´Crear en Salamamca’ agradece a Vaso Roto Ediciones el envío de la antología “¡Oh! Dejad que la palabra rompa el vaso y lo divino se convierta en cosa humana” (Vaso Roto, 2020), hermoso volumen impreso en Salamanca por Kadmos. En esta antología se seleccionan textos de los 149 autores publicados en su Colección de Poesía, con cada uno de los libros ilustrado especialmente por el artista chileno Víctor Ramírez. De dicho libro difundimos el prólogo, firmado por Jeannette L. Clariond (Chihuahua, México, 1949), poeta, traductora y editora. Es licenciada en Filosofía, Maestra en Metodología de la Ciencia y Maestra en Letras Españolas. Su obra poética está contenida en las siguientes publicaciones: Mujer dando la espalda (1992); Desierta memoria (1996); Newaráriame (1997); Todo antes de la noche (2003); Amonites (2003); Siete visiones (2004, con Gonzalo Rojas); Nombrar en vano (2004); Los momentos del agua (2006); Leve Sangre (2007). Entre los premios obtenidos sobresalen el Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde (1992), el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta (1996) o el Premio Gonzalo Rojas (2001). Es antóloga y traductora de Roberto Carini, Alda Merini, W. S. Merwin, Primo Levi y Charles Wright, entre otros. Publicó recientemente una antología traducida de poetas norteamericanos, en colaboración con Harold Bloom. Jeannette L. Clariond participó en el XVII Encuentro de Poetas Iberoamericanos y una muestra de su poesía se encuentra en la antología “Palabras del Inocente”, coordinada por A. P. Alencart para Editorial Edifsa y la Fundación Salamanca Ciudad de Cultura y Saberes.
UN LARGO VIAJE A CASA
La palabra es la imagen visible de las cosas, un bloque azul hialino que bien puede ser tramo de cielo, mar reconciliado, frase condensada en los prodigios de un iceberg. Transparencia de sinceridad dentro de la cual se libran las grandes batallas, cristal donde concurren la voz y la otra voz. Refracción y extrañamiento, su visión descansa en una geometría anterior a la boca. La precede. Misterio accidentado por rupturas y disensión, la palabra es árbol, creencia susceptible de violentar para internarse entre dos brazos del fuego. Voz y raíz, nos sorprende en el huerto y sella el pacto. Inesperada metamorfosis, encadena al origen, al diálogo con los muertos, a la mancha inicial, al desierto, la grieta, la sed impresa en la retina.
Reconstruye nuestra muerte, restaura el camino hacia nosotros mismos: la palabra no termina de acabarse. Océano, viene y va y nunca es idéntica. Miseria en que nos hundimos para vernos reflejados en la de los otros, alegría que invita a la alegría ajena, día a la espera del sol radiante, yo posesivo que se me aferra, se me anochece, se me arbolece en infinitud de pequeños silencios y graves parpadeos, luciérnaga que escribe en el vacío y que, como la falta, no se puede colmar.
Se dice que se escribe para un otro, que la boca habla a otro oído. Sin embargo, el poeta se habla, se repliega siempre en intimidad. Fruto de lo vivido, habita el destierro, la humedad tibia de la playa, la concha que trenza el nácar al azar. Su voz exige un largo regreso a casa. Acepta que sus palabras se contradigan, que en ellas coexistan dos polos de una misma inocencia. Divinidad es subir para luego caer, las más de las veces, en el abismo, oscuridad rodeada de una densa marea gris, insondable e incomprensible. Ésa su realidad. Ésa su melancolía: cisne cantando en la orilla su luz henchida de olvido.
El saber esencial de la poesía es el saber de nuestra falta. Sí al dolor. Sí a la elección. Sí al destino, dijo Nietzsche. ¿No elegimos todos nuestra falta? Anne Carson ha escrito que es obligación del poeta ser ciento por ciento honesto cuando habla de la nada, la falta, la sed, el hambre, metáforas de moción, de conmoción. Ha escrito también que Eros es un verbo, se mueve. Vamos hacia esa nada, pero no sabemos cómo llegar. Lectora de Virginia Woolf, habla del espacio propio de quien escribe, lugar del espíritu según señala Martin Buber, y que se trasciende vía la imaginación.
