La poeta toledana María Luis Mora Alameda
Crear en Salamanca se complace publicar el presente comentario escrito por el poeta madrileño Manuel Quiroga Clérigo, doctor en Ciencias Políticas y Sociología, por la Universidad Complutense de Madrid, donde sustentó su tesis «La crítica literaria como fenómeno sociológico”. Actualmente es Secretario General de la Asociación Colegial de Escritores de España (ACE). La reseña es sobre “Soneto de invierno”, último poemario de la toledana María Luisa Mora Alameda (Yepes, 1959). Autora premiada con más de una decena de libros en su haber, ha publicado Las hiedras difíciles (1986); Este largo viaje hacia la lluvia (1988), accésit del Premio Adonais 1987; La tierra indiferente (1990), Premio Carmen Conde 1990; La Mujer y la bruma (1992), accésit del Premio Rafael Morales 1991; Busca y captura (1994), Premio Adonais 1995; Meditación de la derrota (2001); La isla que no es (2002), accésit del Premio Rafael Morales 2001; La respuesta está en el viento (2005), segundo puesto de poesía Fernando Rielo 2003; Navegaciones (2009); Poemas del Crepúsculo () y El Don de la Batalla, Premio de Poesía Ciega de Manzanares 2011, entre otros.
EDICIONES VITRUVIO PUBLICA “SONETO DE INVIERNO”,
DE MARÍA LUISA MORA ALAMEDA MADRID 2017
Querida amiga:
Abro el buzón y encuentro un mundo diferente. Son tus versos, ilimitados, bellos, artesanales, tristes, de “Soneto de invierno”, ese canto a la vida después de la tragedia. Tomo el libro y camino despacio hacia la orilla cauta de la bahía alegre. Primero me tropiezo con el olor dulcísimo del azahar eterno, esa gloria perfecta de la tarde en reposo. Después, ya, tomo asiento tranquilo a orilla de las aguas. Al puerto van llegando los veleros brillantes de cortos recorridos de placer y reposo. Del mismo ahora parten los pesqueros gigantes con sus banderas limpias; unos ponen la proa hacia el Gran Sol cercano en busca de bocartes, sardinas o chicharros, otros quieren llegar a unos mares lejanos.
En todos ellos cantan los marineros jóvenes. Cuando ya se despeja la bocana me asoman unos cisnes de Oyambre, los charranes veloces, las gaviotas gritonas. Atardece y, entonces, me sumerjo en tus versos, en esas soledades, en el dolor profundo, en lagos de esperanza, por ejemplo el primero de esos sonetos clásicos, musicales, perfectos, repletos de miradas: “Escribo sin saber, muy bien, si acierto/con mis versos nacidos de mi vida”, todo un ágil compendio de amor a la poesía, pues a través de ella aparece con flecos de insistente coraje el breve ser humano. “…siempre fue así: todo es mi nada.-escribes al final-/Callo y mis versos son como cuchillos”. No hay que callar, amiga, sino lanzar al viento nuestros lamentos largos, ese poso solemne de una inquieta amargura que pocos reconocen. Luego, enseguida, llega toda una turbulencia de confesiones, dudas, de sinsabores, llantos.
Obra de Raquel de Oliveira
Y se lo vas contando a quienes también viven en medio de los versos, como los dedicados a Emilda Martín Salas: “Aún soy niña. Nada me da miedo”. Bastantes sinsabores nos ofrece el presente, demasiadas tragedias llevamos a la espalda. Tal vez sea más conveniente fabricarse inocencias, adolescencias, playas; descubrir las certezas del amor primerizo, atrapar de repente la sonrisa de un niño. Tu poesía, así, se nos torna grandiosa, iridiscente, extensa; recorre los trigales, los nuevos arco iris, las tardes con helado, la temblor de algún beso. Son tantos los sonetos, tantas las emociones, tanta la desazón…Leamos “La hija muerta”:”Si tú no estás, la vida no es lo mismo./No lo puedo negar ante la gente”. ¡Qué soledad tan grave, irremediable, cuando la muerte ataca nuestra casa. Comprendo, aquí y en otros versos, ese dolor eterno, la enorme cuchillada de ver como los mundos se cierran de repente:”Sé que mi corazón ya va más lento…” te lamentas.
Allá enfrente verdes laderas reciben aún los soles aunque el telediario diga que está lloviendo en esta orilla grata. Hay garcillas volando por el puente infinito, gente mirando el tiempo, los siglos invadiéndonos. Yo, más cerca, sigo con la lectura de tus versos de cielo, cuando llega esa cita de Delmira Agustini “Y hay en mi alma un gran florecimiento” que, tal vez, hagas tuya o graves en tu mente: los recuerdos mantienen el amor en silencio, despiertan los minutos de alegría y avivan los minutos de paz y de sosiego. Me gusta el soneto dedicado al amigo Antonio Daganzo, de quien estoy leyendo su larga novela “Carrión”; en él la confesión rotunda, el sollozo intermitente, la pasión dolorida, la ausencia surgen de una manera atroz, premeditada: “Cuento lo que me pasa. Lo prefiero./No he de ocultar aquello que me azota:/el miedo, la ira, la vejez, enero,/toda esa carga derrumbada y rota”.
