Crear en salamanca tiene el privilegio de publicar la Lección Magistral ofrecida por Fermín Herrero (Ausejo de la Sierra, Soria, 1963), poeta y profesor de lengua castellana y literatura en el instituto Juan de Juni de Valladolid, ganador de importantes premios literarios, como el Hiperión o el Premio de la Crítica de Castilla y León por su obra La gratitud. Licenciado en Filología Hispánica, buena parte de su obra está ambientada en la comarca soriana de Tierras Altas, de la que procede. En 2015 obtuvo el Premio Castilla y León de las Letras, en su edición correspondiente a 2014.
Fermín Herrero, durante su intervención (foto Universidad Pontificia).
Alteza Real, Excelentísimo Sr. Duque de Soria, Excma. y Magnífica Sra. Rectora de la Universidad Pontificia de Salamanca, Excmo. Sr. Conde de Guadalhorce, presidente Ejecutivo de la Fundación Duques de Soria, autoridades, señoras y señores…
Lo dijo para siempre aquel cuyo nombre fue escrito en el agua, según reza, a petición propia en el lecho de muerte, el epitafio de su lápida en el cementerio protestante de Roma, John Keats: “la belleza es verdad; la verdad, belleza”. Y añadió, en traducción mía un tanto libre, para cerrar su oda “A una urna griega“: “es todo lo que necesitas saber sobre la tierra”. Es una sentencia enigmática que recoge el topoi clásico y nos sacude muy adentro.
Entre las anotaciones y comentarios de los cuadernos del primitivista Ingres, hay uno que me parece, junto a los versos de Keats, muy elocuente para enfocar el contenido del discurso que voy a echarles: “nada hay de esencial por descubrir en el arte, después de Fidias y Rafael, pero siempre hay que esforzarse, incluso después de ellos, por mantener el culto de lo verdadero y por perpetuar la tradición de lo bello”.
Decisiva, por caso, como objeto lírico, la belleza, que es un misterio al igual que todo lo importante de la existencia, en lo que se refiere al cometido periodístico, como objeto u origen de lo escrito, carece de sentido, se atendría tan solo al cuidado y rigor del estilo, atributo no menor, desde luego, si bien aplicable exclusivamente a la tarea individual, puesto que el esfuerzo lector, la frecuentación de los clásicos, la corrección y afinación de lo redactado y otras labores afines constituyen la aguja de marear que nadie puede, no ya manejar, ni tan siquiera, regir desde fuera.
Centrémonos, pues, en el concepto de verdad – tampoco ajeno a la poesía, baste esta cita del impar Juan Ramón Jiménez: “la poesía no puede nunca, aunque lo quiera, estar a la moda, porque la poesía es la verdad y la moda es la mentira”- por avenirse más con nuestras intenciones y porque, a mayor abundamiento, hay otro problema adicional en lo relativo a la escritura. Con frecuencia, la verdad última arraiga sólo en el silencio, en el silencio que se guarda como un tesoro en lo más adentro de nuestro ser y la poesía debe preservar en la palabra ese silencio cardinal.
Cómo me he atrevido con una cuestión epistemológica tan denostada y espinosa, de tamaña complejidad y magnitud, tan abstracta, quizá hasta abstrusa, con la cuestión epistemológica en sí, que tantos recovecos esconde en su desentrañamiento y tantas añagazas de todo jaez dispone en su indagación; y, por añadidura, de la forma sucinta y expositiva a la que obliga una conferencia pública de estas características, no lo sé, tal vez para tantear, al decir del lógico de Berkeley Donald Davidson, alguna semilla de verdad.
Sin embargo, es indiscutible, según el veredicto de Adam Schaff que “cualquier sistema filosófico y cualquier teoría científica aspiran al conocimiento de la verdad o tienen muchas pretensiones de representar dicho conocimiento. En caso contrario, ese sistema filosófico perdería el derecho a la existencia o se negaría a sí mismo”. Idéntico razonamiento cabría aplicar a la poesía que, desde su impulso religioso, debe saber; o a la escritura en prensa que, a favor de la veracidad, debe conocer a fondo.
