POEMAS DE ‘IDAHO Y EL JARDÍN DE EZRA POUND’, DE BORIS ROZAS, Y TEXTO DE PRESENTACIÓN DE YOLANDA IZARD

 

 

 

  El poeta Boris Rozas en un momento del acto

 

Crear en Salamanca tiene la satisfacción de publicar algunos poemas del nuevo libro de Boris Rozas, vallisoletano nacido en Buenos Aires el año 1972. El acto de presentación en Pucela fue el pasado viernes 14 y se realizó en la sede de la Fundación Segundo y Santiago Montes. El poeta, editado ahora por Eolas Ediciones, estuvo acompañado por Yolanda Izard y Mar Sancho. El reportaje fotográfico es de Marco Antonio Temprano. Nuestra enhorabuena.

 

 

 

 

(LLÁMAME FLEETWOOD…)

 

 

 

Yo también fui un hombre llevado por el viento

de las dulces montañas de Nueva Inglaterra,

un borrador de Ralph Waldo Emerson

queriendo vivir deliberadamente desnudo

entre las zarzas.

No era Concord tampoco mi lugar,

se diría que demasiado íntimos

mis rugosos ropajes apuntados,

no era esa mi aldea,

se diría que tampoco el lenguaje

para mi pequeña épica

de lamentos.

Tú puedes ser como la cabaña

en la laguna de Walden,

hecho siempre

de las mejores penitencias.

 

 

 

XIII.

 

Y todo se reduce a ti

transitando a un ritmo diferente,

queriendo sentirte

libre de mis ataduras,

exhausta de tenerme encadenado

abasteciéndome

de tus recuerdos.

Eres esa gitana que perdura

en la canción de los Fleetwood,

bailando lejos de mis incertidumbres,

escrupulosa

con poetas y demás rimadores

de la vida,

y todo se reduce

a la silueta de tu entorno

por los rincones

de esta estancia vacía.

 

Alejandro Romualdo en Salamanca (foto de Jacqueline Alencar)

 

(LLÁMAME LESTER…)

 

 

 

Alejandro Romualdo odiaba la fama.

Odiaba la fama como los cuervos negros

que enervan

a los que se encuentran

en el misterio sepulcral de los cementerios,

a la distancia justa

para no tener que ahogar sus silencios

en el trance exacto de saberse estiércol

al borde mismo de la orilla,

sin otra madre que la madre

que proclamamos tierra,

sin otra vida

que esta que llamamos vida,

 tan cerca el salón dorado

de Oscar Wilde

donde los girasoles

enseguida se retirarán

a su capilla sin entradas

ni salidas.

 

Alejandro Romualdo odiaba la fama.

Odiaba la fama de sangre y aceite

que ya presagiara

William Butler Yeats,

antes de cabecear ante su chimenea

de brasas de arce

inclinándose lentamente

frente a las altas montañas

del amor.

 

Boris Rozas firmando ejemplares

 

 

IX.

 

 

El cisne que ha muerto en domingo

solo se ha de ver

flotando

en semejante trance,

como el poeta que anida en el jardín

de la tarde

para pernoctar luego

en la garganta de los ratones

a cambio de una buena mesa,

cama y chismorreos.

Semejante pago da el mundo

a los poetas,

como si la poesía

fuese algo vergonzoso,

como si el poeta

fuese un tonto

o un idiota,

como si tuviera

que sentirse culpable

porque de tristeza

muéranse también

los cisnes

en domingo.

 

Yolanda Izard, Boris Rozas y Mar Sancho

 

(LLÁMAME GULAAN…)

 

 

 

De todos los poetas que he leído

me quedo con el que me parta el espíritu

en dos mitades de silencio,

el que alivie mi tragedia

cogida con alfileres de altura

sin pensar en la suma

de ayeres que se fueron.

Preferí este calvario

de migajas

tras el diluvio de los días,

antes que casarme con el sol

en mi cama King-size

antesala

de otras oscuridades.

 

 

Foto de José Amador Martín

III.

 

Idaho y el jardín de Ezra Pound.

Dos alfileres mundanos

cosidos en un ojal

de palabras mayores,

yo no heredaré la tierra

como bastardo que fui en otros tiempos.

