‘ORSON WELLES: UN GENIO TERRIBLE INDAGA EL PODER’. UN ENSAYO DE GABRIEL JIMÉNEZ EMÁN

Orson Wells

 

1 Orson Wells

Orson Wells

 

Crear en Salamanca publica con especial satisfacción el presente ensayo escrito por nuestro colaborador Gabriel Jiménez Emán (Caracas, 1950), escritor venezolano destacado por su obra narrativa y poética, la cual ha sido traducida a varios idiomas y recogida en antologías latinoamericanas y europeas. Vivió cinco años en Barcelona y ha representado a Venezuela en eventos internacionales en Atenas, París, Nueva York, México, Sevilla, Salamanca, Oporto, Buenos Aires, Santo Domingo, Ginebra y Quito.

 

 

UN ACTOR NATO

 

El cine de Orson Welles transcurre en un espectro de intereses artísticos y éticos que incluye los temas del poder, la confusión, la soledad y el destino, condimentados de un humor que a la vez contiene la sátira corrosiva, la manipulación mediática y una exposición permanente del orgullo personal, la soberbia o el cinismo presentes en quienes ejercen ese poder, a través de personajes contundentes, acuñados de manera indeleble en la memoria de una época cuya huella ha permaneció intacta en la memoria del siglo XX y promete hacerlo en la del XXI. En este breve ensayo, iré sugiriendo cómo se esboza el tema del poder en la obra de Orson Welles.

 

Welles nació en Wisconsin en 1915. Fue hijo de Beatrice Ives, pianista irreverente, y de Richard Welles, propietario de una fábrica de camionetas e inventor frustrado, proveniente de una familia rica. Sus padres lo mimaron y lo trataron como a un prodigio, inscribiéndolo en colegios especiales donde tuvo contacto con el teatro desde los tres años. A los diez años ya estaba dirigiendo y  actuando en una representación de “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde”, de Stevenson. Desde su juventud  Orson Welles dio muestras de su capacidad transgresora. En el Instituto Todd, donde estudió, en una Navidad hizo el papel de la Virgen María y en una Semana Santa lo hizo de Jesucristo. Luego sus profesores –entre ellos Robert Hill, mentor que le dio las ideas para fundamentar su obra futura– le permitieron dirigir obras teatrales de Shakespeare, donde cobraba la entrada. A los 16 años ya se había ido a Dublín y a los 18 ya se había casado con Virginia Nicholson. En 1930 ya estaba en Nueva York, y al poco tiempo de estar ahí impresionó al dramaturgo Thornton Wilder, para luego entrar al contacto con John Houseman, productor teatral y radial con quien se asocia para realizar la versión radiofónica de “La guerra de los mundos”, obra de su casi homónimo (por una “e”) en el apellido, H.G. Wells, con la que logra conmocionar a más de un millón de personas haciendo creer, con su voz e impresionantes efectos sonoros, que los extraterrestres habían tomado la tierra. Después de este logro, su nombre fue conocido por toda América y el mundo. Ello le abre las puertas en Hollywood, donde lo llaman a dirigir su próxima película.

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UN COMIENZO GENIAL

 

En 1941 se realiza el milagro: “Ciudadano Kane”, ópera prima considerada obra maestra, –caso completamente atípico en el cine– entra en la lista de las mejores películas de todos los tiempos, donde se ha mantenido en el sitial número uno durante mucho tiempo, sin que Welles moviera un solo dedo para que esto ocurriera. La crítica que se lleva a cabo en este filme tiene como núcleo el poder, encarnado en un magnate de las comunicaciones, Charles Foster Kane, quien llega a ser dueño no sólo del periódico más importante de Estados Unidos, “The Inquirer”, sino también de un emporio de negocios, que le sirve para manejar la vida de sus trabajadores, su mujer, sus amigos, el público. En su delirio, se lanza como candidato a la Presidencia de su país y fracasa, y ese fracaso empieza a revelar las fisuras de su personalidad desde la infancia, una infancia donde su madre (int. por Agnes Morehead) decide separarse de él por puro negocio y le deja en una grave orfandad afectiva, que lleva al joven a proponerse un poder omnímodo, tras el cual oculta su carencia y su trauma. A su vez, hace alusión indirecta al conocido magnate William Randolph Hearst, quien presenta sus quejas y demandas contra Welles y los estudios Mercury, productora de Welles, para sabotear la difusión de la película hablando con los dueños de los estudios RKO de Hollywood. En la cinta lo acompañan su gran amigo Joseph Cotten (como Jedediah Leland) y un elenco de primera que incluye a Dorothy Comigore (como Susan Alexander), Everett Sloane (como Mr. Bernstein), Ray Collins (como James Getty), Paul Stewart (como Raymond) y Ruth Warnock (como Emily Norton). Impacta el manejo del tiempo que hace Welles en esta cinta; por ejemplo, vemos la metamorfosis del matrimonio Kane-Emily Norton, sobrina del Presidente de Estados Unidos, y cómo se consuma –y consume— en la mesa de su casa mientras leen los periódicos en la sobremesa: pasan al menos treinta años, mientras ambos envejecen y ella espera que Charles llegue temprano por la noche y él está en el “Inquirer”  trabajando. Hasta que conoce a la mala cantante Susan Alexander y se enamora de ella, le fabrica una carrera con su poder y hasta le compra un teatro de ópera. La recluye solitaria en la mansión Xanadú, donde colecciona objetos de arte. Es su primer gran error.

 

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Welles usa en esta película dos técnicas periodísticas para lograr mayor verosimilitud: la de un documental sobre Kane y otra donde un periodista va entrevistando a amigos sobrevivientes a Kane para reconstruir su historia, a través de un reportaje que empieza por querer descifrar las últimas palabras que pronunció Kane antes de morir: “Rosebud”.

