El escritor Italo Calvino
Crear en Salamanca se complace en publicar este Tríptico escrito por el polígrafo Enrique Viloria Vera (Caracas, 1950), especialmente vinculado a nuestra ciudad por su pertenencia al Centro de Estudios Ibéricos y Americanos de Salamanca (CEIAS). Hace años también fue columnista del periódico Tribuna de Salamanca y ahora lo es del diario digital SALAMANCArtv AL DÍA. Viloria es abogado, poeta, crítico de arte, ensayista de temas económicos o literarios… Posee una maestría del Instituto Internacional de Administración Pública (Paris, 1972) y un doctorado en Derecho de la Universidad de Paris (1979). Hasta hace dos años fue profesor titular de la Universidad Metropolitana, donde desempeñó los cargos de Decano de Economía y Ciencias Sociales, y Decano de Estudios de Postgrado, así como el de Director fundador del Centro de Estudios Latinoamericanos “Arturo Uslar Pietri”. Ha sido profesor invitado por las Universidades de Oxford, St. Antony’s College, Cátedra Andrés Bello, (Inglaterra 1990-1991) y por la Universidad de Laval (Canadá 2002). Es autor de más de cien libros.
LAS CIUDADES INVISIBLES DE ITALO CALVINO
Es el momento desesperado en que
se descubre que ese imperio que nos
había parecido la suma de todas las
maravillas es una destrucción sin fin ni forma
Italo Calvino
Un imperio da para todo, puede ser la base de lo real y la posibilidad de la ficción, la certeza de lo constatable o la creencia en lo que eventualmente puede existir; es posible que no se tenga la capacidad para recorrerlo de un extremo a otro y que sus gobernantes deban conformarse con lo visto por otros ojos, con lo concebido por una imaginación ajena. Esto es justamente lo que, en la novela Las Ciudades Invisibles de Italo Calvino, le sucede a Kublai Kan, el Gran Kan, quien debe creer o no creer “todo lo que le dice Marco Polo cuando le describe las ciudades que ha visitado en sus embajadas”.
Las Ciudades Invisibles es una apuesta por lo que puede ser, la complicidad de un Emperador agotado con un viajero experimentado que mezcla la realidad con la fantasía para crear parajes imposibles, urbes soñadas, ciudades construidas exclusivamente por la ensoñación, incapaces de ser retratadas, planificadas, medidas, censadas, porque son pura ficción, entelequias de un espíritu libertario que a lo largo de sus correrías por mundos desconocidos, se imaginó lo que no podía ser para otorgarle rasgos y señas, y entretener al Gran Kan, reconociendo que “en la vida de los emperadores hay un momento que se sucede al orgullo por la amplitud desmesurada de los territorios que hemos conquistado, a la melancolía y al alivio de saber que pronto renunciaremos a conocerlos y comprenderlos”.
De la mano del viajero, el Kan se traslada a un conjunto de bellas e imposibles ciudades que dotadas de nombres bizarros poseen características inéditas y poco creíbles. Así tenemos a Diomira, “ciudad con sesenta cúpulas de plata, estatuas de bronce de todos los dioses, calles pavimentadas de estaño, un teatro de cristal, un gallo de oro que canta todas las mañanas sobre una torre”. Igualmente, en ese viaje imaginario podríamos escuchar a Marco Polo decirle al Emperador: “inútilmente, magnánimo Kublai, intentaré describirte la ciudad de Zaira de los altos bastiones. Podría decirte de cuántos peldaños son sus calles en escalera, de qué tipo los arcos de sus portales, qué chapas de zinc cubren los techos; pero sé ya que sería como no decirte nada. No está hecha de esto la ciudad, sino de relaciones entre las medidas de su espacio y los acontecimientos de su pasado”.
Si de matrimonios y dotes se trata, si queremos conocer regalos inconcebibles, presentes sin parangón, en ocasión de las bodas de los descendientes de sus fundadores, debemos visitar la ciudad de Dorotea, donde las muchachas casaderas se comprometen con jóvenes de otros barrios “y las familias se intercambian las mercancías de las que cada una tiene la exclusividad: bergamotas, huevas de esturión, astrolabios, amatistas” o hacer cálculos con base en datos exclusivos para saber todo lo que se quiera saber de la ciudad, de su pasado, su presente o de su mismo futuro.