Espero, pues, no liarme ni incurrir en algo descabellado: la bibliografía es inmensa e inabarcable de todo punto; el campo de batalla, indescifrable; el término, vaciado a fuerza del abuso, desgastado, si no desbaratado de todas, por los sucesivos ataques de la modernidad. Pero en casos así, en los que la necesidad apremiante, ineludible, no encuentra asideros, me acuerdo de aquel relato que le transmitió Yosef Agnón al especialista de mística judía Gershom Scholem –lo resumo, por no alargarme, aun traicionando su decurso y alcance repetitivos- en el que se cuenta que cuando Baal Shem, fundador del jasidismo debía resolver una duda iba al bosque, encendía un fuego, pronunciaba sus oraciones y lo que quería se realizaba. Una generación después no se sabía encender el fuego; a la siguiente, se olvidaron las oraciones; luego, nadie conocía ya el lugar propicio del bosque. La historia se clausura con estas frases: “Pero de todo esto podemos contar la historia. Y una vez más con eso es suficiente”. De momento puedo contárselo a ustedes, pues, me dejan, con eso basta en el intento de defender la verdad.
De inicio, conviene separar, pienso, el rastreo de la verdad absoluta, gnoseológica, trascendente que en general trataría de responder a la pregunta ‘¿qué es la verdad?’ de las verdades íntimas, a menudo intuitivas en su captación e intransferibles por afectar a cosas de mucho secreto, que diría Santa Teresa y también de la constatación de las verdades menudas, cotidianas, de andar por casa, fruto de la experiencia de la vida, que atenderían a la cuestión sobre qué es lo verdadero, opuestas, en consecuencia a las mentiras, las falsedades, las medias verdades, el disimulo, el engaño, la ilusión, la apariencia, la ocultación, el error o el barullo caótico, apabullante, del bombardeo de sobreinformación y que atañen de lleno a la práctica periodística, ya que una vez desterrado el imperio de la verdad queda barrida la reflexión y todo es parloteo, acción, consumo rápido, relleno, clichés, estereotipos, titular, negritas, flashes digitales…
Fermín Herrero con los Duques de Soria y otros representantes (foto Fundación Duques de Soria)
Para clarificar estas últimas, las verdades corrientes, habría que recurrir a la coincidencia o adecuación de la cosa con el intelecto, como pedía Husserl, o a la plena concordancia objetiva o conformidad de lo mentado en consonancia con lo dado, vivida desde la evidencia. Si, encaminados por los versos de Keats, cuya dilucidación parece ciertamente difícil aunque algo nos advierta de su certeza de fondo, nos aventuráramos hacia la primera, que “exige abstractamente ser reconocida”, en palabras de William James, nos dirigiríamos directamente a la esencia cognoscitiva, unitaria, total, singularizada, de la investigación, la creación o la fe, de evidencias de orden metafísico u ontológico o religioso, siempre y cuando no sean de pega; nos internaríamos, al cabo, en los dominios, para mí ignotos, de la teología.
Probablemente me haya embarcado en semejante abstracción porque, como sucede con la naturaleza inefable del numen lírico, es algo que escapa de continuo y, en consecuencia, una y otra vez fracasamos en el intento de aprehenderlo, pero justamente por eso se vuelve a la carga con ánimo renovado, sabedores del espejismo final, de nuestra derrota segura, confiados en el valor de la travesía emprendida hacia la meta definitiva, a fuer de inalcanzable, como cuando caminamos hacia el horizonte, que siempre escapa pero que está; en último extremo apremiados, acuciados, en fin, por una necesidad que en modo alguno puede evitarse, ineluctable.
De todas formas, lo que definitivamente me decidió a escoger este tema al que tengo hoy aquí el honor, que me excede, de acercarme, fue mucho más pedestre. Zanganeando una tarde frente a la caja tonta, alienándome sin motivo alguno, si bien siempre hay razones para resarcirse de las veleidades, oprobios e ignominias cotidianos, escuché azarosamente a uno de los presentadores celebrity, a la sazón, cómo no, novelista de éxito, de un talk-show de chismorreos que bate récords de audiencia, regodeándose en un cinismo harto revelador de lo que está pasando, soltarle enojado y muy petulante a los tertulianos, textualmente, puesto que lo anoté: “Vosotros no sé qué pensaréis, pero yo creo que la verdad está muy mitificada”. Es raro que no acicalara su mandato al cesarismo de la opinión, al perspectivismo insensato e irresponsable con el manido “a día de hoy”.
