Antonio Hernández leyendo en el Teatro Liceo de Salamanca (foto de Jacqueline Alencar)
Crear en Salamanca se congratula en publicar algunos textos del poeta, novelista y ensayista Antonio Hernández (Arcos, Cádiz, 1943). Ha recibido en dos ocasiones el Premio Nacional de la Crítica: en 1993 por Sagrada forma (Visor) y en 2013 por Nueva York después de muerto (Calambur). Por este libro recibió además en 2014 el Premio Nacional de Poesía. Es Premio de las Letras andaluzas 2012 por el conjunto de su obra y Medalla de Oro de Andalucía 2014. En 2002 y en 2004 recibió, respectivamente, el Premio a la Mejor novela del año del programa cultural de TVE Negro sobre blanco por sus obras Sangrefría (Alianza editorial) y Vestida de novia (Planeta). En 1994 ganó el Premio Andalucía de novela y en 1996, por Raigosa ha muerto. Viva el Rey (Fundación Ramón Areces) el también de novela Alfons el Magnánimo. Es, además, autor de diversos ensayos como La Poética del 50: Una promoción desheredada. Premio Popular de Pueblo (Zero Zyx). En 2016 ganó el Premio Internacional de Novela Ciudad de Torremolinos con El tesoro de Juan Morales (Carpe Noctem). Otros premios son: Leonor, Gil de Biedma, Rafael Alberti, Miguel Hernández…
Antonio Hernández estuvo el mes de octubre en Salamanca, participando como invitado al XXI Encuentro de Poetas Iberoamericanos.
Antonio Hernández en el Colegio Maestro Ávila (foto de Mariu Martín)
TESTAMENTO
Que no me coma la envidia,
la peor enfermedad;
que no sepa de venganza
ni aun cumpliéndose en justicia;
que guardián no sea el odio
de una apagada alegría;
que el rencor no me empobrezca
a la hora del balance.
Y que todo sea así
no para ganarme el Cielo
sino por que vuele en paz
mi ceniza en el olvido.
VERSIÓN DEL INCENDIARIO
Nunca me las di de maldito. Pero
me encantaba ir a mi aire, solo,
con un presunto carácter conflictivo,
con un carácter cuya cara
fuera la soberbia y fuera su cruz
la ternura, con un carácter embozado.
Y así me creé algunos enemigos
que intentaron hacerme la vida insostenible
como a la Fe se la hace la Razón.
En realidad debió de ser
porque ya de muy joven escribí
un libro deslumbrantemente cándido:
El mar es una tarde con companas.
Y se dijeron: “No, no puede ser
que este ignorante adivine
el lunar de la emoción y la música,
la pulpa de la frescura, que este
estudiante sin título venga
a igualarse a nosotros, los
doctos titulados superiores,
los elegidos por Dios o El Caudillo…”
Etcétera, etcétera, etc.
Y desde entonces soy una fábrica
de dar disgustos, y desde ahora,
desde que en ocasiones célebres
resucito en la prensa con grandes
migajas, ya se resignan, ya
se conforman y dicen: “Más vale olvidarlo,
su suerte es evidente”. Ya no tengo
enemigos, ya se me han muerto todos,
así que a aburrirse tozudamente
tocan con tanto cadáver, con tanto
cataléptico dimitido,
con tanta momia resignada
que dudarán si asistir a mi entierro
cuando me muera por ver si los ponen
en los periódicos o en la Tele.
Cuando yo me muera bendito, cuando
se digan entre ellos: “En el fondo
no era mala persona, algo infantil,
sólo eso”, cuando Rimbaud me ordene
adventicio y soberbio: “Ponte
a mi lado, a la izquierda
de mí, de Dios Padre, pero al final
de la fila”. Y alguien, por tanto
y por fin, me devuelva la monedita falsa
de mi estúpida vanidad
tomándome el pelo de fatuo:
“Exactamente al final, señor Miguel Hernández”.
Cena en el Colegio Fonseca de la Universidad de Salamanca (foto de Jacqueline Alencar)
EL DESENCANTO
No la tristeza por el mercachifle
ido a más que fue amigo, nuevo rico
bien cebado por las diputaciones
y los ayuntamientos. Ni tampoco
por el sandio zascandil que traduce
lo que fue traducido sin cambiar el idioma.
Ni por el pobre, pillo, animador
que llaman cultural. Menos aún
por el gacetillero que elogiara
mi poesía con un entusiasmo
tan sólo comparable a su ignorancia.
Ni por tantos moscones como tuve
sobre mí cuya vanidad recuerdo
pero cuyos poemas me son indiferentes.
Ni por los virtuosos, que saben dónde está
el cofre lleno de hojalata.
Ni por esos estultos sabios
peores que los bobos ignorantes,
sino por el maestro, al que creí
volcado a la honradez y la justicia.
Rompió mi espejo y aún escupo cristales.
Antonio Hernández y María Sanz caminando por las calles de Salamanca (foto de Jacqueline Alencar)
ADIÓS EN ARCOS
Si no lo expliqué bien, vuelvo a decirlo.
Cuando me muera quiero que me quemen
y arrojen mis cenizas por la Peña de Arcos.
De esa manera iré a parar al río
donde bañé mi infancia y juventud
purificándolas de mis muchos errores.
Algún vencejo o algún alcaraván
me acogerá en sus alas. Incluso algún jilguero
o un dulce chamariz al picar en las frutas
del Llano de las Huertas
añadirá a su canto algún secreto mío,
su inédita sustancia. Y será el canto suave
al que apenas la vida me dio opción.
Nada de preces, nada de misereres.
