LONDRES Y SÁNDOR MÁRAI. ENSAYO DE ENRIQUE VILORIA

 

 

1 El escritor Sándor Márai

 El escritor Sándor Márai

Crear en Salamanca tiene a bien publicar este ensayo de Enrique Viloria Vera (Caracas, 1950). Viloria posee una maestría del Instituto Internacional de Administración Pública (París, 1972) y un doctorado en Derecho de la Universidad de París (1979). Hace dos años se jubiló como profesor de la Universidad Metropolitana, donde desempeñó los cargos de Decano de Economía y Ciencias Sociales, y Decano de Estudios de Postgrado, así como el de Director fundador del Centro de Estudios Latinoamericanos “Arturo Uslar Pietri”. Ha sido profesor invitado por las Universidades de Oxford, St. Antony’s College, Cátedra Andrés Bello, (Inglaterra 1990-1991) y por la Universidad de Laval (Canadá 2002). Es autor y coautor de más de cien libros sobre temas diversos: gerencia, administración pública, ciencias políticas, poesía, artes visuales y humorismo. Su obra escrita ha sido distinguida con el Premio de la Academia Venezolana de Ciencias Políticas y Sociales, y con Menciones de Honor en el Premio Municipal de Literatura (Mención Poesía) de Caracas y en la Bienal Augusto Padrón del Estado Aragua. Recibió la Orden Andrés Bello (Banda de Honor) y el Gran Cordón de la Ciudad de Caracas. En 1998, la Universidad Metropolitana le otorgó el Premio al Mérito Académico en el área de Ciencias Políticas, Sociales y Administrativas. Vive en Salamanca desde hace un año, ciudad a la que está vinculada desde 2002 por invitaciones de la Universidad de Salamanca. Su libro, “Poemas salmantinos”, se presentó el día 25 de octubre, en el Centro de Estudios Brasileños de la Universidad de Salamanca y dentro de los actos del XX Encuentro de Poetas Iberoamericanos

 

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LONDRES Y SÁNDOR MÁRAI

 

 

                                                          Se aburrían con tanto empeño, conciencia, preparación

y dedicación como si el aburrimiento fuese la ocupación

nacional más importante (…) Se aburrían como unas 

fieras nobles en sus jaulas. A veces me daban miedo.

 

Sandor Márai

 

 

Resulta un tanto paradójico que un literato húngaro, cuyo nombre original es Sándor Grosschmid, sea uno de los escritores que mejor precise la personalidad de una ciudad fastuosa, imponente, imperial, como Londres (la Londinium de los romanos) y revele, a la vez, la huidiza, la esquiva, la evasiva, la solapada personalidad de los manifiestos súbditos de una indiscutida Majestad, La Reina, en permanente y demandada salvación divina.

 

Ese húngaro universal, mejor conocido como Sándor Márai, en su ya celebérrimo libro Confesiones de un burgués, realiza una profunda endoscopia de diversos temas íntimos que lo conducen a otros indiscutiblemente urbanos donde se explaya una aguda y penetrante apreciación de ciertas ciudades y sus gentes, y en especial, de Londres y  sus habitantes.

 

De entrada,  el escritor nos refiere una de sus frecuentes y antigregarias andanzas por la capital brumosa, húmeda y umbría, y recuerda su insulsa cena en algún desolado restaurante italiano o español del Soho, en el que se sentía un desterrado, y evocativo,  rememora, “mis paseos nocturnos de cuatro o cinco horas por la ciudad, desde Picadilly hasta donde me alojaba, en un barrio en Kensington Sur; esos paseos solitarios por las calles oscuras, dormidas, extrañas de Londres eran una cura balsámica para mí”, puesto que “en ningún otro lugar del mundo se respeta tanto la extraterritorialidad de la vida privada como en Inglaterra, y tampoco en ningún lugar se la pisotea con tanta crueldad si llega el caso”.

