Crear en Salamanca tiene la satisfacción de publicar este ensayo de Renée Ferrer (Asunción, 1944), destacada poeta, novelista, cuentista, dramaturga, escritora de literatura infantil. Doctora en Historia por la Universidad Nacional de Asunción. Fundadora de la Sociedad de Escritores del Paraguay, la Asociación de Literatura Infantojuvenil del Paraguay y Escritoras Paraguayas Asociadas. Presidenta de la Sociedad de Escritores del Paraguay, 1997-1998. Presidenta de la Academia Paraguaya de la Lengua Española desde 2011 hasta 2017. Entre sus poemarios están: Hay surcos que no se llenan (1965), Voces sin réplica (1967), Cascarita de nuez (1978), Desde el cañadón de la memoria (1982), Galope (1983), Campo y cielo (1985), Peregrino de la eternidad y Sobreviviente (1985), Nocturnos (1988), Viaje a destiempo (1989), De lugares, momentos e implicancias varias (1990), El acantilado y el mar (1992) y El resplandor y las sombras (1996), entre otros. Ha sido incluida en numerosas antologías de poesía y narrativa.
Renée Ferrer estuvo en Salamanca, invitada especialmente por el XXI Encuentro de Poetas Iberoamericanos, celebrado el pasado mes de octubre.
Renée Ferrer leyendo en el Teatro Liceo de Salamanca (foto de Jacqueline Alencar)
INSULARIDAD Y OSTRACISMO.
UNA CONSTANTE DE LA HISTORIA PARAGUAYA
La tendencia a borrar fronteras en aras de intereses económicos y unidades regionales en diferentes áreas del planeta no ha logrado totalmente su objetivo. Si se confunde la globalización con una tabla rasa en la cual se pretende limar, indiscriminadamente, las diferencias en aras de la similitud caeríamos en el error. Paradójicamente, la falta de una comunicación real entre los pueblos y los individuos sigue sin ser superada en este mundo global contemporáneo.
El aislamiento del Paraguay desde los tiempos de la Colonia, la dictadura de José Rodríguez de Francia, las presidencias de Carlos Antonio López y su hijo el Mariscal Francisco Solano López, la guerra de la Triple Alianza, 1864 a 1870, y la de la Guerra del Chaco, 1932 a 1935, así como las post guerras, sumadas a las incontables revoluciones y las dictaduras más cercanas de Higinio Morínigo y Alfredo Stroessner, sumadas a la mediterraneidad, han dado por resultado la concentración del país en sí mismo. Prisionero del autoritarismo y de las circunstancias nefastas, sus habitantes desarrollaron un sentido de silenciosa independencia y resignada aceptación de las situaciones adversas.
No bien llegaron los conquistadores al sitio, posteriormente llamado Provincia del Paraguay, constataron que no contaba con del oro y la plata, llamado “El Dorado”, al cual ansiaban llegar. Este hecho condenó al futuro Paraguay a un destino más humilde, olvidado de la Corona de España, no tanto por la lejanía sino por la falta de posibilidades de enriquecimiento rápido. Su situación geográfica y la revolución de los Comuneros condenaron a la Provincia a la ley del “Puerto preciso de Santa Fe”, dificultando la libre navegación.
Una vez conquistada la independencia en 1811, la República del Paraguay se libera tanto de España como del Río de la Plata. Bajo el gobierno del Dictador José Gaspar Rodríguez de Francia, defensor acérrimo de la independencia nacional, el Paraguay se mantuvo aislado, inaccesible y autosuficiente, con un alma forjada en la fragua del estoicismo. Las contiendas bélicas y fratricidas más los sucesivos gobiernos despóticos ahondaron ese distanciamiento, provocando una diáspora económica y política, en la que cada exiliado se convirtió a su vez en una isla viviente. Debido a estos factores, el paraguayo asume la insularidad como un modo natural de convivencia con los vecinos.