 

 

DOLORES DE CABEZA EN HOLLYWOOD

 

El siguiente contrato de Welles en Hollywood es poco menos que un fracaso, aunque la película no lo sea tanto: “El cuarto mandamiento” (1942), historia de una familia provinciana estadounidense venida a menos, (basada en una novela del Premio Pulitzer Booth Tarkington) los Ambersons, donde Welles se excluye del reparto pero sigue trabajando con sus amigos Joseph Cotten haciendo de Eugene, empresario pujante de autos, padre de Lucy (int. Anne Baxter), que traban relación con la familia Amberson: Eugene se enamora de Isabel (int. Dolores Costello), madre de George (int. Tim Holt), que viven con la tía Fanny (int. Agnes Morehead) y el padre de éstas, el mayor Amberson (int. Richard Bennett) otra vez en el escenario de una mansión (espacio predilecto de Welles para muchas de sus películas). Pese a que entre Eugene e Isabel existen sentimientos sinceros de afecto, George se interpone entre ellos hasta que destruye la posible relación, mientras la familia se va hundiendo en la bancarrota; aunque no deja de sentirse el propio George atraído por la bella Lucy, hija de Eugene, amor al que renuncia por sus numerosos convencionalismos de clase, y por sentirse superior a éstos en la escala social. La tía Fanny juega aquí un papel fundamental de vínculo entre las dos familias; incluso guardó siempre esperanzas de que Eugene se fijara en ella. A la muerte de Isabel, que se produce luego de un largo viaje que emprendiera por Europa con su hijo George para huir de la realidad, la tía Fanny se lleva victoriosa el trofeo del amor de Eugene. Al parecer, este final feliz no era el que estaba contemplado por Welles. Se había extraviado buena parte de la película editada y se tuvieron que rehacer muchas escenas, cuestión que violó el contrato y sacó del juego a Welles de otros convenios con Hollywood. Sin embargo, la película logra deslumbrar con la fuerza de las actuaciones.

 

En 1942 Welles se dirige a Brasil para hacer un documental sobre tres pescadores de ese país, “That’s all true”, y uno de ellos muere ahogado accidentalmente, lo cual le acarrea nuevos conflictos y problemas, sin lograr estrenarlo. Para sobrevivir, empieza a aceptar papeles en películas (“Jane Eyre”, “Sueños de gloria”, “Duelo en el sol”, “Cagliostro”) mientras se prepara a dirigir su tercera obra, “The stranger”, en 1946. Sólo por cumplir el contrato firmado con la RKO debe filmar esta película, donde su aporte personal fue nimio, pero donde las actuaciones de Edward G. Róbinson y Loretta Young, de la mano de Welles, resultan inolvidables. De ahí en adelante, comenzará el periplo cinematográfico de Welles como director casi marginal, fuera del star system y lejos de los grandes presupuestos, para dirigirse en adelante a un cine de autor movido por un estilo personal, original, que toma elementos importantes del teatro y se halla poblado de encuadres plásticos atrevidos, siempre artísticos, casi perfectos.

 

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Se prepara luego a filmar “La dama de Shangai” (1948), basada en la novela “Si muriera antes de despertar”, de Sherwood King, coprotagonizada por Rita Hayworth, su mujer por entonces, que se hallaba en una carrera ascendente; tanto, que dejó a Orson para atenderla. El éxito de esta película se debe al diestro manejo del thriller, basado en las oscuras manipulaciones que se efectúan en las mentes de los personajes, las cuales van tejiendo una trama redonda. Michael O’Hara, marinero (int. Orson Welles), empieza a narrar con  propia voz la historia, mientras pasea por las calles de San Francisco  y se topa con un carruaje turístico donde viene una vistosa rubia, Rosalie, a quien aborda de inmediato. Mantienen un breve diálogo donde ella le confiesa haber viajado por muchos lugares, entre ellos Macao y Shangai; él le ofrece un cigarrillo que ella no lo acepta porque no fuma, pero lo guarda en un pañuelo en señal de abierta seducción. Más adelante el carruaje es asaltado por unos ladronzuelos; él se percata y llega a tiempo para defenderla, haciendo de “héroe” involuntario: O’Hara la acompaña a su destino: resulta ser la esposa de un hombre rico, Arthur Banister, y aprovecha la ocasión para ofrecerle empleo a O’Hara conduciendo un yate en un viaje inminente, y éste se niega. Pero O’Hara ya ha mordido el anzuelo y más tarde Rosalie habla con su marido Banister (int. Everett Sloane, que había hecho del socio capitalista Bernstein en “El ciudadano Kane”) para que convenza a O’Hara de aceptar el empleo. Banister es un alcohólico contrahecho, feo pero con dinero, que antes de partir y ofrecer el empleo a O’Hara le pregunta a éste si le gusta beber para tenerle de acompañante, no sin antes emborracharse en un bar del puerto, que obliga a Michael O’Hara a llevarlo a rastras a su yate (yate que en la vida real era propiedad del famoso actor Erroll Flynn, y donde celebraron el cumpleaños de la Hayworth). Antes de zarpar, se une al grupo el malévolo personaje George Grisby (int. Glenn Anders), chantajista, bribón corrido, que se une a un viaje donde manipulaciones, chantajes e historias sórdidas se mezclan al deseo de Michael hacia Rosaline, quien lo recibe a bordo del yate con la palabra “cariño” e intenta besarle desde el primer momento (él la rechaza intuyendo una seducción muy anticipada); entre todos terminan urdiendo una trama escabrosa, hasta el fin. En la escena última, O’Hara descubre todo el ardid, va tras Rosaline y debe atravesar de noche el escenario de un circo, “El túnel del miedo”, poblado de espejos e imágenes surrealistas y grotescas,  que se ha convertido en una de las escenas más famosas de la historia del cine. Aquí el poder cambia de lugar, ya no está representado por Kane ni por O’Hara, sino por la mente corrompida de dos hombres y una mujer.