A la vez que veía la tele hojeaba un suplemento cultural y caí en una entrevista precisamente de quien acababa de salir en la pantalla acompañado de su novia fashion. Leí entonces que durante la campaña de promoción de su novela ‘Cinco esquinas’, el Nobel Mario Vargas Llosa había declarado, con su lucidez habitual, que la verdad es la palabra clave que anida en la crisis que vive el periodismo. «Estamos ante la horrible perspectiva de que desaparezcan los periódicos. Lo que los periodistas pueden hacer para evitar eso es decir siempre la verdad y no mentir. Es algo que parece obvio pero no lo es. A veces es difícil identificar la verdad, pero siempre hay una manera de ser honesto”.
Hay otra faceta lateral en la toma de decisión que debo cuando menos citar. En la niñez nos aguijonea, ante los mayores, la inclinación perentoria, instintiva, de preguntar, a menudo hasta el fastidio, de dar la matraca con inquirir repetidamente sobre el porqué último de las cosas, con lo que, a riesgo de equivocarme, pienso ahora que alguna relación debe de haber entre la verdad y la inocencia, dos de las virtudes que está obligada a observar y preservar, dicho sea de paso, la poesía. Sin duda, aunque mejor será no meneallo, que en el momento en que teóricamente nos entra el uso de razón dejemos de preguntar y de interrogarnos sobre el sentido del mundo y de la existencia, me temo que es prueba inequívoca de hasta qué punto asumimos, y tan temprano, que la mentira reina sobre la sociedad, es acaso el fundamento principal de su cohesión.
A propósito de los abismos que abre la verdad y que la hace socialmente insoportable en todo tiempo y lugar no puedo resistirme aquí, en Salamanca, a sacar a colación aquella escena tan unamuniana de ‘San Manuel Bueno, mártir’: “No me olvidaré yo jamás del día en que diciéndole yo: “pero Don Manuel, la verdad, la verdad ante todo” y él temblando me susurró al oído –y eso que estábamos solos en medio del campo- “¿La verdad? La verdad, Lázaro, es acaso algo intolerable, algo terrible, algo mortal, la gente sencilla no podría vivir con ella”.
Dicho queda, como prueba previa y palmaria, por boca del rector y maestro, que siempre pensó que lo que aumenta el saber agudiza el dolor. Muchas otras constataciones de que la mentira es el engrudo social me vienen a la cabeza. Sin apartarnos de la ficción, por ejemplo, la estampa del licenciado Vidriera repartiendo sus transparentes franquezas sobre las profesiones y luego acogotado por los paparazzis aúlicos, avant la lettre.
Ahora bien, una cosa es comprobar su peligro y otra muy distinta rendirse al secretismo del poder o declarar que la verdad está proscrita, como exige y estipula la modernidad, porque las consecuencias de someterse a esta doxa son atroces. A mi escaso entender, ambicionar la verdad comporta un poder anagógico, de elevación interior y ennoblecimiento, estimula y da confianza.
En fin, entremos en materia, que no es fácil, debido a que en función del zeitgeist opresivo mi generación ya no puede evitar, nacimos con ellos, el relativismo y nihilismo preponderantes, toda vez que o se rebaten por completo desde el asidero de la creencia o el dogma o es muy arduo combatirlos y porque “en lo que se refiere a la verdad nuestro camino es ciego” como confesaba hace muchos años el narrador burgalés Manuel de Lope en la promoción de su novela ‘La sangre ajena’.
Y así me lo parece a bote pronto. La concepción clásica de la verdad deriva de la intuición de Aristóteles en su ‘Metafísica’: “ Decir de lo que es que no es, o de lo que no es que es, es falso, mientras que decir de lo que es que es, o de lo que no es que no es, es verdadero”. Parece un mero juego de palabras, no obstante el criterio de verdad aristotélico coincide con el que seguramente sostendrían la mayoría de las personas. Es lo que en filosofía se conoce como teoría de la correspondencia.