Pero la referida incomunicación, sufrida aún antes de ser nación, lleva en su interior un archipiélago de aislamientos, sean éstos sociales o individuales. Con el avance de los españoles el indígena se repliega a zonas más seguras y abandona su hábitat preguntándose “¿De qué paraje vienen? / ¿De qué lugar sin nombre? …/Sin nombre para mí, que diferencio/ los mínimos matices de la selva?”, (1) y resiste la agresión con hosco silencio, en tanto las “…Lanzas entrejuntas golpean el tambor tirante de la tierra …/ al sentirse desposeído de la gran fogata / y desgajado, /” (2-3). El indio padece el destierro en su propio territorio, pues la marginalidad se centra en la separación y el abandono de sus tierras.
La insularidad finalmente acaba por imponerse y el indígena se repliega “…para permanecer en el centro de interminables distancias marginales, / más allá de la puesta de los dioses” (4), sin otra alternativa que la sublevación o el consentimiento. Desde lejos “atisbará su ajetreo/ y desde los campamentos recientemente saciados/ le llegarán voces/ cuyo sonido no reconocerán sus ojos” / (5). Extraño en su propio territorio, cada uno se convierte en una isla trashumante, desde la cual “Comprenderá que no entiende. / Algo fuera de sí/ respirará con la fuerza del desconocimiento” / y aceptará finalmente que “Las deidades que cuidaron su infancia se quedaron sin rostro/ en el mismísimo vértigo de sus orígenes/, “Desheredado de su canto / escuchará al extranjero./ Conocerá el exilio.” (6).
Si bien el ostracismo, como castigo superlativo, tiene largas raíces en la Historia, la expulsión de un ciudadano se sigue utilizando hasta el presente. A este individuo, la incomunicación con su origen lo vuelve un desposeído de su tierra, un errante un buscador de ausencias. Aunque goce de los oropeles de una metrópoli o la placidez de cualquier poblado, siempre será una isla que extraña a la madre tierra y se identificará con ella, padeciendo el dolor de la distancia. Esta congoja es recíproca. Tanto la tierra prohibida como el desterrado se añoran mutuamente, o por lo menos así la vive el poeta cuando dice: “Soy la tierra que llora. Un regazo vacío que abre su tibieza/ para acunar tu ausencia. / Una espera infinita. / Soy el lecho de un sueño desvalido, /el puerto de algún barco que se fue / con su mástil radiante/ hacia el olvido. (7).
Si el exilio atormenta al individuo, la tierra personalizada se queja y requiere la presencia de ese hijo tan huérfano como ella: “Soy la tierra que llora/ la voz de tu palabra silenciada. Soy tu madre/ y te quiero aquí conmigo, / sin réplica / o demora, / porque sin ti soy una vida/ atrozmente incompleta.” (8). El alejamiento forzoso es una situación de ida y vuelta, y tanto el expulsado de su lar como el sitio abandonado sienten que entre ambos se ha abierto un mar de silencio que los separa y los llama desde ambas orillas. Pero el exilio no solo se presenta con el desalojo perentorio de la patria, también puede darse en la intimidad del ser. Así como una gran parte de la población del Paraguay ha sido víctima del destierro, otro sector lo fue de las mazmorras de la dictadura, en las cuales el hombre o la mujer sufrieron, por imperio de la persecución y la soledad, un hondo sentimiento de insularidad.
Mirar las luces de su ciudad, desde la lejanía obligada del encierro sin poder acercarse; saber que la amada espera, o tal vez no, en ese hogar antes compartido, transforman al prisionero en un islote de silencio y resentimiento pensante. Entonces manifiesta su impotencia: “los ruegos son manzanas de otro tiempo, / frutos que la vida ha podrido;/ la caricia se bate se retirada / o ni siquiera se insinúa; / un monosílabo rebota en la quietud, / en la irrevocable ausencia” (9).
La expatriación es un castigo más espiritual que físico, en el que “El presente enceguece, como una navaja clavada entre las cejas desde este lado del mar”, 7 (10) / y se siente que “En todos los jarros de hojalata / las luces intocables amargan el café.” (11).