 

 

WELLES Y SHAKESPEARE, UNA RELACIÓN BRILLANTE

 

Luego, en el año de 1948 Welles dirige “Macbeth”, basada en el célebre drama de Shakespeare. La más sangrienta de las tragedias del dramaturgo inglés es también una tentativa de abordar la naturaleza del poder, que empieza a ser inoculado en la persona de Macbeth por su propia mujer, Lady Macbeth (int. Jeannette Nolan). Viene un día cabalgando Macbeth junto a su amigo el guerrero  Banquo (int. Edgar Barrier) cuando es interpelado por  las brujas en el páramo, que la anuncian varias cosas aparentemente buenas: que va a pasar a ser señor de Glamis para serlo también de Camidor y finalmente Rey de Escocia, cuestión que al principio le parece imposible, pero que comienza a tomar forma cuando se lo confiesa a su mujer y ella sopesa de veras esa posibilidad, la cual va azuzando su ambición. Ella, al alimentarle esa ambición a su esposo, le lleva hasta el punto de maquinar un plan para asesinar al Rey Duncan (int. Erskine Sanford) e inculpar a sus próximos colaboradores, los oficiales ingleses Macduff (int. Dan O’Herlihy) y el joven príncipe Malcolm (int. Roddy Mac Dowell) lo cual lo señalarían a él, apoyado por las ideas torvas de su esposa, como seguro Rey de Escocia. Luego de lograrlo, y para protegerse, se ve obligado a mandar a matar a su fiel compañero Banquo y llegar al extremo después de ultimar a la familia del oficial Macduff, incluyendo a sus dos hijos, niños inocentes. Esta atrocidad, jamás vista en tragedia alguna, convierte a Macbeth en el más abominable asesino del teatro británico.

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Poco a poco Macbeth y su mujer van siendo presa de los delirios; ella, que al principio le cuidaba de esas alucinaciones –potenciadas por el vino y el insomnio— va cayendo en la insania, en la demencia completa, hasta que se suicida lanzándose a un abismo. Macbeth se queda esperando la venganza de Macduff  y que el bosque camine hacia él en medio de su mediocre gloria; al llegar Macduff éste le decapita (cae también la cabeza del idolillo que poseen las brujas), y se rompe el hechizo augurado por las brujas del páramo.

En esta obra el tema del poder está tratado desde el centro de la enajenación, de una ambición constante que no ve obstáculo alguno en su completa consumación. De seguro, Welles vio en esta obra un motivo para incursionar más profundamente en su tema esencial, a través de una dirección soberbia y un grupo de actores de primer rango, una notable fotografía de John Russell y una banda sonora de Jacques Ibert.

 

Prosigue Welles en el ejercicio de adaptar Shakespeare al cine en “Otelo”, con toques tan personales que llama de nuevo la atención de la crítica más exigente. Se diría que Welles renueva aquí el cine en su conjunto, aportando elementos dramáticos inéditos a los grandes dramas humanos expresados por Shakespeare,  logrando una versión magnífica del moro celoso (o mejor,  instigado a los celos) de Venecia. En la cinta lo acompañan Michael Mac Liammor como Yago, Suzanne Cloutier como Desdémona y Michael Laurence como Casio. Otelo se roba el amor de la tierna Desdémona con sus historias guerreras y se casa en secreto con ella, a espaldas de su padre. Como se sabe, Yago odia al general Otelo, sabio en las artes de la guerra, quien debe ir a dar la batalla contra los turcos en la guarnición veneciana de Chipre, saliendo vencedor, mientras la mente insana de Yago (este es otro de los temas dilectos de Welles, una indagación en la naturaleza del mal, a través del artificio de los enredos y la confusión, que vendrían a constituir como unos sub-temas) hace recaer en Casio sus injurias para tejer su coartada contra Otelo, mientras éste se encuentra en la guerra contra los turcos. En esta adaptación de Welles (cuya impecable restauración debemos a su hija Beatrice Welles) la historia comienza con el soberbio funeral de Otelo, en un estilo de encuadres tenebrosos, contrastados al máximo, que se desarrollan a todo lo largo del film al amparo de una decoración de Alexander Trauner, una música de Francesco Lavagnino y Alberto Barberis y una fotografía insuperable de Anchisi Brizzi, George Fanto y G.R. Aldo. Como dato curioso, al final de su carrera, Welles se da a la tarea de hacer un documental acerca de la factura de esta película en “Filming Othello” (1979).

 

 

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LOS ENREDOS DE ARKADIN Y OTROS TOQUES DE MALDAD

 

Posterior a Otelo, en Mr. “Arkadin” (1955), nuestro director abre definitivamente sus compuertas a la crítica del poder pero en el contexto de su época, encarnado esta vez en Arkadin, millonario europeo de temperamento excéntrico, orgiástico y cínico, que ejerce un poder omnipresente, fortalecido al ponerse en su camino el estafador americano Guy Van Strateen (int. Robert Arden)  a enamorar a su hija Raina, rol protagonizado por la actriz Paola Mori, condesa italiana de la que Welles se enamoró al punto de casarse con ella y –muchos lo creen así— hacer esa película para complacerla a ella. Con Paola tuvo una hija, Beatriz, y fue su relación más duradera, desde 1955 hasta su muerte. 