Por la palabra vamos hacia un tú que está en la mano que escribe, en su tinta. El poeta dice lo que des / conoce. Es tarea del editor confirmar el misterio de esa revelación o intuición secreta que lo acompaña desde niño. El poeta nace sabiendo lo que va a decir y le toma una vida decirlo. El editor también es silencio, eco, puente en cuyo fondo reposa el deseo. El silencio del poeta es escuchado en soledad, borde de arena en la quietud del piélago que no escapa a la posibilidad de la tormenta.
No todos los poemas son escritos para todos. Hay voces que regresan a los muertos, dialogan con ellos y perpetúan lo que llamamos tradición. Otras se relacionan con los astros, escaldan en el helio del sol, se sostienen por la gravedad de sus metáforas. Algunas más se manifiestan en la naturaleza: son árbol, río, colibrí. Emerson escribe: «En el bosque, un hombre también se desprende de sus años, como una serpiente de su piel, y en cualquier etapa de su vida es siempre un niño». Estas borrosas distancias de las que hablará Stevens en «Auroras de otoño» son un lugar sin espacio y sin tiempo donde el poeta ciega su memoria y la encarna en la primera inocencia.
En este volumen, suma de 149 libros, escuchamos y resguardamos voces definiéndose nunca exentas de incertidumbre y de temor, mas sí colmadas de fe, disciplina, iluminaciones, pasión, belleza. Cuerpos que entregan su ser y esencia en versos nacidos de labios llagados para ofrendarse al secor de otros labios. Esta suma lírica de nuestra lengua y de otras lenguas pule las superficies de múltiples huellas bajo el impulso de afirmarse en su raíz. Simiente y fronda, nada escapa a su habla, nada huye pues en cada vocablo pronunciado se estremece la blancura de esa memoria que pide ser rescatada.
El silencio interroga a la muerte. Aun así, insiste en la vida, el bosque, el agua que escurre, como asentó Virgilio, en las lágrimas de las cosas. Entre más cercana la palabra más nos sentimos en casa, en ella creemos, en ella crecemos. Consagra los cimientos de nuestra errancia, la incertidumbre entre perseverar en un lugar o ir en busca del rostro que nos defina, que torne visible lo invisible. Elizabeth Bishop se cuestiona:
¿Es falta de imaginación lo que nos obliga a venir / a lugares imaginados, en vez de quedarnos en casa? / ¿O acaso Pascal no estaba en lo correcto sobre preferir / quedarse tranquilamente sentado en la propia habitación? / Continente, ciudad, país, sociedad: / la elección nunca es vasta y nunca es libre. / Y aquí o allá… No. ¿Deberíamos habernos quedado en casa, / dondequiera que ésta se encuentre?».[1]
La casa es el lugar que desconoces. Pascal pensaba que nuestras desgracias derivan de no ser capaces de estar sentados tranquilamente y a solas en la propia habitación. Muerte y nada, desde Aristóteles, traen consigo un anonadamiento que deviene angustia. Antes de la palabra estaba el árbol, la vida como movimiento, el escollo de la finitud: el cuerpo no es la eternidad. Spinoza será quien conciba la muerte del alma paralela a la del cuerpo. Y después Nietzsche: Más bien es el cuerpo lo sorprendente. Spinoza nos conduce hacia el cuerpo enfrentado a otro cuerpo, la idea a otra idea, la composición a la descomposición, las formas a la cohesión. Como lectores sólo recogemos los efectos de estas composiciones. Sentimos tristeza cuando otro cuerpo se encuentra con el nuestro y éste se cohesiona gracias a aquél. Con Spinoza logramos transpolar al cuerpo la cohesión de diversas partículas o componentes del cuerpo escritural. A mayor escucha por parte del lector, mayor cohesión sensible de quien escribe. Hay un hallazgo del inconsciente no menos profundo que lo desconocido del cuerpo. Somos lectores de miradas que se juntan, o tristezas incapaces de reunir lo fragmentado.
