Alfredo Pérez Alencart con su libro y en el Campus Unamuno de la Universidad de Salamanca
Crear en Salamanca tiene el privilegio de publicar este ensayo escrito en Nueva York por David Cortés Cabán (Arecibo, Puerto Rico, 1952), quien posee una Maestría en Literatura Española e Hispanoamericana de The City College (CUNY). Fue maestro en las Escuelas Primarias de Nueva York y profesor adjunto del Departamento de Lenguas Modernas de Hostos Community College of the City University of New York. Ha publicado los siguientes libros de poesía: Poemas y otros silencios (1981), Al final de las palabras (1985), Una hora antes (1991), El libro de los regresos (1999), Ritual de pájaros: antología personal (2004), Islas (2011), Lugar sin fin (2017) y Presencia de lo efímero (2021). Sus poemas y reseñas literarias han aparecido en revistas de Puerto Rico, Estados Unidos, Latinoamérica y España. En 2006 fue invitado al III Festival Mundial de Poesía de Venezuela, y en 2015 a la Feria Internacional del Libro de Venezuela (FILVEN), dedicada a Puerto Rico. Ha participado en los Festivales Internacionales de Poesía de Cali, Colombia (2013), de Managua, Nicaragua (2014), y de Salamanca, España (2018). En 2014 fue invitado a presentar “Noche de Juglaría, cinco poetas venezolanos”, en Berna y Ginebra, Suiza. Ese mismo año la Universidad de Carabobo, en Valencia, Venezuela, le otorgó la Orden Alejo Zuloaga Egusquiza en el Festival Internacional de Poesía. Reside en la ciudad de Nueva York desde 1973.
‘EL SOL DE LOS CIEGOS’ Y EL LENGUAJE DEL AMOR
La poesía de Alfredo Pérez Alencart nos coloca ante una percepción de mundo que, en mayor o menor grado, transparenta las situaciones cotidianas que afirman en la obra de este autor más de un motivo poético: el amor en oposición a la soledad, el lenguaje como conciencia religiosa y la solidaridad humana frente a las injusticias de la vida. Por eso, el concepto de sol adquiere en este libro un significado explícito en lo que concierne a la claridad y expresión natural de la palabra. La creación poética se equipara al ‘sol’ para reflejar una realidad que surge no de lo imprevisto, sino de la esencia misma que confecciona el proceso creador y sus sugerentes significados. Situaciones que entran en el plano de la cotidianidad como revelaciones que constituyen un modo de sentir la vida. Es decir, lo que se intuye no de manera fría y absoluta, sino como luminosidad del ser en la palabra. En este sentido el poeta mismo nos dice que En un poema caben varias existencias, aisladas (…) No siempre la experiencia del poeta es la que fertiliza lo creado; no siempre lo escrito por el poeta es la voz de sus gozos y heridas.
En El sol de los ciegos existen múltiples resonancias que revelan los pensamientos más íntimos del poeta. Ya desde el primer texto (“La poesía alcanza”) advertimos la relación del poeta con el lenguaje como reflexión y conciencia de la vida. Si en el principio la poesía era el origen de las cosas, ahora también influirá en la percepción del mundo físico y espiritual como exploración del yo. La poesía se convertirá en un reflejo del mundo, y la voz del hablante lírico será en ella la proyección humana de ese reflejo (Digamos / que en el principio era la Poesía / y que esta nos nutre / y nos alcanza). En ese plano temporal de la realidad la Poesía misma (con mayúscula) constituirá un vínculo que trasciende lo que podría estar encubierto, pero revelado no solo como enigma, sino como planteamiento de las cosas que circundan la existencia. Es, pues, no solo esa visión intuitiva: vi cosas / que no se ven / y me revestí / de lo justo (“Taller”), la que sostiene la vida a través de la palabra, sino también la que evoca el concepto de la ceguera como un modo de contrarrestar las apariencias del mundo, lo que sugiere como vía de introspección, es decir, una reflexión que se opone al lugar común de las cosas que circundan al hablante poético. Por eso la poesía es capaz de ofrecernos la contemplación de un mundo diferente y, a la vez, un sentimiento similar a la plenitud del amor no adulterado por apariencias engañosas. (La orquídea / que te ofrezco hoy, / brotó el año pasado, / princesa. / Es flor cuidada / en el invernadero / de mi corazón).
