Juan Carlos Martín durante su intervención (foto de Jacqueline Alencar)
Crear en Salamanca tiene la satisfacción de publicar la conferencia que el escritor y lingüista Juan Carlos Martín Cobano ofreciera en la jornada inaugural del XV Encuentro ‘Los poetas y Dios’, celebrado en la localidad leonesa de Toral de los Guzmanes, los días 2 y 3 de noviembre, bajo el epígrafe ‘Sobre la Palabra en flor’.
Foto de José Amador Martín
PALABRA Y CREACIÓN: ESENCIA HUMANA Y DIVINA
No puedo entender el don de la palabra sin la habilidad de la creación. Como lingüista, he tratado de desentrañar el qué de nuestra capacidad para la poesía, de la esencia de esta misma. Al acercarme a las obras de los maestros en este campo no he hallado otra cosa que rebabas de pretensión por un lado y escombros de pesimismo por otro. Como creyente que encuentro sentido y respuestas fuera de mí y a menudo fuera de datos empíricos contrastables, me tomo la libertad de celebrar el amparo que mi experiencia de fe concede a la comprensión de la poesía como regalo, como parte de la imagen de Dios.
Al ser un merodeador de los territorios poéticos, intruso enamorado de sus paisajes, conozco las vueltas de esquina del asombro, los bofetones amantes de la Belleza y las caricias furtivas de la intuición. Vivo acomplejado al reconocer mi distancia de los imperativos de, por ejemplo, Marguerite Duras, que decía algo así como: “Para el escritor, escribir no es la alternativa a no escribir; escribir es la alternativa al suicidio”. No es el caso de este aspirante a poeta, así que tal vez no haya esperanza para mí.
Tampoco me las prometo felices como científico en esta charla. No puedo demostrar nada divino, ni lingüística ni filosófica ni metafísicamente, pero creo que hago bien al dar testimonio de lo cómodo y feliz que me encuentro, y de lo coherente que puede sonar buena parte de mis palabras, al ubicarme en enclave teísta, judeocristiano, cristocéntrico y bíblico. Al final, se trata de coherencia en la gratitud y el asombro: por el don divino de la fe, por el don de la poesía, por el regalo generoso de su presencia esta tarde. Se trata de coherencia y se trata de disfrute. Al recordar esto último se esfuman todos los complejos.
Fíjense que hasta me atreveré a citar a Hölderlin. Creo que todavía no estaba del todo loco, él, cuando escribió que somos porque somos conversación de los dioses.[i] O cuando nos llamó a envolver el don, desde el rayo, en canción:
A nosotros, poetas, corresponde
resistir la tormenta de Dios, desnuda la cabeza,
y tomar con las manos el rayo
del Padre, y transmitir al pueblo
envuelto en canción el don del cielo.
Foto de José Amador Martín
A todos nos gustaría pensar que ese elitismo cuasi sacerdotal es un producto de cierta época, pero los estudios de los pocos lingüistas que han podido sobreponerse a la devastación del estructuralismo, el formalismo, el funcionalismo y el pragmatismo cognitivo, como Nigel Fabb, nos hacen viajar a pueblos remotos en el espacio y el tiempo, o aislados de nuestra colonización cultural, para observar ese factor común en la presencia del arte verbal. Partamos del hecho, evidente pero extrañamente olvidado, de que la afirmación “el lenguaje sirve para que las personas se comuniquen” es falsa. Entre las funciones del lenguaje está la comunicación, desde luego, pero no es ni de lejos la única, y a menudo no es la principal. El lenguaje, aparte de para comunicarse, sirve para divertirse, exhibirse, alabar o censurar, promover valores, crear comunión en público, vivir la religión, invocar a entidades sobrenaturales, hacer magia, curar… En algunas de estas funciones, el citado investigador ha encontrado numerosos casos en los que se obstruye de forma deliberada la comprensión de los textos o mensajes. Cita el ciclo de canciones de los iatmul de Papúa Nueva Guinea, donde “los textos se configuran de forma tal que la función de la comunicación se impide en vez de facilitarse. Sin embargo, los textos tienen una función primordial que es la de actuar como depositarios de un significado oculto”.