Sobre la historia de la verdad lo ha dicho casi todo, en su libro de título homónimo, Felipe Fernández-Armesto. Para este profesor de Historia Moderna en Oxford, que escribe en inglés, el problema radica en rendirse y abandonar la búsqueda de la verdad en todos los órdenes, tal y como sucede en general ahora, cuando “las sospechas de que la realidad es intratable e inefable” que “siempre nos han rondado” están omnipresentes, se han apoderado del imaginario colectivo. “En contraste con la historia de la búsqueda de la verdad, el grado de indiferencia actual parece una súbita, peregrina y peligrosa novedad”. En cualquier civilización sana, aun amenazada como la nuestra por el nihilismo y el fundamentalismo, lo natural, de manera innata, pienso que es tratar de intuir la verdad, lo extraño es la indiferencia ante ella.
No vamos a entrar en las múltiples y heterogéneas interpretaciones teóricas sobre el concepto, que encima no tienen fondo. Veamos cómo recrea, con su incomparable estilete verbal, Ortega y Gasset la conocida, capital escena para la recta intención de estas palabras entre Jesucristo y Poncio Pilatos relatada en la Biblia, en el Evangelio de San Juan, XVII,38: “Pero es ya razón sobrada para que nos hagamos la pregunta que una dramática tarde se hizo, en el pretorio, al justo de Galilea, que hizo el político, todo frivolidad, al hijo del hombre, todo corazón: Quid est veritas?”.
Nadie sabe, naturalmente, y de ahí la resonancia a lo largo del tiempo de la pregunta retórica, irónica, de Pilatos qué es la verdad a ciencia cierta, aunque la imposibilidad de definición no implique que haya que renunciar al concepto, con lo que lo único factible es pertrecharse de aproximaciones procedentes de la teoría del conocimiento. Su abstracción, de fondo incognoscible, limita cualquier acercamiento a la categorización. Pude decirse que es una cualidad, como el color blanco emborronado de estos folios; o una relación, la que tengo con ciertas personas y sobre todo conmigo mismo; o un principio secreto en el seno doctrinario de las creencias: la Verdad con mayúscula, la más inalcanzable, la que le espetó Jesús a Poncio Pilatos y provocó su reacción: “Todo el que ama la verdad escucha mi voz”. El propio Ortega y Gasset no se sabe si amplía el campo de visión o lo amojona cuando la encuadra así: “no más que un carácter del conocimiento; el conocimiento a su vez supone los conceptos de pensar, de realidad, de sujeto, de conciencia, de representación, de contenido de la conciencia, etc.”.
Pero, por restringirnos al campo del periodismo, a fuer de resultar simplón, diría que la verdad informativa es aquella que se circunscribe a los hechos, sin más ni más. Sin embargo, conviene tener presente que mi intención no va más allá de recordarles unas cuantas perogrulladas que sirven para entendernos un poco, para soportarnos, al menos para no engañarnos de plano, adrede, torticeramente y sin solución.
En fin, sería aquello tan sobado de los ingleses, de las cinco uves dobles y la hache y aun en la mayor parte de los casos me parece que habría, para ser estrictos, que prescindir del porqué. La noticia debe responder única y exclusivamente a estas preguntas y las palabras deben tener una correlación, aunque sea convencional, lo más estrecha posible, lo más ajustada, con lo sucedido. Todo lo demás, cualquier atisbo de huella subjetiva, partiría del amenazador y pernicioso perspectivismo, por desgracia tan tronante en nuestros días, cuando no del exhibicionismo fatuo y fuera de lugar de lo que con mucha presunción y ringorrango se llama la pluma, como metonimia, a la antigua usanza, relativa a quien ha pergeñado el texto.
