T. S. Eliot
Crear en Salamanca tiene la satisfacción de publicar esta traducción realizado por Vicente Echerri (Trinidad, Cuba, 1948). En poesía ha publicado (Luz en la piedra, 1986; Casi de memorias, 2008); ensayos (La señal de los tiempos, 1993) y relatos (Historias de la otra revolución, 1998, y Doble nueve, 2008). Ha ejercido el periodismo de opinión durante más de treinta años y ha traducido numerosos libros del inglés al español. Reside en Estados Unidos desde 1980. Esta traducción suya se encuentra en la parte final del volumen ‘Estancia de los sentidos’ (Obra poética reunida), publicado el año 2018 en Madrid y bajo el sello de la editorial Biblioteca Nueva. Es una muestra de su labor traductora.
850 AÑOS DEL MARTIRIO DE BECKET
Se cumplen 850 años de la muerte alevosa del arzobispo de Cantórbery Thomas Becket, a quien asesinaron en su propia sede, el 29 de diciembre de 1170, cuatro caballeros que pensaron que, con este crimen, le hacían un servicio a su rey, Enrique II de Inglaterra, con quien el Arzobispo había tenido un enconado diferendo por los derechos de la Iglesia frente a las prerrogativas de la Corona.
La Iglesia no tardó en elevar a Becket a los altares, y su sepulcro, erigido en el mismo sitio donde lo asesinaran, se convirtió en uno de los primeros sitios de peregrinación de toda la Cristiandad en la Edad Media tardía. Este culto duró hasta 1538, cuando Enrique VIII hizo enjuiciar post mortem a Becket por traidor, destruyó su tumba, incineró sus huesos y expropió los exvotos de más de tres siglos. En época reciente se erigió un altar en el lugar de su martirio con una sencilla inscripción con su nombre.
Inspirándose en esta tragedia, el poeta T.S. Eliot (1888-1965) escribió su célebre obra teatral Asesinato en la catedral [Murder in the Cathedral] de la cual incluyo aquí la última escena en mi traducción (Vicente Echerri).
ASESINATO EN LA CATEDRAL
(segunda parte, última escena)
PRIMER SACERDOTE
Oh, padre, padre, te has ido de nosotros, te hemos perdido,
¿Cómo te encontraremos? ¿De qué lugar remoto
velarás por nosotros? Contigo ahora en el Cielo,
¿quién nos guiará, quién nos protegerá, quién nos dirigirá?
¿Después de qué trayecto, a través de qué pavor más hondo
recobraremos tu presencia? ¿Cuándo heredar tu fuerza?
La Iglesia se encuentra despojada,
sola, profanada, desolada y los paganos habrán de edificar sobre las ruinas
su universo sin Dios. Lo veo. Lo veo.
TERCER SACERDOTE
No. Porque este hecho robustece a la Iglesia,
triunfa en la adversidad. Se fortalece
por la persecución: impera en tanto que los hombres mueran por ella.
Id, hombres tristes y débiles, almas errantes, sin hogar en la tierra
o en el cielo.
Id allí donde el ocaso enrojece los límites de las rocas grisáceas
de Bretaña, o las Puertas de Hércules.
Id aventurados náufragos a las tétricas costas
donde los moros apresan los cristianos;
id a los mares nórdicos cercados por el hielo
donde el soplo mortal entumece las manos y adormece el cerebro;
encontrad un oasis en el sol del desierto,
id a buscar alianza con el árabe bárbaro,
compartid sus rituales obscenos y tratad de lograr
el olvido en sus lúbricas cortes.
El olvido en la fuente contigua al datilero,
o en Aquitania mordiéndoos las uñas.
En el pequeño círculo de dolor del interior del cráneo
aun seguiréis haciendo una infinita ronda
para justificar vuestras acciones ante vosotros mismos,
tejiendo una ficción que se desteje según la vais haciendo,
transitando por siempre en el infierno de una simulación
que nunca es fe: este es vuestro destino en la tierra
y no debemos pensar más en vosotros.
PRIMER SACERDOTE
Oh, mi señor,
la gloria de cuyo nuevo estado se nos oculta,
ruega por nosotros movido por tu caridad.
SEGUNDO SACERDOTE
Ahora en la contemplación de Dios
junto con todos los santos y los mártires que te han precedido,
recuérdanos.
TERCER SACERDOTE
Te alabamos, oh Dios, por Tu gloria, que se muestra en todas las criaturas de la tierra, en la nieve, en la lluvia, en el viento, en la tormenta; en todas tus criaturas, tanto en los cazadores como en sus presas.
Porque toda las cosas existen sólo como las ves, sólo como Tú las conoces, todas las cosas existen sólo a Tu luz, y Tú gloria se manifiesta incluso en eso que te niega: las tinieblas declaran la gloria de la luz.
Los que te niegan no podrían negarte si Tú no existieras; y su negación nunca es completa, porque si fuese así, ellos no existirían.
Te confirman en todo lo viviente; todas las cosas te confirman en lo que vive: el pájaro en el aire, ya sea halcón o pinzón; el cuadrúpedo en tierra, ya sea lobo o cordero; el gusano en el suelo y el gusano en el vientre.
Por tanto el hombre, a quién has creado para tener conciencia tuya, debe conscientemente alabarte, en pensamiento, palabra y obra.
Aun con la mano en la escoba, la espalda doblada para encender el fuego, la rodilla doblada en la limpieza del fogón, los que limpian y barren en Cantórbery.
La espalda doblada por el duro trabajo, la rodilla doblada por el pecado, el rostro que las manos ocultan por el miedo, la cabeza inclinada por el pesar.
Aun en nosotros, las voces de las estaciones, el venteo del invierno, el canto de la primavera, el zumbido estival, las voces de las bestias y de las aves, te alaban.
Te damos gracias por Tus piedades de sangre, por Tu redención por la sangre. Porque la sangre de Tus mártires y Tus santos
prosperará la tierra, creará santos lugares.
Porque dondequiera que haya morado un santo, dondequiera que un mártir haya dado su sangre por la sangre de Cristo,
es tierra santa, y la santidad no la abandonará
aunque ejércitos le pasen por encima, aunque acudan curiosos visitantes con sus guías de viajeros.
Desde donde los mares de Occidente roen las costas de Iona,
hasta la muerte en el desierto, la oración en sitios olvidados junto a rotas columnas imperiales, brota, de esos lugares, lo que por siempre renovará la tierra
aunque siempre lo nieguen. Por tanto, oh Dios, te damos gracias
por haberle otorgado tal favor a Cantórbery.
Perdónanos, Señor, nos reconocemos como personas ordinarias,
hombres y mujeres que cerramos la puerta y nos sentamos a la orilla del fuego;
que tememos la bendición de Dios, la soledad de la noche de Dios, la entrega que se exige y las privaciones que se imponen; que tememos la injusticia de los hombres menos que la justicia de Dios; que tememos la mano en la ventana, el fuego en la techumbre, el puño en la taberna, el empellón en el canal, menos de lo que tememos al amor de Dios.
Reconocemos nuestras transgresiones, nuestras debilidades, nuestras faltas; reconocemos
que el pecado del mundo pesa sobre nuestras cabezas; que la sangre de los mártires y la agonía de los santos pesan sobre nuestras cabezas.
Señor, ten piedad de nosotros.
Cristo, ten piedad de nosotros.
Señor, ten piedad de nosotros.
Bienaventurado Tomás, ruega por nosotros.
Vicente Echerri
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