El escritor Roberto Cazorla
Crear en Salamanca se complace en difundir estas prosas poéticas del último libro publicado por el cubano-español Roberto Cazorla, periodista, poeta y actor nacido en Matanzas. Desde 1963 reside en España. Trabajó durante cuarenta y un años en la Agencia EFE. Actualmente es corresponsal y colaborador del semanario Libre, publicado en Miami. Autor de una treintena de libros de poesía, cuentos y relatos. En 1997 publicó Ceiba Mocha, autobiografía de su niñez cubana. Sus últimos títulos publicados son: Ciudadano de un archipiélago de ternura (2014), La isla que me llamaré siempre (2016) y “Perdido en la placenta del tiempo” (2017)
Los textos que ahora publicamos se albergan en su libro ‘Las entrañas de la duda’, recientemente editado por Betania, editorial dirigida por el poeta Felipe Lázaro, muy próximo a la cultura salmantina ligada con la América hispana. En la portada, como en las páginas interiores, se reproducen acuarelas del pintor tinerfeño Domingo Cedrés Quesada
Fotografía de José Amador Martín
PÁJAROS IGNORANTES
Salimos como una bandada de pájaros ignorando lo
que está por venir, con las cuerdas vocales cercenadas,
haciendo gestos improvisados, y la voluntad en la suela
de los zapatos, inhalando el arrepentimiento de los
crematorios que, de tanto ejercer, han inventado otro
género de llanto. También exportamos furia los que no
somos culpables, los que sabemos el peso que tiene una
cadena perpetua. Ignoramos si somos hombres, o las
cruces de los cementerios que han tenido que agrandar.
Hemos tenido tiempo para imaginar lo que se siente estar
vivo y no querer abrir la ventana, por miedo a que irrumpa
la imagen de un Papa con la infamia desmenuzándole la
lengua. Desconfiemos de la música denominada celestial,
porque la escribió el negro horripilante de los cuervos.
No pequemos de ingenuos que ya nos han disparado
demasiado a las axilas, que nos estamos pareciendo al
desequilibrio de los años en el pasillo de la muerte, y es
que la muerte está en la fachada de todo lo que nos han
engañado. Resistamos, aunque le hayan castrado la matriz
a la razón. Nos creen élite del desequilibrio, que le hemos
incubado al tiempo la voluntad de los simios analfabetos.
Fingir que estamos vivos resulta aterrador, la ignominia
de la cera derretida; inyectándonos sumideros en cada
párpado de la voluntad.
Fotografía de José Amador Martín
MI MOCHILA
Ayúdenme a colocarme esta mochila, que no está llena de
libros, sino de tempestades. Ayúdenme, que la espalda se
me ha convertido en un “mapa sin fronteras y no puedo
más”, ya es un almacén de años aborrecibles, como los
arrecifes de una isla que se hundió sin verme vestido
de marinero. Está tan deshecha mi mochila, que por sus
hendiduras se le escapa la palabra vagabundo. Estoy
henchido de crudezas, y al exilio se le descalcificaron las
vértebras alimentadas con coágulos del destierro. Llegué
con una mochila cargada de faros inofensivos y hormigas
que salvé del fusilamiento. Ayúdenme a sostener esta
mochila que detesta al hombre; que tiene tantos años
que confunde el zumbido de una abeja con las palabras
que dijeron cuando la bautizaron. No hay nada más triste
que el S.O.S. de una mochila cuando la empujan a un
precipicio, y se le congela el destierro, prohibiéndole la
maternidad de la aflicción. Aunque mi mochila también
cumple condena, carece de una ventana que le suministre
átomos de sol; la vejez
de mi mochila quiere que me den la nacionalidad en el
aroma que despide el vientre de una “guayaba”.
Fotografía de José Amador Martín
LOS DÍAS, SI VOLVIERAN…
Los días, que no son días, sino planchas de acero
amontonándose en el porche de mis sienes,
los días con mandíbulas de ansiedad, obligando a que
los colores de las mariposas permanezcan en nuestra
memoria. Nunca los días se habían parapetado detrás de la
pólvora, ni saturado de cadáveres y campanarios; se han
borrado del calendario; renunciando a la patente de sus nombres.
Ahora se llaman “locura, zozobra, suicidio de patios interiores”.