Otro momento de la lección de Herrero (foto Salmancartv al día)
Quizás, pienso, por acotar con algo más de propiedad lo anterior, el informador deba de poseer un dominio previo del contexto y una asimilación organizada de sus pensamientos y percepciones para corroborar e interpretar los acontecimientos en sus justos términos, ya que el proceso de verificación directo e indirecto (la variedad necesaria y el contraste de las diversas fuentes, la validación coherente de lo ocurrido, la armonización posterior del texto, etc.), para evitar inexactitudes, infundios o embustes, obligatoriamente ha de ser escrupuloso, con el añadido y dificultad de que ha de realizarse con frecuencia, por no decir siempre, ipso facto, sin posibilidad ninguna de rectificación, casi al unísono con la redacción de la noticia.
Por consiguiente, una formación cualificada se nos antoja la única garantía, la más fiable, para afrontar modélicamente el oficio. De ahí la importancia de la impronta que pueden dejar estos cursos y, por extensión, de los programas bien enfocados y orientados, que respeten lo esencial y no se enreden en el barullo igualatorio posmoderno, que sólo añade más ruido y confusión a los que ya hay de por sí en el ambiente. Esta recomendación, que no por obvia deja de ser pertinente e inapelable, según se han puesto los estudios, conlleva una llamada al esfuerzo, a la dedicación sin pausa, a la exigencia, porque así el entendimiento podría, como mínimo, ajustar lo verdadero a la realidad y evitar el totalitarismo de la mentira y de lo arbitrario al que estamos sometidos. Sólo desde la instrucción y el trabajo se llega a la observancia de la cautela crítica y de la conciencia de que lo preciso y exacto son el único puerto seguro de quienes piensan y escriben.
Ni que decir tiene que la falsedad aposta, deliberada es aún más nociva y censurable, pero entraría ya dentro de la esfera moral del periodista, del código deontológico que se asume o se debería asumir vocacionalmente al trabajar en esa actividad tan dinámica y admirable para mí; es un modo de conducta del que no voy a recelar, porque la ética ejemplar y aun ejemplarizante de informar con exactitud se le supone, como el valor al militar.
Más allá -y esto es fundamental, lo que pasa es que habría que alargarse demasiado para el tiempo que tenemos- podría considerarse, en esta línea, que para defender la verdad no hay como acreditarla diariamente y aun con la conducta personal, toda vez que me parece evidente que quien desea destruir algo cierto, conseguido y consolidado como tal –labor, por otra parte, de un facilismo demagógico al alcance de cualquiera y que a poco que se difunda suele ser jaleada por la masa, ahora denominada audiencia- lo primero que hace es desacreditar el sistema en su conjunto, sin distingos, para que así nada sea firme y claro y cada fundamento que lo apuntala entre en crisis. Pensemos, a este respecto, y ahí lo dejo caer, en el papel decisivo, a grandes rasgos ejemplar, de la prensa durante la Transición y el que le espera y debe asumir en estos tiempos convulsos que se adivinan, si no están ya aquí.
Bien, aprovechando esta referencia concreta, vayamos a algunas consideraciones finales. Como aperitivo para introducirnos brevemente, de hoz y coz, en estos tiempos de narcisismo infantiloide en los que cada cual hace de su vida un reality-show, donde todo, a merced del simulacro y el marketing, se reduce a imagen, selfie, instagram…como muestra inequívoca de que la sociedad del espectáculo que detectara con inapelable acierto Guy Debord no sólo ha monopolizado lo público sino que ha sido interiorizada por el individuo, pese a su longitud no me resisto a leerles, espero me perdonen, una cita del irlandés C.S.Lewis, el famoso autor de ‘Las crónicas de Narnia’ y, al margen de su faceta fantástica, escritor y pensador de primera magnitud: “La exigencia de igualdad tiene dos fuentes; una de ellas se encuentra entre las más nobles emociones humanas, la otra es la más baja de ellas. La fuente noble es el deseo de juego limpio. Pero la otra fuente es el odio hacia la superioridad […] La igualdad (más allá de las matemáticas) es una concepción meramente social. Se aplica al hombre como animal político y económico. No tiene cabida en el mundo de la mente. La belleza no es democrática, la virtud no es democrática, la verdad no es democrática. La democracia política está condenada al fracaso si se intenta extender su exigencia de igualdad a estas esferas superiores. La democracia ética, intelectual o estética está muerta”.
