«Crear en Salamanca» se siente privilegiada de poder ofrecer a sus lectores Este artículo de Charo Alonso: LA PIEDRA VIVA», que nos acerca al arte menos conocido de la ciudad de Salamanca
La escritora Charo Alonso ( Fotografía de Carmen Borrego)
Charo Alonso es Doctora por la Universidad de Salamanca, profesora de lengua castellana y Literatura, en el Instituto de Enseñanza Secundaria «Mateo Hernández», estudiosa del género testimonial que aúna periodismo, literatura e historia, la tarea académica de Charo Alonso se ha dedicado a la escritura de Elena Poniatowska con numerosos textos críticos y al teatro sin límites del veracruzano Hugo Argüelles con el ensayo Hugo Argüelles, el teatro de la identidad (Editorial Escenología, México, 2003).
Entregada a la docencia y al periodismo en su Salamanca letrada, no pudo sustraerse al mandato de Basilio Martín Patino de estudiar a la dama modernista Inés Luna con la biografía novelada Dama Luna (Diputación de Salamanca, 2015), ni al pespunte amoroso y admirado por los personajes de su tierra a través de las entrevistas publicadas en el periódico Salamancartv al Día, donde hilvana todos los martes una columna bajo el título: El patio de mi casa.
El artículo va acompañado de fotos de José Amador Martín.
LA PIEDRA VIVA
La calle peatonal vibra de pasos a lo largo del día, vida que desciende hacia el centro palpitante de la ciudad provinciana siempre ebria de gente. Y esa vida transcurre por el pasillo de los edificios señoriales de arenisca que se dora al sol, las tiendas con solera de toda la vida con sus luces que iluminan la noche, negocios de siempre por los que baja el río de gente en dirección a la plaza. Ritmo cotidiano, empaque de latido regio en oficina, casa y alquiler privilegiados. La mirada en estas calles, acostumbrada a la belleza y al señorío de la arquitectura que se eleva presta a seguir el flujo de las gentes y el paso hacia la plaza, se detiene en el escaparate de firmas encumbradas, calles privilegiadas que alzaron los arquitectos en esos años cincuenta en los que todo era posible, abandonado el tiempo de represalias, de hambre e incertidumbre. Al menos en este centro privilegiado de la ciudad, negocios nuevos y fortunas florecientes, había que mostrar el provenir y alzar los edificios de puntillas, atizar el fuego del comercio y del dinero que empieza a gastarse con la misma prisa con la que los paseantes bajan por la calle céntrica, por la calle a medio construir, privilegio de los reconocidos arquitectos que llegaban de Madrid a la ciudad provinciana, ciudad de pasos consabidos, de futuro esperanzado…
Tirar las viejas casas de dos plantas, mirador de hierro acristalado de costumbre, derruir las bardas de los conventos ajardinados, adecentar los solares abiertos a la barbarie. Hay un ordenado deseo de geometría, escuadra y cartabón, cuadrillas de albañiles y edificios que se levantan y hasta La Unión y el Fénix aseguran el empaque de estas calles que quieren ser a la vez modernas y solariegas, blasonadas de novedad y de firma reconocida que para eso están los grandes arquitectos que trazan en sus estudios las líneas de lo nuevo y de lo bueno. Y lo bueno se alza hacia el cielo y deja atrás la casa solariega, la iglesita románica, el portal con sus pórticos y sus puertas carreteras… arriba, arriba y cierto racionalismo para abrir ventanas simétricas, altura de reloj y pizarra coronada.
Sin embargo, tuvo este tiempo un curioso mandato de la Escuela de Bellas Artes de San Fernando que inició el siglo con el consejo cierto de reflejar en la arquitectura lo propio de cada terreno. Y los grandes arquitectos no podían ser menos, a la ciudad del plateresco le cabía el neo de un renacimiento historicista, de un regusto de lo eterno… y se sentó el artista a tirar las líneas rectas de la piedra arenisca, de los sillares ordenados con su fila de ventanas que no lucirían visillos ni tiestos ni ropa tendida. Edificios de empaque para mostrar el porvenir y, sin embargo, con el recado neoplateresco del airoso detalle que, de repente, se vuelve exceso travieso en la gubia y el cincel del cantero. Y la fauna y flora se adueñan de la racionalidad imperialista, de aquello en lo que la mirada no repara, absorta en el flujo de la gente, en el escaparate bien iluminado, en la luz de la calle que baja a la plaza soleada.
