Crear en Salamanca se complace en publicar el ensayo del escritor venezolano Gabriel Jiménez Emán. Le expresamos nuestro agradecimiento por habernos enviado esta hermosa y profunda reflexión.
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La palabra es quizá el mayor invento que hasta ahora ha realizado el hombre. Sin palabra no habría comunicación, memoria ni registro de cuanto acaece. No habría referencia de los hechos, matices, canciones, narraciones; no se transmitirían mensajes, historias, códigos y posiblemente tampoco existiría una cultura sin el instrumento de un lenguaje, que es el edificio bien armado de la palabra. Los idiomas, son, precisamente, las múltiples versiones del lenguaje humano en cada cultura, en cada tradición, y éstas responden a sus peculiaridades geográficas, a su clima, a un paisaje que va moldeando el temperamento y la conducta de hombres y mujeres que, desde niños y a lo largo de sus vidas, necesitan ritualizar primero y luego fijar en escritura, en piedra o tela, el bosque de signos que habitan en el poder de la naturaleza para comprenderse, para transmitirse los hábitos, significados y valores que constituyen el aprendizaje del mundo práctico, y la vez la revelación interior de ideas sagradas, las cuales a su vez se convertirán en ideas cifradas en determinada escritura, en signos indelebles en un pergamino, un papel o una página, los cuales pueden servir para matizar, con belleza o asombro, la lucha de su ardua sobrevivencia. El foliado, el compendio de esas páginas daría origen con el tiempo al libro, vehículo primordial del pensamiento, y posiblemente el objeto más complejo que ha creado el hombre, pues en el conviven imágenes visuales, reproducciones de arte, fotos y palabras en distintos tamaños, formas y colores que pueden contener no uno, sino varios universos.
El libro, que puede ser leído en silencio o en voz alta, cifra la memoria humana en su crecimiento simultáneo con lo vegetal y lo animal para otorgarle rango cósmico, para intentar hacer trascender la experiencia más allá de lo accidental, lo circunstancial o lo casual, del necesario azar del tiempo, y revelarnos siempre nuevas cosas, mundos perfectibles que nos ponen en frente de lo cualitativo humano: su idea, su mente, su sentir, su precariedad y fragilidad convertidas luego en conocimiento, testimonio, goce o hechizo expresivo.
El idioma castellano brilla en el amanecer de las lenguas romances, herederas del latín y del griego. Se desliza entre la dulzura del italiano, la delicadeza del francés, lo bruñido del catalán y la cadencia del portugués para ofrecer su increíble poder de amasarlos a todos y reclamar para él la sintaxis más dúctil, la inflexión más concisa, el más agudo poder de penetración a través de su fluir libérrimo, con su poder de absorber vocablos de todas ellas con el fin de acrisolarlas. Los antiguos ibéricos la fueron forjando desde el centro de España en Castilla La vieja, desde el anónimo Cantar del mío Cid, para expandirla luego por Andalucía y agregarle el elemento morisco, producto de la convivencia con lo árabe, con los grandes poetas de Córdoba o Granada como Ibn Hazm o Ibn Zamrak, y luego echarla a andar por los mares y ríos de América creando así, desde la palabra canoa –primer vocablo americano de la lengua castellana— un conjunto de voces que desplegarían en América Hispana una nueva y sorprendente fuerza.
Francisco de Quevedo, Garcilaso de la Vega, Luis de Góngora, Jorge Manrique, Fernando de Rojas, Lope de Vega y Miguel de Cervantes le dieron rango literario en el mundo al castellano, y activaron después las grandes creaciones de un García Lorca, un Miguel Hernández, un Vicente Aleixandre o un Luis Cernuda, que señalarían el decisivo rumbo en América de un Rubén Darío, un Pablo Neruda, un César Vallejo o un Vicente Huidobro, un Ramos Sucre o un Vicente Gerbasi. Ellos, los poetas, marcaron el camino para los narradores y ensayistas que seguirían enriqueciendo el idioma a lo largo de todo el siglo XX y lo que va del XXI, en sus libros labrados en ese idioma que le debe uno de sus máximos relieves a la tristísima pero jocosa aventura del creador de El ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, obra que nos funda a todos nosotros y a la cual habremos de rendir homenaje el tiempo que nos queda de vida, y el que nos queda de muerte también.