Se ha quedado atrás, de la boliviana Vanessa Arata Canedo Reyes (2001)
Nunca llega la vejez si mantenemos el corazón en vilo, si la tragedia infame se quedó a nuestro lado. Y es bueno echarlo fuera, contarlo a los demás, inundar de tristeza los parterres cercanos. Ya, al final, recuerdas “Que nadie diga nunca que no oso/mostrar cómo es la flor de mi quiera,/los motivos de mi melancolía”. Eso es descargar la conciencia, dialogar con el aire. En todas las estrofas van quedando retazos de existencia, esos trozos pequeños de la felicidad irremediable. Avanzo con tus versos, me encuentro con “Aquí estoy”, dedicado a Mª Antonia Ricas Peces, poeta de inquieta experiencia: “Soy fuerte. Ni yo mismo lo adivino/al verme dulce y tan en paz, cobarde,/y tenga miedo de sentirme sola”.
Eres una mujer resolutiva, de profundas ideas, de inspiradas vehemencias. Eso lo atestiguan los versos, los libros, de tantos años. Ya sabemos que la desgracia nos torna confusos, maleables. Es como si huracanes de oprobio nos helaran las venas. Se comprende que incluso la traición de los tiempos convulsos, por eso te comprendo, hago míos tus versos, aplaudo tu manera de confesar tu historia: “¿Con quién hablar? Ahora nadie escucha:/Las confidencias del amor pasaron./Me derrota, por fin, mi propia lucha./Ya se fueron aquellos que me amaron”. No, siempre hay alguien cerca, con quien hablar, a quien susurrar desgracias y alegrías. Y la lucha sigue, incluso, más allá de la nada. Quienes nos amaron, o a quienes amamos, viven, permanecen en el fondo oculto del corazón, como si su imagen, sus caricias, sus palabras se hubieran grabado a fuego en nuestro interior.
Las siete de la tarde, hacia el faro caminan enamorados gráciles, algunos peregrinos de gozoso cansancio, devotos que se acercan a rezar a la Virgen, jóvenes veraniegos en busca de refugio. Yo sigo devorando los versos incendiados, tus suaves confidencias de pena o de esperanza.”Acude el verso en esta noche lenta./Entonces nada me perturba o bate./Ingiero algo de poleo con menta./Escojo un libro donde viento late”, escribe en “Como alguna rosa”, el soneto dedicado a Antonio Porpetta. Ya sabrás que su esposa, tal vez tu primera editora, y él mismo siempre te tuvieron un gran afecto. La desgracia siempre arrincona a los mejores.
Una lectura de tu interior, del salvadoreño Ronald Morán (2001)
Pero la poesía sigue siendo un bálsamo que, sin curar nada, parece confortarnos, crear puentes con futuros amables, mantener vivos los pretéritos bellos. En este ejemplar hallado, no un buzón, en el ámbito enorme de la tarde pacífica siguen viviendo recuerdos, abrazos, aflicciones, las funestas desgracias. Y permanecen en líneas inspiradas, musicales, melódicas, vitales, animosas, como en las estrofas dedicadas al editor Pablo Méndez. El soneto se titula “Alimento” y, efectivamente, es como un suculento regalo para el lector, para el amante de una lírica depurada, precisa, amable, como es, María Luisa Mora Alameda, la que contienen estas 106 páginas de lamentos, ilusiones, certezas, vivencias, esperanzas, visiones de un futuro raramente imaginado: “Siempre me alimento de poesía,/de su pan recién hecho. También vivo/de su esplendor. Me da mucha alegría./Por ella existo, soy. Por ella esquivo/toda mi soledad. Me hago inocente./Soy pura y fiel como una golondrina./A cualquier hora viene hasta mi mente./Parece un ruiseñor que canta y trina./Nunca lo hago porque me dé tesoro/alguno-como dicen por la calle-/ni porque me convierta en vanidosa./Siempre me entrega luz. Ese es mi oro./Me ofrece tibia paz en donde me halle./Me torna buena. Me hace generosa”.
Obra de Gastón Carrio
La poesía, como género literario poco apreciado por las grandes editoriales, es algo que permanece siempre, que se torna amiga inseparable del lector, ocasional o perpetuo. Y es porque forma parte de lo cotidiano, no muestra universos confusos sin leyendas acabadas. Es una manera de mostrar lo más cercano, el propio aliento del creador, la más renovada caricia de quien ofrece sus versos a los desconocidos y, a la vez, le entrega su alma, toda su biografía. Por eso, sin ir más lejos, en libros como éste podemos leer: “Cuando se me termine este cuaderno/será el momento de empezar mi vida”. Eso esperamos, querida amiga.
En el Cantábrico ha caído la noche, canta un mirlo cercano. Por el puente se acercan autobuses que llegan de algún mundo infinito. Nos arrulla la música de un Mozart casi eterno.
San Vicente de la Barquera, 6 de Julio de 2017
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