[ii] Presenta además el ejemplo de los indios oglala lakota de Estados Unidos. Sus “hombres de medicina” tienen una lengua sagrada llamada wakan iye, que se compone de versiones alteradas de las palabras lakotas normales, o de palabras habituales del lakota con un significado nuevo, todo ello expresado con una sintaxis distinta. Los textos, oraciones o cantos en wakan iye sirven para la curación ritual entre los lakotas. Los harlpili australianos también echan mano de un oscurecimiento deliberado en sus canciones. El aprendizaje obligatorio de estas canciones “es un problema al que se enfrenta cada nueva generación, y que es fundamental en su cultura, ya que las canciones deben transmitirse idénticas de generación en generación: la cultura o la religión sostiene que esas canciones se han mantenido igual desde que sus ancestros las crearon al principio de los tiempos. A los jóvenes no se les enseñan las canciones explícitamente, sino que deben descifrar los textos por sí mismos al escucharlas”. Los expertos dicen que esta complicación del aprendizaje para los jóvenes se debe, por supuesto, a la asignación de autoridad a los cantores, pero, esto es lo interesante, se debe también a que “el aprendizaje de las canciones es entendido como un acto creativo: el aprendiz debe recrear la canción con la base de una información relativamente degenerada y fragmentaria”.[iii]
Algunos de los poetas (del XV Encuentro (foto de Jacqueline Alencar)
En ellos se potencia la ocultación, con el chamán, brujo o sacerdote como mediador que se vale de la poesía y el canto para revelar con la facultad de mantener lejos y oculto, en su misterio, lo sagrado. Pero a la vez es una forma de celebrar el don de la creatividad.
En la Biblia, el término hebreo correspondiente al griego parabolé (“parábola”) es meshel, que puede traducirse también como “acertijo” o “dicho oscuro”. Es un medio de revelación, pero a la vez un obstáculo a la revelación. Muestra abiertamente las verdades del mensaje divino, pero al mismo tiempo exige una disposición determinada en el receptor. En el Evangelio de Mateo, capítulo 13, leemos a Jesús en un pasaje que cita a su vez a un profeta del Antiguo Testamento, Isaías:
10 Entonces, acercándose los discípulos, le dijeron: ¿Por qué les hablas por parábolas?
11 El respondiendo, les dijo: Porque a vosotros os es dado saber los misterios del reino de los cielos; mas a ellos no les es dado. 12 Porque a cualquiera que tiene, se le dará, y tendrá más; pero al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado. 13 Por eso les hablo por parábolas: porque viendo no ven, y oyendo no oyen, ni entienden.
14 De manera que se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dijo:
De oído oiréis, y no entenderéis;
Y viendo veréis, y no percibiréis.
15 Porque el corazón de este pueblo se ha engrosado,
Y con los oídos oyen pesadamente,
Y han cerrado sus ojos;
Para que no vean con los ojos,
Y oigan con los oídos,
Y con el corazón entiendan,
Y se conviertan,
Y yo los sane.
16 Pero bienaventurados vuestros ojos, porque ven; y vuestros oídos, porque oyen.
17 Porque de cierto os digo, que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron.
Jesús usa las parábolas con ese sentido de ocultar para mostrar, de mostrar para ocultar, pero él lo hace sobre otra base. Él es el Logos, el Verbo de Dios, la Palabra divina, hecho hombre, que, literalmente, como dice el griego en Juan 1.14, plantó su tienda de campaña entre nosotros. Es el revelador por antonomasia, pues quien le ha visto a él ha visto al Padre (Juan 14.9).
La parábola es poesía, oculta para revelar. Incluso en nuestra manera de entender la verdad, desde Aristóteles y Heidegger, está implícita la idea de la ocultación necesaria: aletheia (“verdad” en griego) consta del alfa privativo a (“no, sin”) más letheia (“lo oculto”). Qué cosa, el Nuevo Testamento usa la misma palabra que el filósofo griego y el alemán. Podemos relacionarlo con el concepto de “misterio”, que para nosotros significa algo oculto, enigmático, fuera de nuestra capacidad de percepción o entendimiento. En la Biblia, sin embargo, el misterio es algo mucho más sencillo: es un mensaje oculto durante un tiempo, cuyo destino es ser revelado, con toda seguridad. De hecho, en el Nuevo Testamento, los misterios más relevantes son los que han sido ya revelados en Cristo.
