El poeta chileno Raúl Zurita en Salamanca (foto de Jacqueline Alencar, 2005)
Crear en Salamanca se complace en reproducir este ensayo escrito por el chileno Raúl Zurita, uno de los más destacados poetas en lengua castellana; posee la contundencia de quien no pide perdón ni permiso. Habiendo sufrido cárcel durante la dictadura de Pinochet, el trabajo verbal de Raúl Zurita no deja de cuestionarse el dolor y la muerte, en definitiva vecindad con la esperanza, la ternura. Recientemente el poeta estuvo en México como invitado en el cierre del XXIV Encuentro Internacional de Escritores, en la FIL de Monterrey. Allí leyó este ensayo y se pronunció por la poesía como acto supremo de resistencia, ante la ola represiva en su país. Agradecemos al poeta y al diario La Razón, por permitirnos difundir este texto.
LA DEMENCIAL APUESTA DE LA POESÍA
Helena: —Yo nunca estuve en Troya, era sólo mi sombra.
Menelao: —¿O sea que sólo por una sombra sufrimos tanto?
Es el epígrafe del poema Helena de Giorgos Seferis, sacado de la tragedia Helena de Eurípides, y es como si en la casi insoportable belleza de ese diálogo estuviera contenido el desencanto de la humanidad entera. Son millones de millones de parlamentos, de preguntas, de reproches: ¿O sea que sólo por una sombra sufrimos tanto? Es decir, ¿sólo por espejismos nos hemos hecho pedazos? ¿Por creencias todas igualmente falsas? ¿Por amores que jamás serían correspondidos? ¿Por playas que nunca existieron? Es una de las preguntas más sobrecogedoras jamás escritas: ¿O sea que sólo por una sombra sufrimos tanto? Y sin embargo nunca debió haber existido, nunca debieron ser escritas las Helena de Eurípides ni de Seferis, nunca debió existir la literatura. La tarea no era escribir poemas ni pintar cuadros; la tarea era hacer del mundo una obra de arte y los triturados escombros de esa tarea cubren el mundo como si fueran los cadáveres de una batalla cósmica que se ha perdido. Esos escombros son el arte posible: aquella infinidad de poemas, de sinfonías, de cuadros y frescos que repletan los muros y las bóvedas de los museos, las bibliotecas y librerías, las salas de conciertos, todo multiplicado hasta el infinito por la Red, y que incontables artistas, poetas, compositores, sobrevuelan como aves carroñeras recogiendo pedazos como si cada uno de esos restos no fuera el testimonio más indesmentible de una batalla innumerables veces perdida.
Porque incluso las circunstancias biográficas; el esfuerzo físico de Miguel Ángel esculpiendo el Moisés o de Dante concluyendo dos meses antes de morir el Paradiso, sólo nos informan de un punto blanco de la creación, del momento del encuentro, pero no dan cuenta de su sombra; de esa rectificación central de los datos que ejecuta el arte sobre la vida y que es exactamente lo que llamamos Dante, Shakespeare, Rimbaud, Whitman, Borges, Neruda. Hay algo entonces que sucede con la poesía y la totalidad del arte, algo que no ha sido aún formulado y que las hace profundamente refractarias al vicio de las interpretaciones. Paralelas al mundo, esas ruinas de ruinas que son los grandes poemas representan el último límite del lenguaje, no hay nada más allá, no son interpretables porque ellos en sí son la interpretación final, el último cabo de las palabras.
Raúl Zurita (foto de Jacqueline Alencar, 2005)
Imaginemos por un segundo todos esos restos que constituyen el arte, esa infinidad de poemas, de partituras, de cuadros, los frescos de la Sixtina, los murales del Hospicio Cabañas, el Guernica, arrumbados en una planicie interminable, y veremos que en su mudez infinita esas ruinas de ruinas nos emocionan no porque sean el recuento de nuestras vidas, sino porque son la cronografía sin tiempo de nuestras innumerables derrotas. En suma, nos emocionan, decía; el único diálogo que podemos establecer con lo que persistimos en llamar poesía es aquel que se establece, precisamente, a partir de la emoción y la inferencia (pero esa emoción y esa inferencia han levantado naciones, han creado pueblos, han anunciado los interminables Apocalipsis).