Tanto en las prisiones del Paraguay, como en Alcatraz o en el Archipiélago Gulag, el detenido es un desheredado de su presente y de su identidad; una isla en el medio de la nada, en donde “aquellas luces/- láminas de sol en las ventanas enrejadas-/ se han puesto a girar como carruseles de donde arrojaron su nombre”. / (12). No solo en el Paraguay sino en el resto de América Latina, y en todos los países víctimas del totalitarismo, la población ha corrido el riesgo de convertirse en una isla rodeada de púas, con barrotes en lugar de arena, y grilletes en vez de espuma, por la que vagan las mentes torturadas por la sospecha y la desconfianza, las bocas clausuradas por el temor a la delación y a la arbitrariedad del que manda.
Ante una amenaza permanente de persecución cada individuo siente en el fondo de sí mismo que: “A través de un arenal sin perímetro/ deambulan despojos insulares, / la fiebre abominable de, / la roja llama del amor, / la inconfesada mordedura del desaliento zafándose del miedo para pensarse entero” / (13). “El hermetismo sitia la lengua” (14). “El agobio de fingir nos transfigura” /, nos pone a traficar con lo sonrisa devaluada / de un llanto en quiebra”. (15). Es lógico que el Paraguay, donde se ha vivido en permanente estado de sitio de insoportables represiones, la gente se repliegue en sí misma, volviéndose islas rodeadas de denuncias, torturas, desaparición y muerte.
En tiempos dictatoriales el exilio presenta dos facetas: una nos revela el extrañamiento lejos de la patria; la otra se convierte en un “exilio interior”, provocando en el individuo una insularidad igualmente aberrante: “Cuando el hacha raja el arco sonoro de la canción;/ cuando sazona la pólvora los suntuosos sabores de la promesa;/ cuando el candado es capaz de estrangular la respiración del ramaje;… y se abandonan los cuerpos a merced de las lluvias; entonces/ el alma/ se recoge en un cántaro/ a beber su destierro.” (16). Ante tantas iniquidades el hombre solo puede refugiarse en sí mismo, tratando de pasar desapercibido, movido por el instinto de conservación. O puede arriesgarse a pecho descubierto, sacudiéndose el peso del exilio interior, a sabiendas de que las consecuencias son la deportación o la muerte para ambos sexos.
Los oprimidos vagan como islas abandonadas en corrientes lamidas por una imperiosa autocensura, el extrañamiento o la marginalidad. Los campesinos perseguidos por el sistema opresor se convierten en parias, llegando a ser “En su misma nación:/ extranjeros. / Huérfanos de la miel que aroma / el escondido corazón del monte ./ Sin tierra, / sin cántaro,/ sin helechos tapizando por dentro la intimidad del pozo./ Con hambre,/ sin pan,/ con la duda abierta y la certeza avara frente a las enredaderas trashumantes./ Agredidos,/ trasegados,/ arrastrados/ hacia las secretas islerías del desconcierto. / Desheredados de la roza ardiente, / desgajados, arrojados / a un páramo en destierro”. (17).
Gobiernos como la dictadura de Alfredo Stroessner tuvieron profundas consecuencias en los ciudadanos, en quienes se quiebra la confianza y la comunicación sincera, convirtiendo la convivencia en un bloque de silencio. La palabra amordazada es más real que cualquier confesión, por más espantosa que se la piense. “El silencio, ¿no nos convierte acaso en cómplices ominosos de cualquier acto, evitando que escarbemos en la raíz del misterio que explicaría lo fácil, lo placentero, los opulentos beneficios de las acciones perversas?”. (18). Ante el apeligro de perder las dádivas, se origina la reserva y la precaución: muralla protectora, aunque asfixiante ante el poder arbitrario.
Tanto la falsa complacencia con el régimen como la indiferencia ante él propician el “exilio interior” y la falta de sinceridad, pues es más cómodo adaptarse al statu quo o permanecer insensible a las leyes que no se cumplen, o se promulgan legalizando los vejámenes de la autoridad. El inventario de delitos fabricados para involucrar a los enemigos del orden público ha sido tan corriente que uno se pregunta “…. ¿Cómo podrían imaginarse semejante cosa viviendo en una jaula de cristal?” (19). ¿Qué es una jaula de cristal sino una isla de indiferencia que nos distancia de la realidad, haciéndonos creer que lo que sucede no está pasando?