Ciertamente existen también ciudades inolvidables que se le meten en el corazón y en la memoria al hombre, haciéndose indelebles, imposibles de borrar, permanentemente recordadas sin ninguna posibilidad de olvido; eso ocurre con Zora que tiene “la propiedad de permanecer en la memoria punto por punto …el hombre que sabe de memoria cómo es Zora, cuando no puede dormir imagina que camina por sus calles y recuerda el orden en que se suceden el reloj de cobre, el toldo a rayas del peluquero, la fuente de los nueve surtidores, la torre de vidrio del astrónomo, el puesto del vendedor de sandías, el café de la esquina, el atajo que va al puerto”.
Despina, por su parte, es una ciudad dual, engañosa, hipócrita, que encuentra vigencia en una permanente duplicidad, ofreciendo diferentes rostros, según se llegue a ella en barco o en camello. El marinero que viene en barco “distingue la forma de una giba de camello, de una silla de montar bordada de flecos brillantes entre dos gibas, sabe que es una ciudad, pero la piensa como un camello de cuyas albardas cuelgan odres y alforjas de frutas confitadas, vino de dátiles, hojas de tabaco”. Sin embargo, al camellero que se acerca a la ciudad cabalgando en su bestia, Despina se le aparece “como una nave que lo saque del desierto, un velero que esté por partir, con el viento que ya hincha las velas todavía sin desatar, o un vapor con la cadena vibrando en la carena de hierro”.
Hay ciudades que son lo que fueron, que se alimentan del pasado, convirtiéndolo contradictoriamente en presente e inexplicablemente en perspectiva, eso ocurre con Maurilia, donde se invita al viajero a visitar la ciudad mediante la detenida observación de viejas tarjetas postales que la representan como era y cómo va a ser. Estas ciudades sin presente conviven en el relato de Marco Polo con otras contradictorias e incomprensibles como la ciudad de Zenobia, que “aunque situada en terreno seco, se levanta sobre altísimos pilotes, y las casas son de bambú y de zinc, con muchas galerías y balcones a distinta altura, sobre zancos que se superponen unos sobre otros”.
Para sorpresa de Kublai Kan, el infatigable viajero le relató también la existencia de una peculiar ciudad que convirtió elementos de sus edificios en el eje fundamental de las construcciones que la definen. Armilla es así, no se sabe si incompleta, demolida, hechizada o construida de esa forma por el capricho de un Dios travieso o de un arquitecto insomne. Lo singular de esta ciudad es que “no tiene paredes, ni techos, ni pavimentos: no tiene nada que la haga parecer una ciudad, excepto las cañerías del agua, que suben verticales donde deberían estar las casas y se ramifican donde deberían estar los pisos: duchas, sifones, rebosaderos”,
El Gran Kan supo también por boca de Marco Polo de la existencia de ciudades incompletas que, como sí compartiesen también la maldición de Sísifo, tampoco alcanzan nunca a completarse. Tal es el caso de Sofronia, ciudad compuesta de dos medias ciudades, con la particularidad de que “una de las medias ciudades está fija, la otra es provisional y cuando su tiempo de estadía ha terminado; la desclavan, la desmontan y se la llevan para trasplantarla en otra media ciudad”.
Nada que decir de Aglaura, fuera de las cosas que sus ciudadanos repiten desde siempre: “una serie de virtudes proverbiales, otros tantos proverbiales defectos, alguna rareza, algún puntilloso homenaje a las reglas”, y mucho menos de Eutropia que es la ciudad de las ciudades, donde éstas se desparraman en un amplísimo altiplano, con la particularidad de que “una sola está habitada, las otras vacías; y esto ocurre por turno”.
Ciudades invisibles, imposibles, que existen únicamente en la imaginación de aquél que se fatigó de mucho ver, cuyos ojos ahora se dirigen hacia adentro, para narrar fábulas que otros hombres, hastiados de tanto poder, de tanta rutina, reciben con el mismo entusiasmo con que los niños escuchan sus historias favoritas antes de que el hada madrina los transporte a esos parajes donde habita el reposo y la quietud.
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