“Le ha correspondido a la poesía, a esos escombros de una derrota infinitas veces reiterada, recordar la monstruosa dimensión colectiva del mal y al mismo tiempo volver a hacer presente el hálito de un amor inextinguible”.
Es la misma emoción que nos arrasa al leer el poema de Seferis o Residencia en la tierra de Pablo Neruda y su impresionante comienzo: “Como cenizas, como mares poblándose” del poema “Galope muerto”. Esa emoción e inferencia son las que nos llevan de esos mares poblándose a la imagen de una playa inmemorial anclada en lo más indecible de lo humano, en que un ser aún sin nombre que en un instante, al ver las rompientes barrer una y otra vez la orilla desierta, comprende de golpe que ellas continuarán estando allí, levantándose y cayendo interminablemente, pero que hay un amanecer en que él ya no las verá y hace el más trascendental de los descubrimientos: descubre la muerte. Inmediatamente después descubre el lenguaje que es, antes que nada, el conjuro que los seres humanos lanzan frente al hecho absoluto, incomprensible, absolutamente angustiante de saber que vamos a morir. Y el primer conjuro que el lenguaje le arroja a la muerte es lo que llamamos poema. Ése es el hecho poético central: somos hijos de esa confrontación, somos hijos de la muerte y del poema. Tendida entonces entre la muerte y la vida, la poesía nos hace ver que en esa lucha titánica le ha correspondido a ella ser el registro vivo de esos conjuros y al mismo tiempo el rostro que frente a la posteridad ha tomado lo irreparable.
Me refiero entonces a un canto que es infinitamente superior a todos los cantos de La Ilíada y es que La Ilíada nunca hubiese existido porque eso significaría que los extremos de la violencia y de la locura de los que ese poema tuvo que dar cuenta nunca sucedieron. A diferencia de esas sombras que creen haberlos escrito, esos restos a menudo sobrecogedores que llamamos poemas no aspiran a la inmortalidad sino al olvido. No es el Non omnis moriar, No moriré del todo de la famosa Oda 30 del libro tercero de Horacio, sino el sueño de que absuelta finalmente de la condena de tener que testificar los actos humanos, la poesía, tal como la entendemos, se disuelva en un mundo que ya no la requiere porque cada segundo de la existencia ha pasado a ser un ac-to creativo. A esa distancia entonces que media entre el poema que escribo y el horizonte final de la vida misma como la más grande obra de arte es a lo que he llamado la adversidad.
Hablo así de esa resistencia instalada en el corazón de las cosas que nos impide la dicha y que, como un vaticinio o una constatación, parecía ya instalada en el primer verso del primer poema de una historia que también nos incluiría: “Cólera canta, oh diosa, la de Aquiles hijo de Peleo”. No dice “diosa, canta la belleza, el heroísmo, la compasión de Aquiles”. No; dice “canta la cólera”. Y la cólera es la cólera. Porque cómo se podría escribir algo así si no fuese porque es el correlato de una furia que no ha cesado ni un segundo. En este momento, en algún lugar, hay una ciudad que está siendo bombardeada, hay un barrio que está siendo arrasado, y es la permanente reiteración de esa violencia la que pareciera mostrarnos que no hemos salido de la época homérica. Todavía más, es como si cegados en un amanecer lleno de sangre, toda esa amalgama de tiempos contrapuestos, de visiones, de avances y oscuridades, que sin más llamamos antigüedad, medioevo, renacimiento, modernidad, no fuesen más que los retazos de un sueño repetido una y mil veces donde la vista de Troya y de su inminente destrucción, era también el anuncio de las infinidades de Troyas que aún le aguardaban al mundo. Detenidos frente a los muros de una misma ciudad desde hace tres mil años permanentemente sitiada y permanentemente destruida, la historia de la poesía es el gran catastro de la adversidad y de los incontables nombres que toman las desgracias: Helena, Menelao, Héctor, Andrómaca y las cenizas de sus palacios arrasados: Auschwitz, Hiroshima, Nagasaki, Bagdad, Gaza, Ayotzinapa.