«El vaso roto», poema de James Merrill, esboza una idea similar en el revelador verso Astillas se desplomaron de la unidad al caos. La poesía recoge limaduras de luz y propicia la reintegración de los añicos en el espíritu del lector, vaso que congrega lo disperso, lo digno de —refiero— mirada, pasión que concentra armonías disonantes. De inspiración cabalista, el poema evoca la luz cátara con sus reverdecidas hojas. Se trate de catarismo, misticismo o poesía provenzal, el cristal habla con fuerza y emoción como hablan las distintas voces del presente volumen. En poesía no hay geografía, ni importa la procedencia de la voz. Este libro es un homenaje al fuego de cada singularidad. Una voz es un día soleado, a pesar de que en ocasiones se aproxime oleaje de indefinible ceniza.
«Dice verdad quien dice sombra», escribe Paul Celan. Permanecer dentro del libro hasta escuchar lo no dicho es tarea de lector. La poesía es nuestro resguardo hasta el final. Camino: voces, voces distantes, palabras piedra. El poetizar no consiente el tiempo lineal ni respeta el espacio, salvo ése al que alude Martin Buber, sea bosque, flor, estrella, una carta, un acorde, un mito, cualquier objeto decidido a poner en movimiento al habla. El mito, tan socorrido en la literatura, no trata sólo de los principios universales de la psique, nos recuerda Denise Levertov: transforma la actividad de la experiencia en imaginación. Digamos, la libido espiritual. Pero es el mito de Pegaso, ese caballo alado, lo que nombra con mayor fidelidad la verdad del poeta. La fuerza alada surge luego de que la sangre de la Medusa ha tocado la tierra, la materia. Sangre que ha brotado del cuello, ese puente.
Cada poema, cada verso aquí presentado, dialoga con el dibujo o grabado del artista chileno, afincado en Barcelona, Víctor Ramírez. Víctor nos ha acompañado desde el inicio. No hablo sólo de un gran artista, sino de un columbrador de belleza. En cada voz acierta con su imagen sobre la imagen que el poema le dicta. Lo graba, lo hace tinta. Insinuaciones de lo nombrado retienen una doble realidad: cada obra suya es espejo de una emoción verbal. Su talento ha quedado plasmado en los casi 300 libros que conforman el fondo Vaso Roto. Él mismo artista del silencio, en su obra une palabra e imagen, levedad y solidez. Escucha la esencia para mostrar con fuerza el hecho espiritual que su ojo atisba. Los dibujos a tinta china y los grabados que ha realizado para las cubiertas serán expuestos en diferentes museos, galerías y espacios culturales y académicos en donde se dé lectura a los poemas aquí inscritos.
Víctor Ramírez es creador del Espacio para la Poesía, bellísima escultura ubicada en el Parque Fundidora de Monterrey, rodeada de encinos que resguardan a poetas reconocibles por la placa inscrita en cada árbol con su nombre. Allí nos acogen Derek Walcott, Antonio Gamoneda, Elsa Cross, Adonis, Joumana Haddad, Hugo Mujica, Clara Janés, Octavio Paz, y, en breve, Anne Carson. La escultura se inspira en Cuatro salmos de William Merwin, el «Salmo segundo», en braille. En aquel viaje de 2005 a la capital de Nuevo León, se realizó una exposición para invidentes y débiles visuales en el Museo Metropolitano de Monterrey. En esa ocasión Víctor cubrió de poemas los muros, las columnas, hizo cajas-libro y, del título inaugural de Vaso Roto, las personas con ceguera leyeron: «Cuando suena el cuerno de buey en las colinas enterradas / de Islandia / estoy solo / vuelve a mí la sombra para ocultarse / y no hay espacio para los dos / y la amenaza / cuando cae el sonido del cuerno sobre las escaleras azules / donde los ecos son el nombre de mi madre / estoy solo / como leche derramada en la calle / blanco instrumento / blanca mano / blanca música / cuando el cuerno de buey se eleva como pluma en uno / de varios ríos / y no todos he alcanzado / la nota crece hacia el mar / estoy solo / como el nervio óptico del ciego / aunque frente a mí está escrito / Éste es el final del pasado / Sé feliz».
