Oídme costas, y escuchad, pueblos
lejanos. Jehová me llamó desde
el vientre, desde las entrañas de mi
madre tuvo mi nombre en memoria
ISAÍAS 49.1
Alguien,
vientre adentro,
escucha el éxtasis del Creador
y las voces que afuera describen la caída
de las últimas hojas que el otoño perdonara,
el cúmulo de idolatrías y perversiones
o las encarnizadas guerras entre naciones vecinas.
Es el cordero del alma en su placenta sin sonajas:
allí espera la cesárea del rayo, el arribo
de los visionarios que no pierden de vista
ni borran del firmamento la estrella inolvidable:
en su placenta espera el ¡hágase la luz
de su otra realidad!, el ¡vuélvanse a abrir los blandos
labios para pronunciar oraciones honestas
por el Señor de todas las cosas!
Alguien penetrado de amor contempla largamente
desde su fondo de misterio y desde su carnalidad
haciéndose de trigo y de uva para los hombres:
es el Hijo de la esperanza; el Padre de nuestros hijos;
el Anciano que rehuye candelabros de adoración;
el Mendigo que alarga las manos queriendo
dar su poco pan a los ricachones; el Espíritu que padece
el dolor y la maldad de los mortales; el Niño
que recuesta su cabeza iluminada; el Joven que prepara
largamente su revolución contra los falsarios…
Vientre adentro hay un cuerpo divino,
un pequeño Poeta, alguien que de la nada creará
el más angélico anochecer para surgir ordenando
de nuevo el amor vivificante.
Esta fría noche nacerá y renacerá el Cristo:
Él nos escucha: ¡Tiemblen, gentes equivocadas!
¡Gocen, espíritus que oyen su balbuceo y se van
tornando generosos con el prójimo y con quien
llega como huésped desesperado!
Las parábolas del Niño que sale del vientre
-mientras caen copos de nieve como dulces salmos-
serán humus nutriente hasta el fin de los siglos,
pues ningún Herodes puede ni podrá con Él.
¡Ya nació!, ¡ya renació! el Ungido que esperábamos.
¿Queréis verlo?
Abramos, pues, de una vez por todas,
nuestro corazón libre de espinas y vanidad.
Abramos nuestro entendimiento al cordero del alma
que pasta en cada pecho tras la plenitud del parto.
El paraíso estará en la veta viva del amor
que prodiguemos a este Niño inmenso
y a nuestros propios semejantes.
(Para Elena y Timoteo Glasscok)
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