En la mesa de dibujo del arquitecto se cuela el detalle neoplateresco como una concesión al pasado artístico de la ciudad provinciana, al mandato de Bellas Artes con profusión medida de seres que toman las columnas, las cornisas, los frontones, habitando volutas, hornacinas, huecos… Seres entrelazados con la fronda quieta de hojas de acanto, guirnaldas, vasijas de las que sale la locura de imaginados seres a medio camino de lo humano y lo animal, cabezas de sorpresa. Era el deseo de volver a la gloria artística perdida a golpe de talla, pero lo que debía ser un gesto, un rasgo, un adorno, pincelada… se convierte ya en la tarea de cantero en un abigarrado mundo de grutescos, amontonada ornamentación que supera al arquitecto que quizás solo quiso heráldica, resto grecolatino, llamada a lo plateresco y no tanto abigarrada, profusa confusión de seres del averno.
En la Domus Aurea de Nerón, escondida como gruta, los seres de la imaginación bailaron su danza grotesca, decoración abigarrada, fruto de la fantasía donde se mezclaban locura y mitología… Orfebres de la piedra, los artistas platerescos del XVI añadieron seres nuevos al bestiario romano y los arquitectos de los años cincuenta, en su esfuerzo por recuperar el renacimiento, no imaginaron que abrirían la puerta de la locura por la que entraron, a despecho de la racionalidad del edificio alto y señorial, los seres de la fantasía, los abigarrados mundos en la mueca de la sorpresa. Y aunque se alce en su altura geométrica de ventanas perfectas, el edificio austero de planta noble, serio y señorial que quiso el arquitecto con detalle de pasado juego, la mirada encuentra un friso de locura desbordada, un quiebro enloquecido a despecho de la racionalidad, trazo sereno.
Es el triunfo del horror vacui el de la columna que se retuerce con una fila de seres que se deslizan hacia arriba, desnudos y reptilianos, juego anatómico que compite con las desorbitadas cabezas de largas colas, metamorfosis animada de hombre y pez, de titán que sostiene el peso del dintel de la ventana, esforzados seres convertidos en la curva del tejido, enmarcados en él ¿Quién trazó su regia musculatura, atlantes del plano, sustentadores de la arquitectura? Es posible que fuera el artífice en su estudio quien dibujó puttis alados, cabezas de niños con aire renacentista, grecolatino intento de recuperar la grandeza de un tiempo glorioso de águilas en el interior del frontón de cornucopias, escudos, heráldica para blasonar un tiempo sin gloriosas batallas, quimeras a los pies de los leones… y sin embargo, probablemente fuera luego el cantero el que talló a su manera las figuras de aire griego, pusiera la mano en el pecho generoso de la mujer que sostiene la cornucopia y lleva entre las piernas un animal de ambigua naturaleza ¡Solo su pie es delicado y su pierna hermosa y torneada! Y al otro lado de la puerta, el bufón nos hace señas montado sobre el león que tiene pezuñas, la pierna también desnuda, extraño y causa de risa con su seriedad impostada ¿Es la lucha entre el detalle del arquitecto y la descarada, abigarrada imaginación del cantero
Abajo en el paseo de la calle señorial, los transeúntes apenas levantan la vista al espacio donde se amontonan las tallas ocultas y sin embargo, a la vista de todos, que adornan los edificios aparentemente lisos y geométricos. Su seriedad es apariencia de sillar denso y geometría de ventanas porque en las oquedales del aparato arquitectónico se pelean las figuras amontonándose para asomarse al vacío de la calle: los cupidos se alzan sobre sus alas, abren la boca las figuras terimórficas, las quimeras quietas, los bosques pétreos, los atlantes que sostienen los dinteles y las volutas que sujetan las columnas. Todo se conjura para burlarse del plano del arquitecto, de la sobriedad debida… y sin embargo la calle sigue ajena a la belleza tallada, al cantero que se hizo eterno con su talla desprejuiciada, a la burla carnavalesca, a lo grotesco que se ríe de la armonía grecolatina, del detalle heráldico con ecos de Escorial y Garcilaso. Renaciente maravilla enzarzada cual zarcillos en los sillares de piedra. Broma tallada en la eternidad de la mueca del cantero, el goce de la risa, el juego de lo grotesco… y más abajo, el paso de la vida siempre apresurada hacia la plaza. Sin levantar la vista, ajena a la belleza del contrapunto pétreo. Detenida quietud de lo que es juego, mueca sobre el plano del arquitecto, capricho de lo eterno.
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