 

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Es que Londres ha sido siempre así: indolente y vengativa, aséptica y destripadora, sangrienta y lejana – tal como su famosa e indiferente Torre, que en sus civiles celdas, “frías y desconsoladas”, acogió, entre tantos otros sentenciados y decapitados, al Santo Moro de la Utopía, por no querer apadrinar complicidades extramaritales en lechos del soberano –  cauta y charlatana, católica y anglicana, silente y chismosa, indiferente y fisgona; así es de contradictoria la ciudad y, en especial, sus pobladores, esos inmutables y entrometidos habitantes que iluminan, a medias y deliberadamente, la intimidad de sus estancias victorianas a fin de que el reflejo de quinqués y lámparas no devele la oportuna presencia de un fiel súbdito de Su Majestad invariablemente asomado, en insustituible vigilancia comunal, a la ventana de una de esas casas angostas y de ladrillos semejantes – “¡Ay, de esas calles desérticas, repletas de casas iguales!”- protagonistas todos, vecinos, moradas y espiados, de aterradoras ficciones de secretas criptas, de espeluznantes narraciones de ultratumba, y, más recientemente, de increíbles ataques terroristas realizados por ortodoxos militantes  religiosos contra sus propios conurbanos quienes, confiados e incautos, comparten con ellos, la plácida vecindad de parques, la insustituible neblina y las jarras de negra cerveza que hacen posible los interminables domingos que se parecen a cualquier otro día del monótono calendario británico.

 

 “Londres nunca tiene prisa” (…) “Londres es siempre silencioso, incluso en hora punta”, confirma el siempre agitado y ruidoso Márai, de allí la imperiosa necesidad que experimentan sus ciudadanos por disfrutar, en inusitado frenesí, la incierta barahúnda, el libertinaje, de los exaltadas capitales del continente: “cuando conseguían dinero, cuando les sobraba una sola libra, cuando disponían de una sola hora libre, corrían hacia el continente o hacia el vasto mundo porque no aguantaban la vida en casa”, o también el irrefrenable requerimiento de escuchar – a lo lejos, en correctas habitaciones de cáusticos hoteles de veraneo – el batir furioso de las olas blancas e inclementes contra unos riscos huraños, afilados y feroces.

 

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En fin, Márai resalta el incomprensible hábito del londinense de pasear su constitutivo aburrimiento por otras latitudes – foráneas o locales – para ejecutar, previsibles, impasibles y axiomáticos, lo cotidianamente repetido y consabido: “Se pasaban el día en el vestíbulo, jugando al solitario o sentados allí en silencio, iban a jugar al golf, hablaban de lo ocurrido en sus partidas (…) Estaban meses así (…) sin hacer nada, sumidos en una actitud de constante espera, con un libro en la mano y una mirada fría e inocente en los ojos, una mirada inabordable que no preguntaba nada ni respondía a nada, una mirada de las que suelen molestar (…) y pensaba que había algo más de la vida, de los negocios y del amor, algo más preciso y más seguro que aquellos ciudadanos amaestrados. Atemorizados por sus propias dudas…” 

 

Londres huele a moho implacable, a humedad guardada, a niebla embotellada. Durante el gris año londinense aparece, una que otra vez en el británico horizonte, un sol invisible, lánguido y timorato, que a pesar de los entusiastas comentarios de sus habitantes, difícilmente se divisa por encima de la torre disciplinaria, de basílicas y abadías, del parlamento bicameral o del palacio regio, y, menos, más allá de puentes levadizos a medio entrever que, húmedos y taciturnos, conectan las fangosas orillas de un río que circula, fantasmal y sin agites, para darle nombre a localidades diversas (on Themes)  que, en medio de la bruma, se hacen manifiestas y pronunciables, en la medida en que el Támesis las baña y las precisa para que sean discretas paradas de bostezosos trenes, pontones y autobuses que transportan, puntuales y exactos, al decir de Marái: “auténticos caballeros: viajeros – caballeros – maquinistas y pinches de cocina – caballeros. Eran caballeros de una forma incomprensible, eran diferentes, sus nervios interpretaban de otra manera cada palabra pronunciada, necesitaban más tiempo para dilucidar cada concepto, para analizarlo y, en efecto, respondían cuando el que había preguntado ya tenía olvidado el problema.” En efecto, de acuerdo con el escritor: “en Londres el mozo de la tienda de ultramar es capaz de andar y llevar el paquete con el pedido con la misma dignidad con que camina un señor mayor, rico y pudiente cuando va de paseo”. 