 

 

 Jardín y casa de Ezra Pound en Hailey (Idaho)

 

PALABRA DE PRESENTACIÓN

DE LA SALMANTINA YOLANDA IZARD

 

 

Buenas tardes, queridos amigos. Como sabéis, estamos  aquí para que conozcáis, si aún no lo habéis leído, el último libro de Boris Rozas, “Idaho y el jardín de Ezra Pound”, publicado por Eolas con una sugerente portada: la imagen de la escultura en un jardín de un hombre cansado,  quizá derrotado, mientras la noche cae. En literatura, y especialmente si se trata de poesía, nada es inocente. Nada es casual. Y ya lo avisa Boris Rozas en el título, tan expresivo: esto va de lugares y de poesía, de seres creativos que dedican su vida a abrir nuevas sendas en el mundo y a regalar emoción y belleza, que a veces es una belleza no usada. Este poemario es, pues,  un homenaje a los referentes literarios y musicales de Boris, casi todos ellos anglosajones, que han conformado su gusto estético y también ético.

 

En una trayectoria poética tan rica como la de Boris Rozas, que ha publicado catorce poemarios, y entre ellos cito los dos últimos, los dos premiados, “Annie Hall ya no vive aquí” o “Las mujeres que paseaban perros imaginarios”, que ha obtenido numerosos galardones, que ha dedicado su vida a la literatura y que además tiene su alma en muchos lugares, y no solo por ser hispano-argentino, no podía faltar un libro como este. Es su forma de agradecer y recordar a los escritores que  le han convertido en el poeta que es, quizá un poco más atento a la vida y a la naturaleza que los que no son poetas, o un poco más inconformista, o con una sensibilidad artística más acusada, como lo han hecho los músicos de pop-rock y de jazz que también trae con similar fuerza a su poesía. Yo también he amado a esos escritores y a los mismos músicos; todos ellos nos han abierto heridas o las han restañado. Irremediable, pues, sentir que el viaje es parecido, y que hemos ido bien acompañados.

 

Me gustaría recordar una reflexión de Umberto Eco sobre la lectura que también es aplicable a la música: el  que lee no vive una sola vida, la propia, sino una especie de inmortalidad hacia atrás que abarca los 5.000 años de historia del hombre. Salimos de nosotros para ser el otro. Porque cada vez que leemos (o escuchamos) algo verdadero, emocionante y revelador nos aprovisionamos de su ser en el mundo, ampliamos nuestra identidad. Y Boris es, sin duda, un poco todos ellos, como veremos.

 

El título nos da muchas pistas: por un lado, Idaho es el lugar de nacimiento de Ezra Pound, un lugar en el profundo oeste americano que aquí en el libro se convierte en símbolo, en el mapa de coordenadas de un viaje por algunos lugares emblemáticos de Estados Unidos en una especie de road movie animado por la música pop-rock y jazz anglosajona.

Yolanda Izard durante su presentación

 

 

Por otro, el jardín de Ezra Pound (Idaho, EE.UU, 1885). Para que podamos entenderlo, voy a leer el poema de Ezra Pound que lleva este título, “El jardín”, y que es breve:

 

Como un ovillo de hebras de seda estampado en una pared
ella bordea la tapia de un sendero en los jardines de Kensington
y se va muriendo poco a poco
de una especie de anemia emocional.Y por allí se pasea una chusma
de hijos de la miseria, inmundos, vigorosos, inextinguibles.
Ellos heredarán la tierra.

Ella es el final de la estirpe.
Su aburrimiento es exquisito y excesivo.
Le gustaría que alguien fuese a hablarle,
y casi tiene miedo de que yo
cometa esa indiscreción.

