El poeta Alfredo Pérez Alencart en Salamanca (1988, foto de Jacqueline Alencar)
Crear en Salamanca se complace en publicar el comentario que, sobre la antología ‘Gaudeamus’ de A. P. Alencart, ha escrito Lilliam Moro (La Habana, 1946), quien salió de Cuba en 1970, vivió en España más de cuarenta años, y desde 2010 reside en Miami (EE.UU.). Premio Internacional de Poesía Pilar Fernández Labrador 2017. Estudió Magisterio (Instituto Pedagógico Makarenko) y Letras y Artes (Universidad de La Habana). En España se dedicó a la edición y las artes gráficas y realizó ediciones críticas-didácticas de clásicos de la literatura como Novelas ejemplares, de Miguel de Cervantes (1977); El Lazarillo de Tormes, Anónimo (1977); La Celestina, de Fernando de Rojas; El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina (1977); La vida es sueño, de Calderón de la Barca (1977); Peribáñez y el Comendador de Ocaña, de Lope de Vega (1977); La verdad sospechosa, de Juan Ruiz de Alarcón (1977); Poema del Cid, Anónimo (1977); Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes (2002), entre otras. Poeta y narradora, su obra poética comprende La cara de la guerra (Madrid, 1972), Poemas del 42 (Madrid, 1989), Cuaderno de La Habana (Madrid, 2005); Obra poética casi completa (Miami, 2013), Contracorriente (2017), El silencio y la furia (2017) y Tabla de salvación (2018) .T ambién tiene publicada la novela En la boca del lobo (Madrid, 2004: Premio de Novela Villanueva del Pardillo).
Portada de Gaudeamus
‘GAUDEAMUS’: LA FE DE VIDA DE UN POETA
Gaudeamus viene a ser como ese documento legal que certifica que al momento presente el individuo existe, y para Alfredo Pérez Alencart, poéticamente hablando, su hoy comenzó hace 33 años cuando a principios del otoño de 1985 llegó a la tierra salmantina con su título de licenciado en Derecho en la maleta y la osadía en su corazón. Porque hay que ser ingenuo y fervoroso —es decir, poeta—para mirar de frente la entrada de la insigne Universidad de Salamanca y seguramente pensar con cierto escalofrío: “Que sea lo que Dios quiera”.
Pasado ese primer momento, azorado como un colegial, quiero imaginar al recién llegado al caer la noche en el patio solitario y ascético del Colegio Mayor Fonseca, con una voluntad amparada por la Voluntad: Les digo que no me voy, / que vine para quedarme / en esta Universidad… (“Ciertas noches, por el claustro del Colegio Fonseca”), quizás esbozando tempranamente en su interior esos versos que muchos años después escribiría: Soy un bienaventurado: / vivo entre voces / que nadie pudo enterrar.(“Treintaitrés años en la Universidad”).
Llegó de las antípodas geográficas, de la deslumbrante Amazonía, a las tierras secas de Castilla: porque su mundo desborda sensualidad / ante el ajado pergamino de Europa, como expresa en su poema “Resiembra de don Diego de Castilla, estudiante mexicano…” Pero la tierra natal que había dejado atrás —que fuera el extenso y deslumbrante Virreinato del Perú hasta el siglo XIX— pasaba entonces por uno de sus momentos más dramáticos bajo el terror del maoísta “Sendero Luminoso”. El poeta dejaba atrás la Oscuridad y escogía la Luz.
Y elige Salamanca como matria, neologismo que engloba patria y lengua —que por algo nos sentimos en casa, estremecidos de emoción, ante la afortunada expresión “lengua materna”.
Alfredo P. Alencart, con Jacqueline Alencar , José Alfredo y Gonzalo Rojas
La tierra natal quedó atrás, pero de vez en cuando aflora sutilmente como cuando menciona las yerbas curativas, el guayaco (o guayacán), la secuoya, o esos tres guiños a su compatriota César Vallejo: hoy estiro mi hueso húmero (“Alegrémonos pues”), ¡Lláme-/me con su voz que despierta españas! (“Oh señor de libreros, señor de Unamuno”) y ese entrañable recuerdo a los de oficios humildes, dignos y necesarios, recogido en el poema “Victoria, tan temprano”.
Gaudeamus, el libro que reúne en su mayor parte poemas ya publicados y varios nuevos, donde pasa lista de los personajes más significativos, vivos y difuntos, relacionados con la Universidad de Salamanca: ¿Cómo hacerle saber que vengo empapado / de su aliento? (“Sobre la lápida de Vitoria”), es también un testimonio de los valores personales del autor, sobre todo la gratitud, porque a su llegada encuentra apoyos generosos, especialmente el de Carlos Palomeque, a quien siempre agradece en sus poemas, haciendo suyo el dicho “Ser agradecido es de bien nacido”, sentimiento que extiende a la institución en sí: y gratitud hasta / el último de mis días. (“Mi Universidad”).
Pero el poeta siente, además de la buena voluntad de muchos otros, el sostén de sus iconos personales: Fray Luis de León y Miguel de Unamuno, como ángeles guardianes de su iniciación a la vida: Hay veces que uno parece ver claramente a los desaparecidos. (“Fray Luis aconseja que guarde mi destierro…”).
Alfredo Pérez Alencart, Jacqueline Alencar y Alfonso Ortega
En este poemario de gratitudes se expresan también los puntos éticos presentes en toda su poesía, su condena a todo tipo de vileza humana: la espumosa combustión de las envidias (“Patio de Escuelas Menores”); la caja fúnebre de la intolerancia (“Alegrémonos pues”), y emocionales, así como su hondura mística sin aspavientos, muy evidente en los poemas dedicados a Santa Teresa de Ávila y a San Juan de la Cruz —a los que prefiere mencionar sin añadidos eclesiales—, y quiero resaltar aquí que los versos a Juan de Yepes están envueltos con el halo melódico de este poeta, así como la dulzura y altura mística de la metáfora con la que define a Teresa: Teresa me sabe a Dios.
Toda la poesía contenida en Gaudeamusestá traspasada por el fervor, esa pasión del ánimo transida de un deslumbramiento que no ha menguado en el transcurso de los 33 años que lleva vividos en los predios salmantinos, como un enamoramiento que se fortalece con el paso del tiempo hasta convertirse en Amor, porque no en balde define como “connubio” ese matrimonio místico hasta que la muerte los separe.
Alfredo Pérez Alencart, Lilliam Moro, Pilar Fernández Labrador y Carmen Ruiz Barrionuevo
(foto de Jacqueline Alencar, 2016)
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