Crear en Salamanca se complace en publicar una nueva crítica de cine de José Alfredo Pérez Alencar (Salamanca, 1994), responsable del blog ‘La palabra liberada’. Aprendiz de jurista y de poeta, además de apasionado del séptimo arte. Cuando niño la imprenta Kadmos le publicó una carpeta de poemas titulada ‘El barco de las ilusiones’ (2002, con 17 acuarelas del pintor Miguel Elías). Posteriormente publicó seis poemas en la antología ‘Los poetas y Dios’ (Diputación de León, 2007) y otro poema en la antología ‘Por ocho centurias’ (Salamanca, 2018). Próximamente la revista portuguesa ‘Cintilações’ (de Editora Labirinto), coordinada por el poeta Victor Oliveira Mateus, publicará un poema suyo traducido al idioma de Camões. También este año dará a imprenta su nuevo libro de poemas, en el que está trabajando, titulado ‘Tambores en el abismo’. Escribe artículos de contenido jurídico y social en su blog ‘Iuris tantum’, que mantiene en el periódico digital SalamancaRTV al día. También publica críticas de cine en la revista literaria digital ‘Crear en Salamanca’. Formó parte del equipo de apoyo del XXII Encuentro de Poetas Iberoamericanos, que en 2019 rindió homenaje a San Juan de la Cruz y a Eunice Odio.
OLIVER TWIST (2005), DE ROMAN POLANSKI
A Jacqueline Alencar, madre y mentora
Esta novela de Charles Dickens, en la que se basa esta película, no es la única de sus obras que ha sido adaptada a la gran pantalla, como Grandes esperanzas, primero en una versión moderna, en 1998, y posteriormente en 2012, la cual se ajusta más a la esencia del escritor inglés.
Esa fuerte sensibilidad ante la dura vida de los niños de la clase empobrecida en la Inglaterra del siglo XIX, envuelve todo: el libro y la película conforman una unidad. En algunas ocasiones es un privilegio poder hacer la comparación precedida de la lectura de la obra. En otros casos, como el de Stephen King, en el que por no ser demasiado estrictos se puede decir que los filmes de sus autorías son a partes iguales, buenos (La niebla, 2007 o El resplandor, 1980); malos (1922, 2017 o Un buen matrimonio, 2014), y en otro nivel (entiéndase a peor), están Doctor sueño o IT, cuya edición de 1980 es muy buena, pero el reciente remake fraccionado en dos partes, seguramente para intentar ‘hacer más taquilla’, carece casi por completo de ninguna nota positiva.
Charles Dickens tiene grandes obras como Historia de dos Ciudades, si bien, para mí hay una línea fuertemente marcada que configura una columna inquebrantable en el bagaje de su pluma. Es esa compuesta por obras tales como David Copperfield, Cuento de Navidad, Grandes esperanzas, Nicholas Nickelby u Oliver Twist, enorme diferencia con otros componentes de la literatura universal como el protagonista de Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain. La crudeza de las condiciones de vida durante la infancia, pues él también tuvo que trabajar siendo niño, quizás sea una forma más dura de llevar a cabo un análisis de problemas más profundos. He tenido que leer a grandes rasgos la biografía de este escritor, ya que con lo dicho en este párrafo cualquiera pensaría que creció en la miseria o, cuanto menos, sería huérfano e incluso que vivió alguna situación desde fuera que le dejó marcado. No fue simplemente eso, sino que experimentó desde dentro el régimen de semiesclavitud en el que trabajaban los niños a muy temprana edad, destacándose posteriormente por su lucha contra la esclavitud.
Roman Polanski no defrauda en sus películas, y lleva muchos años haciendo valer esa premisa con trabajos como Rosemary´s baby (1968), La novena puerta (1999) o El pianista (2002), e incluso con alguna otra como Repulsión (1965), con Catherine Deneuve, en la que crea, de principio a fin, un suspense sin aclarar nada (las reducidas explicaciones que pudiéramos encontrar también se rodean de suspense). En Oliver Twist (2005), dejando a un lado los logros de imágenes, el reparto o la banda sonora, destaca el respeto a la trama del escritor, cosa que considero primordial a la hora de embarcarse en un proyecto de este tipo.