En esa fecha se convocó al primer Certamen de Poesía en Braille, que ha continuado, no exento de dificultades por la escasa atención que se pone al tema en diversos países de América Latina. Extraño que el poeta trabaje desde la oscuridad, y que desde esa oscuridad esté obligado a hablar. Otro punto de unión entre los autores aquí recogidos, dos de ellos con distintos modos de mirar su realidad, sin nunca traicionar la integridad artística.
¿Puede decirse que el libro es sagrado? En un bello texto de Salman Rushdie que lleva por título: «¿Nada es sagrado?»,[2] publicado por la revista Granta, el escritor narra cómo en su casa, cada vez que se caía un libro o una rebanada de pan, el objeto debía no sólo ser recogido, sino también besado a guía de disculpa ante un acto de tan irrespetuosa torpeza: «Crecí besando los libros y el pan», escribe, evocando, sin pretenderlo, a Lorca, Hölderlin o Hart Crane. La torpeza aquí no es descuido sino acto sagrado: propiciar la belleza por el sacrificio. Grandes libros pueden suscitar tal dicha: la Biblia, el Corán, el Bhagavad Gita, el Talmud, los códices prehispánicos, los Rollos del mar Muerto… Lo sagrado suele ser circular: cierra, boca asida a la cola de la serpiente, una era, un ciclo, una edad. La Comedia, por citar otro más de estos libros infinitos, es sagrado en su descenso, espiral de multívocos círculos dentro de uno mayor. La sacralidad sería entonces hacer de lo múltiple uno, de lo disperso unión. Uno el que lee, uno el libro y su lector. El libro es sagrado si se sustenta en la repetición que, como toda plegaria o letanía, se reitera: mito, metáfora en pequeño según lo bautizó Héctor A. Murena.
El libro tiene como fin superior cerrar un espacio y proveer una subsiguiente apertura. Como arco de violín, su lectura deja un temblor en la cuerda. El cuerpo cede ante la página e irremediablemente nos hace pensar en la muerte. Flores de arena en la playa, la alegría que sus líneas procuran, suceden, sellan nuestros ojos, y se van, no sin dejar la impronta de la mañana como la imprevisible presencia de la madre que inunda el cuarto y su mirada deviene puerta: invade nuestra ceguera, anubla el camino. Y, sin embargo…
Quiero citar aquí un fragmento del mito de la creación de los indios Kógi de la Sierra Nevada de Santa Marta, Colombia:
Primero estaba el mar. Todo estaba oscuro.
No había sol, ni luna, ni gente, ni animales ni plantas.
El mar estaba en todas partes.
El mar era la madre.
La madre no era gente, ni nada, ni cosa alguna.
Ella era espíritu de lo que iba a venir,
y ella era pensamiento y memoria.[3]
El fragmento, que aparece en el prólogo de Mercedes López-Baralt a una antología de poesía de Puerto Rico, ilumina por su anchuroso torrente. «[…] y ella era pensamiento y memoria». ¿Qué más podría pedirse de una recordación ancestral? La hermosura del mito obedece a su función primaria: resguardarnos del olvido, pero, además, recordarnos que la madre era el espíritu de lo que iba a venir, por lo que nos salva del extravío e interiormente nos regresa a la unidad. Cuando tenemos un libro en nuestras manos, es como si una parte de nuestro Yo se alzara para hablar con ese Tú que siempre oye, que no es Dios y que, no obstante, conoce la pregunta que nos lanza al vacío.
