Publicamos gustosos este ensayo enviado por Álvaro Mata Guillé (San José, C.R. 1965). Poeta, narrador, ensayista, dramaturgo, director de teatro y de la revista cultural Locutorio, y la editorial Aire en el agua editores; subdirector del Laboratorio del cuerpo en escena, del grupo Baco teatro-danza, en Costa Rica, con los que llevó a escena varias obras. Fue jefe de redacción de la revista K de México, director del Instituto de Creación Poética con sede en la Casa de Refugio, de la ciudad de México DF.
Tiene varios libros publicados y participó de numerosas antologías, entre ella “Habitación de Olvidos (Salamanca, 2007), antología del X Encuentro de Poetas Iberoamericanos en homenaje a Álvaro Alves de Faria, poeta brasileño. Este ensayo apareció en su blog “Búsqueda sin término”, que mantiene en la revista “Variopinto”, de México.
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Las antiguas civilizaciones hacían posible la presencia del recuerdo a través de sus celebraciones, desdoblándose entre el rito y la máscara, entre la fiesta, los mitos, lo sagrado, reencontrando las explicaciones que daban cuenta de lo que éramos, que junto a la animalidad transformándose en cultura, estructuraban el orden de los significados, el saber que enfrentado al límite transcurre entre vida y muerte.
La poesía –la danza, el teatro– inmersos en las celebraciones siendo en sí mismas conmemoración, nacen ahí, entre el desdoblarse de la quietud, el misterio y la exaltación -la imagen, la necesidad, el entresueño-, en el grito que rompe el silencio y con su proximidad nos hace recordar, recobrando las voces de los ancestros que se reflejan en las representaciones, en nuestra propia voz desdibujada en lo otro procurando decirse en el lenguaje, diluyéndose en el tiempo.
Reencuentro de dos caras que se adhieren a lo mismo: el recuerdo y la animalidad enfrentados a lo incierto, a las pautas que acompasan la percepción de nuestro estar en el entorno y el no saber, permitiéndonos, no sólo reencontrarnos con lo qué fuimos en función de lo que somos, sino también su revisión –su crítica–, pues al develar los secretos de nuestro rostro convertido en despojo, en ese lugar del festejo ritual que se prologa como resonancia a través de la poesía, la danza o el teatro, la fiesta o el carnaval, retornamos a los inicios y al hacerlo destruimos el lenguaje internándonos nuevamente en el silencio, es decir, en el no-lenguaje, en la desnudez que sobrevive al entorno buscándose a sí misma en la oquedad, en el sin sentido mezclado a lo plural, en la primariedad que subyace recubierta de signos que al reaparecer, con su vitalidad convertida en escritura, traspasa mandatos, sobrepasa moral y convenciones, confronta censuras y miedos, vislumbrando los recovecos del allá que al volver al aquí se transforma otra vez en lenguaje, en significados que dan paso a otros significados, a otro titubeo, a otro lugar, a otro tiempo.
De esta manera, los cantos del Gilgamesh rememorando el diluvio en busca de lo eterno; las epopeyas de Homero que recopilan las narraciones de lo cotidiano gobernado por los oráculos; los relatos indígenas que cuentan que el sol devorado por la luna se transfiguró en serpiente y que había un lago espejeando en el humo, poseído por el viento, no hacían más que recoger las iniciales explicaciones de un largo camino de indagación, haciendo de las experiencias signos que intentaban explicar tanto a lo otro como a nosotros, reencontrándonos con lo transitorio, con nosotros en el misterio confundidos con la niebla, alejándonos de ella envueltos en los deletreos que revelan el color de las cosas. El conocimiento era conmemoración, ceremonia, remembranza, un regresar que nos conciliaba con el destino intentando escapar del olvido, de la penumbra.
Confundidos con las voces de la selva, el escarceo del mar o los espejismos de la arena en el desierto, asumíamos el paso del tiempo transformando las cosas en signos: conocer implicaba acercarnos a nosotros proyectados en lo otro, permitiéndonos leer y leernos, transfigurándonos en sentidos, en nombres, en razones, en la naturaleza que se explica a sí misma percibiéndose, en el cuerpo necesitado del otro que se busca reencontrándose en el lenguaje, en la oscuridad de los signos, en su no saber mezclado a la lluvia haciendo de la sensación pregunta.
La relación entre poesía y sociedad es estrecha, al mencionarla, hago referencia a una condición de la existencia, una condición fundacional con la que principian los vínculos y se propicia el convivir, obligándonos, para que esto sea así, a construir un lenguaje que establezca no sólo nuestras impresiones impregnadas de cuerpo, sino los parámetros que posibiliten coexistir, que nace, para que tenga algún sentido, de nuestra emocionalidad vinculada a nosotros mismos y al otro.
Convivir –emerge, principia, surge- del canto que vuelve al origen reencontrándose con lo incierto, en la soledad del animal interrumpida por el gemir del otro que al conmoverlo humedece su piel, lo posee; se reencuentran en lo ausente, en el deseo que al percibirse distingue su proximidad dibujado en su no ser.
Condición necesaria del convivir, del lenguaje, es decir, del reencuentro, sobre todo para estos días poblados de exceso y padecimiento, de muertes por doquier y cuerpos que pululan sin alma, imbuidos de más cosas, banalidad y resentimiento, de utilitarismo y unilateralidad, sin poder resolver las preguntas que aparecen y debemos hacernos, que se refieren al sentido de las cosas, al sentido del nosotros, al por qué permanecer o seguir y cómo, asumidos en el misterio que nos embarga, que se dirige de nuevo a la niebla, sabiéndonos, como escribía Píndaro, el sueño de una sombra, el canto que expresa su soledad necesitada de otro, en el teatro, la poesía o la danza, lugares que nos hace, sólo ahí, reencontrarnos.
Lectura de poemas en Salamanca
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