Ramón Moya en su taller (foto de Jhonnatan Benítez – El sol de Margarita)
Crear en Salamanca se complace en publicar este artículo escrito por nuestro colaborador José Pérez (El Tigre, estado Anzoátegui, Venezuela, 1966), reside en Pariaguán, Mesa de Guanipa. Licenciado en Letras. Doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Oviedo, España (2011). Profesor Asociado Jubilado de la Universidad de Oriente. Núcleo de Nueva Esparta en el área de Lingüística. Pertenece a la Red Nacional de Escritores de Venezuela. Poeta, narrador, ensayista, promotor cultural. Obra publicada: Jardín del tiempo (Cuentos, 1991), Callejón con Salida (Cuentos,1994), Por la Mar de Luís Castro (Ensayo,1995), De par en par (Cuentos, 1998), No Lisis, No Listesis (Cuento, 2000), Pájaro de mar por tierra (Cuentos, 2003), Como ojo de pez (Poesía, 2006), Fombona, rugido de tigre (Novela, 2007), En canto de Guanipa (Poesía, 2007), Páginas de abordo (Poesía, 2008) y Cosmovisión del somari (Ensayo, 2011 y 2013). E-Books: Gustavo Pereira, Antología sin somaris (Poesía, Elperroylarana.gob.ve, 2017), A palo mayor (Poesía, Elperroylarana.gob.ve, 2018), La casa de los poetas (Poesía, Elperroylarana.gob.ve, 2018). Ha obtenido diversos premios literarios en poesía, cuento y novela dentro y fuera de Venezuela. Miembro de la Red Mundial de Escritores en Español, REMES (www.redescritoresespa.com). Ha publicado textos en Nueva York, Miami, Lisboa, Madrid, Viena, Ginebra, Italia y Chile
Pintura de Ramón Moya
I
Cuando en el siglo XVI aparecen las primeras ciudades fundadas en Venezuela, desde Nueva Cádiz en 1500 hasta la Villa del Espíritu Santo en 1536 —pasando por la Cumaná infinita y primigenia o la Maracaibo de un tal Alfinger en 1529, la Barquisimeto de Juan de Villegas en 1553, la Mérida de Rodríguez Suárez en 1558, la Caracas de Diego de Lozada en 1567 y la Carora de 1569, entre otras cincuenta y dos ciudades más—, existía un paisaje único, virginal, a veces invadido por el humo y la lluvia, las migajas blancas del sol, las brumas y el polvo pero siempre teñido por colores implosivos que nuestros indígenas supieron matizar con sus manos sobre las pieles del rostro y los brazos, consagrando así un esplendor que resultó efímero, destruido y desangrado vilmente.
Vinieron después, frente a nuestras costas marinas —donde antes el vigía anunciaba cardúmenes de gozo—, también sobre nuestras montañas y cerros de pájaros y lagartos, las fortificaciones de la arquitectura militar colonial, como señal inequívoca de la pretensión de poder del colonizador, desde Maracaibo a Guayana, de Pampatar a Puerto Cabello.
Así, castillos y fortines se prestaron para evitar el morir y para matar mejor mientras el mismo paisaje virginal de cocoteros y cuevas, de trinitarias y algas resultaba devorado por la codicia humana y la destrucción desmedida.
Siglos después vinieron los pintores, entre académicos e impresionistas, entre nativos y foráneos para atrapar un pasado que naufragó dentro de sí mismo, prefigurando en sus obras momentos de historia y religión, de mitología y natura, de hombres y batallas; desde Martín Tovar y Tovar (1827-1902) hasta Arturo Michelena(1863-1898), desde Cristóbal Rojas (1858-1890) hasta Antonio Herrera Toro (1857-1914); igualmente desde el hispano-venezolano Manuel Cabré (Barcelona, España, 1890 – Caracas, 1984), conocido “Pintor del Ávila”, a Pedro Ángel González (1901-1981); de Federico Brand (1878-1932) a Armando Reverón (1889-1954), pero también de Robert Ker Porter a Camilo Pizzarro, y de Samys Mutzner a Nicolás Ferdinandov.