Nuestra democracia actual, como dictamina en sus diarios últimos, asombrándose de semejante barbarie, Imré Kertesz, recientemente fallecido, que sobrevivió a Auschwitz y al comunismo y sabe bien de qué habla, “considera antidemocrático al talento”. La mediocridad pienso que incuba el recelo, en ella fermenta la inquina, cuando no la persecución a lo superior. Auspiciarla y promoverla adrede desde el poder o desde la dirección de cualquier medio genera más medianía, más enconamiento mezquino, infame, de lo falsario. Por el contrario, únicamente a partir de la altura de miras se puede aspirar, con todas las reservas, a la humildad.
Lo que C.S.Lewis se temía ya ha tenido lugar. Los estudiantes de periodismo, los periodistas en general, espero que comprendan que van a vérselas, que nos enfrentamos a la conspiración de la ignorancia, y por tanto de la estulticia y la necedad, propiciada y alentada por el allanamiento relativista y organizada en tribus, manadas, lobbys o grupos de presión; que únicamente desde la ejemplaridad y la excelencia, siguiendo el principio de imitación de los mejores, aunque bien sé que cada una de estas virtudes están en entredicho, si no desterradas, se puede combatir a quienes se han apoderado de todo por vía mayoritaria o mediante el recurso de los hechos consumados.
Deben entender que es un dislate hacer caso o dar pábulo a los cantos de sirena de las ideologías; que tendrán que lidiar con las lacras de la partitocracia; que han de conceptuar a las personas una a una, como pedía Kierkegaard, para distinguir con nitidez al recto del torcido, al honrado del corrupto, al justo del veleta, al sensato del aventado, al que da trigo de quien sólo predica, que de todo hay en cualquiera de las viñas del Señor. Una breve observación al respecto: lo poco que afortunadamente queda de las ideologías, adulterado y surtido a demanda, si no para el exclusivo medro personal o de los colegas, se utiliza con total descaro como señuelo y pantalla de determinados intereses, que todo buen reportero ha de tratar de desenmascarar y llamar por su nombre.
En conclusión, la apoteosis e instauración del relativismo se levanta contra toda verdad recusando o encenegando cualquier atisbo de lo tradicional y mediante la quiebra del principio de autoridad y, una vez eliminado todo criterio de referencia, de la disciplina intelectual y lo que ello acarrea, más la entronización del contrapunto, de la pluralidad atomizada, de lo multicultural, desemboca en una dictadura sofista de la opinión como única norma, de la variedad y divergencia de opiniones como pauta señera, como ley exclusiva.
Es la última metamorfosis, la más letal, del escepticismo, del escepticismo absoluto con su variante nihilista, claro, no como duda metódica o disciplina hacia la elucidación de la sustancia de la verdad. He dicho última transformación, pero reparo ahora en que el educado, el políticamente correcto y cortés y fino y culto e ilustrado perspectivismo es todavía más pernicioso, dada su sorda y sutil penetración en el tejido social, sin el furor violento, a campo abierto, de sus máscaras predecesoras.
El asunto crucial para nuestra civilización, y posiblemente, a largo plazo, para nuestra convivencia, es que al poner primero en tela de juicio el pilar de lo verdadero y luego arrastrarlo, pisotearlo o gasearlo, difamarlo hasta la impostura, junto al de la belleza y al de la bondad, de paso se segó el hilo de la tradición y a resultas del corte se liquidó el sustrato radical, indispensable de la cultura de Occidente, no hay nada sobre lo que asentarse, ningún terreno firme, nada que nos obligue o atenace, la desolación existencial se erige como única lontananza cuando el amor, la verdad y el amor a la verdad, que incluye la justicia, han sido devaluados y reducidos a anacronismo a erradicar.
Fermín Herrero y Jesús Fonseca, en los pasillos de la Pontificia (foto Salmancartv al día)
Por olvidarse, hasta nos olvidamos de nuestro destino mortal, una verdad, un saber que debería por lo pronto sofocar ese vagabundeo errático por la actualidad palpitante (por recurrir a un tópico de tantos deplorable) que nos distrae cuando ya el tedio nos acogota en la balanza indiferente de las ideas. Hasta la muerte ha sido retirada de circulación, sobre todo en las ciudades, no debe mostrarse, en todo caso reducirse a infortunio sin trascendencia o a viaje: “mi madre se ha ido”, comenta cada vez más gente mostrando una familiaridad entre casual y turística, una normalidad, una camaradería que me espanta.
