El poeta colombiano Juan Mares (foto de Jacqueline Alencar)
Crear en Salamanca tiene la satisfacción de publicar el prólogo que Carmen Ruiz Barrionuevo, prestigiosa catedrática de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Salamanca, escribiera para acompañar al poemario ‘Memoria Lítica’ de Juan Mares (Guatapé, Antioquia, 1951. Seudónimo de Juan Carmelo Martínez Restrepo), licenciado en Español y Literatura por la Universidad de Antioquia. Desde 1968 vive en Apartadó, donde fue profesor y director de la Casa de la Cultura. También ha sido profesor de cátedra en la Universidad de Antioquía (Sede Urabá). Entre sus libros publicados están: Poteas y pirontes (1987); Voy a ver pantalla chica (1989); El árbol de la centuria (la ed. 1996, 2a ed. 2004, 3a ed. 2011, 4ª ed. 2016) y Ritmos del equilibrista (2011). Es coautor de Entre la savia y la sangre, recopilación poética de Apartadó (1996), Kalugrafías del instante (2009) y Hojas de caladio (2013). Ha participado en diversos encuentros literarios, como la Feria Internacional del Libro (Bogotá), el III Festival de Poesía Salvador Díaz Mirón (México, 2013), el Festival Internacional de Poesía de Medellín, Corporación Prometeo (2015) o el XVII, XIX y XXI Encuentro de Poetas Iberoamericanos (Salamanca, 2014, 2016 y 2018). Su poesía está incluida en cinco antologías iberoamericanas y nueve colombianas.
Portada del Memoria Lítica
El poemario ‘Memoria lítica’ ha sido publicado bajo el sello del Centro de Estudios Ibéricos y Americanos de Salamanca (Ceias) y se presentó en la Sala de la Palabra del Teatro Liceo el 15 de octubre, dentro de los actos del XXI Encuentro de Poetas Iberoamericanos. La presentación estuvo a cargo del escritor venezolano Enrique Viloria Vera.
Juan Mares y Carmen Ruiz Barrionuevo (foto de Jacqueline Alencar)
LA MEMORIA DE LA PIEDRA
EN LA POESÍA DE JUAN MARES
Los cuatro elementos se entrelazan al abrir el espacio de Memoria lítica del poeta colombiano Juan Mares. No importa que el fundamento de este libro sea, sobre todo, la piedra, porque la piedra es dadora y propiciadora de espacios y de vida. Las siete partes que lo constituyen testimonian la historia del mundo vinculada a la creación y lo pétreo como fundamento del hombre, partiendo de la contextura mineral misma que el poeta asedia en la amplia primera parte; son versos apasionados por el hallazgo que acaba reconociendo en ese elemento la base de la creación. Mares recuerda en la explicación previa que “Los alquimistas buscaban convertir todos los metales en oro: aquí todo se convierte en piedra”, porque es “la piedra que edifica y también la que alimenta y restaña las heridas del cuerpo y del alma”, para conectar el esperado parangón con el oficio poético: “Y es que la poesía no es. Está. No es para verla, es para sentirla y si la sientes te embriaga. Entonces, no hablemos de la poesía, sino de su embriaguez”.
Como es visible para el lector, ya en el comienzo de estos versos, el poeta busca el asentamiento de su poética en la metáfora misma que despliega en el libro: poesía, piedra, poesía, escritura. Por eso, en la construcción de sus páginas, las partes tercera, cuarta y quinta son cantos a la piedra, en tanto en cuanto tuvieron que ver con grandes figuras de la historia, que en el primer caso alcanzaron la altura mística; son efigies que se conciben como “piedra musical”, “piedra secreta”, ara y tabernáculo, o piedra mística y ardiente, que zumba y canta. Entre los varios personajes glosados en acertadas metáforas podemos encontrar a Francisco de Asís que es “piedra de oro nacarado”; a Teresa de Cepeda y Ahumada que es “encendida piedra”; a Fray Luis de León, “pétrea integridad”; también a Homero “piedra memorial”; Milton como “piedra sagrada de ónice” o Jorge Luis Borges, “negra turmalina, piedra del secreto”.