Decía entonces que La Ilíada jamás debió ser escrita porque eso significaría que una ciudad no fue destruida, que ningún rey lloró pidiendo que le entreguen el cuerpo de su hijo. Pero Troya fue destruida y surgieron los Cantos para enumerar las desgracias y evitar que otros hombres cometieran las locuras y los crímenes que esos mismos cantos debieron narrar. Dos mil ochocientos años después ningún canto evitó que Hiroshima y Nagasaki fuesen arrasadas. Ése es el fracaso universal de la poesía. Lo que ese fracaso nos muestra es que todo asesinato es un genocidio y que en cada ser humano asesinado se asesina a la humanidad entera. Porque la pregunta crucial, jamás resuelta, que vuelven a plantear siempre los grandes poemas es: ¿si los seres humanos en su deseo de traer el Paraíso a este lado de la tierra fueron, con todo, capaces de pintar esos extremos de la delicadeza y la dulzura como lo son la Anunciación de Fra Angélico o la Mujer con calas [alcatraces] de Diego Rivera, por qué esos mismos seres humanos son capaces de torturar hasta lo inenarrable a otros seres humanos, de violarlos, de exterminarlos?
TODO DIALOGA CON TODO
El instante en que un ser humano pierde la vida como víctima de otros seres humanos borra las fronteras del pasado y del futuro para erigir el rostro más desolador de lo imprescriptible. No hay palabras para nombrar el horror absoluto, para dar cuenta del instante exacto en que un cuerpo torturado hasta hace un momento pasa a ser un desaparecido, no tenemos imágenes para fijar ese segundo infinitesimal en que alguien se convierte en sus despojos. Carecemos entonces de conceptos para imaginar qué preguntas, qué recuerdos son los que asaltan a alguien en ese extremo monstruoso en que está siendo muerto por otro. No existen esas palabras y sin embargo, precisamente por eso, porque no existen, debemos decirlas con más fuerza todavía, debemos gritarlas hasta rompernos la boca. Ése es el deber irrenunciable de la poesía: traer a este lado del mundo la porosidad terrible y despiadada de cada uno de esos instantes.
Expulsados del horizonte del lenguaje debemos, no obstante, erguirnos desde la impotencia de las mismas palabras y volver una y otra vez sobre ese extremo irrepresentable de la violencia y del crimen. Repletos de palabras inconclusas, de frases rotas a medio camino, de estrofas que no dicen lo que quisieron decir, desde las primeras epopeyas; el Mahabharata, ese poema inmenso de la India que jamás podré yo al menos leer completo, los poemas testamentarios, los cantos homéricos, la poesía náhuatl, hasta los últimos grandes poemas de nuestro tiempo que en medio del silencio con que son recibidos continúan escribiéndose, le ha correspondido a la poesía, es decir, a esos escombros de una derrota infinitas veces reiterada, recordar la monstruosa dimensión colectiva del mal y al mismo tiempo volver a hacer presente el hálito de una piedad y de un amor inextinguible instalado en cada átomo de la existencia, donde todo, desde las moléculas de polvo hasta los más lejanos universos, dialoga con todo y existe porque lo otro existe. Porque si la poesía es parte de los vestigios de un mundo permanentemente arrasado que quiso ser y que no fue, que quiso amar y no pudo, es también el monumental registro de la compasión, esa compasión infinita que también está en La Ilíada. Es el famoso pasaje del Canto XXIV donde abrazado a sus piernas, el anciano Príamo le ruega a Aquiles que le devuelva el cadáver de su hijo Héctor:
Y abrazado a sus rodillas le besaba las manos, esas manos terribles, segadoras de hombres, que les habían matado a tantos hijos.
Y es como si esa escena estuviera tallada en lo más hondo de ese emplasto de sangre, lágrimas, sueños, traiciones e inesperados heroísmos, que sin más hemos persistido en denominar lo humano. Líneas más adelante el poema nos dirá que ambos lloraban, Aquiles recordando a Patroclo y Príamo recordando a los hijos que Aquiles le había arrebatado. Poco después los brazos de Aquiles levantarán con dulzura al viejo abrazado a sus piernas y en ese instante, mientras lo está levantando, Príamo, y con él, el lector, nosotros, las sucesivas generaciones, los dos mil ochocientos años de historia, comprenden simultáneamente que Aquiles le devolverá el cuerpo a su padre, es decir, se lo restituirá a la humanidad entera.
“En el sonido de una lengua está el sonido de sus muertos y cada palabra que decimos es coreada por los muertos que renacen en ella… es el sonido de todos los que la hablan y los que la han hablado”.