 

Pero volvamos al argumento del film, donde Arkadin propone un negocio insólito a Van Strateen, el de pagarle si investiga su vida a partir de un período donde supuestamente perdió la memoria, con el solo objeto de desviar su atención del deseo de conquistar a su hija, a quien el gánster ha propuesto matrimonio. La naturaleza cruel de Arkadin y la metamorfosis histriónica que se opera en el personaje, presentan una serie de posibilidades de asumir otra vez el tema dilecto de Welles: el poder. Se ha insistido –creo que demasiado– en varias similitudes con “Ciudadano Kane”: el poder de manipulación de las personas desde una mansión: allá es Xanadú, aquí un castillo italiano o español (el Alcázar de Sevilla, nada menos); allá es rodearse de cosas fútiles; aquí de personas sin identidad. Welles hace desfilar (en medio de la fallida investigación de Van Straeten sobre la vida de Arkadin) una serie de personajes estrafalarios como Trebistch (int. Michael Redgrave) o el arruinado Jacob Zouk (int. Akim Tamiroff, uno de los actores favoritos de Welles), todos víctimas de las maquinaciones de Arkadin. Estas preferencias de Welles hacia actores como Tamiroff o Everet Sloane me recuerdan en algo a la predilección del alemán Fritz Lang, otro genio del cine, hacia el gran actor Peter Lorre.

 

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Ahora arribamos al filme que considero el más logrado de Welles de su segunda etapa, “Sed de mal” (“A touch of evil”, 1958; al cual no sé porqué no se ha traducido simplemente como Un toque de maldad) donde el asunto del abuso del poder recae en el personaje de un abogado corrupto, Hank Quinlan, que se vale de infinitos manejos para sacar del juego al agente que va a ejercer su autoridad en la frontera mexicana, movido por una serie de asesinatos y atentados: Ramón Vargas (int. Charlton Heston) acompañado de su esposa (int. Janeth Leigh, actriz predilecta de Hitchcock), quien también es amenazada por una serie de psicópatas y ladronzuelos mientras Vargas hace su trabajo. Este policía desaliñado que es Quinlan llega a causarnos verdadera repulsión, refugiado en el alcohol y el tabaco, visitando a una antigua amiga, la prostituta gitana Tana, en los bajos fondos (int. Marlene Dietrich, otra de sus grandes amigas). Mientras sus mentiras y manejos son descubiertos, la acción de “A touch of evil” se va desgajando una trama rica en matices tortuosos. Me parece una de sus películas más originales y logradas en el tratamiento de este tema central del poder; sus aportaciones técnicas, fotográficas, dialogales y formales son incontables. Me parece que aquí nuestro director hizo una amalgama de sus mejores recursos técnicos y formales: lentes de gran angular para aberrar las imágenes próximas y producir una atmósfera de pesadilla claustrofóbica; al recurso de la profundidad de campo que permite colocar simultáneamente a un objeto en primer término y otros objetos al fondo; mantener la cámara fija durante secuencias enteras.

 

 

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En la secuencia inicial de este filme, Welles recorre con un mismo travelling una caminata de Vargas con su mujer por el centro de un pueblo mexicano mientras deja ver toda una galería de personajes, hasta que ocurre la explosión de un auto. De paso, anoto que es la mejor actuación que he visto de Charlton Heston fuera de sus papeles bíblicos o históricos, y me atrevería a decir que la más lograda de Janeth Leigh en toda su carrera.

 

 

QUIJOTE ENAMORADO DE ESPAÑA

 

Las referencias literarias de Orson Welles son casi todas ajenas a la tradición norteamericana. Su relación profesional con los productores norteamericanos fue bastante divergente; no se acomodó bien a la cultura de ese país ni a sus modos de relacionarse con el ser humano; en ese sentido fue bastante polémico y controversial; su diálogo se estableció mejor con artistas, cineastas y escritores europeos o latinos, al punto de enamorarse y mantener relaciones amorosas intensas con actrices mexicanas o españolas, como la mexicana Dolores del Río. Y, para los que no estén enterados, la bella Rita Hayworth no se llamaba así, ese era su nombre artístico, pues el verdadero era Margarita Carmen Cansinos, y aunque nacida en Nueva York, era descendiente de inmigrantes españoles, de grandes estrellas de Columbia. Su padre era bailarín nacido en la provincia de Sevilla, mientras que su madre, de apellido Hayworth, era una bailarina de origen irlandés. Su padre era pariente del eminente literato español Rafael Cansinos-Assens, uno de los literatos más importantes de la literatura europea y el mejor traductor de Goethe y de otros grandes clásicos. Margarita comenzó como bailarina a los 13 años. De extraordinaria belleza física, esta pelirroja pronto se posicionó como una de las estrellas de los estudios Columbia y de la 20th Century Fox. Del matrimonio de Rita con Orson Welles nació Beatrice, quien ha sido una persona muy activa en la recuperación de la obra de su padre. Su actuación bajo la dirección de su marido en “La dama de Shanghái” continúa siendo uno de los clásicos del cine.

 

Con España, especialmente, Welles tuvo una relación muy estrecha. Admirador del temperamento español, de sus tradiciones, maneras y costumbres, fiestas y vinos, comidas, escritores, artistas, Welles se declaró enamorado de España, al punto de dejar escrito en su testamento que sus cenizas fuesen enterradas en ese país. Le gustaban las procesiones religiosas, la Semana Santa de Sevilla (ciudad donde rodó buena parte de “Mr. Arkadin”) y las corridas de toros; de éstas era fanático al punto de hacerse amigo personal de Luis Miguel Dominguín y de Antonio Ordóñez, las dos más grandes toreros españoles de entonces. Con Ordóñez la amistad fue grande; a él le pidió que, una vez hubiese fallecido, sus cenizas fuesen enterradas en España, y así lo hizo cumplir Ordóñez, poniéndolas a resguardo en un lugar que el torero tenía en una localidad de la provincia de Málaga, una finca de recreo llamada San Cayetano.