 

Me gustaría resaltar cuatro versos que yo creo que están en la génesis del poema: el final de una estirpe de aburrida anemia emocional sustituida, según Pound, por esos hijos de la miseria, pero vigorosos e inextinguibles, que heredarán la tierra, ilustre verso este por la huella que ha dejado en quienes dan al mundo su arte. Porque los poetas y músicos de los que habla  Boris no sufrieron anemia emocional, sin duda, y dieron al mundo lo mejor de su arte, de su sensibilidad, de su vida. Ellos, en cierta forma, han heredado la tierra. Aunque significara para algunos su propia destrucción, como para el mismo Ezra Pound, quien, como escribió Manuel Vicent, “era uno de esos tipos que luchan denodadamente a lo largo de su vida para alcanzar su propio fracaso”. Ya sabemos que la historia de los  músicos del XX y de los grandes escritores es a menudo una historia trágica.

 

En todo caso, este es un poemario poco hispano, bastante distanciado de nuestras corrientes poéticas y muy próximo a las anglosajonas, y no solo por sus referencias explícitas de lugares y personajes ya míticos fundamentalmente americanos. También me gustaría añadir que a la lectura de este libro le viene bien un cierto conocimiento de estos autores y de estos músicos; así se accede de manera más plena y rica a su sentido estético y, sobre todo, a las distintas capas de significación del libro, desde la más evidente (un viaje por la cultura anglosajona a través de  lugares, músicos y poetas a quienes el poeta homenajea) a la más profunda: el viaje espiritual, personal e íntimo del poeta a  través de los influjos amados, con los que Boris traza el rumbo de su propia vida: el amor y el desamor; la ruptura de las convenciones y el encuentro con la poesía; y la conciencia del acabamiento.

 

El poeta Ezra Pound

 

En esta capa profunda de lectura, músicos y poetas se constituyen en el alter ego de Boris y mantienen un diálogo metaliterario plagado de guiños textuales y referencias indirectas, pero algunas también explícitas, tanto a sus versos –de “Abedules”, de Robert Frost, por ejemplo- como a letras de canciones –de “Sara”, de Fleetwood Mac, en concreto-. O, dicho de otro modo, a través de ellos, Boris traza su propio autorretrato sentimental y poético:  se emparenta así con los poetas americanos que cantaron  a la belleza de la naturaleza y en algún caso probaron a alejarse del mundo en sociedad, como Henry David Thoreau (La laguna de Walden en Concord), Robert Frost (la vida rural de Nueva Inglaterra) o Derek Walcott (la isla de Santa Lucía), o que buscaron su ser de luz aunque el paso del tiempo les ofreciera la visión de las sombras, como el poeta surcoreano Ko Un.  Su diálogo con ellos se desarrolla en un nivel poco explícito, con escuetas alusiones que el lector debe completar, pero ninguno  está ahí en los versos de manera gratuita o casual sino portando  la cosmovisión del mundo del propio Boris.

 

En las tres partes de que se compone el libro, Boris Rozas adopta distintos heterónimos, que remiten, más que a Pessoa,  a Flaubert cuando sentenciaba: “Madame Bovary c´est moi”; los tres referidos a músicos.

 

En la primera parte, “Llámame Fleetwood…”,  Boris se viste con la fuerza hipnótica de las maravillosas baladas de Fleetwood Mac, el legendario grupo musical londinense de pop. Es la época juvenil, de apertura al mundo, de amores potentes y románticos que atraviesan todos los aspectos de la vida. Pero también es un viaje por esos espacios físicos que fundamentaron la obra de grandes poetas de la naturaleza, que cantaron su belleza y en algún caso rompieron con la vida cómoda e irreal de las grandes ciudades para hallar una forma de vivir más primitiva y cercana a las esencias. Y así transitamos por el puente Bow, la Quinta Avenida neoyorquina o Essex House, pero también por las dulces montañas de Nueva Inglaterra de Robert Frost, o la laguna de Walden en cuyas orillas Henry Thoreau, precursor del ecologismo, naturalista, preservacionista y vegetariano, se construyó él mismo una cabaña para vivir en contacto real con la tierra en un despojamiento radical y escribir allí su gran obra, Walden. A través de sus palabras escuchamos la aventura filosófica de Boris: “Quería vivir profundamente y chupar toda la médula de la vida, vivir tan fuerte y espartano como para prescindir de todo lo que no era vida”.  