Cada ser humano es el puerto de llegada de un río inmemorial de difuntos y en cada palabra que nos decimos, aquellos que nos antecedieron vuelven a tomar la voz. La historia de una lengua es la historia de las infinidades de seres que yacen en cada sonido que hablamos, y cuando volvemos a usar esos sonidos, esas pausas, esos acentos, les estamos dando a ese mar antiguo de voces los sonidos de un nuevo amanecer. Porque hablar es hacer presente a los muertos. Una lengua antes que nada es un acto de amor, ella es el “Amor constante más allá de la muerte” de Francisco de Quevedo, y nos sobrepasa infinitamente porque es la única resurrección que nos muestra el mundo. En el sonido de una lengua está el sonido de sus muertos y cada palabra que decimos es coreada por los muertos que renacen en ella. Una lengua es el sonido de todos los que la hablan y de todos los que la han hablado, la lengua que hablamos es la permanente ejecución de la partitura que nos va dejando la lengua de los que hablaron. Todo lo que escuchamos y decimos es la grandiosa reinterpretación que los vivos van haciendo de la sinfonía que han ejecutado los muertos.
Eugenio Montejo, Jacqueline Alencar, Alfredo Pérez Alencart, Pompeyo del Valle y Raúl Zurita (Salamanca 2005)
Bien, la lengua materna devuelve a sus muertos en las palabras de los vivos, el mar de sus difuntos canta entre las orillas del idioma. Pero a ellos, a esos ellos que pudimos ser también nosotros, sus ojos miraban como en este minuto se miran los nuestros, sus manos se tocaban como pueden tocarse ahora las nuestras, sus brazos y sus cuerpos se abrazaban como pueden ahora abrazarse nuestros brazos y nuestros cuerpos, sí, a todos ellos que eran también nosotros, a esos que mueren al lado de las fronteras que se cierran, a esos que mueren frente a las costas que se cierran, a esos, ¿qué mar nos los devolverá? Atrás, anclado en una escena que no tiene fin, Aquiles le devuelve a Príamo el cadáver de su hijo Héctor y con ese acto matricial comienza lo que a falta de una mejor precisión llamamos occidente, pero a nosotros, mestizos, hispanos, cholos, indios, rotos, los seres arrasados de esa historia, ¿quién nos los devolverá?
Pero frente a esa pregunta es tan poco todo lo que no hemos hecho, todo lo que no estamos alcanzando a hacer, todo lo que debimos entregar y que tal vez ya no entreguemos. Vivimos en un continente de desaparecidos, es decir, vivimos en un continente que no ha devuelto las miles y miles de mujeres desaparecidas en el Río de la Plata, en el Océano Pacífico, en el desierto de Samalayuca, que no le devolvió al esposo el cuerpo de su esposa ni al novio el cuerpo de su novia, que no le devolvió al niño pequeño el cuerpo de su padre, que no le devolvió al anciano el cadáver de su hija. Es la poesía a quien le correspondió descender a la tibieza de la tierra que acogió esos restos, a las espumas del mar que mecieron esos despojos, a la piel craquelada del desierto que preservó esos torsos rotos, que recogió esos cuellos quebrados, debió pronunciar esas palabras que no alcanzaron a decirse. En nuestros países le sigue correspondiendo a la poesía cumplir con las exequias de los ausentes, sancionar sus vidas y enterrar en las tumbas del lenguaje lo que los vivos debían haber enterrado en las tumbas de sus muertos.
No fue así, y la memoria de los crímenes que aquí se cometieron es también la memoria de los crímenes que se pudieron evitar y por ende nadie está del todo exento de la inconmensurable denuncia del pasado. Eso es lo que implica ser parte de la humanidad y si podemos hablar de derechos humanos, de los derechos inalienables de absolutamente todos los individuos que la componen, es porque uno de los hechos más exaltantes de estar vivos es que las consecuencias de los actos individuales jamás escapan de su dimensión colectiva y que los actos colectivos siempre tienen una resolución individual.
Eximidos entonces de la mirada de ese Dios muerto que nos escrutaba, que lo sabía todo, hasta nuestros más recónditos pensamientos, de cada uno de nosotros, nuestra soledad es el ojo a través del cual nos mira la historia. Si para Marx la religión es “el opio de los pueblos” como la definiera en la archifamosa frase de la Crítica a la filosofía del derecho de Hegel, después de afirmar poéticamente que ella es el consuelo de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, la poesía es el opio que nos despierta del opio, es el despertar del corazón de un mundo que ha perdido infinitas veces su corazón, es la esperanza de lo que ha perdido infinitas veces la esperanza, es la posibilidad de lo que ha perdido infinitas veces todas sus posibilidades, es el despertar del amor de lo que carece de amor.