 

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Conocedor de la literatura española, Welles siempre estuvo fascinado por la obra de Miguel de Cervantes. Durante varios años estuvo acariciando la idea de llevar a la pantalla su novela más famosa; de hecho, filmó muchas escenas en el año 1960, pero pronto enfermó y no le fue posible culminar la obra; después se fue postergando por años y la salud de Welles finalmente empeoró, hasta que un día del año 1985 fallece en un hospital de Los Ángeles.Tratándose de la primera y gran novela del Renacimiento europeo, tenida como referencia fundacional de la novelística moderna, Welles no se amilana ante tamaño proyecto, más bien se siente estimulado, y desde los años sesenta del siglo veinte y hasta el final de su vida saca fuerzas para asumir tal empresa, viaja a España para hacer la elección del actor principal, que al final sería Francisco Reiguera, mientras el de Sancho Panza se lo confiaría a su amigo Akim Tamiroff, uno de sus actores favoritos, que ya había trabajado con Welles en otras películas.

 

Algo que llama poderosamente la atención en este filme es el conjunto de convergencias que la señalan como una especie de canto de cisne para actores y directores. Siendo la última película de Welles, y donde éste aparece como actor por vez postrera, es también la última donde aparece el español Francisco Reiguera como actor, y la única que le mereció pleno reconocimiento, pues sus otros papeles habían sido apariciones eventuales o efímeras en películas de Luis Buñuel (“Simón del desierto”, 1865; “Cumbres borrascosas”, 1963, y “Gina”, 1961); en otra película famosa de los años 60, “¡Viva María!”, del francés Louis Malle, donde hizo de Padre Superior, y en otra donde cumplió el rol de Obispo (“Los cañones de San Sebastián”, 1968), sin lograr acuñarse en ninguna de ellas como un actor de relieve. En cambio, el personaje de Don Quijote le calza como anillo al dedo, tanto por su avanzada edad y la magra estampa de Alonso Quijano, Reiguera logra imprimir un sello definitivo a la caracterización del Quijote: fantasioso y derrotado, que bajo la conducción de Orson Welles da el personaje como ningún otro, para brindarnos este soberbio papel basado en el personaje novelesco más famoso de todos los tiempos. Como dice Welles en sus reflexiones sobre éstos dentro de su propia película: “Don Quijote es el gran mito, pero Sancho Panza es el gran personaje”.

 

Lo mismo podríamos decir de Akim Tamiroff, que pienso también logra quizá la mejor caracterización de su carrera con ésta de Sancho Panza, y que viene a ser la última de las suyas. Tamiroff también disfrutó de la amistad y la confianza de Welles, con quien trabajó en sus películas “Un toque de maldad” (1958), donde hace de Joe Grandi, un corrupto proxeneta y traficante de drogas; también en “Mr. Arkadin” hace de un personaje fracasado; mientras en “El proceso” le corresponde el papel de Block, un burócrata encubridor en una Corte de Justicia. Tamiroff, de nacionalidad rusa, tiene una larga trayectoria como personaje de reparto: fue nominado dos veces al Oscar por su actuación en “Por quién doblan las campanas”, de Sam Wood, y en el film “El general murió al amanecer”, además de haber sido el primero en obtener un Globo de Oro como actor de reparto. Tamiroff murió en 1972, antes que Welles, y no pudo ver tampoco la obra concluida.

 

 

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Hubo que esperar muchos años para que se produjera esta especie de milagro, cuya recuperación debemos al director y guionista Jess Franco, quien siguió todas las indicaciones de Welles y se dio a la tarea de recuperar la cinta con un magnífico equipo de fotógrafos conformado por Juan Manuel de la Chica, Edmond Richard, Jack Drapper, Ricardo Navarrete, Manuel Mateo, Giorgio Tonti y Juan Galisteo, para conseguir esta magnífica edición estrenada en 1992.

 

En relativamente pocas escenas, sus directores logran darnos una visión bastante completa del espíritu cervantino, apelando a toda la información previa que se supone debe tener el espectador acerca de ambos personajes, lo cual le permite al director avanzar en la historia de una manera fresca. Nos presenta al Quijote y a Sancho compartiendo infortunios, percances y pequeñas aventuras que la imaginación calenturienta del Quijote exagera, convirtiéndolas en hazañas o proezas: la lucha con los molinos de viento es una batalla con gigantes, una carreta desvencijada es una cárcel, una paloma asada es un manjar de los dioses, etc. Todas dignas de ser recordadas, sobre todo aquella donde Don Quijote y Sancho van a la busca de Dulcinea del Toboso y pasan por la casa de familia de Sancho. Ahí Sancho bebe y baila con una gracia cómica incomparable.