A veces la insularidad está hondamente entroncada con la engañosa ilusión frente a una “Orden superior”. En el Paraguay del siglo XVIII, cuando el Gobernador Agustín Fernando de Pinedo ordenó el reclutamiento de gente para ir a poblar la frontera norte de la Provincia, dando lugar a la formación de “una población desguarnecida” en torno al casco de la Villa Real de la Concepción. Muchos “colonos” fueron forzados al traslado, pero otros partieron empujados por la ilusión de la tierra propia, a pesar de saber que “…ir al Norte era meterse en la boca misma de la muerte, con las penurias apretadas entre los dientes a lo largo de esos parajes desalentados por el abandono” (20). Aquellos campesinos de existencia paupérrima, llamados “vagos sin tierra y mal entretenidos” en los documentos de la época, vivían como arrendatarios de las tierras de la Corona o en las asignadas a los pueblos de indios, y partieron al norte por obligación o tras la quimera de poblar “esa tierra ávida de cerco y sementera, disputada palmo a palmo al infiel” (21). La gente, establecida en “aquella cantera desamparada de Dios y de toda civilidad; protegida nada más por el olvido” (22), se convirtió en un archipiélago de ranchos solitarios desperdigados por la campiña abandonada, formando pequeños enclaves sin comunicación ni posibilidades de apoyo.
Convertida en una isla dentro de otra, como tantos otros asentamientos distantes de la Villa Real de la Concepción y sus valles aledaños, los habitantes resistieron estoicamente el apartamiento y el peligro extremo, sin recibir ayuda para la defensa. La colonia subsistió concentrada en sí misma ante la desidia de las autoridades coloniales y los “encomenderos” de la zona, sirviendo de antemural contra las pretensiones lusitanas y los malones de los indios del Chaco. Aunque tuvo un papel preponderante en la defensa de los territorios fronterizos, no obtuvo un justo reconocimiento por sus servicios, sobre todo cuando los pobladores pobres, quienes recibieron las tierras más alejadas y áridas.
La ilusión del enriquecimiento en los yerbales fue otro motivo de insularidad voluntaria de numerosos colonos. Atraídos por mejoras económicas, firmaban una “contrata” por seis meses para trabajar en los beneficios de yerba, pero volvían de esos campamentos alucinantes, después de varios años, con los bolsillos vacíos o no retornaban jamás. La partida de los varones creaba un doble aislamiento: Por un lado, el del “mensú”, hombre sujeto a condiciones miserables en un lugar del cual no podía regresar, ni tampoco evadirse sin enfrentar la muerte. Por otro, las mujeres abandonadas y los hijos sobrellevaban una existencia de subsistencia mínima, los riesgos fronterizos, la quemazón de sus ranchos, la violación y el secuestro por parte de los chaqueños mbayaes, en tanto repasaban “el inventario de los inviernos sin el hombre, las sementeras agonizantes, los malones” (23).
La colonización norteña puede identificarse con islotes desconectados del núcleo principal de la Villa Real de la Concepción, la colonia de Tevegó, fundada en el periodo independiente con “pardos libres, presidiarios, mujerzuelas, malvivientes de toda laya, acollarados o sueltos según la proporción de sus delitos…” (24), constituye el ejemplo más terrible de una isla perdida en la inmensidad de la tierra deshabitada. Aislada por la distancia y las penurias “la colonia de Tevegó se convirtió al poco tiempo de su establecimiento en un reducto de aparecidos” (25), en donde aquellos sentenciados evitaban “susurrar frente al fuego por temor al Maligno”. (26) y “se debatían entre la bravura de los indios, la apatía del gobierno, sorbidos por el infortunio y la orfandad, sin más alternativa que la muerte” (27).
Volviendo a la situación actual de nuestros países, encontramos que la insularidad no solo se presenta entre pueblos discrepantes, también está ligada a un sentido de identidad y pertenencia cuando se exacerban las dificultades políticas o las persecuciones, la opresión o las razias que provocan el odio y la desesperanza. Ante el caos, la incomprensión y la falta de amparo, el individuo “de su cárcel desespera, / de la cárcel de los hombres desespera. / Los barrotes del odio lo tienen prisionero. / Mas que el hierro o el fuego, / el egoísmo. / Más que el estruendo suicida, los hornos cremasueños/” se siente perturbado por “la pavorosa incapacidad de amar/. (28).