Foto de José Amador Martín
Pero volvamos a los intentos de explicar los ladrillos con que se construye este edificio, a ver si nos alejan de estas consideraciones o acaban haciéndonos regresar a ellas.
En el trabajo aclaratorio para diseccionar el qué de la poesía, debemos acudir al padre de la lingüística moderna, Ferdinand de Saussure. Su distinción entre lengua y habla, entre signo y referencia, significante y significado, sincronía y diacronía, y su duradera tesis de que el valor de los elementos del lenguaje no está en ellos mismos, sino en su relación con el resto, extiende un suelo fértil para el árbol de las explicaciones lingüísticas del arte verbal. Pero, amigos míos, déjenme decirles que el propio Saussure no estaba del todo satisfecho con sus teorías. Sabía que algo se le escapaba. En sus 99 cuadernos manuscritos que se hallaron hace unos cincuenta años, sus estudiosos se quedaron perplejos al constatar su obsesión con los anagramas en parte de la poesía latina. Sus apuntes dan a entender que había encontrado, y se había fascinado, con ciertas características del discurso poético que contradecían algunas de sus tesis.[iv]
El problema es el mismo al que se enfrenta el biólogo que abre y explora a la cobaya. Puede estudiar a fondo hasta el último rincón de su anatomía, explicar el funcionamiento de sus órganos, describir todo lo descriptible, pero el bicho está muerto. Lo mató al abrirlo. Cuando el biólogo sea capaz de crear una cobaya, podrá enseñarnos más. Será entonces un Poeta.
Dámaso Alonso abrazó la supuesta Buena Nueva de la estilística como ciencia con que abordar la poesía, y no dejó de ser un gran poeta por ello. Uno de los principales apóstoles locales del estudio científico de la poesía, el profesor García Berrio, admite que “la maravilla del soneto de Quevedo «Amor constante más allá de la muerte» no puede radicar en una estructura perfecta, pues no hay soneto más desigual y peor construido, mientras algunos otros del propio Quevedo, con el mismo tema, con una estructura perfecta, no llegan a su altura. Así pues, tampoco el material del texto, ni sus leyes lingüísticas, ni sus desvíos o desautomatizaciones dan cuenta de la riqueza del poema”.[v]
Resulta curioso observar que el estructuralismo americano surge a partir de las necesidades de las misiones protestantes que quieren traducir el Evangelio a las lenguas de los indios. En paralelo, pero antes, los historiadores de la lingüística ven un precedente claro a los procedimientos del siglo XX en el padre Hervás, protolingüista español del siglo XVIII. La religión, o la fe con deseos de contagio, da a luz una disciplina que acaba mordiéndole la mano al alcanzar la adolescencia, y arrepintiéndose de ello, aunque sea a regañadientes, al llegar a la edad adulta. Por supuesto, no digo que las ciencias lingüísticas se arrepientan de apartar los fundamentos espirituales, y mucho menos los doctrinales, de cualquier esfuerzo científico, sino que descubren, conscientemente o no, las limitaciones de la miopía del reduccionismo materialista.
Foto de José Amador Martín
Nos decía Heidegger que la poesía, y con ella o bajo ella todo arte, es el lenguaje en su estado puro, que es la puesta en obra de la verdad, de la no ocultación. El lenguaje puro nombra, llama a lo que está oculto para que llegue al lenguaje como algo no oculto, como aletheia.[vi] Y el poeta, cuando entra en los límites de la efabilidad, muestra lo que aprende, y no es filosofía del lenguaje, simplemente aprende a hablar diferente. Aquí volvemos a mirar el rayo envuelto en canto de Hölderlin. Al traer la verdad, al desocultar lo oculto, desde el otro lado, no trata de eliminar la oscuridad, como demuestran las investigaciones de Nigel Fabb, sino de sumergirse en ella, atravesarla a cabeza descubierta y exponerse al rayo.
