La poeta Cecilia Álvarez en Salamanca (foto de Alex Lorrys)
Crear en Salamanca tiene la satisfacción de publicar este poema inédito de Cecilia Álvarez (La Palma, 1955), poeta y licenciada en Filología Hispánica y Ciencias de la Información, y quien acaba de participar en el XXVI Encuentro de Poetas Iberoamericanos de Salamanca. Ejerció como profesora agregada de Lengua Española y Literatura en Enseñanza Secundaria. En 1991 y 1996, recibe un Premio de Periodismo e Investigación Histórica, respectivamente, en Santa Cruz de Tenerife.
En 2008, obtiene –ex aequo-, el Premio Ángaro de Poesía (Sevilla) con El alma deshabitada. En el mismo año, publica Elogio de la juventud añeja. Le siguen los poemarios Primera luz (2009), Palabras al alba (Colección de Poesía Ángaro, 2012), Adagio del silencio (2013), El lento suspirar de la aurora (2016), Almenara de sueños (Colección de Poesía Ángaro, 2018), la Antología Versos enhebrados (Ediciones Aguere-Idea, 2019) y El tacto invisible de los días (Ediciones Aguere-Idea, 2023).
Ha participado en diversos Festivales Internacionales de Poesía (Las Palmas de Gran Canaria, Macedonia, Rumanía, Madrid y Encuentro de Poetas Iberoamericanos, Salamanca), así como en el Encuentro de Escritores Félix Francisco Casanova (La Palma), Encuentro de Escritores Canarios y Encuentro Internacional de Literatura 3 Orillas (Tenerife). Poemas suyos están recogidos en varias antologías, nacionales y extranjeras. Algunos de ellos han sido traducidos al inglés, macedonio, armenio, rumano, árabe, portugués y croata.
FRANJA DEL DOLOR
“Sé que en alguna parte llora un niño
bajo la soledad de las estrellas,
en medio de un desierto que transitan
sombrías, sordas multitudes ciegas”.
Leopoldo de Luis
No quedan sábanas blancas,
ninguna queda en los confines
de la Tierra,
todas están en la Franja
convertidas en sudarios.
No quedan camas para vestirlas,
nadie duerme,
nadie necesita cubrir su sueño
porque los sueños no existen.
No hay techos
que protejan del rocío,
sólo hay un cielo raso y oscuro
al que todos miran con miedo.
Y confunden las estrellas
con las bombas
y no saben
si la luz les va a alumbrar
o les quitará la vida.
Ya no quedan lágrimas ocultas,
todas han recalado
en los ojos de su pena,
son ahora caudalosos ríos
surcando rostros desamparados,
los rostros de la orfandad,
los rostros impotentes de las madres,
de los padres, de seres
que sólo quieren vivir.
Ya no queda pánico,
todo se ha marchado a Gaza
y habita –inhumano- en el semblante
lastimoso de los niños,
en sus ojos que se agrandan
como si escaparan de ellos
el terror de su mirada.
Ya no queda piel,
toda se ha roto en pedazos
en aquella Franja fría,
son jirones impregnados
en el corazón
de los hogares destruidos,
son parte de las estancias
donde alguna vez alguien riera,
donde los niños jugaran.
Ya no queda sangre,
toda está cubriendo cuerpos
deshojados,
toda está adosada
a la piel maltrecha
de la tristeza.
Corre lentamente
por los recodos de un odio
que los niños no entienden.
Ya no queda tierra
para sepultar la muerte,
las madres sostienen en sus brazos
los cuerpos inertes de sus hijos,
mientras la sábana blanca
es cada vez menos blanca,
mientras la sangre –que es su sangre-
se impregna lentamente
del más desgarrado dolor,
mientras los padres
cambian su valentía por llanto.
Ya no quedan gritos desesperados,
todos se han marchado
hasta el horror de la Franja,
a las bocas de los niños
que claman por las madres que no ven,
por la soledad imprevista
de saberse abandonados,
aprendiendo solos,
-en medio del polvo gris de los escombros-
que apenas hay alguien que les calme,
que les pueda explicar
por qué tanto horror ante sus ojos.
Se preguntan
dónde están los brazos
de sus madres,
dónde la caricia que les cure.
Se preguntan, sin palabras,
por qué han de abrazar
la tierra que les cubre,
la tumba tosca y seca
que oculta
la madre que nunca debió irse.
Ya nadie tiembla,
el cuerpo estremecido por el pánico
se ha ido hasta esa tierra
tan vacía de sonrisas,
esa tierra donde los niños
deberían temblar sólo de frío
si se dejaran olvidada su bufanda.
No deberían temblar de miedo
sin tener cerca
el calor de los abrazos.
Ya no queda, en fin, misericordia
y tampoco en aquella Franja.
Somos -casi- un huerto cultivado
de corazones adormecidos.
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