La gruta debajo del torreón, de Martín Chambi (Machu Picchu, 1928)
A ellos se suman los poetas humanos de la quinta parte, de los que glosa su obra, y entre los que se cuentan Fernando Pessoa, “piedra fuerte del oscuro pedernal de roca oculta”, César Vallejo, “Centinela de huesos de la noche”, los colombianos, Aurelio Arturo Martínez, Jaime Jaramillo Escobar, o también Alfredo Pérez Alencart “de amazónicos recuerdos de un Perú y un Brasil hermanados por la selva”. No olvida a los poetas malditos que se insertan en la sexta parte, Poe, Baudelaire, Verlaine, Lautréamont, Rimbaud, son, entre otros, objeto también de fascinante lectura; si Mallarmé realiza juegos con la piedra o con la roca, Artaud es “oscuro pedernal”, Porfirio Barba Jacob “Loco grito desperdigado por América” hasta llegar a Marta Quiñonez de Apartadó: “Tú, próxima a diamante, con tu latente sueño que siembra poemas”. Como vemos en esta mínima enumeración, el ejercicio poético se consolida en la sustantividad de la piedra que va diseñando distintas lecturas del arte y de la vida.
Desde su primer poema, el libro es un asedio y un ejercicio poético de ese elemento natural. El título de “La piedra espacial” cubre la primera parte conectando piedra y luz, sal y viento con todos los meteoros que propician la vida. La piedra es cambio rodante, deterioro continuo, por eso es inútil buscar en ella lo permanente, sino la conciencia de que “Somos piedra desgastada en el desierto: polvo de galaxia o de laniakea”, es decir un supercúmulo de galaxias. Mares va enumerando las varias modulaciones de la piedra astral, que procede de la piedra lunar, de los asteroides navegantes, de los aerolitos que engendran otras edades. La fascinación astronómica cubre estos versos en la primera parte representada en la lluvia de estrellas, y en las palabras astronómicas que evocan los espacios siderales, las rocas, las montañas, los huesos constitutivos de la tierra, piedras que forman el espinazo de las cordilleras. El mundo presenta su esqueleto, la piedra es cambiante. Por esa razón: “Me rebelo contra todo destino y permanencia, esencia soy de cambio y cambio”. Se advierte que en el relato de la vida humana la piedra es sustantiva desde el mundo prehistórico. Dólmenes y menhires dan testimonio de un pasado olvidado, (“La piedra canta las edades desde su vuelo entre tinieblas”) y el poeta mantiene su empeño en desempedrar y erigir una “lítica memoria del paisaje devastado: y aun así, entre peñascos, canta un pájaro a la canícula del alba”. La piedra eterniza y sufre el tiempo, y es también asiento de la belleza, como lo prueban las construcciones de estalactitas y estalagmitas que diseñan en las fascinantes grutas las estructuras del silencio, porque es “Herida piedra transparente en agua, cristal fragante polícromo y meteoro”.
Sacsayhuaman, de Martín Chambi
En esa dimensión imaginaria la piedra es fértil, no solo con la vida, sino como nexo con la palabra. En “Lapidación de la palabra” esclarece esta idea: “De ti son mi voz, mis huesos y mi sombra, rústica roca, arista de montaña”, y también recuerda que de piedra es el metate para moler la gramínea americana, y que de piedra también son los “Peñones de Antioquia”, claro homenaje a su paisano León de Greiff del que reproduce su barroca manera: ”Retahíla degreifiana a monumentos graníticos”, y continúa: “Degreiff facultativo en la palabra enhebrada de iracundia, de terso silabario de palabras tamborilas bolombólicas, aguzadas de sonidos percutores en la arisca geografía de las palabras hechas fuente de arenisca de recia roca”. Es muy visible que su poesía está relacionada con la universal geografía física, y la naturaleza pétrea del planeta, en una comunión con lo natural, de ello pueden ser símbolos las “Cavernas de Ajanta donde el cincel modeló la roca para la eterna memoria de los tiempos”, pero también su propia tierra.
El poeta venezolano Enrique Viloria Vera en su libro, Villas, pueblas y escritores (2017) ha destacado la gran relación que existe entre la naturaleza de su entorno y su poesía en la que “se adentra en los recuerdos y las evocaciones de tiempos pasados que no se han ido – “eso vieron mis ojos y sintió mi piel en la edad de los arroyuelos” -, a objeto de dejar constancia de emociones y querencias de un siglo que se le antoja vegetal”. Y ello referido a su propia tierra porque sus poemarios son para Viloria, “asimismo un compendio antropológico: la esencia de una comarca, su idiosincrasia”. Por eso menudean las cavernas y oquedades que, vinculadas a los hombres primitivos se extienden a paisajes americanos y europeos. En definitiva, Mares avanza en un mar de belleza pétrea que abarca desde la arena y la piedra común al polvo del fin de toda materia: “Solo polvo la tierra regurgita”.
