La poeta María Antonia Ricas
Crear en Salamanca publica este comentario escrito por Manuel Quiroga Clérigo (Madrid, 1945), Doctor en Ciencias Políticas y Sociología con una tesis titulada La crítica literaria como fenómeno sociológico. Narrador, autor de teatro, crítico literario y periodista de la cultura, ha centrado su actividad en la labor poética y sus versos figuran en diversas antologías, revistas y trabajos colectivos, habiendo editado hasta la fecha dieciocho libros de poesía, entre los que están Homenaje a Neruda(1973); Fuimos pájaros rotos (1980); Vigía (1997); De Morelia callada (1997); Los jardines latinos(1998); Versos de amanecer y acabamiento (1998); Íntima frontera (1999); Desolaciones tardías. Aristas de Cobre (2000); Las batallas de octubre (2002); Mudo mudo (la aventura de Manila), (2004); Leve historia sin trenes (2006); Crónica de aves. El viaje a Chile (2007); Páginas de un diario (2010) o Volver a Guanajuato (2012). Actualmente es secretario general de la Asociación Colegial de Escritores de España (ACE).
“SALIR DE UN HOPPER” (TOLEDO, 2016)
“Salir de un Hopper” y contemplar la vida. Esa es la propuesta de María Antonia Ricas en esta colección de mágicos poemas consistente en mostrar un mundo más allá de las imágenes, cuadros, paisajes, sentimientos del pintor Edward Hopper. En un, no nominado, prólogo Elisa Romero Huidobro dice que “La palabra exacta de Mariantonia Ricas cobija la desolación de los espacios, les arranca la impavidez a los personajes, hurga en sus semblantes y posturas, los zarandea y, en su percepción más allá de lo impertérrito, los hace fieramente humanos…”. Ya está dicho casi todo. O no.
La poesía, más que un estado de ánimo, es una expansión de los sentidos. Los afectos aparecen enseguida al penetrar en los espacios de la palabra y, ahí, surge ese “conocimiento de la realidad” de que habla Ángel Crespo. La realidad que nos muestra este poemario se encuentra contenida en los marcos de una visión concreta como son las pinturas de Hopper. Precisamos salir de ese entorno, digamos, mágico para enfrentarnos a lo más cercano, a lo que nos acecha o acompaña. Así, por ejemplo, nos situamos en “`Primeras horas de una mañana de domingo” donde vemos esa “calle vacía”, “los comercios cerrados”, un escaso movimiento y la autora escribe: “Caminábamos juntos/y el sol venía a nuestro rostro./Como si fuese otro lugar,/tres/gamos jóvenes, dudando/inexpertos, se aproximaron./Tal vez/seguían a la luz/o sólo era un juego./Más impacientes que nosotros,/pretendían/revelar su deseo…/pero nadie miraba”. Estamos ante la soledad, ante el vacío, ante un mundo explícitamente apartado pero a la vez penetrado por la luz, por el deseo, por la realidad. “¿Qué podemos amar que no sea una sombra?”, se pregunta Alejandra Pizarnik.
Obra de Edward Hopper
Libro sustancioso, perfecto en su intención de penetrar en un mundo propio, como querría Virginia Woolf, pero a la vez preocupado por reflejar la intención del artista y, analizándola, mostrársela al lector: “Aquí se refugia un silencio alejado del vértigo”.
Dividido en tres grandes partes, “Vistas con luz”, “Mujer al sol” y “Mujer con otros”, la intención es siempre la misma, como recuerda Elisa Romero, pues se trata de “Escenas cotidianas con tipos anónimos desbordando soledad, de quienes el pintor nos muestra, con indiferencia y laconismo, su despersonalización y su imposibilidad para adaptarse al entorno”. Gracias a esa soledad, a esa indiferencia María Antonia Ricas construye un mundo donde, aún, es posible la ternura, la parcialidad hacia los seres amados, hacia el horizonte abierto de la eternidad. “Parece que la luz lo cuenta/todo, que reaviva el gesto/de los muertos y hace más vivos/a los que aún respiran”. Dedicado a Nuria y Juan, tras la trágica desaparición en un corto espacio de tiempo de sus padres y hermana, la autora parece dirigirse fundamentalmente a esta. Es cierto que siempre nos quedamos huérfanos cuando fallece alguien cercano, huérfanos de su afecto, de sus ilusiones, de su mirada. Tal vez por eso escriba la autora, ya al final del libro: “Hermana, cada día regala su momentánea eternidad, su peligrosa complacencia./Ven, mi amada,/es ahora cuando estarás conmigo para siempre”.