 

Digna es de mencionar la parte referida a la Cueva de Montesinos, donde el Quijote desciende a las regiones órficas y fantasmales, la cual constituye la parte “surrealista” del filme. Como sabemos, la locura de don Quijote es creciente. Llegado un momento se siente tan fatigado y abatido que decide no andar más, quedarse en una vieja carreta que él piensa es una cárcel, aguardando que Sancho localice a su Dulcinea en un pueblo cercano; Sancho trae a una muchacha eligiendo a una campesina cualquiera, pensando que el Quijote no va a notar la diferencia, y ante la ira de éste, decide quedarse y se le pierde a Sancho, y entonces Sancho lo va a buscar de pueblo en pueblo viviendo una serie de aventuras en la ciudad de Valencia; entre ellas acepta ganarse unas cuantas pesetas montando su burro para las escenas de una película que un director de cine filma en España; luego va por ahí, entra en procesiones, bares, corridas de toros preguntando por Don Quijote. Aquí se produce la innovación en la historia: al ingresar Sancho en el espacio urbano y en el siglo veinte (el año es 1960) descubriendo cosas extrañas a él: automóviles, televisores, cámaras, filmadoras, directores de cine como ese que ahora se encuentra en España contratando extras, entre ellos al propio Sancho para que haga una escena montado en su burro, y ello le procura a Sancho unas cuantas pesetas para seguir en su búsqueda del Quijote. Más tarde entra a un bar a beber unos vinos y a comer, y hace el descubrimiento de la televisión: queda estupefacto viendo lo que ocurre dentro del aparato: dan las noticias, entre ellas una donde aparece el director de cine que recién le ha contratado: ahí está el afamado cineasta, homenajeado por las autoridades españolas, el célebre degustador de vinos y comidas, el amante de España y de su gente, el mismísimo Orson Welles, quien luego se pasea en su coche por las calles de Valencia y se baja a hacer sus reflexiones sobre España. Sancho no lo puede creer, el hombre hace una película sobre él y Don Quijote, más adelante alguien le dice que Don Quijote es un hombre que vive en la luna, y al encontrarse a un astrónomo callejero, éste le deja ver la luna través de su catalejo, el ingenuo de Sancho pone el ojo en el telescopio con la esperanza de encontrar a su amo allá.

 

 

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Después de una larga búsqueda lo consigue, cuando el pobre Quijote está a punto de perecer, se lo lleva a su casa y lo ayuda a asearse, le da de comer, lo hace dormir, y Don Quijote queda como nuevo, se monta en su Rocinante a cabalgar otra vez por nuevas ciudades españolas donde la gente les reconoce y les recibe con vivas, desde los balcones gritan sus nombres, y ellos siguen orondos saludando a las gentes, hasta que se pierden en el horizonte.

 

Tuvo el cuidado Jess Franco de seguir y respetar a su maestro en el logro de esta magnífica edición, el no haber referido los postreros momentos de la vida de don Alonso Quijano, sobre todo aquellos donde recupera su memoria y vuelve a ser un hombre cuerdo. Las voces que han escogido para el doblaje en español son muy convincentes, perfectas diría yo. En todo caso, se trata de otra joya del genio de Orson Welles, quien se salió con la suya rindiéndole tributo a la tierra que tanto amaba, que tanto disfrutó y bajo cuyo suelo reposan para siempre sus cenizas.

 

 

OBSESIONES DEL PODER

 

 

El poder (político, económico, ideológico, personal, y sus interconexiones sinuosas, confusas, dañinas, obcecadas, delirantes) es motivo central del escritor checo Franz Kafka,  y tiene quizá su mejor momento en la obra “El proceso”, novela clave de la literatura del siglo XX. El genio de Welles se muestra completo en su versión de esta obra con el título homónimo de “El proceso” (“The trial”, es decir El Juicio, 1962) en todo su potencial, al versionar una obra tan difícil y hermética, tan cerrada en su código abstracto, la cual es versionada por Welles con una voluntad de transgresión que constituye la tentativa más acertada para llevar una obra del gran escritor de Praga a un formato  cinematográfico. Con magistrales interpretaciones de Anthony Perkins como Joseph Craig (en la novela Joseph K)., de Elsa Martinelli, Madeleine Róbinson, Akim Tamiroff (de nuevo, esta vez como Block), Jeanne Moreau (como  Marika Bernsner) y Romy Schneider en el papel de Leny, enfermera de un abogado corrupto en contacto con el poder (Welles elige interpretar otra vez a un ser grotesco y retorcido) nuestro director realiza un admirable reconocimiento a Kafka y a la vez logra transmitir la enajenación del individuo frente al Estado y la burocracia, la humillación de la persona frente a la maquinaria gubernamental y legal, la angustia surgida de la soledad de multitudes, y a la repetición de situaciones vaciadas de sentido a que es sometido el individuo, por medio de convencionalismos y fórmulas sociales. Otra vez, Welles logra incorporar innovaciones técnicas, tomas nerviosas, montajes atrevidos para lograr efectos arquitectónicos y escenográficos donde la condición humana queda minimizada. Con esta obra, Welles cierra magistralmente su abordaje al tema del poder, para luego dedicarse a filmes de diversa índole. No es ocioso señalar aquí las diversas tendencias estéticas que pudieron influir en su arte: surrealismo, expresionismo, barroco, manierismo, verismo. Creo que hay de todas un poco; sobre todo del cine expresionista alemán, con Fritz Lang y Robert Wiene a la cabeza, y por supuesto del primer cine americano (Griffith) y de sus contemporáneos  británicos Chaplin y Hitchcock.

 

Las producciones de Orson Welles como director toman, en lo sucesivo, desde “Campanadas a medianoche” (1966) un rumbo diferente al inclinarse por lo lírico, lo evocador o lo poético. En la citada película Welles lleva a cabo una recreación de varias obras de Shakespeare, realizando una mezcla de de “Ricardo II”, “Enrique IV” y “Las alegres comadres de Windsor” para homenajear al gran dramaturgo como sólo él podía hacerlo, y encarnando a John Falstaff, el famoso borracho de Shakespeare, acompañándose de la bella Jeanne Moreau como Doll Tearsheet, y a la hija de Welles, Beatrice –que hace de paje de Falstaff–; también de Keith Baxter como el príncipe Hal, futuro Enrique V, y de John Gielgud como el Rey Enrique IV.  Dentro de todos ellos, destaca la bondad del gran Falstaff (int. Orson Welles), cuya ternura, humor vital y frescura son una de las creaciones más sutiles del dramaturgo isabelino.