No hace falta acudir a la impoluta aurora nazi y a su subsiguiente praxis industrial en los lager de exterminio ni a testimonios escalofriantes del Gulag o a estudios sobre el estalinismo criminal e incluso hidráulico, así el espléndido ‘Ingenieros del alma’. Como remarca Natalia Pikouch “durante todo el período soviético, la prensa regularmente daba informes detallados de cosechas, producción industrial, complots enemigos o logros científicos sin la más mínima relación con la realidad material. Todo ello estaba acompañado de actas, fotografías y filmaciones”. Baste este balance para definir la mentira global, el tejido de falsedades manipuladas que constituía la opinión pública de los regímenes comunistas.
Apuntemos simplemente, en medio de este engaño masivo en el que nadie creía pero que gobernaba las vidas de todo el mundo y la sociedad en su conjunto, el dato de que el órgano de propaganda artera más conocido del Partido Comunista de la URSS era ‘Pravda’, que significa ‘La verdad’, con lo que está todo dicho sobre hasta dónde puede llegar la falacia deshumanizadora transformada en aparato opresor bien engrasado y burocratizado.
No tiene menos miga lo que ha sucedido tras la caída del telón de acero y en la actualidad, de la que daba buena cuenta en un artículo de ‘El País’ titulado “El fin de una sociedad abierta”, espléndido como todo lo suyo, el imprescindible escritor polaco Adam Zagajewski. Las consecuencias las estamos padeciendo, pues sigue vigente en cierta manera la falsificación como método de lavado de imagen, así el photoshop y demás tropelías, en el sentido cervantino del ‘Coloquio de los perros’, digitales mucho más peligrosas, y la idea de que una mentira repetida –no quiero hurgar en los mecanismos tiránicos de la publicidad o la propaganda- acaba configurando de facto la verdad. Aunque mucho peor, me temo, será lo que nos aguarda.
Y es que, cuidado, como subrayase Heidegger, y no vamos a ahondar en sus motivos, que juzgo atinadísimos: “la esencia de la verdad es la libertad”, de ahí que el ejercicio del periodismo enfocado hacia la búsqueda insobornable de la verdad y la no injerencia de las empresas sea un principio básico para garantizar la libertad de prensa, si no su fundamento. Hasta cierto punto, desgraciadamente. El cronista y narrador de entreguerras, uno de los primeros que se enfrentó desde dentro, jugándose la vida, al nazismo, Kurt Tucholsky, hoy olvidado, dictaminó que “el periodismo es el tejido de mentiras más complejo que jamás se haya inventado”. Y algo sabía del negocio, me malicio.
Hace poco, tras la caída del muro de Berlín y la aparente integración comunitaria, resumía con una metáfora la situación de Europa el novelista peruano Santiago Roncagliolo: “es el barrio pijo del mundo, rodeado de peligros”. Por mi parte, matizaría que el peligro, como sucedió durante la caída del Imperio romano y el triunfo de la barbarie, está inoculado ya dentro: la disolución del poso de lo sagrado, la renuncia al conocimiento y a la educación que nos han hecho personas, la zafiedad a veces canallesca en las maneras, por citar algunas de las evidencias más palmarias de ese renegar a una cultura de siglos y a la vida del espíritu. Ante esta situación, hay que intentar plantarle cara al relativismo y al perspectivismo, los agentes destructores masivos que han sentado sus reales en el interior del caballo de Troya, que no es otro que el manicomio de internet y las redes sociales, donde nada es fiable, pensemos como paradigma en Wikipedia. Hemos llegado a tal punto que con mantener la serenidad y no perder la cabeza con cachivaches digitales, fruslerías, cotilleos, exhibicionismos varios, etc, ya tendríamos bastante camino andado.
