La sopa dispuesta en los platos
hondos. La carne en la olla. Padre
y los hermanos están sentados a la mesa.
Vuelves a casa con el ciervo
que acabas de cazar sobre los hombros.
Hueles a sangre
y a barro. Los demás te miran, ojo sobre ojo.
Desconfía del lenguaje. Desconfía de las
imágenes que he dibujado. El poema adquiere
un tacto denso. Oscuro. Entra en el centro
de la sangre y coge el órgano que palpita.
Mamá. La escasez. El hambre. Hay pan.
Hay leche en la despensa. Pero, ah, la escasez.
Eras pájaro. Estabas suspendida en luz.
La quietud y el silencio de la nieve.
Luego todo ardió y con el fuego vino
el poema
y las madres en los hospitales
y los hijos al borde de sus madres
y tú, mi niña, con cenizas
detrás de los ojos. Ojos sobre ojos.
Cenizas sobre vientres. Mamá. ¿Quieres a mamá?
Tienes miedo de los monstruos y de las escaleras.
Mamá.
Por qué escribir. Por qué poemas
sobre imágenes en ruinas. Mamá.
Ningún ciervo ha sido herido. La sangre
no huele. Deshacer el miedo.
Mamá. Me has llevado al límite del olvido.
Mamá. Deshacer tu cuerpo.
Olvidar que una vez existió
la madre. Olvidar que los hijos
duermen en incubadoras. Bordear
la luz. Deshacer el poema.
(De Palabra vegetal, Premio Blas de Otero VIlla de Bilbao, Devenir 2019)
No huyas. Quédate. Que tu memoria me guarde sin pulso. Quédate. No huyas. Trae en tu vientre la arena que ha de sepultarnos. Quédate un poco más. No dejes que mi cuerpo se llene de bordes afilados y oscuros. Quédate, dame la sed que te pido.
***
Qué hay de mí. Desaparece la memoria. Voy a lomos de un espacio lineal. Cabalgando. Mis manos encuentran una esquirla. Rasgo el lenguaje. Toco. Tanteo. Una abertura. Introduzco los dedos y encuentro una cabeza.
***
Aparece el amor. Frágil como un puñado de huesos. Lo cojo entre mis manos y espero a que el rostro de mi hija se refleje en su borde.
(De Libro de la nieve, Premio María del Villar, Tafalla, 2018)
MI NACIMIENTO O NACIMIENTO
La tierra no me sirve de soporte.
No me basta con el cuerpo que da vida.
Las pezuñas del mamífero se agarran
al lugar ilimitado, al cuerpo de la tragedia.
La tierra no me sirve como círculo.
Hilo las raíces que me atan únicamente a mi condena.
Sueño con un ánfora que no me obligue
a derramarme ciegamente, con un embrión
que me otorgue el don del nacimiento.
Más allá del elemento creador,
el mar es mi verdugo
y mi carne un signo en el que clavar puñales.
Algunas noches, doblegada por el miedo,
dejo a los salvajes devorar los restos del naufragio.
Luego, abandono a la criatura
sola,
enroscada en la jauría,
y erijo un altar en el que mi cuerpo se sostiene como muerte.
(De La columna rota, Huerga y Fierro, 2015)
Foto de José Amador Martín
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