Ese despertar continúa siendo la demencial apuesta de la poesía. Nada existiría si no fuera porque la esperanza de un nuevo día está inscrita en lo más imperecedero del sueño humano. Porque la pregunta frente a esa cohorte interminable de sufrimientos; los miles y miles de refugiados que mueren diariamente al volcarse sus precarias balsas en el Mediterráneo, los secuestrados y decapitados del narcotráfico, los interminables bombardeos y el hambre ¿cómo se soportan? ¿Por qué esa mujer a la que una bomba le trituró los hijos no se suicida? ¿Por qué esos millones y millones que sobreviven en condiciones no descriptibles siguen luchando por su derecho a la vida? Sea cual sea la respuesta, si sumáramos una a una las razones, casi inaudibles, mínimas, impensadas, que hacen que los más arrasados no se maten y que opten, segundo tras segundo, por seguir vivos, esa suma formaría la imagen del Paraíso. Allí estaría la mañana soleada, allí estaría volviendo de su trabajo el esposo destrozado, allí estaría la casa reconstruida, allí estaría la leche que no tuvo la madre para darle a su hijo moribundo, allí estaría el pan, la tibieza de la cama cuyo colchón intacto se asoma entre los escombros.
Porque al contrario de la afirmación romántica que nos dice que la poesía es el más solitario de los oficios, nadie escribe poesía solo. Se escribe con la totalidad de la historia y si la escritura de un poema es un acto íntimo lo es solamente porque no hay nada más colectivo que la intimidad, allí se cruza todo, los sueños de la noche anterior, recuerdos, lecturas, discusiones, derrotas, exilios. En otras palabras, que en ese entramado de nervios y sangre que persistimos en denominar lo humano, cada uno de nosotros es responsable no sólo de sus acciones sino de las acciones de la humanidad entera. No estamos concernidos sólo en nuestras faltas y yerros, sino en todas las faltas y yerros que se han cometido desde el comienzo del mundo y que continúen cometiéndose hasta que el último de los hombres contemple el último de los atardeceres. La poesía es la piedad por cada detalle del mundo, pero nuestra compasión no ha sido suficiente, creímos que podíamos asir con más fuerzas las manos de nuestro amor desaparecido para que no desapareciera, pero nuestro amor no ha sido lo fuerte que se requería. En nuestros países se han escrito parte de los más grandes poemas de nuestro tiempo, pero los grandes poemas sólo cuentan si son un pretexto para la bondad.
Raúl Zurita dedicando un libro en Salamanca (foto de Jacqueline Alencar)
LA POESÍA ES EXTRAORDINARIA O NO ES
Es la humilde inmensidad de estar vivos. Los seres humanos no somos mucho más que distintas metáforas de lo mismo. Sobrevivientes diarios de una violencia que siempre nos concierne, en la que siempre estamos involucrados, sobrevivientes incluso de los futuros exterminios, no somos responsables sólo por las víctimas, sino que también lo somos por sus ver-dugos. Son nuestros hermanos monstruosos. Ellos no llegaron de Luxor ni de los confines de la galaxia, no provienen de un universo paralelo, no fueron extraídos de un laboratorio, nacieron en las mismas ciudades y fueron a colegios como los que frecuentan millones de otras personas, transitaron por las mismas calles. El vislumbrar, aunque sea por un instante, que no sólo pudimos ser uno de los asesinados, sino que peor, infinitamente peor que eso, pudimos ser uno de los asesinos, es quizás el aprendizaje más doloroso a que la palabra holocausto nos obliga.