En la actualidad el libro ha perdido esa función «sagrada» en el sentido que lo eran los libros religiosos de la antigüedad. Sin lo sagrado no hay belleza, ya que no hay sacrificio. Wallace Stevens sostiene que el poeta es una figura poderosa debido a que «crea el mundo al que constantemente volvemos, sin saberlo, y […] da vida a las ficciones supremas sin las cuales somos incapaces de concebir este mundo». Ése, su ángel necesario.
El Premio Nobel de Literatura 1995, Seamus Heaney, pronunció durante cinco años (1989-1994) conferencias magistrales en la Universidad de Oxford sobre el poder reparador de la poesía. Incluso se manifestó en favor de la responsabilidad literaria con respecto a la lectura de los textos considerados sagrados. Nos sentimos obligados a juzgarlos con recelo, dice. Todos somos conscientes de que ciertas culturas han desaparecido en el transcurso de las empresas civilizadoras. Pero advierte que «Dejarse influir por unas prácticas correctivas anacrónicas e interpretar la literatura de ficción simple y llanamente como la función de un discurso opresor o como un enmascaramiento reprensible, es abdicar de toda responsabilidad literaria».[4] La historia de la humanidad muestra que somos el resultado de una compleja serie de expulsiones, míticas y reales. Y naturales: llegamos al mundo expulsados del vientre. No podríamos por tal razón condenar a la madre, al origen. Lo sagrado se manifiesta en el retorno si sabemos habitar su hálito, singularizar su presencia. Importa, no si los siglos han traslapado una verdad con otra, sino el ineludible regreso al pulso fundante de la civilización, dotarlo de presente ya que confiere piel a nuestra historia, una forma radical de entender el misterio de la poesía y de la religión. Me gusta pensar la literatura como un gran desierto y la voz como un soplo que borra las dunas, donde de pronto surge un espacio limpio, sin mapa ni geografía. Pensemos en la vida y la sensibilidad del propio Heaney en quien todo se vuelve idéntico a lo que su poesía es: sensibilidad, experiencia, niño descalzo que corre entre hierba y paja. Fuego. Lo escuché leer en el Instituto para las Artes de Chicago. En él había un círculo de fuego que hablaba desde sí y desde su lenguaje autóctono de Irlanda. Durante veinte minutos se detuvo para analizar el origen de un vocablo celta. Brillaba con un halo inusual por el mensaje de su obra que encarna la idea de lo que somos y la razón por la cual estamos aquí. Él era todo raíz. Su cuerpo era un velo en el que todo cabe: color, cosmos, ausencia, retorno.
Cada una de esas conferencias es un tesoro, pero quiero reparar en la alusión que hace Heaney del memorioso lector de Nietzsche, Borges. Nos recuerda cómo experimentaba una modificación física (thrill) al recuperar un pasado o al prefigurar un porvenir, cerrando un círculo de la propia existencia. Heaney mismo tradujo el libro VI de la Eneida, y vertió al inglés moderno el poema épico Beowulf, en donde la edad pretérita se manifestaba presente. Fue un preservador de fuentes, creyó en la fidelidad puramente poética del poeta desde su ser más prístino. Cuando esto acontece, tenemos la clara sensación de que la poesía por sí misma puede salvar en el sentido de que el regreso es una renovación de la sangre, gota que inaugura la tierra. Decía Yorgos Seferis en sus cuadernos que «la poesía tiene la fuerza suficiente para ayudar».[5] Es entonces que su poder reparador se hace patente.
A la poesía se le exige que preste su voz para expresar un sinfín de cuestiones étnicas, sociales, raciales y políticas. Constantemente se apela a su propiedad de servir como vehículo de denuncia ante la injusticia. Al actuar como agentes defensores, los poetas corren el riesgo de despreciar otro imperativo, a saber, el de reparar la poesía en cuanto poesía, el de entenderla como una categoría por sí misma, un prestigio que se alcanza y una presión que se ejerce a través de medios específicamente lingüísticos.[6] Se ha convertido en lugar común señalar como panfletario lo anterior. Se ignora con ello que se trata del derecho humano a la justicia, así como del derecho que todo libro serio ha de asumir en tanto objeto humanizador. Pero no nos confundamos imaginando que todos nuestros actos son humanizadores. El libro sí lo es. ¿Por qué? Porque no es inmediato, nunca es inmediato. En su proceso interviene la humanidad pues nos permite pensarnos unos a otros y participar en el hecho del alumbramiento. Lo que aparece como habitual corre el riesgo de ser ignorado. La luz no es metáfora, tampoco lo es alumbrar. El libro es sagrado, contiene a un mismo tiempo la esperanza y el espíritu civilizador del modo en que lo entendieron Václav Havel y Joseph Brodsky: no un estado del mundo sino un estado mental, una orientación del espíritu.