 

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Posteriormente, y de nuevo con Jeanne Moreau como Virginia, Welles dirige “Una historia inmortal” (1968), inspirada en una novela de Isak Dinesen, y se incluye como actor en el papel del señor Clay, personaje que compra el consentimiento de Virginia para lograr que algo ficticio llegue a ser realidad: Virginia, viendo que su belleza física se desvanece, busca ser de nuevo atractiva para amantes jóvenes, y es entonces cuando entra Clay, ya en la decadencia de su poder, pagando por proporcionarle a ella ciertos placeres para lograr  su felicidad a medias. Todo desenvuelto en un ambiente misterioso, poético, de nostalgia marinera.

 

 

TRUCOS Y FALSIFICACIONES

 

En 1975, Welles filma su último largometraje: una cinta divertida y jocosa, dada a los trucos y a las magias, dedicada a la fascinación creativa aunque ésta sea apócrifa, Fraude (“F for Fake”, 1975, que en verdad debería traducirse como Falsificación). La película comienza con un acto de magia de Welles para unos niños en el Metro de París, ante los ojos de Oja Kodar que lo espía desde un vagón. En esta película logra darle rango artístico a la falsificación de obras de arte realizadas por el artista húngaro Elmyr de Hory, residenciado en Ibiza. Grande es el talento de Elmyr, su riesgo vital dotado de un valor estético notable. Movido por esta admiración, un escritor, Clifford Irving, escribe un libro sobre él, pero ese mismo libro se pierde en un laberinto de falsificaciones. Elmyr falsifica todo tipo de artistas antiguos y modernos, viejos y nuevos, incluyendo a Matisse, Renoir o Picasso. Con Picasso alcanza un punto delirante, al colocarlo ante la presencia de la belleza húngara Oja Kodar; hace cruzar la imagen de Oja ante los visillos y persianas del taller del artista español en un montaje brillante, donde los elementos plásticos (los ojos de Picasso espiando la presencia de Oja cada día con un atuendo diferente), hace que Picasso la invite a su estudio y la pinte. Con trucos, Welles hace aparecer ante nuestros ojos las versiones que Picasso realiza de la hermosa mujer, usando a un supuesto padre de Oja para hacer otros trucos de levitación. Este ejercicio potencial del voyerismo hacia las formas femeninas se hace presente al inicio del filme, cuando Welles hace desfilar (con una hermosa música de fondo de Michel Legrand) a la bella Oja en minifalda por las calles de París, capturando las reacciones y gestos de los hombres desde  autos, cafés, establecimientos, parques, calles, y  funcionan como un homenaje al erotismo.

 

Sin embargo, “F for fake” no es sólo un divertimento o un tributo a la magia. Me parece que es un homenaje al arte, al encanto inmanente del cine, a la capacidad inventiva del ser humano, una reflexión sobre el sentido profundo del juego y de la alegría de crear y de ser, aún en medio del oscuro porvenir que pueda aguardarnos. Se localizan aquí, ocultos en los pliegues de esta mezcla de documental-ficción, tres minutos que dedica Welles a una meditación sobre el destino del arte y el hombre, que han sido considerados por un crítico inglés “Los tres minutos más profundos de la historia del cine” , suscitados ante la contemplación de Welles de la Catedral de Chartres. Mientras observamos las imágenes de la Catedral en el atardecer de un cielo índigo de Francia y desde diferentes ángulos y encuadres, Welles, con voz profunda y gestos soberbios, se vuelca en su monólogo compartido: “Ahora, esto ha estado aquí por siglos. Quizá la mayor obra del hombre en todo el mundo occidental. Y no tiene firma: Chartres. Una celebración de la Gloria de Dios y de la dignidad humana. Bueno, todo lo que queda, piensan en estos días la mayoría de los artistas, es… el hombre…desnudo, pobre rábano hendido. No hay celebraciones. Los científicos siguen diciéndonos que el nuestro es un Universo desechable. Ya se sabe,… puede que sea justo esta gloria anónima de todas las cosas, este rico bosque de piedra, este canto épico, esta alegría, este gran salmo de afirmación al que sigamos, cuando todas nuestras ciudades sean polvo para que quede intacto, para señalar dónde hemos estado  para testificar lo que podemos llevar a cabo. Nuestros trabajos en piedra, en pintura, en impreso están a salvo algunos de ellos     —por unas pocas décadas o uno o dos milenios— pero finalmente todo debe caer en la guerra, o desaparecer en la final y universal ceniza. Los triunfos y los fraudes, los tesoros y las falsificaciones. Es un hecho en la vida: vamos a morir. “Sé de buen corazón”, grita el artista muerto desde el pasado vivo. “Nuestras canciones serán todas silenciadas” ¿Pero qué importa? Sigue cantando. Quizás el nombre de un hombre no importe…tanto.”  Se trata en efecto de una meditación honda y conmovedora.