 

Viajamos los lectores por estas referencias que constituyen la mística personal de Boris sin dejar de escuchar la música de Fleetwood Mac, los acordes de Sara o sus álbumes Landslide o Tango in the night. La voz que habla mueve el mundo en busca de un tú amado, un  amor quizá roto, quizá imposible, del que al final quedan solo “Las pisadas mojadas / en el puente Bow, / frente a los trozos / de hojarasca / que nadie ha querido recoger”. Y entre canción y canción, otros poetas desfilan con sus mitos a cuestas hacia un lugar imposible, un no lugar fuera de coordenadas previstas, ese espacio del tú en el yo: Whitman (el poeta que canta la belleza del yo), Ralph Waldon Emerson (el creador del  movimiento trascendentalista), Derek Walcott (que escribió una obra en éxtasis descriptivo, epifánica, desde la isla de Santa Lucía), Robert Frost, cuyos poemas cantan al paisaje de Nueva Inglaterra, el misterio esencial de las cosas.

 

Henry David Thoreau

 

En cuanto a la segunda parte, “Llámame Lester…”,  Lester es el alter ego de David Bowie (David Bowie y su canción “Looking for Lester”, del álbum Black Tie White Noise, 1993), el cantante de rock que pateó las convenciones y liberó a la encorsetada sociedad rompiendo roles de género y  experimentando nuevas formas musicales. Se abre con el cisne de Bukowski esperando a ser fotografiado por los turistas. Cuánta triste ironía en este breve poema: ¿en qué se ha convertido el arte, la poesía?: en entretenimiento para los turistas, esa formidable legión de invasores destructores. Con los poetas y artistas muertos a los que homenajea Boris, ha muerto una forma de entender el mundo y de representarlo. La muerte de la estética a manos de la mirada aniquiladora del turista. Lo que bien puede contrastarse con lo que supuso la irrupción del rock en los años 60 y 70 del XX: una revolución mundial en todos los paradigmas estéticos y sociales, que creó una nueva forma de entender el mundo basada en el optimismo, la libertad y el inconformismo y una ruptura de los esquemas estéticos con una capacidad creativa desbordante. Los músicos Charles Mingus, Mick Jagger, Brian Eno o los escritores Alejandro Romualdo, Yeats, Pushkin, Claribel Alegría, Derek Walcott acompañan a Boris, convertido en David Bowie para hablar de esta segunda faceta fundamental de su filosofía de vida y de poeta.

 

David Bowie

 

La tercera parte, “Llámame Gulaan…”, es la parte más oscura y triste del libro: la conciencia de que vivir es ser derrotado, del envejecimiento, la nostalgia por lo perdido y el inexorable paso del tiempo. Aquí se alza la voz del poeta que se sincera y medita sobre su labor: “De todos los poetas que he leído / me quedo con el que me parta el espíritu / en dos mitades de silencio, / el que alivie mi tragedia / cogida con alfileres de altura /… /”

 

La voz de Gulaan (un cantante de Nueva Caledonia, en la Polinesia Francesa) se erige en la del poeta cuando constata que el recorrido vital está próximo a acabar y cree llegado el momento de mirar dentro de sí,  de prepararse para recoger la mochila con los afectos literarios y musicales que han hecho de la vida un lugar mejor, más emocionante, más hondo, y despedirse de todo ello, o llevarlo al otro lado del  jardín, ese que solo heredarán los hijos de la miseria, los vigorosos, los inextinguibles.

 

Idaho y el jardín de Ezra Pound es, para resumir y acabar, un recorrido celebratorio y sentimental de gratitud y homenaje por la cultura anglosajona, sin cuya vasta influencia en nuestra formación y en nuestra sensibilidad artística no podríamos quizá entender lo que somos, pues hemos crecido a su arrimo, emocional, cognitiva y sensorialmente. Es también el álbum vital de Boris, con su sistema filosófico en el que brilla la singularidad de la poesía y la música como vehículos de emociones universales y, sin duda, es también su propio autorretrato, afín a  quienes rompen convenciones sociales y estéticas, y a “aquellos que sienten la naturaleza / como suya”, a “los labradores de la palabra”, a los que quisieron “ser pájaros” y acabaron sometidos al avance de la sombra.

 

Yolanda Izard

Febrero 2020, Valladolid

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