El libro es brillo al anochecer, un momento del agua, ese río que bien supo distinguir Yeats al relacionarlo con «la predilección irlandesa por las corrientes rápidas» y diferenciarlo de «la actitud inglesa […] tan reflexiva, rica y deliberada» que «a veces recuerda al valle del Támesis».[7] El libro es un rostro humano, una acrecida afirmación por la cual la saliva se hace transparencia, proximidad el desierto.
La claridad del alba apenas asoma. Hemos presenciado el nacimiento de, con éste, 150 títulos de la Colección Poesía con júbilo, reconocimiento, devoción. Las presentes voces son puente, cintilo de luciérnaga, curso indefinido de un cielo que busca abrirse paso. El conjunto de quienes forman parte de este proyecto es nuestra retina. Sin ellos, hacedores y lectores, el libro se resignaría como rostro pálido al atardecer. Sembramos nuestra fidelidad en quienes valoran y reciben con aprecio las voces que con generosa simpatía comentan, comparten, conducen a su exacto destino. Ellas y ellos realzan la labor de nuestra casa. Ha sido éste un trabajo conjunto que abre nuestros ojos a la perplejidad.
La poesía o es poesía o no lo es, afirmó Roberto Juarroz alejándose del ideal de los grandes y mejores, bajo la noción de que moriremos sin saber quién sobrevivirá. Entonces, ¿para qué dejar constancia de las creaciones por las cuales se nombra lo inefable? Por el libro. Por la sabiduría que encierra cada símbolo, cada signo. El libro hace de nuestra existencia una más transitable. Cada palabra escrita forma parte de ese instante que llamamos eternidad, camino siempre en ascenso al origen.
El libro es el misterio de nuestra interioridad. Es el dilema actual que mayor análisis requiere de sus contenidos. El libro es el vehículo diferenciador de quien está en este mundo luchando, no por fines políticos, doctrinales o de poder, sino porque ha buscado transformar y reparar su existencia. Hay en el libro una luz, un deseo de trascender y dejar de lado lo que no conforma el proyecto esencial y estructural, entendida la estructura como aquella astilla, fragmento o trozo que aporte cohesión a su promesa. A todos se presenta. Tenemos la libertad de ver o no ver eso que prefigura el espíritu del mundo.
En Vaso Roto hemos trabajado, más que por tradición, por asociación. Un verso nos lleva a otro verso, un poema a su par. Una voz no imita otra voz, la salva. La trae a presente, la rescata. La reelabora para que perviva. Ésa ha sido para nosotros tarea cardinal. Los dioses han huido. Estamos en el mundo para rescatar su hálito, esa pequeña verdad que nos ancla a la vida. Su sueño lleva nuestro nombre. Honrarlo no es una tarea sino el estadio en el que permanecemos despiertos, atentos. Para todas y todos en Vaso Roto, trabajar con el libro es una experiencia de vida, de apertura, de dolor, es la gota de sangre en la vela.
Algo se olvida al aleteo del colibrí. Misterio nacer en el centro donde lo que se rompe es desierto aún sin nombrar. Vamos camino al alba, somos arboladura, semilla en nuestra sed, derrubio. Fuego en ascenso, la voz de cada poeta es río, senda escarpada, sangre latiendo. En un fondo de sutiles destellos se suceden explosiones de luna gris que despiertan pájaros, cascadas, atardeceres. Es cierto que la elección nunca es vasta y nunca es libre, pero también podemos aseverar que la legitimidad de cada voz aquí reunida brota singular, honesta, única.
