Se sienta en la cuneta y se descalza.
Con la uña más pequeña de su pie
rasca la tierra blanda y enmohecida
hasta arrancar un árbol de raíz.
Con un dedo invisible en su estatura,
remoto soberano primordial
empuja los nogales, los gomeros,
las hayas y los robles, los manzanos.
Después, bajo la lluvia, se arrepiente
mientras le late el pánico en la ropa.
El dedo mutilado es como el odio
del árbol mutilado, en la mujer
que se pinta en los labios treinta y dos
piezas dentales blancas, esmaltadas
con las que no morderse los pezones
ni llorar por los árboles caídos
y que suben despacio, en sus alvéolos,
como subió cada árbol a su copa.
Del tronco descuajado, vuelto torre
gemela de otras torres gemelas neoyorquinas
caen los pájaros muertos, las personas
como estorninos muertos, el ramaje
como chicharra muerta, los tablones
como féretros muertos para Irak.
La mujer entretanto se avergüenza,
guarda el dedo y su uña, sus dolores,
el esponjoso hueco de la encía
en que ató cada diente su raíz
y levantó una torre mineral.
A su lado, los árboles reposan
su tiempo de madera, griterío
de perros y de niños clausurados,
los brazos y las piernas como ramas
taladas con dolor contra la tierra.
Los animales huyen espantados.
Los ciervos se disculpan y no vienen.
A León Febres-Cordero
(de Atavío y puñal, en prensa)
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