Porque si hay una condición absoluta de la poesía es que ella no tiene otra posibilidad que la de ser extraordinaria. Sólo si lo es estará cumpliendo con las tareas que le dan sentido: celebrar la vida, llorar la muerte y ser la primera en levantarse de entre los muertos para decirnos que, no obstante todo, nos esperan nuevos días. Y que nos esperan en nombre de esta tierra llorosa los mutilados, los desposeídos, los pobres, que debían encontrar en los cantos las imágenes de sus vidas renacidas, el nuevo mar, la blancura radiante de las nuevas playas, una humanidad reconciliada consigo misma, célebre en cada uno de los suyos, en cada uno de los aquí presentes, en cada mujer y hombre que pisa la faz de la Tierra, los rasgos de una nueva eternidad. No existen hoy otros poemas que aquellos que resisten el vendaval de la eternidad. Los poetas bajaron del Olimpo, nos anunció Nicanor Parra, pero lo entendimos al revés, no era una buena nueva sino la denuncia de una traición, los poetas bajaron del Olimpo dejando la poesía librada a su suerte; todavía no alcanzamos a dimensionar la magnitud de ese abandono.
Desde las primeras epopeyas, entonces, hasta los últimos poemas que en medio del silencio con que son recibidos continúan escribiéndose; las ruinas de la poesía, sus escombros, sus vísceras, nos muestran que ella representa el intento más extremo y desesperado por erigir desde este lado del mundo una misericordia sin fin que nos preserve de los sufrimientos que ella misma debió narrar. No ha sido así, y las trituradas lenguas que hablamos, mutiladas por el idioma unívoco del capital, cargan también con esta derrota. Más allá está el enloquecido viento empujando las naves de la conquista de América sobre un mar de sollozos y de sueños, y arriba la Cruz estampada en las velas. La cruz ensangrentada que nos condenó a ser simultánemente la iluminación y la noche, el verdugo y la víctima, el sacrificio y el éxtasis, que nos condenó, en suma, a ser una raza de asesinos condenados a construir el Paraíso.
Le correspondió así a la poesía, es decir, a los escombros triturados de una lucha hasta hoy perdida, ser el descomunal registro de la violencia y paralelamente el registro no menos descomunal de la compasión. Es lo que he tratado débil, precaria, malamente, de mostrar en lo que he escrito. Yo viví en Chile en los años de la dictadura y sobreviví a ella y a mi autodestrucción. He imaginado en medio de esa oscuridad y horror sagas inacabables que se me borraban al amanecer, poemas alucinados y heridos donde el Pacífico flota suspendido sobre las cumbres de los Andes y donde el desierto de Atacama se eleva como un pájaro sobre el horizonte. Imaginé poemas escribiéndose en el cielo y sobre el desierto. Imaginarlos fue mi forma íntima de resistir, de no enloquecer, de no resignarme. Sentí que frente a la violencia había que responder con una violencia infinitamente más fuerte: con la violencia de la belleza.
“Vislumbrar que no sólo pudimos ser uno de los asesinados, sino que, infinitamente peor que eso, pudimos ser uno de los asesinos, es quizás el aprendizaje más doloroso a que la palabra holocausto nos obliga”.
Me imaginé así poemas que surgían por un segundo del mar general del habla del que todo surge y al que todo vuelve, me imaginé el cielo entero rayado de palabras, de versos, de demencias y de fracasos que sin embargo están desbordados de vida. Vi declaraciones de amor desesperadas y maravillosas trazarse sobre los desiertos, sobre los témpanos, en las cumbres de las cordilleras, en el horizonte. Me he imaginado un arte por venir rebalsado de abrazos, de cielo y aire, estampado en todas las partes donde mi sueño y mi amor te vean, donde te contemplen y te hablen. Es un poco eso; en una tierra empapada de amor y de vergüenza, la poesía ha sido mi militancia en la construcción del Paraíso, aunque absolutamente todas las evidencias que tenemos a mano nos indiquen que ese propósito es una locura.
Mi pequeño Dios muerto entonces, si todavía es verdad que de los pobres de espíritu será el reino de los cielos, si aún es cierto que los que lloran serán consolados, si algo de tu resplandor persiste a pesar del frío y de la sombra, dime, dinos algo que nos haga de nuevo sentir el pulso de la tierra. Que nos haga volver a mirar sus millones de rostros, sus millones y millones de labios entonando juntos los movimientos del beso y del canto. Es esa condición doble: ser el descomunal testimonio de la violencia y el no menos monumental testimonio de la compasión, lo que le otorga a la poesía la paradoja de su grandeza: ella debe ser extraordinaria para morir.
Pero ahora nuestro deber es recordar, es recordarlo todo para que algún día los seres humanos se liberen de la obligación del recuerdo.
Zurita, Alencart, António Salvado y Jacqueline Alencar (2005)
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