La borrosa edad del agua va corriente arriba hacia el lugar donde recobra lo que fue,
ciega vibración rompiendo el cristal, desprendimiento azul del lago, hielo donde miras lo que jamás ha mirado nadie: ese profundo sedimento de cielo que brilla fresco como la cal. La lluvia, el hilo del ánade, el almanaque, la hoja del arce, se abren.
Somos camino insospechado en la nieve.
Jeannette L. Clariond
2 de noviembre de 2020
James Merrill
El vaso roto
Decir que alguna vez contuvo margaritas y campánulas
es ignorar, de algún modo,
su brillo indeleble donde, en añicos contra el suelo,
el ancho vaso yace como si acogiera al sol,
sus verdes hojas orladas, su deshecho resplandor,
esparció su vidriada integridad por todas partes;
espectros, liberados hablarán
de un florecer más frío donde roto quedó el frío cristal.
Astillas se desplomaron de la unidad al caos,
aun así, cada arista retiene
la marca opalina de la imperfección
cuyos rayos, asimétricos, emitirán
más de una red de ángulos cruzados de luz
cuando al atardecer se dirijan hacia puntos ilesos
y esbocen en la estancia
las posibilidades del fuego y su aceptación.
Las generosas curvas de vidriado artificio
dan fe de su pureza
en unidades lúcidas. Libre de éstas,
como el amor triunfa sobre la irrelevancia
y construye armonía de disonancias
y de algún modo vive entre nosotros, roto, como si
el tiempo fuera un vaso roto
y nuestra última alegría asumir que no se puede remediar.
Astillas presagian ruina desde el suelo,
cortan estructuras en el aire,
delimitan, ojos o brújulas, un rostro
de matemática fijeza, haz de luz
en cuyos límites podemos colocar
todas las soledades del amor, espacio para el rostro del amor,
reverdecidos proyectos de amor,
los monumentos del amor como lápidas en nuestras vidas.
James Merrill
(versión de Jeannette L. Clariond)
La poeta Jeannette L. Clariond en el Teatro Liceo de Salamanca (foto de José Amador Martín)
Jeannette L. Clariond (Chihuahua, México, 1949). (Chihuahua, 1949). Es poeta , traductora y editora. Libros publicados: Mujer dando la espalda, Desierta memoria, Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta; Todo antes de la noche, Premio Nacional de Poesía Gonzalo Rojas; Leve sangre, finalista Premio Cope de Perú; Ante un cuerpo desnudo, Premio Internacional de Poesía San Juan de la Cruz, 2018. Marzo 10, NY, como respuesta a la invasión de los EEUU a Bagdad, Tonalpohualli en coedición con la escultora Patricia Baez; 7 Visiones, Libro de autor con Gonzalo Rojas, Ed. Víctor Ramírez; Traducciones: La Escuela de Wallace Stevens, en coedición con Harold Bloom, Premio a la mejor traducción en el marco de la Feria del libro de Nueva York, entregado en el Instituto Cervantes; Zodiaco Negro, Una breve Historia de la sombra y Caribou de Charles Wright, la poesía completa de Elizabeth Bishop, la poesía completa de Primo Levi por primera vez al español, Nox, Decreación y Economía de lo perdurable de Anne Carson. Durante 25 años ha sido traductora de Alda Merini por lo que en 2017 le fue otorgado un reconocimiento en Casa de la artista, en Milán. Es fundadora del Premio Iberoamericano de Poesía Louis Braille. Jeannette L. Clariond participó en el XVII Encuentro de Poetas Iberoamericanos y una muestra de su poesía se encuentra en la antología “Palabras del Inocente”, coordinada por Alfredo Pérez Alencart para Editorial Edifsa y la Fundación Salamanca Ciudad de Cultura y Saberes.