Unos reaccionando contra otros, algunos atrapados por los mares soleados del Caribe venezolano, dejaron sin embargo su huella para una camada de baluartes que bien vale referir, antes de decir el nombre de Ramón Moya.
Esto para nombrar a los artistas nativos del oriente venezolano — donde es única la implosión de luz del Caribe—, Francisco Narváez (1905-1982), Carlos González Bogen (1920-1992), Omar Carreño (1927-2013) y Ramón Vásuez Brito (1927- 2012); y otros de incalculable valía como Pedro Barreto (1935-2007, eterno en las maderas y riberas de Puerto La Cruz y Barcelona), Carlos Hernández Guerra (1936, indio coronado de talento y misterio), Gladys Meneses (1938-2014, vitralista de escuela y pureza, como una de las más referencias de la plástica nacional); Pedro Báez (1939-2006), Gilberto Bejarano (1941), Régulo Pérez (1929) de banderas, caballos y río Orinoco adentro, junto a su águila harpía), Jacobo Borges (1931), Luis Guevara Moreno (1926-2010), Eduardo Sifontes (1949-1974, el de los gallos múltiples en la paleta del tiempo) y Asdrúbal Marcano (1938, el de las desbandadas masas corporales.
Pintura de Ramón Moya (foto de Jhonnatan Benítez – El sol de Margarita)
II
Más de cuarenta años tiene Ramón Moya atado a un paisaje que se le adviene en vena ancestral guaiquerí, en memoria y soledad desnudas; en paletas transportadas a hombros hasta sus playas andadas a pie.
Entre fulgurantes follajes, cielos a media asta, luces de mediodía y crepúsculos de oro y sal, revela Moya su constancia visionaria con la imbricación creativa reveladora de su terruño insular natal, la isla de Margarita; más allá de esas postales del Caribe que refiere Derek Walcott, de “gomas infladas que cabecean en el agua y cocteles con sombrillas que flotan”, que es el modo como se ve y estigmatiza a nuestro Caribe multiétnico y pluricultural.
El gran pintor de paisajes del Caribe Ramón Moya tiene de las identidades de las aguas ultramarinas y es el indio, el mulato, el criollo, el negro y el blanco; y tiene del músico mestizo que ejecuta y canta el galerón y la malagueña, que domina la espinela, declama la poesía y la encuentra en cada trazo firme, cuidado, llevado a pulso; pero libre en la ejecución, en la entrega al tema y el motivo; al encuentro con la imagen memoriosa, en esa su lírica visión y su doble andar por un paisaje extraño en el presente y fiel al pasado.
Su itinerario es por las costas inmediatas de Manzanillo a El Maguey, de Los Cerritos de Pedrogonzález a La Restinga, de la bahía de Puerto Cruz a Juangriego, de playa Caribe a Taguantar, de esa playa Zaragoza cercana al patio de su casa a la Cubagua de leyendas y misterios.
En la inspiración marina de Ramón Moya, en su madurez plena y sabia, en la textura de sus trazos –magia de color en perspectivas de luz y viento, de espumas y azules— está un Maestro de inconfundible estilo, consagrado en su silencio creador con vigor y fuerza y con honestísima paciencia. Cuánta vivacidad se encuentra en su cromatismo vivo, en esa alquimia que mueve su pulso sobre el lienzo. Por todo ello, propuse su nombre para el Premio Nacional de Artes Plásticas de Venezuela para el período 2020-2021, en ciernes.
Pintura de Ramón Moya (foto de Jhonnatan Benítez – El sol de Margarita)
En ese mar que viene hacia nosotros está la arquitectura exacta de quillas y arbolarios autóctonos, calles solitarias y caminos que son o fueron. Todo plasmado con equilibrio y profundidad, con autonomía por los colores y libertad para el encuadre. De ahí sus formatos de variable amplitud y los volúmenes liberados hacia los espacios que abarcan cada una de las obras moyanas.
Hay ritmo en la combinación de los colores, del azul al blanco, al ocre; del verde al amarillo, al violeta; bien para atrapar salinas o dejarse caer en ellas, bien para mirar el ángulo de una antigua iglesia o para divisar un fortín sangriento desde donde lo vieron los guerreros.