Tal vez el aislamiento genera, nada más y nada menos, esa “pavorosa incapacidad de amar” y el interés en los propios intereses. Quizás, la única manera de superarla sea el olvido de sí mismo y una honda comunicación con el otro, recuperando de esta forma el sentido fraterno de la vida, al respetar la igualdad “en cada hombre, / en cada vuelo, / en cada nervadura”. (29). Muchas veces, la causa de esta insularidad que nos agobia no solo se basa en la posición geográfica, sino en la falta de una relación libre de odio, autoritarismo, codicia del poder, intransigencia, racismo, prejuicios e injusticia. No solo el Paraguay es “una isla rodeada de tierra”, hay otras islas rodeadas de mar en las que también se siente el peso de la insularidad, más que geográfica, ideológica y sus habitantes, en vez de tener el mar como apertura al mundo lo tienen como cerrojo. La otra orilla no es sino “una bisagra silenciosa entre la gente y la sonoridad oceánica / con sus barcos lejanos que se acercan llamando a despedida”. Tanta es la presión espiritual del aislamiento que incluso la muerte es preferible al encierro, haciendo que el isleño “Desde el cinturón de piedra de la isla escudriñe el horizonte / rumiando una oscura aparición de fantasmas sobre el descalabro de las balsas.” (31). El aislamiento está más relacionado con las circunstancias que coartan la libertad que con la situación geográfica. Puede haber “islas rodeadas de tierra” e islas abrazadas por el mar, pero en ambas se siente el candado del silencio, si carecen de la posibilidad de pensar y expresarse libremente.
Como vemos el mundo está lleno de insularidades. Allí donde se desarrolle un terrorismo de estado, donde prospere la marginalidad y la persecución racial, política, social o ideológica, tendremos guetos y desesperanza. Islas en las cuales no se escuche “el siseo desarmado de la espuma”. Resta decir que la insularidad no es privativa de este país considerado el corazón de América del Sur, ni es una prerrogativa del tiempo actual. Desde siempre han existido poblados “desperdigados por los campos”, etnias irreconciliables, diferencias sociales y raciales aberrantes, que propician distanciamiento, persecución y rechazo a la diversidad.
Parecería un contrasentido hablar de la insularidad de un país mediterráneo, cuando el campo semántico de la palabra isla nos relaciona con la apertura, sin embargo, esa falta de mar confina enormemente a los pueblos, sobre todo si sus coordenadas son proclives al enclaustramiento. Cercado por una frontera fluctuante hasta la guerra del Chaco (1932-l935), por el lado de Bolivia, y por dos estados poderosos en cuanto a recursos y ambiciones, como lo fueron Argentina y Brasil durante la Guerra de la Triple Alianza (1964-1870), el Paraguay mantuvo porfiadamente su solitaria existencia a despecho de las vicisitudes pendulares de la política y la economía del Cono sur, aunque pagó por ello el alto precio que demanda la autonomía como nación. El Paraguay se replegó sobre sí mismo luego de la hecatombe del 70, la cual terminó con su situación ventajosa del siglo XIX, dejándolo despoblado y exánime, para continuar con su existencia a contracorriente de la adversidad con los nuevos desafíos de la Historia.
La anarquía primero y “la paz de los cementerios” propugnadas por la dictadura de Alfredo Stroessner, después, aislaron aún más a la gente pensante del Paraguay y al pueblo mismo. De esta “isla sin mar” partían a congresos y conferencias, sobre todo individuos favorecidos por la “dedocracia” del sistema, quienes utilizaron tales tribunas como plataforma para la propaganda gubernamental. Algunas golondrinas salimos a volar, sin embargo, más allá de las fronteras, llevando la imagen de ese otro Paraguay que palpitaba bajo el peso del despotismo y la censura. Pero una golondrina no hace la luz en las tinieblas, y se pierde entre las sombras de una imagen negativa. Ya lo decía el Gobernador de la Provincia del Paraguay, Don Agustín Fernando de Pinedo, en su Memorial al Rey de España, escrito en el siglo XVIII: “Necesita, Señor, de redención el Paraguay”.