Los días, si volvieran, serían oscuros, arderán por dentro y
el fuego devorará sus entrañas.
Si volvieran, serían más tenebrosos que la garganta de
un tulipán, las noches olerán a maldición y sembrarán
guadañas en el espíritu de la voluntad; seremos el
remiendo sumiso sin valor para defenderlos,
rellenarán con nosotros la vagina de la especulación,
confiscarán las brújulas y los bastones; les darán el
salvoconducto a las hienas que viven en la conciencia
de los culpables. El futuro de los días será de metralla y
remordimiento, nos envenenarán el agua y tendremos que
llorar para no morirnos de sed, con el riesgo de que nos
sequen el lagrimal con la amenaza de incautárnoslo.
Los días, si vuelven, lo harán cuando hayan roto todos
los esquemas, quemado la poesía de los amaneceres, y al
pájaro que cante le confiscarán las partituras.
Los días, si vuelven, nos cobrarán impuestos por las
palabras “amor, te preciso, regálame la rosa cadáver
sepultada en aquel libro”; vaciarán las venas del mundo
para rellenarlas con azul de metileno. Las semanas no
tendrán siete días porque los días las obligarán
a que les borren del calendario.
Como los días no serán iguales, nos auto momificaremos
para que cuando nos tatúen el miedo no sintamos dolor.
Los días serán cerillas queriendo que ardan las doce horas
que los identificaban.
Fotografía de José Amador Martín
AMANECE
Amanece, y no hay pájaros, sino la viudez del paisaje de
vuelta al cementerio. Y las cuatro esquinas son la firma
de un arcoíris renunciando al patrimonio de sus colores.
Por mucho que miro a la distancia, solo veo cómo arde
la fecha de mi nacimiento, y es que a mí me expulsó el
vientre de una interrogación; me apadrinaron la duda
y la palabra que, antes de violar la blancura del papel,
destilaba el miedo que me abre los párpados en cada
despertar. Amanece, y las sienes se me inundan del sonido
silencioso de los cerrojos, acorralando el centro neurálgico
de la paranoia. Amanece, y la mañana es un arma blanca
amenazando a los niños que no quieren nacer, advirtiendo
que se terminaron las procesiones de abrazos, que el que
huela una flor, le caerán encima las cuatro sílabas de la
adversidad, y que una misa será la madrastra de los que
no aceptan el fusilamiento de la frase “Dios, permíteme
subir a la noria, aunque sea la última vez”. Amanece, y
siempre parece que es el mismo amanecer, ni siquiera lo
distingue la humedad de la impotencia, y si sale el sol lo
hace al revés, sin pensar que, como yo, hay muchos que no
tienen valor de vomitarle encima al lucero que llegó tarde a su destino.
¡Cuánta soledad rogándome que la acompañe! ¡Qué desértica la vida!
¡Qué maldición alargando sus tentáculos por encima del
aliento! Ya no puedo andar porque me lo impiden las
nubes exiliadas de la dictadura del cielo. Amanece, y lo
importante es el pacto entre un rayo y la afonía, tatuarse
la propiedad del alma, cuando el alma no puede pagar la
deuda que tiene con el sepulturero de gorriones. Amanece,
y lloro porque mi casa se ha convertido en una cárcel
donde malviven centenares de pensamientos que son inocentes.
Fotografía de José Amador Martín
LOS ABRAZOS
¿Dónde venden abrazos? Porque estamos desamparados
hasta de la tonalidad de nuestra piel, ya respiramos el
humo porque le han prendido fuego al entierro que somos.
Nos morimos deseando que resuciten los abrazos que
se habían suicidado en la memoria. Ignorábamos que el
tiempo es el mayor enemigo de la inopia, que tenía la voz
de un malabarista que se balanceaba en nuestra desidia.
No tenemos fuerzas para ir a la guerra que comenzó
abanderando la nacionalidad de nuestras sienes. ¿Dónde
venden abrazos, aunque tengan baja la temperatura, que
asuman la afección de la mirada de un perro? Nunca
pensamos que a los abrazos pudieran encarcelarlos,
que lo compararían con un violador de amistad, que los
escondieran en un sótano de luz oxidada. ¿Dónde está la
tienda de abrazos, de palabras vírgenes especialistas en
ponerles alas al corazón? ¿Dónde venden capsulas que
curen la demencia, promesas que nos acentúen que todavía
estamos? Tenemos miedo a desnudarnos, descubrir que
la herrumbre ha asesinado a la esperanza. ¡Y al cariño lo
han sentenciado a cadena perpetua! ¡Nos han obligado a
la distancia con el rostro cubierto, al aroma imperdurable
de la expiración! No podemos vivir sin abrazos porque la
luna rompería el contrato que firmó con la piedad. Estamos
viviendo con la “Espada de Damocles” no encima de la
cabeza, sino perforándonos el futuro por un real decreto.