Mares, Fernández Labrador, Viloria Vera y Alencart (foto de Jacqueline Alencar)
En este caminar por la piedra del mundo se contemplan todos los matices, desde la “Estela de polvo vivo, / paisaje del lunaterio” hasta la “Piedra versátil” que permite las grandes piezas escultóricas de Rodin, Miguel Ángel y tantos escultores celebrados. Ello no impide que la piedra esté relacionada con los cuatro elementos, es más, lo incrementa. Llega a decir: “Esta piedra es memoria del tiempo, es hipérbole y parábola, es metáfora que encierra encantamientos, es plegaria que encierra desventura, cascajo que rueda en la cantera, mole mamut del horizonte de mi infancia señalando profundo el infinito”. Y es que la piedra fue constitutiva en el pasado de otros elementos de la naturaleza en ese devenir que nada destruye, sino que se transforma:
Tú que fuiste árbol y soltaste hojas, flores y frutos y ahora carbón que arde, ceniza y humo.
Tú que fuiste pájaro y soltaste plumas de colores, cantos y vuelos silenciosos ahora sedimento, arena de tus huesos y abono orgánico a las plantas.
Tú que fuiste piedra y soltaste (antes de ser cemento) moho, helechos y musgos ahora solo polvo que se petrifica para seguir rodando con la esfera por el cosmos como piedra lanzada hacia el espacio.
Intihuatana o reloj solar, de Martín Chambi (Machu Picchu, 1928)
Cierra esta primera parte el poema “Piedras mágicas”, tentaciones y panaceas que el hombre ha descubierto y fantaseado en piedras como el ágata, la amazonita, la aguamarina, la amatista, entre las numerosas variedades de piedras preciosas que proponen un homenaje al mundo mineral hasta terminar en la turquesa y el zafiro.
El “Río de las palabras piedra”, título de la segunda parte, produce una conexión de lo pétreo con la palabra, con los afectos y el amor de ese “malabarista palabrero”, es decir, el poeta, al que el tiempo posee, que se fortalece en la memoria, y le es preciso nombrar y recordar. Es esta una parte más metapoética. “Poeta periférico” se confiesa y también insiste en que “Somos periféricos y triétnicos”. La historia familiar asoma tras la figura del padre, “una roca sagrada”, “jardinero y cultivador de mazorcas”, del que desarrolla un recuerdo: “Mi padre era un poeta que escribía / la alegría de las espigas ante el viento”. No se pierde sin embargo la homogeneidad de la temática, y la piedra sigue siendo destino del hombre, versos como “Un día me llamarán mis amigos / y no responderé” junto a poemas amorosos como “La dulce piedra de aquella vez” son significativos. Se retorna a la piedra, pero ya más en función humana: “Piedra de la razón y el juicio de la evidencia inalienable, algo así como saber que el agua calma la sed de los desiertos y el sol amaina las lluvias torrenciales con un arco de colores estelares”. La propiedad de la piedra como roca misteriosa que está tocada de eternidad es aquí visible, por eso no extraña que surja el poema dedicado a otra ciudad de piedra, “Salamanca, raíz de piedra y letra”, un recinto “para buscar o soñar la libertad y la justicia / Sobre cada piedra, erigiendo torre a torre, / se apunta cada instante al infinito”.
Fotografía de Martín Chambi
Termina el libro en el apartado siete con la sideral exaltación de la “Música de las esferas y polvo de estrellas”. Es una parte dedicada a la creación como misterio en una neta ambición cósmica, bien explícita en “La piedra del poema”. Es este un conjunto que termina en la evocación de Miguel de Cervantes a través de numerosos
poemas que constituyen un continuo homenaje, entre ellos incluso se conjuga el dedicado a “Pilar Fernández Labrador” o algunos ovillejos en los que se juega con la parodia y el reto divertido con el lenguaje. Curioso el final de este libro que combina esa mirada lúdica del Quijote con el diálogo entre una joven y un loco en la película La Strada de Fellini: “Porque si esta piedra no tiene un propósito, entonces nada tiene sentido. Ni las estrellas”.
Como se puede observar, la propuesta es totalmente seria, la piedra es aquí excusa para el ejercicio escritural pero también un gran símbolo para marcar la vida y el destino humanos.
La piedra de los doce ángulos, de Martín Chambi
Juan Mares y Pilar Fernández Labrador (foto de Jacqueline Alencar)
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