Ciertamente, el Paraguay necesita de redención, para que se nos conozca no solamente por el sufrimiento o las perversidades que nos infligió la Historia, sino por el trabajo honesto y talentoso de sus hijos. Esta circunstancia de encierro no solo perjudicó a la población opositora al régimen, también a los artistas, músicos, escritores, quienes fueron enviados al exilio o se quedaron sufriendo “el exilio interior”. Una de las razones primordiales del desconocimiento de la literatura paraguaya en el exterior es la falta de difusión y apoyo para integrarse a los centros de cultura, exposiciones, editoriales, que posibiliten la valoración de nuestro trabajo artístico.
Si el MERCOSUR, en sus inicios prometió derribar fronteras, ha demostrado con los años cuán ineficaces son los buenos proyectos cuando no hay voluntad solidaria, ni probidad de parte de los gobiernos de turno. Por supuesto que la integración es, a todas luces, la mejor forma de salvar los obstáculos del aislamiento, siempre que ella venga acompañada de un tratamiento equitativo por parte de los estados poderosos y del respeto al valor de cada pueblo que debe primar en la presente globalización.
Como conclusión propongo una interrogante: ¿Seguirá siendo el Paraguay “una isla rodeada de tierra” en este nuevo milenio? Politólogos, historiadores, sociólogos y economistas, posiblemente, sean capaces de sugerir una respuesta.
El arte, asimismo, es capaz de aportar una aproximación a la realidad, en ocasiones más profunda y certera que la misma ciencia. Pero esa lectura del futuro, sin esgrimir pruebas contundentes, solo puede basarse en el ejercicio constante de la imaginación, la línea y los colores, el sonido y la voz, el movimiento, la actuación, la palabra, la alucinada clarividencia del artista.
Alfredo Pérez Alencart y Renée Ferrer en el Ayuntamiento de Salamanca (foto de Jacqueline Alencar)
CITAS
(1) Poesía completa hasta el año 2000.- El Acantilado y el mar. Renée Ferrer. Arandurá. Asunción, 2000. p. 351.
(2) Idem. p. 352.
(3) Idem. p. 353.
(4) Idem. p. 354.
(5) Idem. p. 354.
(6) Idem p. 354.
(7) Poesía completa hasta el año 2000. – Peregrino de la eternidad. Renée Ferrer. Editorial Arandura. Asunción, 2000, p. 203. Idem. p. 204.
(8) Poesía Completa hasta el año 2000. – El resplandor y las sombras, (1996) Renée Ferrer. Editorial Arandurá. Asunción, 2000, p. 474.
(8) Idem, p. 365.
- (8). Idem, p. 366.
- (9). Poesía Completa
- (10). Los nudos del silencio. Renée Ferrer. Ediciones Alta Voz, 5ta.ed. Asunción, 2003, p. 81.
- (11) Idem, p. 82.
- (12). Vagos sin tierra. Renée Ferrer. Ed. Servilibro. 2da. ed. As.,2003, p. 23.
Idem, p. 26.
- (13). Idem, p. 32
- (14). Idem, p. 91.
Idem, p. 155.
- (15). pag. 155.
- (16). Idem 156.
- (17)Idem 157.
- (18). Idem Poesía Completa hasta el año 2000. – El acantilado y el mar.
- (19). Renée Ferrer. Editorial Arandurá. Asunción, 2000. p. 345.
- (20). p. 347.
- (21). Poesía Completa hasta el año 2000. – El ocaso del milenio Renee . Ferrer- Editorial Arandurá. Asunción, (22). 2000. p. 549.
- Idem p. 549.
- (23) . Arréllaga Julia Velilla Laconich de, Gobernador Agustín Fernando de . Pinedo y el destino internacional del Paraguay. Asunción, 1976.
- (24). Poesía Completa hasta el año 2000.-
Renée Ferrer. Editorial Arandurá. Asunción, 2000. P. 549.
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