La unión Dickens – Polanski triunfa, pese a la separación temporal, pues al acusado retrato de cada uno de los componentes del relato, al que apela el primero para transmitirnos una crítica acerca de la sociedad, se suma el movimiento de la cámara del segundo: captando los momentos claves y convirtiéndonos en observadores del duro testimonio de lo cotidiano de aquel entonces, con una alta dosis de sátira a través de la banda sonora que acompaña la sucesión de fotografías. Hay una maestría en el trazo de los personajes: el odio infundado de Noah Claypole (Chris Overton) que, sin ninguna justificación, aborrece a Oliver por destacar (cuando realmente los están usando con fines puramente económicos), los niños del hospicio (chocante la frase de uno de ellos cuando le preguntan por qué no se duerme: “¿Dormir?, tengo miedo de comerme al que está a mi lado.”; la banda de pequeños criminales que no permiten que el protagonista siga un mejor camino (el mediocre siempre procurará mantener a todos a su nivel, ante su incapacidad de prosperar) y, cómo no, la sociedad entendida como tumulto (habrá escenas que serán claves para entender la forma de actuar de aquellas gentes, quién sabe si todavía persiste hoy…).
Un huérfano llamado Oliver Twist (Barnely Clark) huye de la pequeña ciudad inglesa donde ha vivido sus primeros años, para dirigirse a la metrópoli londinense (el filme tiene muy buena fotografía, pero sobre todo en ese trayecto se aprecian unos planos espectaculares). En su llegada deberá rendirse a la picaresca para sobrevivir y, aun cuando consiga alejarse de ella por la bondad de un caballero, el señor Brownlow (Edward Hardwicke), el no tan lejano pasado lo perseguirá para sumirlo en la sombra.
El director configura el rostro de Oliver como el centro, una mirada melancólica en todo momento, rozando lo lúgubre. Le saca partido, y de qué manera, pues las lágrimas que ese niño de semblante pálido no puede reprimir en algunos momentos, debido al tormento que le someten mediante las vejaciones de palabra o de obra, reflejan el cúmulo de sufrimientos que ha experimentado en su infancia. Esa aura de nostalgia bifurca la forma de actuar del resto de personajes: algunos tan solo ven cómo lucrarse a su costa; otros parecen ablandar la dureza de su personalidad, fruto de la desconfianza, de su origen humilde o la exposición a la miserable realidad que les persigue de principio a fin.
Ben kingsley en el papel de Fagin, un “ojeador y entrenador” de potenciales maleantes, apodado “el judío” (al año siguiente haría de rabino gánster en el Caso Slevin, 2006). Este actor se puede definir como camaleónico, pues realmente borda sus personajes: tan pronto actúa como un loco que se ha puesto al frente de una institución mental (Stonehearst Asylum, 2014); se convierte en padre de una familia inmigrante que tiene un pleito por una propiedad con la antigua dueña (Casa de arena y niebla, 2003); puede dejar de ser un abogado y vestirse una humilde toga para paliar las injusticias sin recurrir al belicismo (Gandhi, 1982), o bien adquirir tintes malévolos para ser Eichmann, uno de los artífices de la solución final (Operation Finale, 2019). En este supuesto, enfocado en un Londres del siglo XIX, será el cabecilla de una banda de niños y adolescentes, aunque más bien lo primero en cuanto edad, pues claramente están curtidos e inmersos en una madurez impropia que usan para el crimen organizado a pequeña escala. Es el “patriarca” de una “familia” de niños cuya culpa se incrementó con el tiempo, debido a su necesidad de acogida, y en eso, Oliver no será distinto. Cae en la trampa ante la necesidad, pero cómo no va a jugar la interpretación a favor de un chico de nueve años que, después de recorrer largas millas escapando de un trato cuanto menos cruel, se halla en las calles esperando un final. Si se me permite la apreciación, llego a intuir un cierto grado de síndrome de Estocolmo en Oliver, con respecto a este retorcido personaje.
No faltan tampoco los buenos samaritanos, ni los arrepentimientos de “última hora”, como el de Nancy (Leanne Rowe) para cuadrar esta historia que no deja indiferente en cuanto a la comparativa de las clases sociales. El cruce de una calle a otra, el desdén en el trato o la vestimenta, acusan la ausencia de una clase intermedia; imponen a la visión la drástica alternancia del lugar que se ocupa en la sociedad; se desvanecen la bondad y la maldad ante la suerte o la desgracia del lado en el que se nace.
Una crítica constante y encubierta que no olvida a nadie. Si en un primer momento, a través del sarcasmo, queda latente la falsedad de los llamados cristianos que ocupan la dirección de las instituciones de acogida, no tardaremos en darnos cuenta del arma de doble filo que supone la justicia, por los que la imparten.
Vean esta película, que alza la voz ante la ausencia de principios universales de todo ser humano, además de mostrar la hipocresía con que se llena ese vacío.
José Alfredo Pérez Alencar (foto de Joao Artur Pinto. Castelo Branco, Portugal, 2019)
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