Al hablar de la poesía como lenguaje en estado puro, Jakobson nos presenta aquello que aprendimos nada más salir de la EGB: la función poética es aquella en la que el signo no apunta a ninguna parte, solo a sí mismo, como algo autónomo, para mayor gloria de Juan Ramón. A su manera, estaba admitiendo la necesidad de expulsar a la poesía del laboratorio; o al menos de crear un laboratorio aparte para ella. Los formalistas nos habían dicho desde muy temprano que la literariedad no es más que una desviación del lenguaje, de modo que la lingüística de la literatura, el examen científico de lo poético, debía ceñirse a aislar y clasificar esas desviaciones. Pero la segunda o tercera generación de esa escuela también acaba ese esfuerzo regresando al punto de partida. El propio Roland Barthes tiene que saltarse a Saussure para superar la definición limitadora del signo lingüístico hasta el punto de concluir que “nombrar es siempre hacer existir”, pero es Julia Kristeva la que lo lleva hasta donde el maestro Barthes no se atreve: hay que romper la jerarquía que afirmaba que la lengua conceptual está primero y la lengua desviada (la poética o literaria) va después. Kristeva rescata el valor principal de la lengua: su capacidad creadora. Ahí le da la vuelta a la pirámide y la lengua poética recupera el papel culminante. Todo lo que no es lengua poética no es más que manifestaciones empobrecidas de la lengua. Entonces, qué remedio, volvemos a Heidegger, quien nos recuerda que el lenguaje cotidiano es un poema olvidado.
Las pontificaciones académicas más recientes hablan sin tapujos de la muerte de todas las aspiraciones a una explicación lingüística satisfactoria y exhaustiva de la esencia de la poesía y la literariedad. De hecho, la misma palabra “esencia” cae sin remedio en el triturador de conceptos desdeñables. No obstante, la historia se repite y, desde las cenizas que dejan las nuevas investigaciones a su paso, surgen nuevos modos de abordar la literariedad. El golpe de gracia de la pragmática cognitiva a la poética del lenguaje la ha llevado a un colapso que por fin nos libera de las limitaciones formalistas y posmodernistas, pero nos entrega en manos de un reduccionismo neurolingüístico que, en mi opinión, tardará poco en tirar la toalla, al menos ante el espejo de su habitación. Ahora se habla de ver el poema como objeto que produce una reacción sensorial de placer. Pero se admite algo desconcertante: toda reacción sensorial positiva tiene su origen en un objeto que toca nuestra piel, suscita nuestro sabor, olor o visión, tanto en el presente como en el recuerdo. En el caso de la poesía, ese objeto no está ahí. Estudiamos su efecto en el cerebro y los sentidos, pero seguimos incapaces de definir como artefacto al causante de esas reacciones. Volvemos, pues, a empezar.[vii]
Foto de José Amador Martín
Comencé esta charla con una introducción nada científica. Concluiré con un consejo igual de decepcionante para los que esperaban, como yo esperé durante años, un instrumental y un sistema precisos con que destripar el misterio. El consejo: disfruta del don, tanto si eres receptor como si aspiras a ser transmisor.
El don y la fuerza de la palabra creadora está ya en Génesis: “Dijo Dios… y fue…”. El principal trabajo de Adán fue poner nombre a los animales. Poner nombre implicaba la capacidad de definir, pero también de poseer. Una promesa a la que se aferra Jacob ante cualquier calamidad es “te puse nombre … mío eres tú” (Isaías 43). Los vencedores de Apocalipsis se consuelan al saber que en su día podrán “comer del maná escondido, y le daré una piedrecita blanca, y en la piedrecita escrito un nombre nuevo, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe” (Apocalipsis 2.17, cursivas añadidas). Abram y Jacob cambiaron su esperanza cuando recibieron un nuevo nombre de parte de Dios.