 

Orson Welles standing on stacks of newspapers in a scene from the film 'Citizen Kane', 1941. (Photo by RKO Radio Pictures/Getty Images)

Orson Welles en ‘Citizen Kane’, 1941. (Photo by RKO Radio Pictures/Getty Images)

 

 

 

Para que no olvidemos su fascinación por la magia, refiramos los actuaciones de Welles en varios filmes haciendo de mago: en “Follow the boys” (1944), acompañado de Marlene Dietrich; en “Un lugar seguro” (1971) de Henry Jaglon junto a Tuesday Weld, y del mago “Cagliostro”, en un filme del mismo título. Welles actuó para no menos de sesenta películas de otros directores, en roles secundarios o principales; su versátil capacidad histriónica se puso a prueba en casi todos los géneros dramáticos. Son memorables sus actuaciones en “Trampa 22”, “Arde Paris”, “Un hombre para todas las estaciones” (de Fred Zinemann), “La isla del tesoro” y muchas otras. Personalmente recuerdo con admiración sus actuaciones en “Un largo y ardiente verano” (1957), de Martin Ritt, donde hace de Will Varner, cinta basada en la trilogía novelesca “El Villorio” de William Faulkner, al lado de Paul Newman y Joanne Woodward; en “Moby Dick”, de John Huston (con guión de Ray Bradbury) donde hace del padre Mapple; su papel de Mountdrago en “Tres casos de asesinato” (1955), película basada en una historia de Somerset Maugham; su rol de Sigsback Manderson en la película “Trent’s last case” (1953), adaptada de una novela de E.C. Bentley, y en la memorable “El tercer hombre” (1949) de Carol Reed, su primer gran papel en una película de otro director, que ayudó a impulsar su carrera. Esta película, basada en una novela de Graham Greene y con guión escrito por éste (y una inolvidable música de cítara griega compuesta e interpretada por Anton Karas), debe también su eficacia a las actuaciones de Joseph Cotten como Hollie Martins, un escritor norteamericano de novelas “baratas” que se dirige a una Viena semidestruida por efectos de la Guerra Mundial a encontrarse con su mejor amigo Harry Lyne (int. Orson Welles). Al llegar, descubre que éste se encuentra desaparecido y dado por muerto en un accidente. Pistas borrosas le indican Martins que debe investigar las circunstancias de la muerte de su amigo, sospechando que le han asesinado;  el jefe de policías Mayor Calloway (int. Trevor Howard) lo recibe en una Viena empobrecida y dada al tráfico ilícito. También está allí una amiga de Harry, la bella actriz Anna Smith (int. Alida Valli), todos en el escenario sombrío de una Austria que Carol Reed asume con unos magníficos encuadres en diagonal y unos extraordinarios decorados de Vincent Korda. A medida que se produce la pesquisa, vemos cómo unos mafiosos atacan al novelista, quien, agobiado por las circunstancias, desea escribir una novela titulada “El tercer hombre”, tercer testigo de la muerte de su amigo, que no apareció nunca. La historia permite una de esas sabrosas especulaciones cinematográficas relacionadas con la dupla Welles-Cotten, y pese a que la aparición de Welles es mínima, ésta define buena parte del espíritu de la película, pues Harry Lyne es el personaje que crea  el suspense del film y pone al descubierto su vil actitud en Viena. En esta película, Reed parece parodiar a “Ciudadano Kane”, usando la potencia de los actores para ponerla al servicio de un argumento brillante. Según parece, también el inglés Graham Greene fue muy cuidadoso con sus adaptaciones al cine, y encontró en Reed –también británico– el intérprete principal para versionar otras novelas suyas.

 

Recordemos asimismo otras películas inacabadas de Welles, que no pudo ver listas en vida pero que fueron estrenadas luego: “It’s all true”, el ya citado y famoso documental sobre pescadores en Brasil, estrenado en 1993; “La profundidad” (“The Deep”, 1967-69), “El mercader de Venecia” (1969), “El otro lado del viento” (1970) y “Los soñadores” (“The dreamers”, 1980-82), además de algunas producciones para la TV como “La fuente de la juventud” (1956), “El libro de Orson Welles” y aquellas memorables presentaciones en televisión que vimos con el título de “Los misterios de Orson Welles”, donde nos introducía a cortos sobre casos curiosos o intrigantes, con su capa y sombrero negros y su extraordinaria voz.

 

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“UN SOLO ORSON WELLES ES SUFICIENTE”

 

Corpulento, sibarita, controversial, humorista, genio terrible, metido siempre en problemas financieros e ideando nuevos proyectos que quería  hacer a toda máquina, sufre de un infarto al corazón en Los Ángeles, en octubre de 1985, que le quita la vida a los 70 años de edad. Dejó tres hijos: Christopher, con Virginia Nicholson; Rebecca, con Rita Hayworth, y Beatrice, con Paola Mori. Ellas y ellos, esposas, hijos e hijas, siguieron de algún modo sus pasos.

 

Su capacidad de revelarse en el arte del histrionismo como escritor, actor, director y productor (fue el único en vender una idea a Charles Chaplin, otro genio del cine, para que éste hiciera la magistral película “Monsier Verdoux”), su versatilidad y voluntad para mantenerse con independencia de criterios frente a los estereotipos, de creer en sus amigos y de rodearse de verdaderos talentos creativos, lo convierten en una figura clave de la cultura del siglo XX. Para mí, es uno de los grandes actores  que han existido en América, no hubo ni habrá otro como él. “Con un solo Orson Welles, es suficiente”, dijo un amigo suyo, dos Orson Welles serían el fin de la civilización.”

 

Ha sido una de mis fuentes de inspiración como escritor y como ser humano; ha sido para mí un paradigma, una referencia de lo que debe ser un verdadero artista, dotado de una dignidad interior y una ética personal a toda prueba, marcada por una férrea voluntad creadora.

 

Él es Orson Welles, grande en su libertad individual y en su inteligencia jocosa, enorme en el complejo drama de ser hombre.

 

 

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