Retrato de Alencart, pintado por Miguel Elías, y ejemplares de El sol de los ciegos
Crear en Salamanca tiene la satisfacción de publicar esta reseña sobre el nuevo libro del reconocido poeta Alfredo Pérez Alencart. La misma ha sido escrita por Juan Suárez Proaño (Quito, 1993), poeta y editor. Licenciado en Comunicación y Literatura por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador con un estudio sobre la poética de la enfermedad en la obra de Ileana Espinel. Ha publicado los poemarios Lluvia sobre los columpios (2014), Hacen falta pájaros (2016, El Ángel Editor), Nos ha crecido hierba (2018, El Ángel Editor) y El nombre del Alba (Nueva York Poetry Press, 2019). Consta en la antología Seis poetas ecuatorianos (Editorial Caletita), publicada en México; y en la Antología de Poesía Española Contemporánea Y lo demás es Silencio Vol. II, publicada en Madrid, en el 2016. Está incluido en la selección de poetas ecuatorianos «Voices form the center of the world» realizada y traducida por la poeta Margaret Randall. Su poemario “Las cosas negadas” obtuvo el Premio Nacional de Poesía Paralelo Cero 2021. Actualmente está realizando su Maestría en Literatura Hispanoamericana en la Facultad de Filología de la Universidad de Salamanca.
EL SOL DE LOS CIEGOS:
TOCAR LA LUZ, TOCAR EL MUNDO
Cuando leo a Alfredo Pérez Alencart me invade una certeza: la luz es siempre breve. El instante más verdadero del sol está siempre en nuestro abrir efímero de los ojos, en el segundo que dura el abrirlos; lo que viene después es su larga y lenta despedida. El veloz relámpago es la claridad que perfila el mundo y nos estremece con sus formas, sus composiciones, sus fantasmas. Alfredo Pérez Alencart sabe que la luz debe ser un corte rápido –y efectivo– en la cortina de la sombra, un destello, un flash fotográfico que luego nos dejará con la imagen del mundo impresa en el papel de la carne ocular. Por eso los poemas de su libro “El sol de los ciegos” (Vaso Roto, 2021) son poemas relámpago: breves, medidos, que no desbordan más allá de la página y que exigen la disciplina de quien caza, busca, persigue el instante de la luz –en la escritura y en la lectura–.
En tiempos de literaturas con pretensión de caos y derrame, en tiempos de escrituras que poco logran más allá de emular el torrente de pensamiento de los falsos filósofos de “las angustias” humanas, en tiempos de letras como grifos de agua desperdiciada, leer estos poemas nos coloca bajo el frescor de la palabra mesurada, consciente, justa, anclada a las verdades del mundo que no podemos –y que ninguna poesía debería intentar– negar. La condensación de los textos que Alfredo nos ofrece en «El sol de los ciegos» poseen una brevedad nacida del pulimento de la lengua, una lengua suya que en este poemario viene a emular al relámpago, a su luz de instante que electrifica las agujas de las brújulas y nos eriza la carne.
Como en toda poesía correcta, las metáforas de Pérez Alencart no son estancos, no nos ofrecen una sola dirección posible. La ceguera –acaso metáfora central de esta poética– se incrusta en nuestros ojos para trazar formas diversas, todas significantes, de vivir. En principio, es deslumbramiento. Sí, la ceguera es deslumbramiento: una visión magnificada, una retina que se potencia por la lupa del lenguaje hasta quemarse, incendiarse, extraviarse en la abundancia de la luz. Para Alfredo Pérez Alencart, la ceguera viene después de que la claridad ha evocado, ante nosotros, el mundo y sus particularidades. Somos el ciego cuya retina, y la pupila del pensamiento, se han incendiado ante el hallazgo de la belleza que se esconde «bajo grandes flores blancas y una hermosa orquídea que no es de aquí», la dura belleza en el «acto agradecido del leproso extranjero». La luz alumbra, y las criaturas alumbradas –palabras– nos invaden con su vida que dialoga con otras vidas, con voces múltiples, con ruegos y gratitudes ante la tierna violencia de existir.
Los poetas Alfredo Pérez Alencart (Perú-España), Yordan Arroyo (Costa Rica) y Juan Suárez Proaño (Ecuador),
en la Plaza Mayor de Salamanca
Pero la ceguera es también abismo; recae sobre los ojos que se han perdido en el cansancio, en el agobio, en la soledad o la desmemoria. Ante el ciego que no puede conocer a través de su visión cansada, la poesía es el relámpago sobre la piel, el choque eléctrico en los sentidos. ¿Cómo es el sol para los ciegos?, parece preguntarse Pérez Alencart a lo largo e su poética. El cuerpo del ciego conoce y reconoce al sol cuando se posa sobre sus hombros, en la ventana última del pasillo; lo conoce cuando el jardín desprende el lento aroma de la calidez que bulle en la tierra; lo conoce en el cuerpo desnudo que ofrece su piel infecta de luz y tibieza; en la fruta cuya pulpa hierve y burbujea bajo la tarde luminosa. El sol de los ciegos es la poesía de los cansados: palabras que rehacen el amor en los que ya no creían amar nuevamente. «El olfato también roza», dice Alfredo. En su poesía, la palabra sobrepasó el sonido y se hizo «un ángel/ se hizo carne y regó/ su copa/ sobre mi boca». A falta de la pupila, es el cuerpo del ciego el que conoce el sol, es el cuerpo, a través del poema, el que conoce los sabores, la temperatura del sudor, el peso del gesto de lavar los pies de la mujer amada, aquella «explosión de la locura»; todo lo que, en suma, la verdadera comunicación de la poesía.
Y la ceguera es también culpa: cuchillo empuñado por los párpados de la indiferencia. Para aquellos que son ciegos por exigencia propia también está el golpe de la poesía. En este libro abundan textos como Campo de refugiados o Oídme, mis hermanos (uno de mis favoritos, personalmente) que debemos leer como luz derramada sobre el ciego corazón, composiciones poéticas que apuntan las linternas sobre las esquinas más incómodas de nuestros países, los rincones más míseros y dolorosos, aquellos sitios –y sus habitantes– que nuestra indiferencia ha hundido en la sombra. Para la ceguera de espíritu, está la mano incendiada del poema. La luz nos revela el «suplicio del prójimo que no tiene agua ni techo alguno», nos hace sentirlo en la sangre, tropezar duramente con él y mancharnos en su barro cuando lo único que queríamos era vendarnos los ojos con el pañuelo de la fingida paz.
«El sol de los ciegos» es, en fin, una propuesta de conocimiento: un conocimiento que va más allá de la visión –que es la primera estación del lenguaje–; un conocimiento que nos enfrenta a las otras posibilidades de conocer la luz: en su textura, en su forma de cambiar las cosas para nuestras manos; un conocimiento que llega a arrancarnos el cristal de la frialdad y a reemplazarlo por el carbón de la empatía. El misticismo de la luz se vuelve, en la poesía de Pérez Alencart, carne, relámpago que trastoca nuestra brújula cardíaca. «Habladme», pide Alfredo Pérez Alencart a la claridad, «habladme de las cosas que nutren a la gente».
Salamanca, noviembre del 2021
El poeta ecuatoriano Juan Suárez Proaño
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