Fotografía de José Amador Martín
LA PRIMAVERA ESTE AÑO
Nunca la primavera había irrumpido oliendo a cadáveres,
con la incertidumbre sustituyendo a las flores,
y con el rocío ensangrentado.
La primavera, tan femenina, apareció vestida de minero,
lésbica, escupiendo el pavimento como el general que
había pernoctado en el cuartel de la luna, y es que el dolor
de los cementerios prohíbe que celebremos su llegada,
porque sería el insulto vomitándole encima; los niños
odiosos pisoteándoles el aroma.
La primavera este año es una herida subyacente, el parto
en el que mueren la madre y el hijo sin la ayuda de un resplandor.
La primavera llegó con muletas, anciana desahuciada, con
un gorrión muriéndosele entre los senos, con una tarántula
en la venganza, como una derrota en el aire que también
han confiscado, igual que un latigazo en el primer latido
del alba; con la incertidumbre de un girasol muriéndose de ictericia.
La primavera este año es un galimatías; el manto de una
virgen que había sido meretriz.
Cómo duele esta Primavera; repartiéndole odio al jurado
que la condenó a no despedirse de los que se fueron sin enterarse.
La primavera ya no creerá en sí porque le decomisaron la
fragancia, perforándosela cuando aún no había despertado.
La vida sin ella resulta una jaula vacía de corazones, no le
interesa vivir, porque las abejas pactaron el suicidio con el azufre.
¡Qué desaliento provoca ver pasar el cadáver de la Primavera!
Sin ella la tierra se muere primero, los atardeceres
renuncian y los parques se convierten en paredones de fusilamiento.
¡Qué desierto de colores es sin ancianos robándoles el perfume!
¿Qué patrulla belicosa ha violado este año a la Primavera?
Una primavera sin halagos ni testigos, es el pasillo de la
muerte creyéndose una luciérnaga, un parque desnudo de
primavera, infectado por la tristeza letal, puede convertirse
en un aluvión de latidos disparándonos al corazón. No
podemos desampararla porque las demás estaciones la
pueden sustituir por una patrulla de relámpagos.
¡Dios dice que, sin la primavera, prefiere que le den el tiro de gracia!
Fotografía de José Amador Martín
QUE SIGAN JUGANDO
¡Cómo abundan los buitres intentando racionarnos el
oxígeno! Deseando que arda la clemencia, ilustrarnos
en una colección de infanticidios ocurridos antes del
eclipse de la buena intención. Existe el peligro de que
nos crucifiquen al unísono del diluvio de sangre que
aparece en el futuro, será que en ella se quitará la vida el
desprecio apuntado en el libro de los reciclados, debajo R
de la cornisa del infortunio. No seamos ingenuos, que al
final de cada suspiro hay un espía disfrazado de panfleto,
fingiendo no entender nuestro idioma. Tenemos que
dormir turnándonos, contando los latidos de la suspicacia,
con la frente vinculada a la duda, producida por los que
llorarán yodo y aliento letal. ¿Dónde la soberanía de los
buenos designios, del respeto a la vida que deambula sin
rumbo, con el solo aprecio del pavimento? Les será difícil
crucificar las ideas porque no existen cruces que tengan
la medida del mundo. La venganza es una bruja experta
en arrastrar cadenas, en lograr que los rayos caigan donde
a ella le apetezca. Que sigan jugando, que los gallos se
están afilando los incentivos, y las noches no tendrán
doce horas, sino la eternidad haciendo hogueras con el
alba. Nos alegraremos porque será el fin de curso de las
calamidades, el planeta despidiéndose del universo, y
nosotros cadáveres, víctimas de los amarillos que nos
lanzaron al infierno sin alas ni paracaídas. Aceptémoslo:
¡La muerte se murió por morirse tantas veces
Fotografía de José Amador Martín
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