Quiero que se haga todo con discreta ternura.
Y si alguien no quiere reprimir un sollozo
que piense cómo todo, hasta la primavera,
contiene su naufragio, y que tendré la suerte
del aire que se integra en la belleza de Arcos
con naturalidad, anónimo. Y eterno.
PARAÍSOS PERENNES
Rayos de luz del Paraíso
caídos en mi infierno…
Víctor Hugo
Cuando me quedo solo pienso que
mis paraísos imperdibles son
mi madre repartiendo la merienda:
mi padre regresando por la noche
del trabajo con su achacoso taxi;
mi hermano Marcelino alzado a hombros
por una multitud tras un partido
en que el Arcense goleó al Xerez;
el día en que besé por vez primera
a la hija del teniente de mi pueblo;
los otros en que nacieron mis hijos
y mi nieto Manuel, luz de diciembre
y de enero –más rey que el Niño Dios
y mucho más que los Reyes de Oriente–
cuando vienen a vernos desde el Sur
su padre y Violeta y de infantiles
que somos sus abuelos, él es el menos niño;
don Manuel el maestro que me enseñó a leer,
y don Juan, el maestro que me enseñó a soñar
leyéndome Platero y Don Quijote;
el verbo de Rosales, sus silencios didácticos;
un mano a mano de luz con Alberti
y otro con Jorge Luis el memorioso;
siempre, siempre, siempre que volví a Arcos
y se llenaron mis ojos de lágrimas
o de emoción enmascarada;
los amigos que habitan lo que escribo
sobre ellos porque así me multiplican;
la luna familiar cuando está navideña
sobre el castillo, sobre el Guadalete,
el amor a unas calles que prospera…
Por ejemplo. Y otras eternidades
que, dormidas, despiertan y se abrazan
conmigo.
María Sanz, Antonio Hernández y su esposa (foto de Jacqueline Alencar)
CUARENTA Y TRES ANIVERSARIO
De qué me serviría creer que el pantalón
está largo o está corto,
de moda o anticuada la corbata,
los zapatos estrechos o anchos
si no voy a ponérmelos,
si el único traje que siempre vestiré
en la memoria es aquel que tenía luto en la manga,
un luto de muchacho castigado, de persona
que ha perdido a su hermano y quiere
que lo tengan presente aunque sea de dolor
la presencia… De qué me servirían esas ropas
si no podemos reírnos, ni puedes preguntarme
qué ha sido de este mundo
desde que te marchaste, si ha cambiado
la ciencia a la vida derrotando a la muerte,
eso que sólo tú y los muertos tempranos
habéis conseguido. Porque nunca
se te arrugará la piel,
ni se te pondrá blanco el pelo,
ni te temblarán las manos,
ni dejarán de brillarte los ojos,
ni te estará estrecho el traje,
y porque ya se sabe que aquel
al que aman los dioses se muere joven
y que el que llega a viejo los dioses lo degradan
sin piedad y es como el ciego
que acompaña a su ciega
esperando caer, tropezar, deshacerse.
A los 25 años sorprendidos te fuiste
de un lugar que no era el corazón
que ahora se me sale dando tumbos
de la camisa, del traje, de cualquier traje;
como si al recordarte, otra vez
se hubieran ido los pájaros,
no se hubieran quedado cantando.
Poetas del XXI Encuentro y profesores del Colegio Maestro Ávila (foto de Mariu Martín)
ME LLAMO BARRO AUNQUE MIGUEL ME LLAME
Otra vez me ha picado este genízaro.
Bien sabes tú que no quiero gritarle.
Ni castigarlo, porque tal castigo
será nuestro desvelo, y así fui
yo también después de todo.
Me ha roto
otro poema más.
Debe de ser
porque al echarle agua le pusimos
un nombre de poeta, mientras Claudio
decía al cura que le echara vino
y recitaba versos, versos, versos.
Un nombre como un rayo proletario.
Fue hermoso aquel diciembre. Y entre el frío
y la nostalgia por Andalucía
más nos cubrió su olor
que manta o colcha alguna.
Lo mirábamos
como a un asombro que reglamentara.
(Pero otra vez me ha roto otro poema
y, acaso, porque diérale consejo.
Mas le puse la trampa, saqué copia,
no menos niño yo, no menos niño:
Miguel Hernández tiene ya tres años.
Se acuesta con los indios y un cangrejo.
Pinta el televisor con tinta roja.
Me rompe los poemas que más quiero.
Tiene tres años y aún no va a la escuela
y es como la apariencia de mis muertos.
Si mi padre pudiera contemplarlo
vería que su imagen se ha rehecho.
Tiene tres años como yo los tuve,
como los tuvo usted, señora, pero
son mis tres años cuando la esperanza
invadía las calles de mi pueblo.
Rubio, sí, como luna, parecido
al sol el día de su nacimiento,
el día en que alumbró por vez primera
las tinieblas, las sombras y el misterio.
Miguel Hernández tiene ya tres años.
Jamás mi padre tuvo tanto espejo.
Tiene a la madre loca con los muebles
pintarrajeados como un esperpento.
Se acuesta con los indios, los balones
rompen la red a diario del puchero
y otro puchero hace si le riñen,
rebelde como yo, rebelde y tierno.
Miguel Hernández, cuando seas un hombre,
no olvides que te llamas barro eterno).
Otra vez me ha turbado este genízaro
al recordar que un hombre amó sin dicha
a un niño así: travieso, transparente.
Amor, besémoslo sin despertarnos.
Otra imagen de Antonio Hernández en el Liceo (foto de Jacqueline Alencar)
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