Convengamos en esta línea, para compensar, aunque sea mínimamente, el panorama que he columbrado, que es bastante probable que si alguien encauza apasionadamente su pensamiento para cribar la verdad, la que alcance a percibir, incluso sus modos de ser y conducirse mejoren a partir de esa costumbre vamos a llamar mental. De hecho, muchas veces he tratado de averiguar –porque se nota, no me cabe ninguna duda, pero es tan difícil de discernir- en qué radica la condición de sabio, superior a la de intelectual, especialista o pensador. En ocasiones, sin mucha convicción, he concluido que en su capacidad de esclarecimiento, en la cantidad de verdades que le han sido reveladas desde la intuición o el conocimiento que ha captado, precipitándolo, sedimentando lo primordial, a lo largo del tiempo, separando la hojarasca hasta quedarse en la desnudez máxima, no me atrevo a tildarla de absoluta, de la verdad.
En suma, me arrimo a la conclusión del filósofo romano y profesor en Venecia Giorgio Agamben, quien después de constatar su estupor debido a que ya no se puede hablar en nombre de Dios –sintagma que en el fondo es una tautología- sino de los técnicos o de los expertos, de “los astutos y los imbéciles, que lo hacen en nombre del mercado, de la crisis, de pseudociencias, de siglas, de partidos y ministerios, casi siempre sin tener nada que decir”; con este arqueo como base, proclama que “la filosofía es el estado de excepción declarado en todo saber y en toda disciplina. Ese estado de excepción se llama verdad. La verdad es el contenido de nuestro discurso. No podemos hablar en el nombre de la verdad, sólo podemos decir lo verdadero”. En fin, aun en el caso extremo de que no nos quedara ninguna verdad irrefutable a la que aferrarnos, al menos que no se diga que no nos restan algunas convicciones, aunque sean desnutridas y constantemente intimidadas.
Termino. Por una vez y sin que sirva de precedente, no estoy de acuerdo con la exégesis de la entrada que Rafael Sánchez Ferlosio ejecutó en ‘Glosas castellanas y otros ensayos (diversiones)’ y que obvio por oreada, a mi juicio, sino que me ciño a la interpretación popular, aunque no sea recta: según reza el initium de las sentencias, donaires, apuntes y recuerdos del profesor apócrifo Juan de Mairena, dirigido a sus alumnos–y para muestra, bien vale un botón, de mi tardía fe machadiana tras hacerme bachiller en el instituto que lleva su nombre y dar clase allí durante diez años-: “la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero”, esté conforme aquél o no esté muy convencido éste, a tenor de lo que se añade. E incluso, tal vez, no creo, la haya dicho yo mismo.
El propio Mairena esgrime contra los escépticos un “argumento aplastante: quien afirma que la verdad no existe, pretende que eso sea verdad, incurriendo en palmaria contradicción”. Así que si, en esa línea, a la inversa, simplemente, para acabar, les atizo de buenas a últimas este en apariencia ingenuo y neutro enunciado: “el versificador, hoy conferenciante, Fermín Herrero ha mentido siempre durante la presente charla” y pensamos un momento en su contrasentido, una de dos, o sea, ninguna. Sólo esta socorrida paradoja semántica, llamada del mentiroso, echaría por tierra, invalidaría por completo o al menos pringaría de sospecha todo lo anterior. Es francamente dudoso, pues, que a través del lenguaje haya podido expresar de raíz, en este magnífico paraninfo, en este estrado que no merezco, alguna verdad irrebatible sobre nada, ni acaso, siquiera, por seguir en la estela machadiana, les haya dejado como compañía “unas pocas palabras verdaderas”. Qué le vamos a hacer. Gracias.
***
(*) Lección ofrecida el 4 de mayo en el Aula Magna de la Universidad Pontificia de Salamanca. La invitación fue hecha por la Fundación Duques de Soria y por Jesús Fonseca, coordinador de las Jornadas de Periodismo y Literatura, poeta, periodista y Delegado de La Razón en Castilla y León.
Los poetas Alfredo Alencart, Enrique Viloria, Fermín Herrero (y su hijo), Jesús Fonseca y Juan Antonio Gonzalez Iglesias, en la calle Compañía (Foto de Jacqueline Alencar)
Deja un comentario
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.