 

Uno sabe cuando se arriba a Londres, la ciudad se hace instantáneamente presente en  platos, ceniceros y copas; los sabores conocidos y los acostumbrados olores de casa,  los insustituibles de la patria chica, van cambiando de intensidad, aroma y textura. Nuestro húngaro cosmopolita así lo huele, prueba y cata, para describirlo impecablemente en uno se sus regulares viajes desde Dieppe a Londres, cuando al dejar atrás la costa normanda y acercarse a la inglesa, a bordo, percibe , comenta y diferencia: “los viajeros empezaban a comer como en casa, a alimentarse con el gusto del cordero en salsa de menta; el olor a grasa animal envolvía al restaurante, el pan era insípido y seco, y el vino, malo y caro; ya estábamos en Inglaterra: Los viajeros miraban de otra forma, hablaban más bajo, los camareros atendían de otra manera (…) los clientes pedían el menú de una forma diferente, menos confidencial y franca pero más humana. El aire se llenaba del olor dulzón del tabaco inglés, el aroma del té se volvía embriagador.”

 

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Londres y libertad parecen ser, en apariencia, sinónimos: la cuna del liberalismo, del culto al libre albedrío, a la iniciativa individual es descifrada por un escritor que ya presentía, en sus intuitivos adentros, las negaciones, limitaciones e imposiciones que suponen los autoritarismos impuestos o consentidos, las autocracias de uno u otro signo, de izquierdas o de derechas, concebidas para conculcar lo más preciado del hombre mismo: su inalienable libertad.

 

Paradójico de nuevo, Marái reflexiona sobre la vida en la ciudad prototipo de independencias personales, el territorio privilegiado de una civilización paradigmática, correcta, ideal, que parece contradictoriamente ser víctima de su propia perfección, de una libertad que tarde o temprano, hélas, se asimila con el aislamiento y la soledad, por eso, sus libertarios habitantes: “…corrían al continente en busca de sol, de la sonrisa, de la libertad de vida individual, no del todo pulcra, que no se atrevían a aprovechar estando en casa, en esa isla tan disciplinada y tan limpia, tan condicionada por las opiniones de la gente y por el terror anímico…, porque la falta de libertad hace a veces la vida insoportable incluso a los ingleses (…) porque eran el pueblo más libre de todos; habían comprado su libertad con dinero contante y sonante, en cada ocasión, a sus reyes lujuriosos, sedientos de sangre, mujeriegos y asesinos; la City había pagado los bills y las chartas, había comprado la libertad para sus ciudadanos y ellos, en plena posesión de sus derechos, habían creado el modelo de la sociedad civilizada; sólo que no se sentían bien de forma continua y automática en esa civilización modélica, tan patentada….” 

 

Puede entonces uno comprender la esencia dual de una ciudad, la paradoja de sus gentes que van y vienen, sin nunca querer de verdad irse, partir del todo, emigrar para siempre, porque como bien lo aprecia Sándor Márai, los correctos londinenses, luego de lúdicas andanzas y opíparas comilonas continentales:

 

 “Regresaban de sus excursiones callados, llenos de remordimientos y con un brillo taimado en los ojos, y bajaban la vista al suelo al pisar la tierra de la isla, a su casa, a su home y seguían viviendo y creando allí, en su civilización estéril, de alto rango por la que todos ellos habrían muerto a gusto, pero no soportaban el aburrimiento de tanta disciplina”. 

 

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