Obra de Edward Hopper
La eternidad se hace de minutos. “Bajo las escaleras-dice Ricas-y salgo a este Hopper después de haber escrito que una juntura separada resulta imposible de unir. ¡Y aún sigo viva!”. Ese Hopper puede ser la existencia plagada de veranos y de calles con El Greco en sus muros, del cauce del río soberano dividiendo Toledo entre torres y cigarrales y de los pasos de turistas haciendo fotografías de San Juan de los Reyes pero es, también, el recuerdo, la presencia de lo añorado, de lo siempre amado, como si algo nos invitara a regresar al cuadro del que hemos salido y permanecer entre los cuatro ángulos de la antigua dicha, junto a enamorados mirándose a los ojos o subiendo las cuestas cogidos de la mano.
Del cuadro “Habitaciones junto al mar” donde “Casi puede olerse el aire de la sal. (y)Adivinamos una estancia y delante vemos la maravilla de una puerta blanca abierta por encima del agua”, la autora extrae sus consecuencias íntimas: “¿Recuerdas/qué éramos eternos el día/de los tobillos en el mar?/Sólo nosotros divisábamos/cómo llegaban/y nos favorecían/y su olor en la piel estaba/de nuestra parte”. Es como construir un presente continuo en el que, como en París, toda sea posible, desde el amor al hambre, desde el cansancio al momento fugaz del deseo satisfecho. Si nos situamos ante la frialdad geométrica de los cuadros de Giorgio de Chirico, ante el relumbrón distorsionado de Francis Bacon o frente a las “Ciento cincuenta Marilys multicolores” o las “Sombras” casi tenebrosas del negociante Andy Warhol disfrutaremos de diferentes concepciones del arte, de diversas intensidades de la misma emoción. Lo mismo nos ofrece María Antonia Ricas en este precioso poemario, experimento de la palabra hecha ilusión como cuando escribe “Ella está contenida/en el último peldaño antes de la acera./¿Y si no se sumergiera en el resplandor/de la mañana, ahí quieta, sin avanzar,/sin mover el pie al otro escalón, que la ignoren,/da igual?”, refiriéndose a “Verano” el cuadro de Hopper, en el que “La chica joven baja las escaleras de la entrada”.
Presentando el libro
El mundo de ennoblece con la voz de los poetas, aunque los editores sólo vean en los versos un motivo para engordar su cuenta de resultados y no para permitir a los lectores vivir los mundos de la imaginación con su propia alegría. Del cuadro “Mediodía”, esa casa frente al mar y esa mujer con una bata azulada, se desprenden unos versos cuantiosos, armónicos, musicales: “Dentro, sobre la mesa/duerme una caracola/de Georgia O´Keeffe./Ella sale ahora, está en la puerta de la casa;/sale casi vestida en el umbral, calzada,/memoriza un eco, una pérdida./¿Y si se arrancase/el recuerdo,/ese molusco flameando/en la caracola?/¿Y si delgada y alta/corriera al mediodía hasta el agua/para encontrar/la boca que miente otra vez,/y así se ahogara/en la placentera espiral de su mentira?”.
Como un bálsamo la palabra recrea esa posibilidad de abandonar un entorno mágico y vivir una realidad sorprendida, lo mismo que sucede con la expectante “Liebre” de Juan Gris bajo la cometa iridiscente antes de sentirnos atrapados por las arañas gigantes de la neurótica Louise Bourgeois. Con este libro aprenderemos a conocer los mundos de la sensibilidad tras haber degustado el valor, a veces apasionado, de la inspiración. Seguramente la poesía sigue siendo algo vivo, donde respirar con la sensación de descubrir los minutos de sosiego, acaso, perdidos.
Obra de Edward Hopper
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