Poesía, sociedad
No es ocioso plantearse cuál puede ser hoy la función de la poesía en la sociedad, y por supuesto qué papel puede jugar el poeta dentro del entramado social de un país. De hecho, el significado profundo de la poesía hoy no puede comprenderse si no revisamos el de épocas anteriores. En las sociedades orientales, asiáticas y africanas tribales la poesía formó parte de los rituales de la tierra y de la comunión con las deidades de la naturaleza: el viento, la lluvia, el sol, las estaciones, los animales; en fin, el paisaje y todo lo que tenía que ver con la lucha frente a ese paisaje, la lucha por la supervivencia. En la antigüedad clásica griega y latina la poesía era una disciplina que formaba parte de los estudios académicos; en la Edad Media y el Renacimiento europeos la poesía fue una manera de cantar el amor cortés o trovadoresco, cantar las gestas y batallas y, también, un modo de entender la fe o acercarse a los dioses, paganos o cristianos; en los siglos dieciséis y diecisiete, tanto en Europa como en Asia o África, los poetas fueron siempre transmisores de sensibilidad, en el sentido de restaurar la voz íntima de lo humano, recuperándola para una identidad que puede ir de un país a un continente, o de una lengua a otra mediante una adecuada traducción literaria, así como han demostrado poetas del aliento de Walt Whitman, Charles Baudelaire, Francisco de Quevedo, Luis de Góngora, Rubén Darío, García Lorca, Pablo Neruda, César Vallejo o Vicente Huidobro, para citar sólo a algunos de los nombres que configuraron una poética ambiciosa en todo lo que podía abarcar en lo humano o lo cósmico, lo cotidiano o lo trascendente en un solo movimiento.
Desde que figuras cimeras coparon buena parte de la escena en los siglos diecinueve y veinte (dejando una vasta influencia en notables poetas posteriores), la poesía como actividad demiúrgica, ritual o intelectual de vocación universal, fue poco a poco perdiendo estas cualidades aglutinantes con la entrada de la sociedad industrial y el maquinismo, para ceder el paso a experiencias tecnológicas y audiovisuales: a la música popular y a sus principales medios: los discos, el video y el espectáculo mediático, con lo cual la palabra fue perdiendo peso específico como principal transmisor de mensajes estéticos, y los poetas perdiendo espacios en la escena pública, que abre el paso al proceso de deformación de una cultura popular a una cultura de masas. La novela masiva, los libros más vendidos (best-sellers), la telenovela, las series televisivas unitarias, y la entronización de actores de cine y cantantes como principales transmisores de mensajes sentimentales, han copado la escena las más de las veces para banalizar los contenidos poéticos o filosóficos que pudiera aglutinar la poesía en el mundo actual.
En la primera década del siglo XXI esto se ha constatado, quedando la poesía (en el terreno de la divulgación masiva) por debajo de la novela, el cuento y el ensayo, pese a la facilidad instrumental aparente que presenta su síntesis lingüística; y también por debajo del artículo y de la crónica, con el auge del periodismo escrito. Con esto, la figura del poeta queda en una suerte de limbo cultural que encuentra poco asidero en el escalafón social y profesional, minimizándose su función a tal punto que no es posible pensarla como oficio o como profesión sin que esto provoque una burla solapada.