Hay un tiempo vaciado en el arte, en este arte revelador de un país y de una historia que son nuestra huella y nuestra identidad. Como pintor nacional de inmensurable factura, Ramón Moya representa el encuentro cultural de un hombre entregado a su medio y a la memoria de su medio, a través de la expresión interior de su obra. Como en pocos artistas contemporáneos se percibe en él esa fidelidad a un arte que le nace y que le pertenece como esencia, como manifestación profesional de sus estudios y aprendizajes, pero en igual medida como revelación enriquecida, moderna y actual de la mejor tradición del paisajismo pictórico venezolano de siempre.
Pintura de Ramón Moya (foto de Jhonnatan Benítez – El sol de Margarita)
III
Nació Ramón Moya en Barcelona, estado Anzoátegui, por accidente. Su madre, nativa de Porlamar, tuvo un embarazo riesgoso y ameritó cirugía, la cual no era posible entonces en la isla de Margarita. Corría el mes de octubre de 1949. Hubo que trasladarla a Tierra Firme de emergencia para salvar al hijo pintor. Sin embargo, ella no sobrevivió al infortunio aquel día 20.
Ramón Moya nunca conoció a su madre, por eso el paisaje es una manera de encontrarla y dejarla ver en su pureza más grande. Es como la madre tierra, llena de sacrificios. Su padre, nativo de Pedrogonzález, lo puso de pequeño en ese valle que es su paleta cromada, razón de sus primeras pisadas, nostalgia y encuentro con lo remoto. En su casa-taller ubicada en una colina del pueblo, entre Pedrogonzález y playa Zaragoza, el pintor margariteño Ramón Moya se hace pintor universal.
Su obra anda en colecciones privadas de Italia, Turquía, España, Francia, por mencionar una parte de Europa; también Nueva York y Ontario, lugares donde ha expuesto sus obras; lo mismo que en Colombia y otros países del Caribe.
Su pintura ha merecido el reconocimiento lírico y el afecto vital, solidario y fraterno de los poetas Ramón Palomares, Luis Alberto Crespo y Gustavo Pereira. Tres de los más significativos representantes de la lírica contemporánea en Venezuela.
Pintura de Ramón Moya (foto de Jhonnatan Benítez – El sol de Margarita)
Al conversar con él y celebrar su amistad fraterna y solidaria, casado con la humildad de sus vecinos pescadores y sus paisanos músicos tradicionales, recuerda la Caracas de otrora, de cuando inició sus aprendizajes en el Centro Gráfico de la capital el país, a la par que ejercía sus labores de sobrevivencia en la emisora radial YVKE Mundial, donde conoció y ayudó a promocionar grandes músicos y cantantes venezolanos, lo que lo unió, entrañablemente, a don Luis Mariano Rivera, el del “Canchuncú Florido” –canto de armonía—.
De esa Caracas recuerda los talleres del INCIBA, organismo que antecedió al Consejo Nacional de la Cultura, CONAC, organismo devenido luego en el actual Ministerio del Poder Popular para la Cultura; y recuerda a algunos talleristas amigos como Héctor Yaguaracuto, Nerio Moreno y al malogrado artista y poetica Eduardo Sifontes, junto a quien lo hicieron preso los esbirros del gobierno cuando estudiaban en la Escuela de Arte Armando Reverón de Barcelona.
Ramón Moya atesora el Premio Regional de Artes Plásticas de su isla natal, y la Orden Rafael “Fucho” Suárez, en su primera clase, otorgada por parte del Consejo Legislativo del Estado Nueva Esparta. Pero nada llena tanto a un artista plástico como estar frente a su público y su obra en su particular exposición. Cada gesto, cada visión, cada expresión del momento se convierte en una revelación. Ese es el instante que este pintor— único de nuestra Venezuela actual— aguarda en su humilde casa, mientras avista el mar que pare olas y murmullos como un canto materno.
Isla de Margarita 2012-Pariaguán 2021
El pintor venezolano Ramón Moya
El poeta y ensayista venezolano José Pérez
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