Autores incluidos en la antología
Alda Merini · W. S. Merwin · Hugo Mujica · Lêdo Ivo · Clara Janés · Amancio Prada · William Wadsworth · Francisco J. Uriz · Antonio Deltoro · Josep Maria López Picó · Blanca Varela · Umberto Saba · Gerardo Diego · Nicanor Parra · Luis García Montero · Eduardo Galeano · Carlos Drummond de Andrade · Juan Bonilla · Mario Benedetti · José Eugenio Sánchez · Luis Alberto de Cuenca · Enrique Badosa · Juan Marqués · Luis Muñoz · Joumana Haddad · Leo Zelada · Ossip Mandelstam · Charles Wright · Harold Bloom (ed.) · Ricardo Yañez · Clive Wilmer · Giovanni Raboni · valter hugo mãe · Ernesto Cardenal · Jesús Aguado · Teresa Soto · Luis Armenta Malpica · Eduardo Lizalde · Max Alhau · Henrik Nordbrandt · Mercedes Roffé · Dulce M. González y Oswaldo Ruiz · Vicente Haya · José Antonio Moreno Jurado · Abbas Beydoun · Adonis · Li-Young Lee · Francisco Alba · Charles Simic · Luigi Ballerini · Tomaž Šalamun · Eduardo Moga · Natalia Litvinova · Tracy K. Smith · Zingonia Zingone · María Polydouri · Julia Hartwig · Catalina Iliescu Gheorghiu (ed. y trad.)
- James Merrill · Antonio Méndez Rubio · Hamutal Bar-Yosef · James Wright · Anne Carson · Robert Pinsky · Dulce M. González · Antonella Anedda · Juan Bufill · Luis Alberto Ambroggio · Gerald Stern · Maurizio Cucchi · Lucrecia Romera · Rubén Reyes Ramírez · Luis Aguilar (ed. y trad.) · Antonio Tello y José Di Marco (ed.) · Elsa Cross · José Luis Rivas · Vicente Valero · Tomasz Różycki · Sonia Betancort · Valentino Zeichen · Menchu Gutiérrez · Julián Herbert · Luis Muñoz · Sonja Åkesson · Julieta Valero · Goya Gutiérrez · Myriam Moscona · María Ángeles Pérez López · Weldon Kees · María Negroni · María Baranda · Innokenti Ánnenski · Antonio Gamoneda · Vicente Luis Mora (ed.) · Rodrigo Castillo (ed.) · Paulo Leminski · Juan Eduardo Cirlot · Javier Pérez Walias · José María Muñoz Quirós · Luis Aguilar · Esteban Beltrán Verdes · Vicente Araguas (ed. y trad.) · Sarah Holland-Batt · Amalia Iglesias Serna · João Luís Barreto Guimarães · Cecilia Balcázar · Christian Peña · Ocean Vuong · Sophie Reyer · Robert Lowell · Elizabeth Bishop · Louise Glück · Juan Felipe Herrera · Asunción Escribano · Antonio Tello · Enzia Verduchi · Bernard Noël · María do Cebreiro · John Berryman · Dorothea Tanning · Sandra Lorenzano · Andrea Cote (ed.) · Gabriela Riveros · José Carlos Rosales (ed.) · Asier Vázquez · Vijay Seshadri · Román Cortázar · Aurelio Major · Adrienne Rich · Chantal Maillard · Piedad Bonnett.
Jeannette L. Clariond, por Miguel Elías
[1] Elizabeth Bishop, Poesía completa, Vaso Roto Esenciales, España-México, 2016, p. 231.
[2] Granta en español, 2, p.9.
[3] Versión poetizada por Gerardo Reichel Dolmatoff.
[4] Seamus Heaney, La reparación de la poesía. Conferencias de Oxford, Trad. Jaime Blasco, Vaso Roto, España, 2014, p. 49.
[5] Yorgos Seferis, A Poet’s Journal, Days of 1945-51, Cambridge, Massachusetts, 1974, p. 134. En Heaney.
[6] Cf. Heaney, op. cit.
[7] W. B. Yeats, “A General Introduction for my Work”, en Essays and Introductions, Macmillan, Londres, 1961, p. 521.
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