Sin embargo los poetas, conscientes de ello, no aspiran a un reconocimiento social en los mismos términos de las otras profesiones u oficios, permaneciendo como voces críticas subterráneas, secretas pero esenciales de una sociedad que se reparte sus responsabilidades entre el poder político y el poder económico, quedando el poder cultural y humanístico en un segundo o tercer plano, cuando debería ser lo contrario, pues la educación humanística o moral debería constituirse en norte o guía, y el contenido cultural volverse un vehículo para adquirir un manejo correcto del poder político, lo cual garantizaría posiblemente una justa distribución de los bienes entre los ciudadanos de un país, y les permitirán a éstos desarrollar sus cualidades espirituales en la consecución de valores como la amistad, la lealtad, el afecto o el respeto.
Lamentablemente esto es así. Los intereses materiales privan ahora por encima de todo y envilecen el mundo político con sus sueños de pompa material, narcisismo, vanidad, ansias de poder, guerras por recursos energéticos y negociaciones para protegerles de otros– por parte de potencias militares que se piensan dueñas de los destinos del planeta, repitiendo taras y vicios de viejos imperios.
Afortunadamente, la poesía permanece en un subsuelo secreto, guardando los más preciados códigos humanos y valiéndose de una gramática cifrada en la profundidad anímica del ser, merced a un lenguaje que trasciende lo circunstante para marcar una diferencia, pues se dirige esencialmente a un espacio sagrado (de religar con los dioses, a través del entusiasmo) a un doble ámbito psíquico de sueño y ensoñación –uno para lo inconsciente y otro para la vigilia proyectada al futuro—y otro de recuperación de la memoria ancestral de la especie que, –voluntaria o involuntariamente— inquiere sobre su lugar en el mundo y al mismo tiempo lo cuestiona, lo interroga con preguntas que sobrepasan su inmediatez para buscar respuestas en la perennidad, en una meticulosa reconstrucción de símbolos, mitos o epopeyas que trascienden lo puramente razonable. Es por ello que a la poesía no se le puede aplicar el método analítico de la ciencia ni el razonamiento de la causa y el efecto, de la razón cartesiana.
La poesía siempre se escapa por las hendiduras asombrosas de un lenguaje otro, de un agua original donde se sumerge para buscar imágenes nuevas, asociaciones inéditas, álgebras vertiginosas del existir, reconociéndose ella misma a través de signos propios una semántica alterna, una lectura múltiple del mundo, lo cual explica que la relectura de un gran poema siempre sea distinta. Toma su fuerza de esas potencias ocultas y las vuelve visibles, las descifra para la sensibilidad del lector que, en ese instante, al descubrirlas, se torna poeta y descubre cosas dentro de sí, al volcarse a través de su sensibilidad y entendimiento a la palabra del otro –su semejante, su par— del demiurgo que ha surcado un mar interior de vocablos que se organizan y resuenan con la música de las esferas, para fundirse en una relectura de abismos más humanos.
No nos preocupemos pues por la figuración social de la poesía, ni por sus fastos externos. Sigámosla buscando en el terreno de lo imposible, que de súbito se vuelve posibilidad cuando se avanza en la suave madrugada del lenguaje hacia el día de lo revelado, para arribar así a la clarividencia individual por encima del hombre-masa, del hombre-seriado, del hombre-consumo.
La poesía sigue así en su universo de revelaciones íntimas y de hallazgos que son como pequeñas y sucesivas implosiones del lenguaje que, a la postre, detonan en el seno del ser individual en sociedad, es decir, del ser-solitario que se vuelve solidario, pues siempre busca y encuentra a su lector dispuesto a sembrarse en una tierra fértil, abonada con los mejores desasosiegos de lo humano.
septiembre 30, 2014
Gracias, Miguel Elías, por esas magníficas ilustraciones. gracias José Amador Martín, editor de esta maravillosa página dedicada al humanismo literario, y gracias también, por supuesto, al gran poeta Alfredo Pérez Alencart, por alimentar siempre este espacio para el espíritu. Mis mejores saludos y deseos para todos ustedes.