Dios, digo yo asumiendo la responsabilidad de estas palabras, nos crea a su imagen y, como parte esencial de ello, nos entrega el don de la palabra, que, como acaban intuyendo los lingüistas de la literatura cada segunda generación de cada nueva escuela, es mucho más que su signo y su forma, como el resto de los sacramentos. Ligado al don de la palabra está el de la creación, por eso hablamos de poesía. Crear de la nada absoluta es cosa de Uno solo; cuando lo hacen otros, se trata de fake news, de Janes y Jambres. Crear a partir, no de la nada, sino de la imago Dei, del don, nos reconcilia con nuestra identidad culminante. Jesús crea como nosotros en la multiplicación de los panes y los peces. Ah, ahí está nuestra parte en la poesía, pongamos nuestro parca hogaza y nuestro par de pescados secos, ofrezcámoslos en sacrificio de alabanza y de servicio al hambre de los demás y nuestra; entonces se producirá el milagro, no por otra cosa que por la gracia, el poder inalcanzable de Dios puesto al alcance y servicio de estas criaturas ingratas y olvidadizas. Se multiplicarán inexplicablemente los panes y los peces, llegará al pueblo el rayo, el don envuelto en canto. La materia prima inicial, pobre y escasa, está en mi mano, porque vino del Creador del trigo y de las aguas que albergan a los peces, pero la multiplicación de esa materia prima en milagro benefactor solo es posible porque hay una voluntad de bendecirnos. Bendición oculta, en principio, pero accesible con solo atravesar el velo. Se nos llama, pues, en la poesía como en la vida, a develar (retirar el velo, como apocalipsis), a desvelar (salir del sueño), a revelar y a trasvelar (atravesar el velo, ir al otro lado de la ocultación). Este último paso, trasvelar, no toma el mero don de la palabra como objeto, sino la Palabra por excelencia, el Logos, el que dijo “Yo soy la verdad”. Para que trascienda en la vida a un nivel profundo, eterno y auténtico, no lo toma como un concepto filosófico o una intuición metafísica. Él dice en Hebreos 10.19-22, que ese velo es real, es su propio cuerpo, que se rasga en la cruz en un punto real del tiempo y el espacio para establecer una entrada, gratuita y libre, al Sancta Sanctorum, a la mismísima intimidad con el Creador. Y eso es un don, no podría ser de otra manera, jamás podríamos alcanzarlo palpando hasta donde llegan nuestros brazos.
Disfrutemos del don, insisto, hablemos, pongamos nombres, creemos, leamos, expliquemos si nos apetece, pero no olvidemos la gratitud. No disfrutar también es una forma de ser desagradecidos.
Foto de José Amador Martín
Salvado, Cortés, Adelaide, Sagüillo, Valle, Alencart y Martín Cobano (foto de Jacqueline Alencar)
[i] Hölderlin and the essence of poetry, en http://davidjamesmiller.org/115files/HH&TEOP.pdf.
[ii] Nigel Fabb, Lingüística y literatura: el lenguaje en las artes verbales del mundo (Boadilla del Monte, Madrid: A. Machado Libros, 2005) p. 21.
[iii] Ibid, p. 22.
[iv] Véase Jean Starobinski, Las palabras bajo las palabras: la teoría de los anagramas de Ferdinand de Saussure (Barcelona: Gedisa, 1996).
[v] David Pujante, “Fundamentos lingüísticos de la literatura y de la teoría literaria: El estructuralismo”, en De Re Poetica: Homenaje al profesor D. Manuel Martínez Arnaldos (Universidad de Murcia: Murcia 2015), p. 589. También en www.academia.edu/16269789/_Fundamentos_lingüísticos
_de_la_literatura_y_de_la_teoría_literaria_el_estructuralismo_.
[vi] Anna Strhan, “Religious language as poetry: Heidegger’s challenge”. The Heythrop Journal 52.6 (2011): 926–938, en www.academia.edu/398416/Religious_Language_as_Poetry_Heideggers_Challenge.
[vii] Véanse capítulos 5 y 6 de Patricia Kolaiti, The Limits of Expression: Language, Poetry, Thought, (University College London: Londres, 2010).
Deja un comentario
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.