Otra de las expresiones que trasciende lo circunstancial para dirigir la mirada hacia el dolor del prójimo la hallamos en el poema “Campo de refugiados”: Y estos niños / ¿qué combates perdieron / sin haberlos provocado? Se trata aquí de expresar una realidad mucho más intensa y dolorosa provocada por las guerras y el desamparo social. Este es otro de los aspectos reveladores del carácter del poeta porque manifiesta un profundo sentido social al fundir sus vivencias en la expresión poética que lo proyecta para desnudarse ante la imagen que encarna su ser: No importa que mi carne / sea derrotada. / Soy, siempre seré / en el espíritu, / Pues llegué mucho antes / de mí mismo. (…) Mi espíritu tiene, / tendrá, su particular / vivencia (“Soy, seré”). Estas vivencias contienen la conciencia cristiana en la que el poeta apoya su inspiración. La que aflige su espíritu nos revelará un plano más compasivo no para intuir lo imperfecto o insinuar falsas expectativas de la vida, sino para integrar en el amor una sola imagen transformadora del mundo. Poemas como “David”, “Holocausto”, “Compañera en todo”, “Sed” y “Pasaporte el corazón” concretan un cuadro de resonancias religiosas y subjetivas convivencias: Bienaventurado / quien prodiga afectos / y ofrece flores / y reconoce al otro / en vida (“En vida, las flores”). Este sentimiento cristiano no hay que buscarlo en un lenguaje de signos herméticos, sino en la desnudez del alma y en el valor de quien se reconoce en el reflejo de su propio ser: Lengua que no ondula / lengua cotidiana para el hombre / y su propósito (“Decir común). Se escribe no para cantar las causas perdidas o la pasajera luz de un paisaje que se desvanece, sino para evocar la hondura del amor en la solemnidad de la palabra y en las vivencias que conforman la ética de esta escritura. La palabra concretará en un mismo espacio una aptitud esperanzadora contra el desaliento y la soledad: Entre una calamidad y otra, / cuando la oscuridad / parezca no tener fin, recuerda / la Promesa ancestral / que te mantendrá a flote (“Todo esto pasará”). Desde un punto de vista cristiano esa promesa ancestral prolongará la fe en las relaciones humanas y, por otro lado, en la manera de confeccionar los motivos que configuran el mundo poético del autor: Acércate ahora / a la tierra más / iluminada, / al camino / por el que nunca / te has perdido (“Tras la niebla”). Y el siguiente: No importa que vengas o vayas: / Siempre te seguirá / un trozo de suelo… (“Migrancia”). El camino es también un concepto que se intercala para integrar esa metáfora del tiempo que irá develando una nueva experiencia del entorno como metáfora del espacio geográfico del hablante, el camino que refleja su estar en el mundo. Tema que en el fondo acabará reteniendo la temblorosa presencia de su yo en el proceso poético y en la representación simbólica de ese caminar: La tuya es la historia / humilde / de los que resisten (“Resistencia”).
Alfredo y Jacqueline
Otro de los poemas fundamentales del libro cristaliza la imperecedera imagen de la amada, poetizada amorosamente en el contexto de su presencia evocadora. La amada esposa, Jacqueline, ya en un cielo más puro y sublime, continuará revelada una y otra vez en la intuición cristiana y trascendental del poema: …Mujer infatigable / durante el largo viaje, / ven a mí / con tu caravana / de ternuras. / Yo lavaré tus pies / mientras unges mi pecho / en la tienda / que levantamos lejos (“Amada”). En oposición al dolor y la desesperanza, la amada representará la fuerza que anima al caminante. Será la generadora del sentido de la vida y la conciencia de esa voluntad amorosa que refuerza la fe y la esperanza. En este mismo orden podríamos también agrupar “Mirada que ruega”, “Confesión”, “In memoriam”, “Alondra”, “Lejanía” y “Pedigüeño” composiciones en cuyo contexto interior gravita apasionadamente la visión de la compañera. El sentimiento amoroso recorrerá así nuevamente caminos y paisajes que alentarán la llama de ese amor nunca perdido, siempre verdadero y límpido como el resplandor de la primera aurora. Y es que en El sol de los ciegos el amor es sostenido por una fe que cristaliza un modo de asumir el dolor y la pérdida. Una fe en conformidad con el amor como un signo imperecedero. Un amor que se sobrepone al extravío, lejos ya de las ganancias y las pérdidas para continuar la silenciosa vigilia, allí donde el corazón no puede fracasar porque espera confiadamente un nuevo amanecer: Al sobrevolar frota / un corazón y otro corazón, / y ya nadie podrá dormir / sin antes silabear la palabra / Amor (“El vuelo de la llama”). Por eso, El sol de los ciegos recrea la visión de un yo poético que se abandona al recuerdo de la amada para verse a sí mismo rescatado por el amor, y por la palabra que proclama una actitud salvadora ante las dolorosas experiencias del mundo. Pero un mundo personal donde el poeta recupera la imagen prendida al sentido más oculto de la vida para que surja la única luz posible del amor que no muere: Ahora / es otro el que avanza, / pero ése de ayer / era yo… (“Juventud”).
Mencionemos, para concluir, dos textos que integran la temática fundamental del libro y trazan relaciones con grandes escritores, me refiero a los poemas “Eunice, cien veces cien” y “Unamuno”, que destacan un cálido homenaje a estos autores. Así, abierto a la tradición literaria de ambos continentes, Alfredo Pérez Alencart configura en un mismo espacio las voces de un pasado distinto y sugerente en un lenguaje que revela la profunda pasión que comprende abarca todo. Quienes se acerquen a El sol de los ciegos verán que, a pesar de las circunstancias de la vida, la poesía resplandece como un Sol que nos recuerda que nunca estamos solos.
El poeta y ensayista David Cortés Cabán
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